Donde prosigue lo anterior, con el pillaje de Julián y la oficiala
EN 1778, precisamente, estalló la guerra con Francia. Murray barruntó la ocasión de enriquecerse y de reanimar el comercio, solventando la crisis. Concedió más de 50 patentes de corso.
Diodor creyó revivir sus años de aventura, cuando floreció su fortuna y se ganó el respeto de sus conciudadanos. Con el doctor Perceval, el notario Picurd y otros señores fletó uno de los mejores barcos que se armaron, aventajando quizá a las fragatas Minorica y Porcupine. Don Juan participó en la empresa, y asimismo doña Catalina, de tapadillo. Le pusieron el nombre de Capitana y la confiaron a Julián, que igualmente tenía parte en el negocio.
La Capitana embarcaba 120 hombres y 22 cañones, con algunos pedreros. Había tres tenientes, un cirujano, dos patrones para los laúdes auxiliares y una sola mujer. Como antaño Moza fuera la compañera de Diodor, una muchacha rubia, fortachona y, cómo no, exuberante era la enamorada de Julián. Se apodaba «Oficiala». No se fajaba los pechos, pues los tenía sólidos y no tan macanudos como Moza. Se le insinuaban las puntas durísimas de los pezones bajo la tela, ordinaria de la camisa. Solía llevar pantalón arremangado, un tanto ceñido, los pies descalzos. Era tan valiente y sanguinaria como cualquier cangallo de la tripulación. Pero extremadamente hermosa. Vestida de sedas y brocados habría hecho sombra a doña Catalina en la flor de la edad. Trigueña, los ojos muy grandes, oscuros, labios voluptuosos, el óvalo de la cara perfecto.
La fragata Capitana efectuó abundantes capturas. El primer crucero duró seis meses. Apresaron cinco embarcaciones y consiguieron un valioso botín. Tras dos meses de detención, conquistaron seis presas y 7000 piezas de a ocho en la segunda travesía. Ya en 1779 se llevó a cabo la tercera salida. Expoliaron la costa española y la francesa hasta Niza. En siete meses prendieron nueve barcos. La Oficiala consideraba que era suficiente para volver, pero la osadía de Julián, cuyo apodo de «el mahonés» era singularmente temido, no conocía límites. Era aún más arriscado que Diodor.
Vistió a la Oficiala con las mejores ropas confiscadas y le puso una diadema de pedrería. Nadie habría reconocido en ella la camarada de «el mahonés». El propio Julián se adornó como gentilhombre. Parecía un figurín. Así disfrazados embarcaron en el laúd, con el patrón Potami, y se acercaron sigilosamente a la playa de Niza. El Potami les aguardó, oculto entre la maleza, la barca varada en la orilla. Era un gigantón capaz de derribar un caballo.
Acudieron a una fiesta en el palacio Casini, donde los más nobles patricios se interesaron por su falsa prosapia. La Oficiala bailó con prohombres empelucados, con pisaverdes de la mejor calaña social, pasmando a todos con su destreza y por la picardía con que se agachaba a cada movimiento del minué.
Era notorio que no llevaba justillo y que tampoco lo necesitaba. Su cintura afilada, las nalgas redondas traslucidas por la muselina, el busto balsámico tenían mareados de amor a cuantos varones por allí pululaban. Julián se regodeaba exhibiéndola. Y se rodeaba a su vez de hembritas atistocráticas en edad de merecer. Admiraban el fulgor de sus ojos, la proporción de su cuerpo, la solidez de su musculatura, finamente delineada por las ricas vestiduras.
Sólo cuando se retiraban, bajo el resplandor aquiescente de la luna, ya en el jardín, la Oficiala cometió la torpeza de descalzarse, acostumbrados los pies a la libertad de las cubiertas, sumamente doloridos. Era algo impropio de una gran dama. Así lo afirmaron las señoras, semiescondidas tras la balaustrada. Para mayor fatalidad llegó un piquete informando que había sido visto el buque de «el mahonés» cerca del playado. Ese era, vive Dios, «el mahonés». Y esa la Oficiala, la que andaba descalza.
Un pelotón de soldados salió a perseguirles. Estaban a punto de embarcar en el laúd. Hubo varias descargas y, acto seguido, se enzarzaron en violento cuerpo a cuerpo. Tras abatir a varios enemigos Julián fue atravesado por la espalda. La Oficiala quiso socorrerle y un mocetón le seccionó la yugular. Allí fue el fin de la pareja de corsarios intrépidos, precursores de lo romántico. El Potami se alejó remando, machucando la calamorra a cuantos asomaban por la borda.
La Capitana consiguió arribar a Port Maó. Ante la triste nueva, Diodor vendió su parte. Moza lloró, algo que había hecho pocas veces. Aunque se conservaba galana, sintió que le había llegado la hora menguada. Pero se rebeló con rabia. No se dejaría vencer tan fácilmente. Ella era Moza, toda corpulencia. Se agitó, jarra en mano, dos generosas aberturas en la falda, el cordón del escote desatado entre los pechos monumentales, la melena todavía rubia. Era mucha hembra para tan poca pena. Si le robaban amor, amor tomaba. Viajó a Ciutadella. Se metió en cama con el doncel. Doña Catalina abrió los ojos con espanto al descubrirlo. Pero no dijo nada. Optó por retirarse.
—Como esa me las meriendo yo de un bocado —dijo Moza.
Pero era demasiada mujer para aquel hombre caduco. Pronto la rubia valquiria tomó el camino de Kane, de regreso a Maó, enhiesta en su caballo. Encontró a Emilia en un recodo, sentada sobre la cerca, y a su lado el capitán, sumamente revejido. Les dejó montar en la grupa y les llevó hasta la entrada de Maó.
—Cuídate —dijo Emilia al despedirse—, que los años no pasan en balde.
—Pero tú todavía te conservas —replicó Moza.
—Yo estoy muerta.
Las dos sombras se desvanecieron.
Moza aguijó el caballo, las palabras de Emilia resonándole en el oído. Recorrió una trocha bordeada de cañizal y descabalgó a la orilla de una encharcada. Había patos silvestres. Se contempló en las aguas verdinosas y creyó percibir leves arrugas en su frente. Se palpó las carnes todavía robustas. De pronto, zas, metió la mano en el agua y atrapó un jaramugo de plata. El pececillo comenzó a crecer y se convirtió en tritón. Totalmente cubierto de escamas, atlético, el rostro resplandeciente, ojos azules, cabello de oro. Le acarició con la mano húmeda. La besó, la barba mojada.
—Vente conmigo —dijo— y nunca envejecerás.
—Ya me gusta el agua —replicó Moza riendo—, pero no tanto.
Después, mientras bajaba al puerto, pensaba si habría obrado correctamente. Vivir en la calma imperturbable de la charca, esperar a los ingleses sedientos, o franceses, o españoles, seducirles con el aliciente de su cuerpo airoso, argenteado, enroscarse a sus troncos jóvenes. Aparecerse al gañán imberbe, al rústico payés que haría de vientre oculto en el cañar. Sus manos callosas, el torso seco, huesudo, como perro de caza.
Entró en la taberna. Diodor estaba sentado a una mesa, con media jarra de vino. Bebió con él. Aunque hacía una semana que no se veían, no se hicieron ningún reproche. Le miró atentamente. Sí, también su piel se marchitaba, aunque la barba y la ausencia de canas le rejuvenecían.
—Tu Catalina tiene que estar bastante ajada —le endilgó.
—Ya sabes lo que dicen: quien tuvo, retuvo —rebatió Diodor.
Moza desató los cordones del escote para lucir el busto despampanante.
—¿Qué tal?
Un soldadote inglés, maravillado por la rotundidad de sus formas, hizo ademán de acariciarla. Debía de estar borracho, porque le tumbó de un codazo, mientras volvía a abrocharse.
—Tú eres mi verdadera mujer. ¿Quién navegó conmigo? ¿A quién rescaté de Rusia? ¿Con quién he pasado todos estos años? Catalina es una pasión antigua. Pero sólo tuve un hijo, Julián, puedes creerme.
—¿Cuándo la dejas?
—Ese es otro cantar.
Moza montó en cólera.
—Tampoco es que estés muy juveniles para tanta gusanera.
Agarró al caloyo embriagado y lo metió en la trastienda.
Diodor terminó su pichel, antes de ensillar el caballo y viajar por centésima vez a Agua Fría. Catalina le aguardaba en la playa. Se sentaban en el columpio, bajo la encina. Todavía era el mismo árbol, la misma cuerda. Paseaban por el pinar. Cabalgaban. Leían libros de don Juan en la biblioteca. Imaginaban prodigios, como cruzar a pie enjuto el mar, sentarse sobre el acantilado de Formentor. Penetrar en caserones fabulosos. Encontrar ogresas mallorquinas con dos metros de rebocillo. Asomarse a las cisternas y ver parejas estáticas, fastuosamente engalanadas, en actitud de danzar. ¿Cómo renunciar a la ilusión?
Cuando hacían las paces, Moza y Diodor asistían a la lectura de Lucrecia, de Joan Ramis, en el salón de la academia. O de la Faula de Príam i Tisbe, traducida en verso por Mr. David Causse, uno de los britanos que habían aprendido la lengua vernácula.
—¿Te has fijado en el lema? —bisbisaba Moza—. «Estudio y amor.»
Vestida recatadamente, con gracia, parecía una lady tetona. Diodor contemplaba a don Juan, sentado junto a Delia. A los intelectuales autóctonos y extranjeros. A los burgueses convidados a la lección. La flota de refuerzo mandada desde Londres había sido requerida para socorrer Gibraltar. La colonia quedaba a merced de una invasión.
—Lo que me tranquiliza —replicó Diodor— es que todos estos estarán en San Felipe, cuando vengan los españoles.
Moza le besó la mejilla.
—Yo también estaré.
Diodor sabía que el marqués de Solleric, disfrazado de mercader, se habían entrevistado con el doncel, en un complot para recabar información. ¿Y qué podía notificar el marqués a Madrid desde Mallorca? Los menorquines, todavía bajo el peso del clero y la nobleza, recibirían a los castellanos con los brazos abiertos. También por motivos patrióticos. Y porque el monarca Carlos III, al decantarse por el despotismo ilustrado, había transmitido pujanza a la burguesía y engendrado el resurgimiento económico, cuando en la isla aún se padecían indigencias y pillajes.
Terminada la leyenda vagaron por calles desiertas, apenas iluminadas.
—Pero tu Catalina no vendrá a San Felipe —comentó Moza.
Diodor callaba. Tenía razón: seguían perteneciendo a bandos contrarios.
Esa noche se acostaron juntos.
—Casi me había olvidado —dijo Moza.
Doménec había intuido la presencia de su hermano y llevó al marqués al burdel. Allí, en el ámbito decadente del salón, entre putas francesas y esclavas moras, se vendería aquel pedazo de tierra hollado por cien culturas. Pues bien, que la vendieran. Al marqués de Solleric le sentaba a maravilla el disfraz de mercachifle. Diodor no pensaba denunciar al doncel. El gobernador Murray era un esnob, un charlatán, pero no se podía dudar de su valor. Sabría defender la isla. No precisaba su delación.
Diodor acudió al lupanar. Le dijo a Solleric:
—Quién volviera a comerciar, hermano. Estambul, el Cuerno de Oro. Pero sin duda vuestros negocios son más altos. Territorios, jurisdicciones. Cuando vuestras naves se acerquen a puerto yo estaré aguardando en mi castillo.
El marqués captó el sentido de sus palabras. Sonrió.
—Tal vez el doncel venga conmigo —apuntó.
—Ah, el dulce sabor de la venganza.