Que trata del sitio de San Felipe por los españoles y la senilidad de los amadores
ANTE EL INFORME propicio del marqués de Solleric, Carlos III se alió con su primo, Luis XVI, y decidió la invasión de Menorca. El A duque de Crillon fue nombrado general en jefe de la milicia. La flota, con casi ocho mil soldados a bordo y lo mejor de la aristocracia española, zarpó de Cádiz en julio de 1781. El duque de Osuna se trajo a su esposa, entusiasmada con aquella aventura. A la altura de Cartagena se les unió el almirante francés Guicheu, con múltiples naves y voluntarios. A mediados de agosto la poderosa escuadra era divisada desde San Felipe.
Murray había aparejado baterías en Fornells y Ciutadella. Ubicó cuatro morteros en la Mola, perfectamente parapetados. Echó a pique los barcos General Murray, Eagle y la fragata Minorica, más diez embarcaciones de transporte, que sujetó cadenas a ambos lados de la embocadura, con el fin de cerrar el acceso al puerto. Diodor entregó la Capitana para reforzar la barrera.
Probó a reclutar soldados entre los menorquines, pero estos se encogieron de hombros y se retiraron a sus casas. Nunca se entrometían en los negocios de sus ocupantes. Cuando en la taberna nadie daba oídos al pregón de un piquete inglés, Moza se encaramó a una mesa y voceó:
—Yo lucharé, puesto que aquí no hay hombres.
Surgieron dos o tres voluntarios que luego se las vieron y desearon para borrarse de la lista.
Moza acudió a la fortaleza con su bagaje de mercenaria y su permanente seducción. Allí estaba Diodor, dispuesto como siempre a bregar, y don Juan, pipiolo para el combate, Emilia, el fantasma caduco de mosén Dasi, con un grupo de ilustrados y comerciantes. Sir William Draper, lugarteniente de Murray, les arengó. En toda la isla había dos mil soldados, cuatrocientos con escorbuto. Doscientos piratas habían aprendido a manejar los cañones del fuerte; mujeres y niños habían sido evacuados.
Moza carraspeó. Draper se le aproximó, palideciendo.
—Toque, toque —dijo ella—, que no hay mamola.
—Ejem —concluyó Draper—, el asedio es inminente.
Pronto se asignó a cada uno su puesto.
—Draper es un cretino —aseguró Moza—. No me extraña que Murray no le pueda ver ni pintado.
—¿Por qué?
Diodor estaba a su lado, como en los mejores tiempos. Había anochecido y parecía que iba a amainar el viento. Antes de contestar dejó ondear sus cabellos, serpentear la tela de su blusa holgada, descotadísima. Tentadora como en la flor de la edad.
—Lo menos hay trescientos desdichados, entre mujeres y niños, y eso sin contar las esposas que no pudieron llegar a tiempo.
En efecto, hubieron de refugiarse a mata caballo en la fortaleza, una hora antes de que los soldados de Crillon se detuvieran en las afueras, apercibidos a vivaquear. Los mahoneses les agasajaban con vino, pan y queso. Las autoridades de la Universidad no se quedaban en zaga. Entre abrazos y humildades condujeron al duque y su estado mayor al Real Palacio.
Moza sonrió. Pegó su mejilla a la de su hombre.
—Cuando esto termine ya nunca nos separaremos —dijo.
Diodor contemplaba, ensimismado, los violentos golpes de mar en los escollos de cala Sant Esteve. Ante sus ojos había otras naves, otras guerras.
—Es muy posible —concedió al fin.
Por una torpe confusión, el San Pascual y su convoy habían penetrado en el puerto sin ser hostigados. En San Felipe les creyeron parte de una escuadra rusa que tenía notificada su visita. A estas horas los españoles ya habrían aportado en Fornells. Tomarían Ciutadella, donde sin duda les recibirían con los brazos abiertos. Y si el tiempo mejoraba, como era de prever, el resto de la tropa desembarcaría en cala Alcaufar o cala Mesquida, con todo el material de guerra. San Felipe estaba perdido.
—Si yo fuera Murray —pensó Diodor en voz alta— organizaría una salida ahora mismo, antes de que sea tarde.
Emilia bailaba descalza sobre las almenas. Parecía una Ofelia descocada. Incluso murmujeaba una canción. Dasi se había puesto en cobro, retrepado, la espalda contra la barbacana, y deshojaba una margarita imaginaria. Don Juan tenía los ojos velados por visiones románticas que algún día pensaba escribir.
El doncel, como era presumible, se aquerenció luego con los nuevos ocupantes. Se ofreció voluntario para ir a San Felipe. Cuando vistió el uniforme doña Catalina le ayudó a calzarse las botas. Quiso besarle en la puerta, pero él la contuvo con gesto grave.
—Esta vez voy a cubrirme de gloria —le enjaretó.
Y logró subir sin apoyo al caballo.
Tan pronto se hubo marchado doña Catalina bajó a la playa. Se desnudó con premura, casi arrancándose el traje. Se zambulló en el agua y nadó, frenética, hasta el límite de sus fuerzas. Cuando se quiso dar cuenta estaba en la embocadura de la cala. Mecida por las olas suaves, pausada la respiración, flotando como una esponja. Fue a sentarse en una seca. Sintió frío y dio voces a la doncella.
A sus gritos no acudió la camarera. Apareció, eso sí, Benet, el hijo boto del masovero. A doña Catalina le entró miedo. Ridiculamente, pugnaba por cubrirse con las manos. El baboso reía, media lengua fuera, extasiado ante la desnudez del ama. Ella lo intentó todo. Probó a escapar nadando, pero el muchachón era ágil y la alcanzó en seguida. Pensó que lo mejor sería seguirle la corriente y se dejó llevar a una cueva.
—Estoy tiritando; tráeme la ropa.
El majadero reía. Imposible platicar, pues era mudo. Trató de hablarle del Niño Jesús, de la Virgen, de Adán y Eva, que andaban así, como ella, coritos por el paraíso, y Benet reventaba de risa. Ella también carcajeó como una idiota, imprimiendo un involuntario temblor a sus pechos. Benet parpadeó, serio de repente. Se abalanzó sobre el ama como un jabato.
Consiguió llegar a la mansión, calata, maltrecha, sollozante. Había anochecido y pudo refugiarse en su aposento. Después de abrigarse se vislumbró fugazmente en el espejo. Quedó pasmada. Hubo de tomar el candelabro y dejar caer el embozo para contemplarse mejor. Lo menos había envejecido sesenta años. El cuerpo lleno de rasguños, el cabello de nieve, grotescamente rapado, la piel avellanada, las carnes fofas. ¿Qué le había hecho el Benet? Le había robado la lozanía, la había aviejado en una sola hora.
Rompió a llorar. Se tapó con la almohada para que no la oyeran. Qué vergüenza. Aunque se remozara con afeites todos verían que era una vieja, un carcamal, como el doncel don Doménec. Ojalá diera muerte a Diodor, para que no pudiera verle en tan lamentable estado.
—Ojalá le mate —berreó—. Ay, triste de mí.
Fue cuando entró la criada, y se quedó de una pieza, paralizada en el umbral. Se derrumbó lentamente, desmayándose de sorpresa. A doña Catalina no le habría asombrado entonces ver al Benet convertido en galán barbilindo.
En San Felipe, único reducto que a los españoles les quedaba por conquistar, la situación no era muy boyante. El enemigo había abierto caminos para acarrear el material pesado. Ocuparon posiciones en torno a la fortaleza. Los soldados vivaqueaban, mientras se disponía el campo.
Alzaron, laboriosamente, un muro coronado de sacos terreros y zarzales, tras el que emplazar las potentes baterías. Organizaron hospitales en tres iglesias. A mitad de setiembre habían instalado más de cien piezas, entre cañones y morteros, circundadas por casi mil artilleros. Resistir era un suicidio.
Murray ordenó, finalmente, una salida. Contra San Felipet. Diodor, pese a sus años, quiso estar en la vanguardia. Pero prohibió a Moza que le acompañara. Sin embargo, cuando sonaron los primeros disparos, guipó un voluntario rubio, envuelto en holgadas ropas de dril, que resultó ser su mujer.
Cargaron contra una de las baterías y los españoles, sorprendidos, hubieron de entregarse. Inutilizaron las bocas de fuego y se llevaron la mar de prisioneros. Moza, eufórica, les ataba las manos. Don Juan había recibido un culatazo en pleno rostro. Aunque sangraba bastante no parecía que la herida fuera a revestir gravedad.
Retornaron con presteza al castillo. Moza iba cantando, la cuerda de los presos atada a la cintura.
There was a sea-captain
who sailed on the sea.
Let the winds blow high blow low;
I’ll die, I’ll just die
that captain did cry
if I can’t have that made on theshore.
—Yo no estaría tan contento —dijo Diodor.
—¿Por qué?
—Mucha tropa que alimentar.
Moza se encogió de hombros.
—No importa —indicó—, les daremos mierda.
Emilia cerraba el grupo, trecheando el espectro del capitán. Se arrimó a Diodor.
—Tú no pasarás hambre —declaró—, mientras haya leche en mi seno.
Tenía una lágrima de ámbar por la truncada maternidad.
En tanto los invasores no se adueñaron de cala Sant Esteve, podían aventurarse de noche en un bote para trajinar verdura, fruta, carne, leche y huevos frescos. Moza misma se deslizó alguna vez hasta el embarcadero, secundando a Diodor. Remaban sigilosamente. Acudían a la taberna, disfrazados de griegos o hebreos, para hacerse con los alimentos. O se trasladaban en burro a las salinas, para atiborrar las alforjas con el producto de huertos, boíles y gallineros.
Ignoraban que los civiles extranjeros habían sido expulsados de la isla. Por eso, cuando un retén les detuvo y Diodor ensayó el escaso griego que había aprendido en sus viajes, se sorprendieron de que les prendieran. La comitiva deambuló por callejos mal iluminados. Al volver una esquina, delante de la primera mansión de Diodor, Emilia se dejó caer desde lo alto, convertida en enorme bloque de mármol. No hirió a nadie, pero su fosforescencia blanquecina tenía pasmados a los soldados. El cabo, esforzado hombrón mesetario, pegó una coz al sillar, que se descompuso al punto en un montoncito de sal, del que brotaba una columna de humo serpenteante. Encima, claro es, Emilia se contoneaba, perfectamente desnuda y apetecible, mientras el capitán Martí Dasi, o lo que quedaba de él, tocaba el guitarrillo sin gran convicción.
—Eso se llama folklore —dijo un extremeño.
Ahí fue nada intentar escalar la trenza humeante y romperse todos los caloyos la crisma.
Entraron en la casa y Leonor, la que fue ama de Julián, saltó de la cama para ayudarles a conseguir víveres. Cuando se despedían en el muelle, Diodor echó una última ojeada a la ninfa, envuelta en delicado manto. Cómo había cambiado. Sólo por la flacura de sus miembros recordaba la modelo seductora que había sido, la que posó para el escandaloso retrato de la mujer menorquina, ataviada con el velo y el ventalle. Pero sus carnes eran blandas, los ojos subrayados por intensas ojeras, los labios arrugados, el cabello escaso y completamente albo. Incluso tenía níveo el vello de las axilas.
—¿Te has fijado? —inquirió Diodor, ya cerca de cala Sant Esteve.
No hubo menester concretar para que Moza replicara:
—El tiempo pasa, también para nosotros.
—Pero nosotros no hemos envejecido tanto.
—No se nos nota tanto —corrigió Moza.