CAPÍTULO 22

Donde se cuenta la muerte del doncel, y se continúa lo precedente

FUE AHÍ, cerca de la ensenada, donde un bombazo que casi volcó el laúd les avisó de la presencia del enemigo. Ya no estaba expedito el acceso a la ciudadela. Los españoles lo habían tomado sin graves contratiempos. Lograron aproximarse y desembarcar con apuro la mayor parte del cargamento. Cuando ya estaban a salvo, contemplando desde asuso los residuos del bote entre una partida de adversarios, Diodor se encontró frente a frente con su hermano, camuflado entre los que acudieron a socorrerles. Doménec le puso una pistola en el pecho.

—Voy a matarte —le dijo.

Diodor soltó la carcajada.

—No me chinches.

Pero leyó en el centelleo de sus ojos la determinación de su ánimo, presto a pulsar el gatillo. Un segundo más y era hombre muerto. Vio a su padre mandando una cuadrilla de payeses mal armados, conteniendo una incursión de mercenarios del Arrabal, en tiempos de mosén Saura. Le vio rodar con su madre, vestida de mozalbete. Emilia se rasgaba la camisa, bermeja de polvo y tal vez de sangre. La sintió gemir en brazos del capitán. Pero desvió a tiempo el arma del doncel, cuyo disparo se perdió en la noche.

Sin embargo el fogonazo, el empujón tal vez, o su torpeza de anciano fofo, rechoncho, cegado por los celos, le hicieron vacilar y caer desde lo alto. No es seguro que le ayudara la zancadilla de Emilia. El espectro de mosén Dasi, y el propio Diodor, intentaron asirle inútilmente. Diodor quedó con la peluca entre las manos. El resto del doncel yacía reventado al pie de la fortificación. Los españoles, embravecidos, les mandaron una andanada y hubieron de guarecerse. Emilia se encasquetó la peluca y bailaba la danza de la muerte. Diodor estaba contrito. Moza le acarició una mejilla, mientras seguían tronando los cañones.

—Te dije que es ley de vida. De algo había de morir.

—Pero no a mis manos.

—Ha sido un accidente.

—Le humillé, le robé la esposa, y era mi hermano.

—Vamos, vamos.

Al cabo de un rato:

—Ahora ya no tendrás que preocuparte por Catalina. Prometo no volverla a ver.

Y respetó su promesa.

Sólo una vez, cuando el cerco se volvía abrumador, los cañones tirando día y noche sin cesar, escapó del castillo, reducido ya a un montón de ruinas, para cabalgar hasta Ciutadella. Doña Catalina no quería verle.

—Vete.

Ocultaba el rostro con las manos.

—Soy una vieja.

La obligó, suavemente, a bajar los brazos.

—No quería matarle.

—No es eso —dijo doña Catalina sollozando—. Es que he envejecido tanto.

Pero Diodor la veía joven, gallarda, como a los diecisiete años. El amor le devolvía el cabello negro, los pechos erectos, los ojos seductores.

La sentó en la grupa de su caballo. Bajaron a la playa de Agua Fría. La orilla peinada de negras algas. Buscaron la sombra de la encina. La cuerda, la misma de sus tiernos años, enroscada de enredadera, podrida, se partió en dos y dio con sus huesos en el suelo. Se reían como muchachos.

—Ja, ja. No estoy yo para esos trotes —decía doña Catalina.

Tras el añoso tronco asomó la cara bobalicona del Benet. Les había estado acechando.

—Mátale —gritó la dama—. Él tiene la culpa.

—¿Pero de qué?

—¡Mátale!

Diodor le hincó en el cuello la punta del sable. Viéndole abatido en un charco de sangre la señora aún le propinó un débil, impotente puntapié.

—De mi chochez —dijo.

Diodor la tomó entre sus brazos. Se miraban de hito en hito. Era tan joven, tan bonita. Se besaron. Un beso muy largo. Después:

—Es la última vez.

Doña Catalina entristeció.

—Lo prometí.

En San Felipe el verano había transcurrido tenso, pero no sin cierta placidez. Los ingentes preparativos de los asaltantes obligaron a los sitiados a una espera angustiosa, una lenta agonía. Se produjeron múltiples refriegas. En octubre llegaron todavía refuerzos franceses. Seis regimientos, con profusión de mercenarios suizos y alemanes. El ejército expedicionario contenía ahora más de quince mil hombres. Emilia se presentó a Murray, pálida y con el verdugón de ahorcada en el cuello, para dar cuenta de la situación.

—Mal andamos —comentó el gobernador—, si tengo la muerte por aliada.

Había intentado varias razias que resultaron prácticamente infecundas. Demasiados adversarios. Crillon, conociendo su sed de dinero, le ofreció un millón de libras esterlinas si se rendía. Replicó enojado, ofendido en su honor. Impelido por la furia se disfrazó, irreflexivamente, de aventurero y se infiltró con Diodor entre las líneas enemigas.

Acudieron a la taberna. El recinto estaba atestado de gente. Mercenarios y soldados, franceses y españoles bebían en promiscuidad. Murray hubo de brindar a la salud de varios capitostes contrarios. Finalmente aguantó mecha al tener que echar un largo trago por sí mismo, es decir, por el cerdo de Murray y el marica de Draper. Engulló media jarra de una asentada.

Encoré —gritaba la gentualla, con ojos chispeantes y faz congestionada, batiendo palmas.

Un gigantón sujetó con su manaza la base del pichel, impidiendo que lo bajara. Ahí se rebeló el general con toda su saña. De un tirón liberó la vasija y la hizo añicos contra el suelo. La cerveza desparramada entre los pedazos bafeaba como si fuera sangre. El jayán no tuvo tiempo de asombrarse y ya era víctima de la espada del inglés, quien, en su propio idioma, exclamaba:

—Pase lo de maricón, pero a mí nadie me llama puerco en mis propias barbas.

Y trazaba molinetes con la garrancha, frente a un puñado de bellacos.

Diodor se colocó a su lado, sable en ristre.

—Ahí es nada lo que van a hacernos.

Pero, felizmente, Moza les había seguido. Se encaramó a una mesa y empezó a cantar, en medio del gran silencio:

On a mis Mathieu

sur une grande planche en chéne,

et si l’on chantait

il danserait quand méme,

car chez nous meme mort

en cadence il faut qu’on danse.

Y como el muerto se llamaba, precisamente, Mathieu, pronto estalló la carcajada general. Un suizo bajó a Moza, agarrándola de la cintura. En su lugar pusieron el fiambre, perfectamente estirado y con media sonrisa bajo el bigote. Alguien le encajó una manzana en la boca y propuso afeitarle las piernas. Lo que hicieron, jolgoriosos, mientras el suizo besaba a Moza con el pico lleno de ron. Luego bailaron en torno a la mesa, entonando la canción del pobre Mateo. Tra-la-la, se agitaban, sin escatimar el vino. Moza escurrió el buz, y ya nadie prestó atención a la huida de los intrusos.

Ya estaban a salvo cuando Diodor dijo:

—Perderemos la guerra, pero tengo un filón en la taberna.

Mas para los britanos no había beneficio. Día a día, siempre la misma desolación. El martilleo constante de los cañones era contestado indefectiblemente, como un eco, por los de San Felipe. Fue un otoño tristísimo, afligido por negros y pestilentes nubarrones de destrucción. Llegó el invierno y, con el bloqueo de cala Sant Esteve, la situación se hizo insostenible. Los que no perecían, enfermaban de escorbuto, constreñidos a dieta avitamínica a base de pan, arroz y carne salada. La humedad insalubre de los sótanos agravaba la pandemia. Pero aún resistían bravamente. Los soldados encubrían sus dolencias para hacer de tripas corazón. Cada mañana, al pasar lista, el sargento zarandeaba a los remisos, y si se dejaban hacer como muñecos de trapo es que habían muerto. Pero cuando los camilleros retiraban el cadáver, la sombra del soldado tomaba su fusil y su machete, y replicaba las descargas de los aliados sin moverse un ápice de su puesto. De modo que cuando el fuerte se rindiera sólo sería un caserón poblado de fantasmas.

El duque de Crillon, enternecido por la penuria de los sitiados, les mandó víveres y medicinas, porque pocos días antes un obús había volado los depósitos de vituallas y medicamentos, provocando un incendio gigantesco. Los moribundos venían a calentarse al amor del fuego, que no se apagó en tres días. Los que sufrían dolores implacables se zambullían en la hoguera como en una laguna purificadora. Sus espectros salían rejuvenecidos, limpios de heridas, libres de hambruna, y retornaban a sus posiciones para enseñar los dientes a los atacantes. Se formó una larga cola de suicidas, que reaparecían como trasgos ilesos por el otro costado. El capitán Martí Dasi los estuvo contemplando durante horas. Pensó que también él podría recuperar la robustez por aquel método. Rogó a Emilia que le empujara. Ella dijo:

—No funciona contigo.

—¿No ha de funcionar?

Tuvo que empujarle. Con lágrimas en los ojos, pues sabía que no volvería a verle. Sólo se muere una vez, y él ya había expirado. La sombra del capitán ardió dos días, contribuyendo a formar la columna de humo hediondo que incluso hizo callar a los cañones enemigos. Al final se redujo a la nada, como si fuera carbono puro. No más quimeras. No más encarnaciones. Sólo el misterio del más allá.

Emilia lloró durante días. Su cuerpo se fue cubriendo de ámbar, por el continuo lagrimeo. Era como una diosa de la abundancia, forrada de goterones almibarados. Después fue recorriendo los jergones del hospital, atetando a los heridos más graves.

En el campo español ocurrió un hecho notable. Había recomenzado el lúgubre tamborileo de los cañones en uno y otro bando. Charles Garain, soldado de un regimiento suizo, fue herido en la pierna derecha. Trasladado al convento del Carmen, no quiso que le encueraran para la indispensable amputación. Esto le causó la muerte. Cuando iban a amortajarle se descubrió con estupor que era una muchacha. Las monjas le pusieron hábito carmelita. Ante su cadáver desfilaron multitud de curiosos. Empezó a correr la especie de que era Moza, la mujer del magnate Diodor, infiltrada para recabar información. El runrún llegó a oídos de la propia Moza, quien hubo de encapillarse un traje circunspecto, tocarse con rebocillo y ocultar su rostro con embozo para pasar con el pueblo frente al fiambre. Cuando llegó a sus pies se detuvo largamente junto a la desdichada, tanto que fue empujada levemente en las ancas turgentes por un centinela. Fue ese el punto en que, fregada, se quitó el rebujo, descubrió su espléndida melena rubia y, blandiendo la cabeza, vomitó:

—¿No tenéis acaso ojos en la cara? Yo soy Moza, y no sólo le doblo la edad a esa criatura, sino el perímetro de la pechuga.

Hubo una risilla sacrílega en el grave aposento. Luego la dejaron ir en paz.