Los medios informaron de que cierto artista francés antes muerto había sido hallado tres semanas después de que la comunidad mundial comenzó a buscarlo. Se había casado con la cincuentona que le había procurado un alojamiento barato donde vivir y se había asegurado de que el mundo conociera su nombre.
Cuando lo descubrieron, Jean Rideau no hizo declaraciones a la prensa en relación con los motivos de su desaparición, pero eso no impidió que los medios de comunicación lo intentaran. La pequeña construcción, casi una cabaña, a las afueras de Río en la que había logrado escapar al mundo se había visto invadida por reporteros e investigadores y, no mucho después, por los soldados enviados a mantener la paz. Jean y su esposa lograron permanecer allí durante casi una semana, protegidos del gentío que se congregaba todos los días sin falta por un cordón policial.
No obstante, la multitud no tardó en ser demasiado numerosa y los policías demasiado pocos, y tuvieron que sacar al famoso artista francés y a su mujer de la ciudad. Fue entonces cuando comenzaron los disturbios. Ese día murieron casi tantos Regresados como Auténticos Vivos. El encanto de Jean Rideau y el potencial de su arte post mórtem los arrastraron a todos.
Si uno da crédito a los reportajes de las noticias, los desórdenes acontecidos a las afueras de Río se cobraron un peaje de cientos de muertos. La mayoría fallecieron cuando la inmensa estampida de personas trataba de escapar del fuego de la policía. A los demás simplemente los mataron las balas de los agentes.
Y cuando todo se hubo calmado, después de que sacaron a Jean Rideau y a su mujer de Río —al tiempo que el Gobierno francés rugía por su regreso—, no se sabía cómo, en algún momento, en medio de toda aquella locura, la mujer de Jean había recibido un golpe en la cabeza y ahora estaba en coma, mientras el mundo seguía gritando porque ella y su marido hicieran algo desconocido, asumieran cierto papel sin revelar, dijeran algo secreto acerca de la vida después de la muerte a través de su arte.
Sin embargo, todo cuanto Jean quería era estar con la mujer que amaba.
El pastor y su diminuta esposa estaban en el sofá viendo la televisión con espacio suficiente para otra persona adulta entre ambos. Él sorbía su café y lo removía de vez en cuando sólo para oír el sonido del tintineo de la cuchara contra la cerámica.
Su mujer estaba sentada con los piececitos recogidos bajo su cuerpo, las manos en el regazo y el cuerpo erguido. Tenía un aspecto muy formal y gatuno. Ocasionalmente levantaba la mano y se la pasaba por el pelo, sin saber realmente por qué.
En el televisor, una presentadora de programas de entrevistas muy famosa hablaba con un ministro de la Iglesia y un científico. La disciplina específica a la que este último se dedicaba no quedó en ningún momento muy definida, pero al parecer el hombre era célebre por un libro que había escrito sobre los Regresados en los primeros tiempos de su aparición.
—¿Cuándo terminará esto? —inquirió la presentadora, aunque no estaba claro a quién dirigía la pregunta.
Tal vez por modestia o tal vez porque simplemente estaba dispuesto a admitir que no sabía la respuesta —por lo menos eso fue lo que pensó el pastor Peters—, el reverendo guardó silencio.
—Pronto —contestó el científico (su nombre había aparecido en la parte inferior de la pantalla, pero el pastor no se molestó en recordarlo). Luego calló, como si una sola palabra fuera suficiente.
—¿Y qué le dice usted a la gente que afirma necesitar una respuesta más específica que ésa? —preguntó a continuación la presentadora, mirando al público del plató y luego a las cámaras con el fin de transmitir la idea de que era una persona cualquiera con la que todos podían identificarse.
—Esta situación no puede durar eternamente —declaró el científico—. En pocas palabras, el número de personas que puede regresar tiene un límite.
—Qué tontería —comentó la mujer del pastor señalando el televisor—. ¿Cómo podemos saber cuánta gente puede volver? —añadió, y sus manos se movieron inquietas en su regazo—. ¿Cómo puede pretender saber algo acerca de esto? Esto es obra de Dios. ¡Y Dios no tiene por qué darnos explicaciones de nada de lo que hace!
El pastor permanecía sentado mirando la pantalla. Su esposa lo miró atentamente, pero no pronunció palabra.
—Esto es ridículo —declaró finalmente.
En el televisor, el reverendo intervino por fin en la conversación, pero lo hizo con cautela.
—Yo creo que lo mejor sería que todos tuviéramos paciencia en estos momentos. Nadie debería pretender nada, pues eso entraña un gran peligro.
—Amén —dijo la mujer del pastor.
—Lo que el reverendo quiere decir —terció el científico, arreglándose la corbata mientras hablaba— es que estos sucesos están más allá del reino de la religión. Tal vez en el pasado, cuando aún soñábamos con espectros y fantasmas, la Iglesia habría tenido poder sobre este asunto. Pero no es ése el caso de los Regresados. Son personas de verdad. Son seres físicos, no fantasmas. Podemos tocarlos. Podemos hablar con ellos. Y ellos, a su vez, pueden tocarnos y contestarnos. —Sacudió la cabeza y se apoyó en el respaldo de la silla con aires de confianza, como si todo aquello fuera parte de un gran plan—. Ahora se trata de una cuestión científica.
La esposa del pastor se sentó más derecha en su extremo del sofá.
—Sólo está intentando alterar a la gente —dijo su marido.
—Eso es precisamente lo que está haciendo —repuso ella—. No entiendo por qué permiten que personas como él salgan por televisión.
—¿Qué tiene usted que decir a eso, reverendo? —inquirió la presentadora.
Se hallaba ahora entre el público, con un micrófono en una mano y un montoncito de tarjetas color azul celeste en la otra. Estaba de pie junto a un hombre alto y corpulento vestido como si acabara de llegar de un viaje muy largo a través de un país muy frío y duro.
—Bueno —replicó el reverendo con calma—, yo objetaría que, en los últimos tiempos, todo lo del mundo físico está enraizado en lo espiritual. Dios y lo sobrenatural son las raíces de las que nace el mundo físico. A pesar de todos sus avances, a pesar de sus muchas disciplinas y teorías, de las alarmas y las luces destellantes y los pitidos de su falange de tecnología, hoy la ciencia sigue sin dar respuesta a las preguntas más fundamentales: cómo se creó el universo, cuáles son el destino y el objetivo últimos de la humanidad…, como siempre.
—Bueno, ¿y qué tiene Dios que decir al respecto? —gritó el hombre fornido del público antes de que la multitud tuviera tiempo de empezar a aplaudir al reverendo. Agarró la mano de la presentadora y el micrófono al mismo tiempo con una mano grande y rolliza y vociferó su pregunta—: Si está usted diciendo que los malditos científicos no saben nada, ¿qué es lo que sabe usted entonces, reverendo?
El pastor Peters suspiró. Se llevó una mano a la sien y empezó a frotarse la cabeza.
—Ahora se ha metido en un buen embolado —observó—. Uno y otro se han metido en un lío.
—¿Qué quieres decir? —inquirió su mujer.
No tuvo que esperar mucho para obtener su respuesta.
En el televisor, el plató se había vuelto de repente muy ruidoso. El hombre corpulento le había arrebatado el micrófono a la presentadora y aullaba que ni el reverendo ni el famoso científico valían un pimiento porque todo cuanto hacían era prometer respuestas sin aportar nada.
—Cuando llega realmente el momento —bramó el hombre—, ustedes dos no sirven de nada.
El público estalló en un clamor de vítores y aplausos, a los que el tipo robusto respondió lanzando a pleno pulmón una diatriba acerca de que nadie —ni las mentes científicas, ni las iglesias, ni el Gobierno— tenía una respuesta para la marea de Regresados en la que pronto iban a ahogarse los Auténticos Vivos.
—¡Están todos la mar de satisfechos quedándose de brazos cruzados y diciéndonos sin cesar que esperemos pacientemente como niños mientras los muertos vivientes nos arrastran a la tumba uno a uno!
—Apágalo —dijo el pastor.
—¿Por qué? —preguntó su esposa.
—Pues déjalo. —Se puso en pie—. Me voy a mi despacho. Tengo que escribir un sermón.
—Creí que ya lo habías terminado.
—Siempre hay otro que escribir.
—Tal vez podría ayudarte —sugirió su mujer apagando el televisor—. No es necesario que vea esto. Prefiero echarte una mano.
El pastor cogió su café y limpió la mesa allí donde había estado la taza. Movía su gran corpulencia despacio y con gran precisión, como siempre. Su esposa se levantó y se tomó lo que quedaba de su propia taza de café.
—Ese programa me ha dado una idea para un sermón que tú podrías dar advirtiendo a la gente de que no debe dejarse arrastrar al mal camino por falsos profetas. —El pastor gruñó una respuesta evasiva—. Creo que todo el mundo tiene que comprender que esto no está sucediendo de manera accidental —prosiguió su esposa—. Tienen que saber que es parte de un plan. La gente necesita pensar que su vida responde a un proyecto.
—¿Y si me preguntan cuál es ese proyecto? —respondió el pastor sin mirar a su mujer.
Entró en silencio en la cocina. Ella siguió sus pasos.
—Les dices la verdad…, que no lo sabes, pero que estás seguro de que ese plan existe. Eso es lo importante, es lo que la gente necesita.
—La gente está cansada de esperar. Ése es el problema al que todo pastor, ministro, predicador, chamán, sacerdote vudú o comoquiera que lo llames se enfrenta. La gente está cansada de que le digan que hay un plan pero que nadie les diga realmente cuál es.
Se volvió a mirarla. De pronto parecía más pequeña de lo habitual, pequeña y llena de defectos. «Siempre será la viva imagen del fracaso», dijo de pronto la mente del pastor. Esa idea lo paralizó, rompió el hilo de sus pensamientos y lo dejó mudo.
Ella permaneció igualmente callada. Desde que todo ese asunto había empezado, su marido no era el mismo. Algo se interponía últimamente entre ambos. Algo de lo que él no quería hablarle. Algo de lo que no se atrevía a hablar en sus sermones.
—Tengo que ponerme manos a la obra —dijo el pastor, e hizo ademán de salir de la cocina. Ella se plantó frente a él, una flor frente a una montaña. La montaña se detuvo a sus pies, como había hecho siempre.
—¿Aún me quieres? —preguntó ella.
Él le cogió la mano. Luego se agachó y la besó con dulzura. Tomó el rostro de ella entre sus manos, le acarició los labios con el pulgar y volvió a besarla con un beso largo y profundo.
—Por supuesto que sí —musitó. Y decía la verdad.
Entonces la levantó del suelo con gran ternura y afecto y la apartó a un lado.
Ese día, Harold estaba particularmente malhumorado. Hacía demasiado calor para hacer nada que no fuera morirse, pensó, aunque una muerte no valiera gran cosa en esos tiempos.
Se sentó en la cama con los pies recogidos contra el cuerpo, un cigarrillo sin encender colgando de los labios y una capa absolutamente regular de sudor brillando en la frente. Fuera, en el pasillo, los ventiladores zumbaban, moviendo apenas el aire suficiente para de vez en cuando arrastrar entre crujidos una hoja de papel perdida.
Jacob volvería pronto del aseo y entonces él podría ir al baño. Ya no era seguro dejar las camas sin protección. Sencillamente había demasiada gente que no tenía un lugar donde dormir, y cuando alguien dejaba una cama sin vigilar, aunque no fuera más que un momento, al volver descubría invariablemente que esa noche tendría que dormir en el duro suelo bajo las estrellas.
Las únicas pertenencias que uno tenía eran aquellas a las que podría aferrarse. Harold había tenido suerte porque se había casado con una mujer que iba a visitarlo y que le llevaba una muda de ropa cuando la necesitaba y comida cuando tenía hambre, pero incluso eso estaba comenzando a declinar. Los militares ya no permitían visitas como antes. «Demasiada gente», afirmaban.
No daban abasto con el número de personas —Regresados o Auténticos Vivos— y, más que eso, tenían miedo de que gente desaprensiva se colara en el interior de la escuela e iniciara una revuelta, como ya había sucedido en Utah. Todavía ahora continuaban refugiados en medio del desierto, con sus armas y sus exigencias de que los pusieran en libertad.
Pero el Gobierno seguía sin tener claro lo que quería hacer con la gente, así que los mantenían allí, rodeados de más soldados de los que el pequeño grupo de rebeldes podía jamás esperar vencer. La situación hacía ya una semana que duraba, y lo único que mantenía a los soldados a raya era la cobertura de la prensa y el recuerdo del incidente de Rochester.
Así que los hombres armados distribuían comida, y los rebeldes —liderados exclusivamente por Auténticos Vivos— seguían la pauta de gritar exigencias de libertad e igualdad de derechos para los Regresados cada vez que salían vacilantes del recinto en que se encontraban para coger la comida que les llevaban los soldados. Luego volvían tras sus barricadas y retornaban a la vida que ellos y las circunstancias habían fabricado.
Pero a pesar del hecho de que, en comparación con Rochester y la muerte de los soldados alemanes y de aquella familia judía, todo iba como la seda, la Oficina no estaba dispuesta a dejar que las cosas se fueran a pique. Así pues, los niveles de seguridad aumentaron en todo el lugar, y una mano de hierro se abatió sobre ellos y ahora Lucille sólo podía ir a visitar a su marido y a su hijo una vez por semana. Ahora había demasiada gente hacinada en un espacio que nunca había estado pensado para albergarlos, y por el campamento corría el rumor de que se estaban implementando planes para darles a todos más espacio, lo que significaba que, de un modo u otro, iban a trasladar a mucha gente, y Harold no podía ignorar hasta qué punto eso era un mal presagio.
Arcadia se estaba quedando sin agua, aunque no se había agotado aún por completo. Todo estaba racionado. Y aunque tener la comida racionada ya era bastante malo, tener el agua racionada parecía un destino innecesariamente draconiano.
A pesar de que nadie se moría de sed, podían considerarse afortunados si conseguían ducharse cada tres o cuatro días, por lo que aprendieron a mantener la ropa tan limpia como eran capaces.
Al principio, todo les había parecido trivial, divertido incluso. Todos sonreían y comían con los meñiques estirados y servilletas de papel extendidas en el regazo y remetidas en el cuello de la camisa, y siempre que algo se derramaba, todos se ponían a limpiarlo con afectación e importancia. Al principio, todo el mundo temía ser incorrecto, dejar que la situación provocara cambios en quienes eran y en la imagen que daban de sí mismos.
Al principio tenían dignidad. Como si todo aquello fuera a acabar de pronto y fueran a volver a casa al final del día para instalarse cómodamente en el sofá y ver su reality show favorito.
Luego, las semanas se alargaron hasta convertirse en un mes entero —ahora ya más de uno— y, sin embargo, nadie estaba en casa tumbado en el sofá viendo la televisión. Y cuando el primer mes pasó y los prisioneros más antiguos asumieron la verdad de que no iban a volver a casa y de que las cosas empeoraban día tras día, todos comenzaron a preocuparse cada vez menos por su apariencia y por cómo los veían los demás.
La Oficina hacía un pésimo trabajo limpiando lo que tanta gente ensuciaba, del mismo modo que no despuntaba en la distribución de la comida y del agua. En la mejor ala de la escuela, los aseos se habían averiado por exceso de uso, pero no por ello la gente había dejado de necesitar ir al baño. A algunos les pareció que era mejor seguir usando los retretes fuera de servicio mientras pudieran soportarlos. Otros simplemente dejaron de preocuparse, y meaban o cagaban dondequiera que podían tener un momento de intimidad. Y había otros que ni siquiera necesitaban intimidad.
Entre todas esas cosas, la frustración estaba apoderándose de las personas. Los Regresados, como el resto de la gente, no tenían gran interés en que los retuvieran contra su voluntad. Se pasaban la vida añorando, deseando volver junto a quienes habían amado o, por lo menos, deseando regresar al mundo de la vida. Y aunque algunos de ellos no tenían exactamente idea de lo que querían o de dónde querían estar, sí sabían que estar retenidos como prisioneros en Arcadia no era lo que deseaban.
Los Regresados estaban empezando a quejarse en el campamento. Estaban comenzando a perder la paciencia.
Si uno observaba con atención, podía prever lo que acabaría sucediendo.
Durante las últimas semanas, todos los días, un poco después de las cinco de la mañana, alrededor de media docena de hombres del pueblo de Arcadia recibían una llamada telefónica de Fred Green. No había cháchara, ni introducción, ni disculpas por despertarlos tan temprano, sólo la voz áspera y desagradable de Fred, que gritaba: «¡Nos vemos allí dentro de una hora! Lleva comida suficiente para resistir toda la jornada. ¡Arcadia nos necesita!».
En los primeros días de protesta, Fred y su equipo se habían mantenido a distancia de los soldados y de la puerta por donde entraban los autobuses cargados de Regresados. Inicialmente no estaban seguros de con quién se suponía que estaban furiosos, si con el Gobierno o con los Regresados.
Sí, los Regresados eran unas cosas horribles, antinaturales, pero ¿acaso no lo era también el Gobierno? Al fin y al cabo, era el Gobierno el que había asumido el control en el pueblo. Era el Gobierno el que había llevado allí a los soldados y a los hombres con traje y a los obreros y a todos los demás.
Protestar era un duro trabajo. Más duro de lo que esperaban. Atravesaban momentos de agotamiento y les dolía la garganta casi constantemente. Pero siempre que un autobús de Regresados llegaba resoplando por la calle de camino a la escuela, Fred y los demás sentían que se les levantaban los decaídos ánimos. Enarbolaban sus pancartas, subían el volumen de sus cansadas voces, agitaban sus carteles y cerraban y blandían los puños.
Cuando llegaban los autobuses, gritaban los eslóganes por la ventana. Cada rebelde iba a lo suyo. «¡Fuera!», chillaban. Y: «¡No os queremos aquí! ¡Marchaos de Arcadia!».
Con el paso de los días, Fred y su equipo se cansaron de gritar desde lejos, de modo que empezaron a salir al paso de los autobuses. Sin embargo, tenían cuidado. Se trataba de manifestar su derecho a la libertad de expresión, de hacer saber al mundo que seguían siendo personas buenas y decentes que no iban a quedarse de brazos cruzados mientras todo se hacía pedazos. No era cuestión de hacerse atropellar y convertirse en mártires. Así que se controlaban hasta el momento en que los autobuses se detenían en la puerta para obtener la autorización antes de entrar en el centro de reclusión. Entonces cruzaban rápidamente la calle con las pancartas en alto, gritando furiosos y esgrimiendo los puños. En una ocasión, alguien llegó incluso a coger una piedra y lanzarla, aunque, todo hay que decirlo, tuvo cuidado en no arrojarla donde podía realmente herir a alguien.
No obstante, cada día se volvían un poco más atrevidos.
La segunda semana había cuatro soldados en vez de uno en el puesto de guardia próximo al lugar donde se apostaban Fred y sus seguidores. Estaban ahí, con las armas a la espalda, la expresión adusta, sin perder de vista a los manifestantes pero sin hacer nada para provocarlos.
Cuando llegaban los autobuses cargados de Regresados, los soldados salían de la caseta y formaban una línea frente al lugar donde se hallaban los manifestantes.
Fred Green y los demás se mostraban respetuosos con esa muestra de autoridad, por lo que gritaban sus eslóganes y aullaban sus condenas desde detrás de los soldados y no los amenazaban en modo alguno. Era una desobediencia civil disciplinada.
Eran justo después de las seis —del día que resultaría ser extraordinario— cuando Fred Green aparcó la camioneta en la entrada para vehículos de la casa de Marvin Parker. El sol apenas acababa de salir.
—Un día más en la brecha —le gritó John Watkins. Estaba sentado en su furgoneta con la puerta abierta y una pierna colgando fuera de la cabina. Tenía la radio encendida y la música brotaba distorsionada y con un timbre metálico de unos altavoces estropeados. Sonaba una canción sobre una exmujer que no era buena para nada.
—¿Cuántos me he perdido? —inquirió Fred en tono duro y cortante.
Luego bajó de la camioneta agarrando su pancarta. Empezaba el día de mal humor. Ésa había sido para él otra noche agitada, y como sucede a menudo con cierto tipo de hombres, había decidido que estar enfadado en general era la mejor manera de lidiar con lo que fuera que sucedía en su corazón y que él no entendía.
—¿Qué pasa contigo? —le preguntó John—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy estupendamente —respondió Fred. Adoptó una expresión tensa y se secó el sudor de la frente, sin saber con exactitud cuándo había empezado a sudar—. ¿Han venido muchos autobuses esta mañana?
—Hasta ahora, ninguno —contestó Marvin, acercándose por detrás de él.
Entonces Fred se volvió de golpe, con el rostro colorado.
—Fred, ¿estás bien? —inquirió Marvin.
—Estoy de maravilla —espetó él.
—Yo le he preguntado lo mismo —señaló John—. Parece indispuesto, ¿verdad?
—¡Maldita sea! —gritó Fred—. Empecemos de una vez.
Salieron a la calle como todas las mañanas. Ahora no se dedicaban a otra cosa, sólo a esa desobediencia civil de poca monta. Los campos de Fred se estaban llenando de vegetación y el maíz empezaba a pudrirse en la planta. Hacía semanas que no se acercaba a la serrería. Pero nada de eso parecía tener ya importancia. La normalidad que había caracterizado su vida durante años había desaparecido, y él le echaba la culpa a sus malas noches, y achacaba éstas a los Regresados.
Al final llegaron los autobuses y, cada vez que pasaba uno, Fred gritaba: «¡Volved al infierno, monstruos!». Todos los demás siguieron su ejemplo. Ese día, Fred estaba un poco más alterado de lo habitual, con lo cual también ellos se pusieron nerviosos. Gritaban aún más fuerte y hacían ondear los carteles con mucho más fervor, y algunos comenzaron a buscar algo más que piedrecitas que tirar.
Al final, los soldados que estaban de guardia pidieron refuerzos, pues empezaron a tener la impresión de que las cosas se estaban poniendo feas. Uno de los soldados advirtió a Fred y a los demás que se calmaran.
—¡Al diablo con los Regresados! —gritó Fred como respuesta.
El soldado repitió su advertencia, esta vez con voz más severa.
—¡Al diablo con la Oficina! —bramó Fred.
—Es la última vez que se lo digo —amenazó el soldado al tiempo que le mostraba una lata de gas pimienta.
—¡Al diablo contigo! —chilló Fred. A continuación, le escupió al hombre en la cara y la diplomacia se hizo añicos.
Todo empezó cuando Marvin Parker echó a correr y se plantó delante de uno de los autobuses que avanzaban por la calle. Era tal vez la cosa más condenadamente estúpida que había hecho en su vida, pero ahí estaba, en medio de la calle, gritando y agitando su pancarta al tiempo que se negaba a quitarse de en medio. Dos soldados saltaron sobre Marvin y forcejearon con él hasta derribarlo al suelo, pero el hombre era sorprendentemente ágil para su edad y se levantó a toda pisa. El autobús cargado de Regresados frenó con un chirrido frente a la melé.
Fred y los demás —casi una docena de hombres— cargaron entonces contra el autobús y empezaron a aporrearlo, esgrimiendo sus carteles y gritando y lanzando insultos. Los soldados los agarraban y tiraban de ellos, pero se sentían aún incómodos con la idea de emplear el gas pimienta y asestarle a alguien un puñetazo de verdad. Al fin y al cabo, Fred y su camarilla habían sido inofensivos durante semanas. Los soldados aún estaban tratando de entender qué era lo que había cambiado ese día.
Pero, entonces, Marvin Parker asestó un gancho con la derecha directo a la mandíbula a uno de los soldados y lo dejó inconsciente. Marvin era flaco y desgarbado, pero había boxeado bastante cuando tenía edad para ese tipo de cosas.
Después, todo se convirtió en una confusión de golpes y gritos.
Un par de fuertes brazos rodearon a Fred por la cintura y lo levantaron del suelo. Él trató de rechazar al hombre que lo sujetaba, pero era demasiado fuerte. Se puso a dar patadas como un loco y alcanzó la parte posterior de la cabeza de alguien. La tenaza que le rodeaba la cintura se soltó y Fred fue a parar entre las piernas de un soldado que lo hizo caer de espaldas.
Alguien gritaba «¡Fascistas!» una y otra vez, lo que hacía que toda la bronca resultara aún más surrealista. Los Regresados del autobús miraban por la ventana sin saber exactamente cuánto debía asustarlos todo aquello. Para la mayoría no era la primera vez que se tropezaban con ese tipo de protestas, pero ello no contribuía gran cosa a hacerlo más soportable.
—No se preocupen —les dijo el conductor del autobús—. Llevo semanas viendo a esos tipos ahí fuera. —Frunció el entrecejo—. Son en su mayoría inofensivos —concluyó.
Fred estaba profiriendo insultos y peleando con uno de los jóvenes soldados con el que se había tropezado en un momento dado cuando otras manos comenzaron a tirar de él, acompañadas de la voz de Marvin Parker, que gritaba:
—¡Venga, Fred! ¡Mueve el culo! —A pesar de su pasión, Fred Green y el resto de sus compañeros carecían del entrenamiento y, lo que era más importante, de la juventud de los soldados.
Fred se puso en pie trastabillando y echó a correr. Incluso con toda la adrenalina, estaba agotado. Era demasiado viejo para eso, y no había sido el tipo de confrontación que él pensaba. No se había decidido nada. No se había resuelto nada.
Las cosas habían sucedido muy deprisa y, al no haberse logrado nada, todo parecía decepcionante.
Marvin reía mientras corrían. Obviamente no compartía el agotamiento y la frustración de Fred. Un hilillo de sudor se deslizaba por su sien, pero su rostro largo y delgado estaba radiante de excitación.
—¡Joder! —gritó—. ¡Ha sido genial!
Fred miró a su espalda para ver si los soldados los estaban persiguiendo. No era así. Habían tirado al suelo a un par de sus compañeros y los tenían inmovilizados sobre el asfalto. Todos los demás miembros del grupo de Fred corrían detrás de él. Algunos empezaban a mostrar pequeños cardenales en la cara pero, dadas las circunstancias, no habían salido malparados.
Volvieron a sus vehículos, todos en desbandada, y arrancaron los motores a toda prisa. Marvin se subió a la camioneta de Fred y ambos abandonaron pitando el acceso a la casa de él con un gran chirrido de neumáticos.
—Probablemente pensarán que hemos aprendido la lección —observó Fred al tiempo que miraba por el retrovisor. Nadie los seguía.
Marvin se echó a reír.
—Bueno, entonces es que no nos conocen, ¿verdad? ¡Mañana volveremos a hacerlo!
—Ya veremos —fue todo lo que dijo Fred. Su mente estaba trabajando—. Creo que se me ha ocurrido algo mejor —declaró—. Algo que quizá te guste incluso más, dado que tú pareces ser el que en mejor forma está de todos nosotros.
—¡Yuju! —gritó Marvin.
—¿Qué tal se te da cortar cercas? —le preguntó Fred a continuación.
A Harold le dolían los pies. Aún sentado en su catre, se quitó los zapatos y los calcetines y se miró los dedos. Algo parecía no ir bien. Los pies le picaban y olían mal, en particular entre los dedos. Pie de atleta, lo más probable. Se los restregó, introdujo entre ellos un dedo de la mano y se rascó y se rascó hasta que empezaron a escocerle y notó que entre dedo y dedo había un punto en carne viva.
Pie de atleta, sin lugar a dudas.
—¿Charles? —llamó Patricia al despertar de su sueño desde la cama que había junto a la suya.
—¿Sí? —replicó Harold. Volvió a ponerse los calcetines, pero decidió no calzarse los zapatos.
—Charles, ¿eres tú?
—Soy yo —contestó Harold. Se desplazó hasta el borde del catre y le dio unas palmaditas en el hombro para despertarla del todo—. Levántate —le dijo—. Estás soñando.
—Oh, Charles —se lamentó ella, con una única lágrima rodando por el rostro mientras se sentaba—. Ha sido terrible. Absolutamente terrible. Todo el mundo estaba muerto.
—Bueno, bueno —dijo Harold. Se levantó de la cama y se acomodó a su lado. Un chiquillo de aspecto desaliñado que pasaba frente a la puerta por casualidad echó un vistazo al interior, vio la cama vacía de Harold e hizo ademán de ir hacia ella—. Es mía —saltó él—. Y la de al lado también lo es.
—No puede tener usted dos camas, señor —protestó el muchacho.
—Y no las tengo —contestó Harold—. Pero estas tres camas pertenecen a mi familia. Ésa es mía y la de al lado es la de mi hijo.
El chico miró a Harold y a la anciana negra con desconfianza.
—Entonces, ¿ésa es su mujer?
—Sí —respondió Harold.
El muchacho permaneció allí plantado.
—Charles, Charles, Charles —terció Patricia, palmoteando el muslo de Harold—. Tú sabes lo mucho que te quiero, ¿verdad? Claro que lo sabes. ¿Cómo está Martin? —Miró al chiquillo de pie en la puerta—. Martin, cielo, ¿dónde has estado? Ven aquí, cariño, y deja que te dé un abrazo. Has estado fuera mucho tiempo. Ven a darle un beso a tu madre. —Hablaba despacio y sin expresión, sin la más mínima inflexión, lo que hacía sus palabras aún más inquietantes.
Harold sonrió y le cogió la mano. No sabía con seguridad hasta qué punto estaba lúcida en ese preciso momento, pero no tenía importancia.
—Estoy aquí, tesoro —dijo, y le besó tiernamente la mano. Luego miró al muchacho—. Ahora vete —le ordenó—. ¡Que nos tengan aquí encerrados como animales no significa que tengamos que comportarnos de ese modo!
El chico dio media vuelta y salió a toda prisa por la puerta, volviendo la cabeza a derecha e izquierda mientras andaba, buscando ya otra cama vacía de la que apropiarse.
Harold soltó un bufido.
—¿Qué tal lo he hecho? —inquirió Patricia con una suave risita.
Él le oprimió la mano.
—De maravilla.
Harold regresó a su catre, aún vigilando de vez en cuando por encima del hombro para asegurarse de que nadie se acercaba sigilosamente para llevarse la cama de Jacob.
—No tienes por qué darme las gracias, Charles.
Él trató de sonreír.
—¿Quieres un caramelo? —le preguntó ella de pronto, palpándose los bolsillos del vestido—. Veré si puedo encontrarte uno aquí —dijo.
—No te preocupes —replicó Harold—. No tienes ninguno.
—A lo mejor sí —insistió ella, adoptando una expresión decepcionada al comprobar que se había equivocado. Sólo estaba rodeada de bolsillos vacíos.
Harold se tumbó en su cama y se secó el sudor de la frente. Era el mes de agosto más espantoso de los últimos tiempos.
—Nunca tienes caramelos —señaló.
La mujer se acercó y se sentó a su lado en la cama con un gemido.
—Ahora vuelvo a ser Marty —dijo Harold.
—No empieces a lloriquear. Te compraré unos cuantos cuando vuelva a ir al pueblo. Pero no puedes portarte así de mal. Tu padre y yo te hemos educado mejor. Te comportas como un chiquillo malcriado, y no te lo consentiré.
Harold se había acostumbrado a esa reciente senilidad suya. La mayoría de las veces era Jacob quien representaba el papel de su Marty. Pero, de vez en cuando, a la mujer se le cruzaban los cables un poco más de lo habitual y, sin previo aviso, Harold se descubría de pronto en el escenario teatral de su mente haciendo de su hijo, el cual, calculaba él, debía de tener alrededor de siete años más o menos.
No obstante, eso no le hacía mal a nadie, ni había alternativa. De modo que Harold simplemente cerraba los ojos —incluso con su desagradable temperamento— y dejaba que la mujer lo arrullara cariñosamente diciéndole que debía aprender a comportarse mejor.
Trató de permanecer tranquilo durante un tiempo, pero le resultaba difícil porque no podía dejar de pensar en Jacob. El pequeño se había marchado para ir al baño hacía ya un rato y aún no había regresado. Harold se dijo que no había nada de que preocuparse, y luego enumeró todas las razones por las que no debía ponerse furioso.
Razones como el hecho de que probablemente no se había marchado hacía tanto tiempo como él creía. El tiempo era algo difícil de apreciar por aquel entonces y, como hacía años que no llevaba reloj —rara vez tenía que ir a algún sitio—, no estaba bien preparado para medir cuánto hacía que su hijo se había ido, así que su mente se había puesto a decidir, motu proprio, cuánto era demasiado tiempo.
Se incorporó en la cama y miró en dirección a la puerta, como si mirándola con la intensidad suficiente Jacob fuera a entrar por ella. Continuó mirando unos instantes, pero el chiquillo siguió sin aparecer.
A pesar de que llevaba cincuenta años sin practicar, Harold seguía siendo un padre. Su mente recorrió todos los lugares que pasan por la mente de un padre.
Su imaginación comenzó con que Jacob usaba el baño —aunque la mayoría de los retretes estaban averiados, la gente seguía yendo allí cuando tenía necesidad— y se entretenía por el camino a hablar con alguien. Luego la situación hipotética de la mente de Harold se puso a cero y Jacob abandonó el baño y uno de los soldados le dio el alto. El soldado le pidió al chiquillo que lo acompañara. Jacob protestó y el soldado lo agarró por la cintura y se lo cargó sobre los hombros… mientras Jacob no paraba de chillar y llamar a su padre.
«No», se dijo. Sacudió la cabeza y se recordó que no era ése el caso. No era posible, ¿verdad?
Salió al pasillo, mirando a derecha e izquierda a la gente que iba y venía. Había más que el día anterior, pensó. Volvió la vista atrás para mirar a la señora Stone, aún dormida en el camastro. Luego miró los dos colchones vacíos.
Si se marchaba, quizá no seguirían ahí cuando volviera.
Pero, entonces, la imagen del soldado que se llevaba a Jacob cargado sobre los hombros asaltó su mente y Harold decidió que era un riesgo que valía la pena correr.
Se internó rápidamente en el pasillo, esperando que nadie hubiera visto exactamente de qué habitación había salido. Se tropezó con gente aquí y allá a lo largo del camino y no pudo evitar admirarse de la enorme diversidad que reinaba en el campamento en esos momentos. Aunque todos eran norteamericanos, parecían proceder de todas partes. Harold no lograba recordar la última vez que había recorrido una distancia tan corta y se había topado con tantos acentos distintos.
Cuando se aproximaba al baño, vio a un soldado que caminaba con la espalda erguida y los ojos atentamente concentrados en lo que tenía delante, como si algo importante estuviera sucediendo frente a él.
—¡Eh! —lo llamó Harold—. ¡Eh!
El soldado, un muchacho pelirrojo con un grave caso de acné, no lo oyó. El anciano logró agarrarlo del brazo antes de que pasara.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó el chico en tono apurado. El nombre que constaba en su uniforme era «Smith».
—Eh, Smith —dijo Harold, tratando de parecer a la vez simpático y preocupado. No había necesidad de ponerse desagradable en ese preciso momento—. Perdone —se disculpó—, no quería agarrarlo de ese modo.
—Llego tarde a una reunión, señor —explicó Smith—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Estoy buscando a mi hijo.
—Y probablemente no sea usted el único —replicó el joven con idéntico tono de crispación en la voz—. Hable con la policía militar. Tal vez ellos puedan echarle una mano.
—Maldita sea, ¿por qué no puede ayudarme? —enderezó la espalda. Smith era alto y musculoso, la juventud en su estado más refinado y viril.
El joven soldado miró al viejo con los ojos entornados, examinándolo de la cabeza a los pies.
—Sólo necesito un poco de ayuda para encontrarlo —terció Harold—. Se fue al baño hace un rato y…
—¿Y no estaba en el baño?
—Bueno. —Harold hizo una pausa, percatándose de que hacía mucho que no actuaba de una manera tan irracional—. De hecho, no he llegado hasta allí —repuso por fin.
Smith dejó escapar un suspiro de irritación.
—Siga con lo suyo —dijo Harold—. Lo encontraré.
El soldado no esperó a que Harold cambiara de opinión. Se volvió y echó a andar a toda prisa por el pasillo avanzando con rapidez entre la multitud, como si no estuviera ahí.
—Cabrón —dijo Harold para sí. Aunque sabía que Smith no había hecho nada malo, insultarlo le hacía sentirse mejor.
Justo en el momento en que llegaba al baño, Jacob salía de él. Tenía el pelo y la ropa algo desordenados y la cara colorada.
—Jacob, ¿qué ha pasado? —quiso saber su padre.
El chico abrió unos ojos como platos. Empezó a meterse la camisa por dentro de los pantalones y a tratar de arreglarse el pelo.
—Nada —respondió.
Harold se puso en cuclillas y le levantó la barbilla, inspeccionando atentamente su rostro.
—Te has estado peleando —observó.
—Empezaron ellos.
—¿Quiénes?
Jacob se encogió de hombros.
—¿Siguen ahí dentro? —preguntó Harold mirando hacia el baño.
—No —contestó el muchacho—. Se han ido.
Harold suspiró.
—¿Qué ha pasado?
—Fue porque nosotros tenemos nuestra propia habitación.
Harold se levantó y miró a su alrededor, esperando que los chicos implicados, cualesquiera que fueran, estuvieran aún por allí. Estaba furioso consigo mismo por habérselo perdido, aunque una parte de él estaba curiosamente orgullosa de que su hijo hubiera estado envuelto en una pelea. (Ya había sucedido una vez en el pasado, cuando Jacob acababa de cumplir los siete y se había peleado a puñetazo limpio con el chico de los Adams. En aquella ocasión, Harold había estado presente. Incluso había sido quien había puesto fin a la riña. Y hasta el día de hoy sentía una leve punzada de culpa por que Jacob hubiera salido vencedor).
—Gané yo —señaló Jacob con una sonrisa.
Harold se volvió para evitar que su hijo lo viera sonreír.
—Venga —dijo—. Ya hemos tenido bastantes aventuras por hoy.
Por suerte, cuando llegaron al aula de arte, nadie les había quitado los colchones. La anciana dormía en su camastro.
—¿Va a venir hoy mamá?
—No —respondió Harold.
—¿Y mañana?
—Probablemente no.
—¿Pasado mañana?
—Sí.
—¿Dentro de dos días, entonces?
—Sí.
—Vale —asintió Jacob. Se puso de pie en la cama, se sacó un trocito de lapicero del bolsillo e hizo dos marcas sobre su catre.
—¿Hay algo que quieras que te traiga?
—¿Te refieres a comida?
—Me refiero a cualquier cosa.
El chiquillo se quedó un momento pensativo.
—Otro lápiz. Y un poco de papel.
—De acuerdo, parece razonable. Quieres dibujar algo, me imagino.
—Quiero escribir unos cuantos chistes.
—¿Qué?
—Ya le he contado los que sé a todo el mundo.
—Ah. Bueno —suspiró Harold con suavidad—, eso nos pasa a los mejores de nosotros.
—¿Tienes chistes nuevos que puedas enseñarme?
Harold negó con la cabeza. Era como la octava vez que el chico le pedía esa nimiedad, y era como la octava vez que Harold se la negaba.
—¿Marty? —dijo la anciana, que volvía a soñar.
—¿Qué le pasa? —preguntó Jacob, observando a Patricia.
—Está un poco confusa. Sucede a veces cuando la gente se hace vieja.
Jacob miró a la mujer, luego a su padre, y de nuevo a la mujer.
—A mí no me pasará —le aseguró Harold.
Eso era lo que el chiquillo quería oír. Se acercó al extremo de su cama y se sentó con los pies colgando fuera del borde, casi tocando el suelo. Se tumbó sobre su espalda y se quedó mirando al pasillo mientras la aglomeración de gente iba y venía como una gran masa desaliñada.
En las últimas semanas, el agente Bellamy parecía cada vez más abrumado por su situación en la vida, fuera cual fuese exactamente esa situación. Harold y él habían dejado de celebrar sus entrevistas bajo el calor sofocante del edificio de la escuela, donde no había aire acondicionado ni brisa alguna, sino sólo el hedor que emanaba un número excesivo de personas confinado en un espacio demasiado reducido.
Ahora las celebraban al aire libre, jugando a la herradura bajo el calor insoportable de agosto, donde no había aire acondicionado ni brisa alguna, sino sólo el peso de la humedad, que era como un puño que te oprimía los pulmones.
Un gran paso adelante.
Harold se había percatado de que Bellamy estaba cambiando. Una barba dispersa estaba tratando de establecerse en su rostro y tenía los ojos desacostumbradamente cansados y enrojecidos, como los de alguien que acaba de llorar o que, por lo menos, no ha dormido durante largos períodos de tiempo. Sin embargo, Harold no era uno de esos hombres que le preguntan a otro hombre ese tipo de cosas.
—Bueno, ¿qué tal va todo entre Jacob y usted últimamente? —inquirió Bellamy. La pregunta concluyó con un pequeño gruñido, y el agente de la Oficina balanceó el brazo y dejó volar la herradura. Ésta quedó suspendida en el aire y luego golpeó el suelo con un ruido sordo, errando la estaca y sin merecerle ningún punto.
No era un mal campo para jugar a la herradura, simplemente un área despejada situada en la parte posterior de la escuela entre los senderos que la Oficina había trazado para facilitar la entrada en el campamento a los recién llegados.
El lugar volvía a estar abarrotado y el campamento incluso se estaba extendiendo fuera de la escuela e invadiendo el propio pueblo. Justo cuando la gente lograba adaptarse al ritmo de vida, justo cuando conseguían su propio sitio para vivir en la ciudad, ya fuera una tienda plantada en uno de los jardines, ya, si tenían suerte, refugiados en una de las casas del pueblo que la Oficina estaba utilizando para hacer frente a la necesidad, llegaba más gente. La situación se volvió más tensa. Más complicada.
Hacía tan sólo una semana, uno de los soldados se había visto implicado en una pelea con uno de los Regresados, aunque nadie logró saber con exactitud por qué había sido. Lo único en lo que todo el mundo estaba de acuerdo era que había sido por un motivo trivial, pero el soldado había acabado con la nariz ensangrentada y el Regresado con un ojo morado.
Algunos estaban seguros de que aquello no era más que el comienzo.
Pero Harold y el agente Bellamy se mantenían al margen de esa clase de cosas. Sólo las veían suceder a su alrededor e intentaban no verse arrastrados por ellas. Y jugar a la herradura ayudaba.
A menudo, mientras estaban los dos solos jugando a su juego, veían pasar a Regresados y Auténticos Vivos escoltados por soldados, uno detrás de otro, con aire sombrío y asustado.
—Vamos bien —manifestó Harold. Le dio una calada al cigarrillo, plantó los pies y tiró. La herradura tintineó contra la estaca de metal.
En lo alto, brillaba el sol y el cielo estaba azul y despejado. Era muy bonito, pensaba a veces Harold, creer que el joven de la Oficina y él no eran más que un par de amigos que hacían pasar una tarde de verano. Entonces cambiaba el viento y el hedor del campamento los envolvía y traía consigo pensamientos sobre el triste estado de su entorno, pensamientos sobre el triste estado del mundo.
Ahora le tocaba el turno a Bellamy. Volvió a errar el tiro y no consiguió ningún punto. Se quitó la corbata justo cuando escoltaban a un pequeño grupo de Regresados por el sendero que unía la oficina de procesamiento con la parte principal de la escuela.
—No creería usted algunas de las cosas que suceden ahí fuera —comentó una vez el desfile hubo pasado.
—Apenas si puedo creer lo que sucede aquí dentro —repuso Harold—. En cuanto a lo que sucede ahí fuera, quizá lo creería más si tuviéramos un televisor y nos permitieran verlo. —Harold le dio una chupada al cigarrillo—. Dedicar la vida a cotilleos y rumores no es una manera de estar informado. —Lanzó su herradura, que aterrizó a la perfección.
—Eso no lo decidí yo —replicó Bellamy con ese acento neoyorquino suyo. Los dos hombres echaron a andar para ir a recoger sus herraduras. Harold llevaba siete puntos de ventaja—. Fue el coronel quien lo dispuso —añadió Bellamy—. Y, con bastante franqueza, no puedo asegurar siquiera que fuera decisión suya. Fueron esos funcionarios electos de Washington quienes determinaron quitar los televisores y los periódicos de los centros. A mí no me pagan lo bastante para eso.
—Bueno —replicó Harold. Recogió sus herraduras, dio media vuelta y efectuó su lanzamiento. Acertó el tiro—. Qué práctico resulta eso, ¿no? —observó—. Y ahora me imagino que a continuación me dirá que ni siquiera fue culpa de los políticos. Fue el pueblo norteamericano. Al fin y al cabo, fueron ellos quienes los votaron. Fueron ellos quienes los pusieron ahí para que tomaran ese tipo de decisiones. No supone ninguna responsabilidad por su parte, ¿verdad? Usted sólo es una pieza de una máquina mucho mayor.
—Sí —respondió Bellamy sin comprometerse—, algo así. —Lanzó y ensartó por fin la herradura en la estaca. Gruñó una modesta celebración.
Harold meneó la cabeza.
—Todo esto va encaminado a causar conflictos —declaró.
Bellamy no contestó.
—¿Y cómo sigue ese coronel?
—Muy bien. Estupendamente.
—Qué lástima tan grande lo que le pasó. Lo que casi le pasó, quiero decir. —Le tocó el turno a Harold. Otro lanzamiento perfecto. Más puntos.
—Sí —coincidió Bellamy—. Aún no puedo comprender cómo llegó esa serpiente a su habitación. —Lanzó y falló, aunque en parte porque le había entrado la risa.
Siguieron jugando en silencio durante un rato, simplemente viviendo bajo el sol como el resto del mundo. A pesar de que ahora había en Arcadia más gente de la que debería, más gente de la que el agente Bellamy podría jamás esperar entrevistar o aconsejar —cosa que se había convertido en su tarea principal ahora que el coronel estaba a cargo de la seguridad y del funcionamiento general del campamento—, nunca faltaba a sus citas con Harold. Había dejado de entrevistar a Jacob.
—Hábleme de la mujer —le pidió Harold al cabo de un rato. Lanzó. No estuvo mal, pero tampoco fue un lanzamiento perfecto.
—Me temo que tendrá que ser más específico.
—De la anciana.
—Aún no tengo del todo claro de quién me está usted hablando. —Bellamy lanzó y erró la estaca por kilómetros—. Resulta que hay muchas mujeres ancianas en este mundo. Circula por ahí una teoría que dice que después de una existencia lo suficientemente larga todas las mujeres se convierten en ancianas. Es un pensamiento realmente revolucionario.
Harold se echó a reír.
Bellamy tiró y soltó un silbido al ver que la herradura se desviaba esta vez muchísimo más que la anterior. Acto seguido echó a andar hacia el otro extremo del campo de juego sin esperar a su oponente. Se dobló las mangas de la camisa. Sin embargo, de un modo u otro, a pesar de todo el calor y de la humedad, no sudaba.
Tras quedarse mirándolo unos instantes, Harold acabó yendo tras él.
—Vale —dijo Bellamy—. ¿Qué le gustaría saber?
—Bueno, me dijo usted que una vez tuvo una madre. Hábleme de ella.
—Era una mujer muy buena. Yo la quería. ¿Qué más hay que decir?
—Creía que había dicho usted que no había regresado.
—Exacto. Mi madre sigue muerta.
Bellamy se miró las piernas. Se sacudió una mancha de polvo de los pantalones y miró las pesadas herraduras que sujetaba fuertemente en la mano. Estaban asquerosas. Sus manos estaban asquerosas. Entonces vio que no sólo tenía una mancha de polvo en el pantalón del traje. El pantalón estaba enteramente cubierto de polvo y suciedad. ¿Cómo no se había dado cuenta?
—Murió despacio —dijo al cabo de un instante.
Harold le dio en silencio una calada a su cigarrillo. Los soldados acompañaban a otro grupo de Regresados por el pasillo próximo al lugar donde ambos hombres seguían jugando. Los Regresados miraron al viejo y al agente.
—¿Alguna otra pregunta? —inquirió Bellamy al final.
Enderezó la espalda ignorando el estado mugriento de su traje, alargó el brazo, se balanceó y lanzó la herradura. Erró por completo el tiro.