Que prosigue la narración, con las vicisitudes del nuevo régimen y el paso del tiempo
EL CINCO DE ENERO de 1782 el duque de Crillon convocó a sus oficiales para anunciar la ofensiva general. Antes del alba ordenó el fuego a discreción. El bombardeo ininterrumpido se prolongó por espacio de un mes. Los muros del castillo fueron pulverizados a cañonazos. En los fosos y galerías no se veía nada a causa de la cortina de polvo. De noche llovía hollín, entre el fulgor de los proyectiles. Resistieron hasta que casi no quedó piedra sobre piedra. Finalmente, el cuatro de febrero por la mañana, la bandera blanca ondeó entre las ruinas. Murray negoció la capitulación. Al día siguiente soldados, marinos, artilleros y fantasmas ingleses desfilaron con honores de guerra entre los vencedores. Crillon ofreció un banquete a los vencidos. Serían evacuados sin demora hacia Gran Bretaña. Meses más tarde el general Draper presentó 29 cargos contra Murray, de todos los cuales fue absuelto en consejo de guerra.
Moza, Diodor y don Juan habían salido renqueando, la mañana de la rendición. Escuálidos, tiznados, harapientos, parecían almas en pena. Los aliados les dejaron pasar. Se refugiaron en las salinas. Apenas se sintió restablecido don Juan se marchó a Ciutadella con Delia y con el niño don Andreu. Se instaló en el palacio Dasi, mientras doña Catalina languidecía en la mansión de Eleazar. Allá quedaban, cada cual en un extremo, un polo opuesto de la isla.
Diodor y Moza casi no salían de la finca. El nuevo régimen se les antojaba hostil, aunque nadie les había molestado. En verano podían bañarse en las lagunas salinas, cerca de la roca almagrada en forma de elefante. Cabalgaban por la espléndida llanura, al pie del mogote sobre el que se alzaba la mansión. Orillaban el pinar. O penetraban en él, extraviándose como verdaderos enamorados, como personajillos de una conseja inverosímil. Iban a cazar, o a buscar setas entre la pinada, cuando llegaba el otoño. O, simplemente, a pasear. A veces, Emilia asomaba tras un tronco, todavía galana, pero con la piel desnuda totalmente violácea. Todos los domingos apoderados, payeses y dueñas de estanquillo acudían a rendir visita y echar cuentas con su señor.
Transcurrían los meses, los años, en aquel lento languidecer. El notario Picurd y el doctor Perceval traían nuevas de cuanto acontecía en la isla. El conde de Cifuentes, gobernador español, estaba dando pruebas de su amor a Menorca. Nada pudo hacer por impedir órdenes injustas, como la supresión de fueros y franquicias, contribuciones impuestas desde arriba o disposiciones insensatas, como asolar el valioso castillo de San Felipe. Intentaba activar la industria y aun el comercio, a pesar de la prohibición de armar buques en corso y de traficar con numerosos artículos, tabaco y pólvora entre ellos. Obligados a matricular las embarcaciones, mercaderes y pescadores quedaban sin libertad de movimientos, a despecho de los buenos propósitos del gobernador. Tampoco le fue dado evitar la leva que alejaba a los mozos de la isla, eximidos hasta entonces por privilegios medievales. En cambio construyó el maravilloso paseo de la Albereda. Y cuando fue nombrado capitán general no quiso moverse de Maó.
Otra que iba a visitarles era Leonor, la ninfa envejecida. Contó que habían venido misioneros de la península, como si fueran indios a evangelizar. La gente, orgullosa de su fidelidad a la Iglesia católica durante un siglo de dominaciones, se había amoscado. Trajeron, incluso, el tribunal de la Inquisición, que estaba proscribiendo a troche y moche. Quemaron el retrato de la mujer menorquina, considerándolo licencioso, y no sería raro que se metieran con los bochinches.
Moza, temiendo por las tascas, vistió su traje de hospedera, descote generoso, aberturas en la falda, y cabalgó hasta la taberna del puerto. Apenas entró se dio cuenta de que no había peligro. Todo seguía igual. El humo, cargado de vaharadas de alcohol y vapores de sudor, era tan denso que casi se podía cortar. Sirvió a los parroquianos, como en los buenos tiempos. Cantó, bailó descalza, abandonándose a los brazos ardientes de los hombrachos más corpulentos. Se escurría. Subía a las mesas y taburetes. Soltó su luenga melena, todavía rubia, y bebió del vaso de los más apuestos, les dejó meter la cabeza en el escote para sorber el licor que resbalaba de sus labios desbordados. Nada había que temer. Había mucho fraile encubierto entre tantos barbados.
Regresó sucia, desgreñada, pero hermosa como a los veinte años.
Cuando conoció la orden de dinamitar el castillo de San Felipe, Diodor subió al caballo en un arrebato. La explosión le sobrecogió cuando llegaba a los confines de la fortaleza. Casi le alcanzó la columna de polvo que barrió el suelo, y la lluvia de cascotes que se produjo a continuación. Ahí volaba la pujanza de todo un siglo. Diodor sintió en las sienes el roce helado del presagio. Ya nada sería como antes. Ahora, en medio del gran silencio, Emilia cazaba sombras con puñal relumbrante, totalmente vestida de negro.
Era seguro que vendrían malos años. En 1789 estalló en Francia la Revolución. Perceval y Picurd lo comentaban con ojillos incrédulos. Habían degollado al rey con guillotina, ese artefacto siniestro que también Diodor, sensible al progreso, instaló en las salinas. Pero lo usaba para cortar forraje. Más tarde ocupó el poder el Directorio. Médico y notario sosegaron su temor senil. No obstante les inquietaba el general Napoleón Bonaparte. Los ingleses no cejarían hasta vencerle.
—Y yo con ellos —dijo Diodor.
—Si es que vuelven por aquí.
—Ya estamos viejos para pelear —objetó Moza.
Languideciendo en Ciutadella, doña Catalina todavía soñaba con Diodor, segura de que acabaría acudiendo al llamado del amor. Volvería. Se abrazarían en la playa, refregándose sobre el céfiro dorado del atardecer, como en otros días venturosos. Y si no venía, ella misma le buscaría en las salinas, enjoyada como un ídolo pagano, para exigirle adoración.
Don Andreu crecía. Pronto sería un caballerete ilustrado, como su padre, y podría buscar hembra noble, acaudalada y bella, no necesariamente inteligente. Don Juan, por su parte, seguía en sus empeños literarios, a pesar de que en 1785 había sido clausurada la Societat de cultura de Maó.
Se había adaptado a la nueva situación. Suprimido el catalán de documentos y escuelas, él también lo eludió en sus escritos. Aprendió, concienzudamente, castellano. Pronto dio a luz algunas obritas en la lengua oficial. Y no lo hacía mal. Sólo en poesía fracasaba, y eso que conocía al dedillo las últimas rebeldías de los prerrománticos alemanes. Incluso, aficionado a la música, se sentaba al piano, alguna tarde melancólica, para acompañar a Delia, quien, demasiado culta y delicada para ser mujer, cantaba dulces lamentos sentimentales en lengua sajona. Sus labios, tal vez maquillados, eran ígneos, como el oro encendido del crepúsculo. Sus manos, su cara, su escote, de porcelana. Y el vestido de albo tegumento, mórbido al tacto, como un pétalo.
Doña Catalina bordaba a su lado, recordando tiempos felices.
Otro día don Andreu, convertido ya en garzón presuntuoso, fue enviado a Madrid para estudiar leyes. Se alojó en casa de los marqueses de Agomar, buenos amigos de don Juan. Habían pasado deliciosos veranos en Agua Fría, disfrutando la placidez del paisaje, la lectura y la música. Tenían una hija en edad de merecer, doña Cecilia. Sumamente alta y garbosa, tenía en cambio cara de caballo. Don Andreu era un doncel gallardo, de rostro angelical. No desdeñaba el trato de doña Cecilia, pero solía traerla con el rostro velado o enmascarado, si le acompañaba a fiestas estudiantiles o paseaban en jardinera hasta las márgenes del río y los cármenes de Aranjuez. Cuando le deleitaba con sutiles audiciones de piano, le rogaba que se tocara con largo manto transparente, de modo que el rostro quedase oculto y se trasluciera el cuerpo espléndido. La llevaba a cierta taberna de la calle de Toledo, donde se celebraban juergas de escolares, con el semblante encubierto por negro cambuj. Le daba a beber enormes copas de vino generoso, levantándole el embozo a la altura de los labios. Decía que tenía hechos votos de arrebozar su faz encantadora. Que sentía celos si la miraban ojos extraños. Y se reía por lo bajo.
Pero un día que se achispó demasiado con el mostagán, celebrando la entrada de la primavera, quedó espalditendida, como muerta. Callaron los chungueros un largo trecho. Hasta que, de pronto, revivió. Se agitaba y bailoteaba, girando en torbellino. A fe que el rebote de sus carnes era soberbio.
—Que se descubra —gritaban los colegiales—, queremos verla.
Antes de que don Andreu pudiera evitarlo, un mozalbete se abalanzó sobre la bella y le arrancó el gambuj. Reían, malévolos, embriagados, sospechando su fealdad.
Mas, ay, que a la luz opaca de la bodega su rostro resplandeció, fascinador. Tenía ojos azules como la mar, cejas arqueadas, óvalo redondo, tez perlina, labios suculentos. Era la doncella más hermosa de la corte. Todos los presentes, con boquitas en O, abrieron paso a don Andreu, que la tomó en brazos, herido de amor, indignado con el avieso comportamiento de sus condiscípulos.
Se casaron y el doncel ya no terminó sus estudios. Sólo si la maltrataba manifestaba la dulce enemiga su cara de caballo. Si no, era exquisita como un serafín.
Doña María murió una de aquellas tardes en que Delia cantaba, don Juan tocaba el piano y los nuevos esposos se adoraban. Doña Catalina fue a buscar el bordado y la encontró sentada, con la doncellez, que había guardado celosa, florida en la garganta. Daba sensación de enorme serenidad. Cuando la enterraron casi nadie recordaba que el capitán Martí Dasi había tenido una hija, además del doncel don Doménec.
Corrían insistentes rumores de que el almirante Nelson había aconsejado la invasión de Menorca. Los indígenas estaban desencantados con su gobierno. La situación militar en la isla era deplorable. Todo auguraba una conquista fácil.
En las tabernas de Diodor seguía reuniéndose la guarnición. Había lances sonados. Cierto artillero apostó contra seis mercenarios que era capaz de meterse en la boca de un cañón, para que hicieran fuego con él, y salir ileso. Y ganó el envite. Se envolvió en un edredón y, como el obús estaba hendido por la intemperie, se trizó como si fuera de vidrio. En tan lamentable condición se hallaban la mayoría de las piezas, inservibles por el descuido.
En otra ocasión los mercenarios de San Gall entraron en las salinas para robar. Diodor quiso luchar con los criados para reducirles, pero un puñetazo le dejó anonadado. Más tarde le contaron que la actuación de los labradores resultó providencial. Le preguntaron qué hacer con los muertos.
—Embutidos para la tropa —replicó sencillamente—. No vaya a dudarse de nuestro patriotismo.
—Somos dos ancianos —comentó Moza.
—Sí.
Aún solía enarcar el busto en la cantina, pero le faltaba el temple de antaño. Y Diodor, que aparecía como caballero venerable, acaso lograra quemar la cholla de un enemigo con feroz trabucazo en la boca, pero nada más.
No podrían batirse en la refriega que se avecinaba. Porque la invasión parecía inminente. El brigadier Quesada, nuevo gobernador, preparaba una defensa desesperada. Reparaba senderos y baterías, concentraba tropas indóciles, torpes y desleales, buscaba en vano la colaboración del pueblo. Como siempre, los menorquines se abandonaban a su suerte, redactó un edicto, instando a los vecinos a que tomaran las armas en auxilio de su soberano. En toda la isla sólo Moza se ofreció voluntaria. El cabo que leyó la proclama en la taberna se pitorreó al verla encanecida, desmejorada, dando un paso al frente.
—¿Usted? —dijo—. ¿Con qué iba a atacar usted?
—Con esto.
Y, sacando pecho, las tetas todavía como melones, le hizo palidecer.