Que trata de la última ocupación británica y da fin a la narración
LA ESCUADRA ENEMIGA fue avistada en noviembre de 1798.
Desembarcaron en cala Molí, muy cerca de las salinas. Diodor subió a la azotea para observar el movimiento de tropas, entre el cañonear de las naves. Esta vez no podría pelear, pero quería verlo todo. Acechaba ansioso con el catalejo. Muchos mercenarios desertaban. Seguro que los ingleses acabarían ganando terreno. Anocheció pronto y hubo de recogerse.
Al día siguiente supo que el mariscal Rutiman había retrocedido acobardado. En la oscuridad los soldados eran derribados por las frías saetas del viento. A medianoche, los que aún se tenían en pie, toparon con los hombres del coronel Yann, que venían andando desde Ciutadella. Se armó la de Dios es Cristo. Unos decían que habían de avanzar, otros que recular, otros que los invasores no eran anglos, sino gallegos. Empezaron a abrevarse, pues se había repartido doble ración de aguardiente, a bailar en la escurana, a matarse por un pedazo de queso. El brigadier Quesada ni siquiera fue capaz de castigar a Rutiman. Optó por guarecerse en Ciutadella, único recinto amurallado desde la demolición de San Felipe.
Diodor se puso la casaca roja de su padre, calzas blancas, un lazo en el pelo encanecido y se ciñó la espada. Estaba dispuesto a cabalgar hasta Maó, para seguir de cerca los acontecimientos. Moza se contempló en el espejo de su aposento, sumido en la penumbra. Aún tenía buena figura.
Vistió la blusa descotada, la falda con aberturas y se fue junto a su hombre.
—Vas a tener frío —dijo Diodor.
Se envolvió en una capa de terciopelo azur, con lazada de oro.
—Así voy bien.
En Maó les contaron que el general Stuart había tomado Mercadal y cortado las comunicaciones con Ciutadella. La ciudad estaba desguarnecida, pues los militares se habían dirigido al otro cabo de la isla. Durante la noche grupos de civiles patrullaron por las calles. Las tabernas habían cerrado a toque de oración y los vecinos tuvieron luces prendidas en las ventanas hasta el amanecer. Aun así la turba y un hatajo de penados fugados entraron a saco y cometieron desmanes.
Diodor y Moza comprobaron que sus vinaterías habían sido desvalijadas. Habían hundido las puertas a hachazos, robado cofres de monedas, destrozado muebles, desfondado barricas y trizado ampollas y vasijas. Tal vez se habían llevado a las muchachas, porque no se veía alma viviente. En la cantina del puerto las paredes estaban negras como la pez, pues habían quemado mesas y sillas en medio de la tarbea.
También la antigua mansión de Diodor había sido asaltada.
Despedazaron cuanto hallaron. Cristalerías, porcelanas, candelabros, cuadros valiosos. Mataron a Leonor, que parecía haberse enfrentado a la chusma, con uno de los pistolones que Diodor había mercado en sus correrías por el Mediterráneo. Yacía sobre el mármol del salón, el níveo cabello empapado de sangre. Diodor se cubrió el rostro con las manos. Luego buscó la sombra de Emilia.
—Toma la revancha —dijo.
Los hurtadores habían escapado en los laúdes. Se hallaban en alta mar, habiendo burlado la escuadra inglesa. Emilia avanzó descalza sobre las aguas, el cuerpo, que conservaba la tersura de los veinte años, envuelto en finas gasas. Pero los bandidos habían robado ninfas apetitosas y le hacían poco caso. Hasta que uno fue cautivado por su mirada. Bebió de sus pechos emponzoñados y al punto empezó a brincar, eufórico, imprimiendo peligroso vaivén a la barca. Los demás quisieron potar el licor de la ilusión y fueron dulcemente inficionados. Palmaron uno a uno, con la sonrisa en los labios. Las cortesanas los echaron por la borda. Gobernaron hasta la isla de Mallorca, donde se establecieron tan ricamente.
Diodor y Moza reorganizaron como pudieron las tabernas, con ayuda del notario Picurd. Perceval había muerto poco antes. Se había quedado plácidamente traspuesto, víctima de sus muchos años. Delia, su hija, viajó a Maó para presidir el duelo con don Juan y su hijo Andreu. También vino doña Cecilia, esposa del doncel don Andreu, una marquesita castellana de continente angelical. Pero doña Catalina permaneció en Ciutadella, abrigando manidas quimeras de amor.
La noche del 9 de noviembre el coronel Paget llegó con un regimiento al paseo de la Albereda, orillando el puerto. Los jurados de Maó, escoltados por el vulgo, acudieron a recibirle ante el convento de San Francisco. Le ofrecieron, solemnemente, las llaves de la ciudad.
Paget adujo que ya las tenía, y se resistía a aceptar tan oportunas muestras de vasallía. El teniente del rey se había refugiado en las ruinas de San Felipe y la capitulación no estaba clara todavía. Entonces Diodor, que se encontraba con Moza entre la nube de curiosos, rompió el tenso silencio gritando:
—¡Tres hurras por los bravos ingleses!
No le traicionó la voz cascada. Y el gentío:
—¡Hurra!
—¡Hurra!
—¡Hurra!
Con lo que la sonrisa transformó el severo semblante del coronel. Dejó a los jurados libertad de movimientos.
A la mañana siguiente el alférez del rey capitulaba y la bandera inglesa sustituía a la española en los despojos de San Felipe.
—Habrá que reconstruir la fortaleza —razonó Paget.
Enardecidos, Diodor y Moza cabalgaron hasta Ciutadella, tras cuyas murallas se había refugiado el brigadier Quesada, con dos mil soldados. Supieron que aquella misma mañana el infortunado gobernador se había caído del puente levadizo, se había roto un brazo y estaba en cama con fiebre.
Los vecinos abandonaban la ciudad para refugiarse en el campo. Incluso las monjas clarisas dejaban la clausura para retirarse a Torre del Ram, una agreste posesión. Diodor vio pasar a doña Catalina y su comitiva de familiares, que se dirigían a Agua Fría. Se encontraron frente a frente. A mujeriegas en la mula la dama. Cargado de años, pero fachendoso, Diodor en su corcel. Se miraron de hito en hito, mientras los demás proseguían la marcha. Moza, discreta, se hizo a un lado.
Diodor sintió revivir pasiones lejanas. No veía la vieja que tenía delante, sino la jovencita casquivana, bellida, que se bañaba corita en la playa de Agua Fría. El alma se le desbocó porque le premiaba con una sonrisa. Pero no dijo nada. Como si no fuera preciso, como si todo quedara muy claro, escrito en la mirada. Arreó la mula y siguió su camino. Se volvió una vez, antes de perderse de vista, y el rostro demacrado de la anciana era la faz tersa, jugosa, los ojos como inocentes, la tez clara, los pechos diminutos de aquella niña que le había camelado. Moza se le acercó.
—Eres un sentimental —le dijo.
—Un carcamal, dirás.
Cuatro días más tarde el general Stuart montó todo lo que tenía frente a los muros de la ciudad. Formó el grueso del ejército en parada, aparentando una fuerza imponente. Quesada cedió a las presiones de los jurados, que temían una masacre, y del obispo Vila, que le instaba a capitular. El 16 de noviembre de 1798 los britanos entraron, pechisacados, en Ciutadella. Stuart pudo comunicar al rey Jorge III que había tomado Menorca sin perder un solo hombre.
Aquella había de ser la última ocupación inglesa de la isla. Duró cuatro años, hasta que Napoleón Bonaparte hizo incluir a Menorca en el tratado de Amiens. Fue el mejor período desde el añorado gobernador Kane. La escuadra británica, dirigida por Nelson, fondeaba frecuentemente en Maó, dejando un río de oro a su paso. Completamente identificado con el régimen, Diodor legó al estado cuanto poseía, y no cambió su voluntad cuando en junio de 1802 regresaron los españoles.
Dedicó sus últimas energías al embellecimiento de las salinas. Pintó toda la fachada de rojo, abrió balcones, ventanas de guillotina, de puro sabor inglés. Adquirió muebles de Chippendale y Sherton. Y se acostumbró a chingar copitas de gin, que decían era diurético y mataba la viruela. Aunque lo que de verdad acabó con ese mal fue la vacuna que le dieron a la tropa. El pueblo no quiso tomarla, y la Universitat decidió experimentar con los niños del orfanato, que fueron los únicos que no palmaron durante la epidemia.
Cuando lady Hamilton y lord Nelson se alojaron en la finca Golden farm, que domina el puerto de Maó, Diodor y Moza fueron recibidos en la intimidad de la pareja. Diodor bailó con la señora, rodeándole la frágil cintura con sus manazas, en los jardines de la mansión. Acercó los labios a los oídos perfumados de la beldad, para decirle que había participado en tantas batallas como Nelson, sin tener el cuerpo reducido a un guiñapo como el almirante.
Moza maravilló al famoso marino con el relato de sus aventuras, y el ojo del inglés rutilaba cada vez que hinchaba las tetas para suspirar o asomaba un muslo entre la falda. Cuando se marchaban le besó gentilmente la mano y aseguró:
—Si yo tuviera tan buena camarada, otro gallo me cantara.
Moza se quedó con la duda de si se refería a su esposa, a su amante, o a la derrota de Napoleón.
—Ah —exclamó—, si su excelencia me hubiese visto antes.
Llegaron a las salinas con la alborada. Orillaron la marisma, las celdillas plateadas donde se depositaba la sal. Pasaron ante la roca en forma de elefante. Allí estaba doña Catalina. Les había aguardado toda la noche. Desenterró el cofre de las joyas para adornarse como en los mejores días de amor. Descalza, desprovista de todo ropaje, guarnecida de esmeraldas y brillantes, de sortijas, brazaletes, pendientes y collares. Parecía un monstruo pagano. Diodor la vio imponente, escultural, agitarse, contonearse en el silencio del amanecer. Y como antes, sintió el impulso de adorarla. Siempre la había amado. Escarneció al doncel don Doménec, a su padre, por aquella hembra de lujo. Conquistó riquezas, buscó el afecto del hijo ilustrado. Por aquella mujer que se le ofrecía, los brazos extendidos, que le urgía a aceptarla.
Moza comentó, irónicamente:
—Pillará un catarro.
Y estalló en risa fresca, argentina, despiadada.
Sólo entonces captó Diodor la realidad. Vio aquella anciana que bailaba enjoyada. Toda arrugas, carnes fláccidas, huesos cubiertos de piltrafa. Y se unió a la carcajada de Moza, que resonaba en las salinas como un cascabel.
La mañana sería radiante. Diodor y Moza cabalgaron hacia la casa.
Atrás quedaba doña Catalina, llamando a los criados. Entonces apareció Emilia, vestida de mercenaria, la camisa sucia de sangre, el verdugón de ahorcada en el cuello. Le dio unas palmadas a la vieja en la espalda y luego se alejó por un camino sin retorno, más allá del horizonte visible, porque su hijo ya no la necesitaba.