DE LOS CUIDADOS DE DON Juan y los celos del doncel
ÚLTIMAMENTE don Juan había salido de su retiro para ir a estudiar tardíamente a Aviñón. Doña Catalina había zamarreado al doncel para que diera su autorización, pues no quería que el hijo fuera un intelectual frustrado. Pretendía estudiar derecho.
—Lo que quiere es juerguear y pelar la pava con alguna gabachita —argüía Doménec—. Que no es que se lo reproche.
Pero don Juan aprovechó el tiempo en Aviñón. Frecuentó tertulias literarias con algunos mahoneses que estaban llamados a ser hombres ilustres. Descubrió el neoclasicismo, que lo impregnaba todo en aquellos días. Se puso al corriente en materia de lecturas. Devoró a Voltaire, Moliere, Beaumarchais, Fénelon, Young, Addison, Goldoni, Metastasio, Moratín, Virgilio, Cicerón, poseído por la fiebre de estar al día. Incluso escribió un drama heroico en lengua catalana, incorporando modismos propios de la isla de Menorca, y recogiendo costumbres locales, con el tema de la libertad como fondo.
Se titulaba Els ilotes y era un canto a la autodeterminación de su pueblo, una apología de lo autóctono. Consiguió representarlo cuando regresó a la isla, al comienzo de la segunda dominación inglesa. Se estrenó en Maó, foco de ilustrados, hijos de mercaderes enriquecidos que, como él, se habían instruido en Aviñón o Montpellier.
Els ilotes despertó el entusiasmo de los Ramis, Joan Soler y algunos letrados extranjeros que estimaron a don Juan como uno de los suyos. Le participaron el proyecto de fundar una Societat de cultura de Maó, con amplia biblioteca y local para conferencias. Traducirían a los clásicos y a los autores de más rabiosa actualidad. Dedicarían su esfuerzo a la historia, la literatura, la lengua, las ciencias y la cultura en general. Todo, desde los estatutos al último apóstrofo, en catalán.
Con aquellos ilustrados pasó don Juan los mejores días de su vida. Olvidando su origen aristocrático incluso se acercó a Diodor y a su hijo pirata, a quien llamaban «el mahonés». Julián era la encarnación del héroe popular, arquetipo para el nuevo drama que pensaba escribir.
Sólo por aquella prerrogativa que concedía el invasor de cultivar la propia lengua, se hizo profundamente anglófilo. Pese a que los bátanos no gozaban a la sazón de consideración pública precisamente. Llegó a asegurar que defendería San Felipe, si volvía a producirse un asedio de la fortaleza.
—No lo digas tan alto —replicó Diodor—. Podría tomarte la palabra.
Eran años malos para la isla. Los tiempos felices del gobernador Kane parecían haber concluido definitivamente. Lord Johnston no resultó buen regente. Altivo, obstinado en materia religiosa, codicioso. Bajo la perniciosa influencia de su mujer, atenta sólo a su propio provecho. No hizo nada por merecer el aprecio de los indígenas. Incluso pretendió recortarles las inmunidades y privilegios tradicionales. La miseria azotó la colonia y aquel pueblo aferrado a su tierra se vio en la necesidad de emigrar. Graves epidemias contristaron el luminoso paisaje mediterráneo.
La sombra de Emilia ya no era galana, sino lúgubre, angustiante. Aún se dejaba ver en los salones, en los dominios agrestes de Agua Fría. O en las salinas de Diodor, sobre el manto fosforescente de la sal. Cierto que todavía aparecía joven, bella, insinuante. Pero vestía negros harapos que delataban la desnudez de su cuerpo entre los jirones, sus muslos largamente respetados por la muerte. Y tenía un rejón clavado en el pecho, con la punta asomando por la espalda, llena de sangre cuajada.
El espectro del capitán Dasi la acompañaba. Vagaban por su palacio, reconstruido por los ingleses. El caballero fallecido penaba su vida regalada, envejeciendo a pasos agigantados. Magro, la piel apergaminada, holgado el uniforme inglés. La barba plateaba sus mejillas enjutas. Los ojos vitrificados, ocultos por verdaderas rosas de piltrafa.
Emilia le quitaba el sable, sin que pudiera hacer nada por evitarlo con sus tardos movimientos. Le desnudaba a base de hábiles cuchilladas, como había hecho él con tantas mujeres. Tras molinetes, floreos y estocadas le dejaba reducido al esqueleto recubierto de piel en que se había mudado su cadáver. Humillado, tratando de esconder la masculinidad colgante entre sus manos temblorosas, llorando lagrimitas seniles, implorando:
—Por piedad, devuélveme la espada.
Y Emilia se reía, blanca como la cera, pero lozana, con las tetas hinchadas de leche a reventar. Se arrancaba el venablo del pecho y consentía que sorbiera de sus pezones doloridos, necesitados de ordeño, en mamada sonora, prolongada, como un niño. Aquello le vivificaba un tanto.
Las súplicas de doña Ana fueron pronto escuchadas. Una tarde de marzo de 1765 empezó a tiritar y tuvo que acostarse. La arroparon con varias frazadas, mientras la fiebre agarrotaba sus articulaciones y desquiciaba sus ojos de las órbitas. Perdió noción de sí misma. Comenzó a desvariar. Veía a su marido mucho más viejo de lo que era cuando feneció. Confesó que le había conocido antes del matrimonio, representando el drama de ciertos amantes de Verona. Afirmó que don Juan era, efectivamente, hijo de Diodor, a quien confundía con el capitán.
—Ji, ji —reía—, le llamaban «pichita de oro», ji, ji.
Preguntó al capellán, cuando le daba la extremaunción:
—¿Se acuerda de la patada que le encajó en el casamiento?
Pero era otro cura y no podía recordarlo.
Su agonía duró dos semanas. Aunque parecía extraordinariamente decrépita, cuando expiró sólo tenía 68 años. Fue llevada en solemne procesión a la iglesia mayor para enterrarla.
Pocos días más tarde lady Cecili, la mujer del gobernador, recontaba avaramente sus tesoros a la luz de un candil. Una mano descarnada le robó la sonrisa de satisfacción. Apenas un leve roce y la garganta de la dama quedó embutida de hielo. Se dijo que había sido el fantasma justiciero de doña Ana, aunque nadie lo vio. Lady Cecili no llegó a perecer, pero jamás olvidó tan terrible suceso.
Se sucedían los años malos. Las sequías agravaban la desdicha de los payeses. Emilia, enlutada, y la sombra provecta del capitán vagaban por campos agostados, de árboles renegridos, como dedos crispados clamando justicia.
El doncel don Doménec residía casi permanentemente en el burdel, apesadumbrado por los desdenes de su mujer. El patrimonio familiar desmedrado, don Juan en Maó, cerca de Diodor, doña María, la doncellez enjuta, confidente de doña Catalina en sus amores prohibidos; todo era infamia a su alrededor.
Si alguna vez acudía a su aposento del palacio Dasi, hallaba el lecho frío. Se mesaba los escasos cabellos encanecidos. Qué jugarreta de la vida. El hermano bastardo, miserable, le había aventajado en riqueza, en gallardía, le había robado su esposa, que conservaba la frescura de los 20 años, su hijo. ¿Qué otra cosa le quedaba?
Espiaba la llegada de doña Catalina. Venía rozagante. Se desvestía al pie del tálamo, todas las velas encendidas. La camarera cardaba su cabello larguísimo. Qué tersura la de su cuerpo esbelto, sus formas mórbidas.
Se acostaba, perfumada, envuelta en leve gasa. Dormía plácidamente, la respiración pausada, una sonrisilla en los ojos entornados, plagados de pestañas. Lo advertía gracias al leve rayo de luna que penetraba por la ventana, tras abrir los postigos. Qué fácil ahora, razonaba, pasando la hoja helada de su estilete por la garganta de cisne, tan apetecible. Podría disimular el crimen. O si le ajusticiaban, qué más daba, era preferible sacudirse el yugo de su desdén a tener que vivir avergonzado. Cortaba el tul de su camisa. Qué dulzor, la sangre saltándole a los ojos, el cuchillo hundido hasta la empuñadura. Pero lo envainaba, tristemente. Por qué matarla, tan hermosa, tan ausente, si podía cargarse a Diodor, se engañaba.
—No te atreves.
Doña Catalina abría, súbitamente, los ojos. Quería huir, pero se quedaba clavado en el suelo.
—Siempre fuiste un cobarde.
Sonreía. Prendía una candela.
—Te dije que era una furcia, antes de casarnos.
—Pensé que un día me amarías.
Le ceñía el cuello con la mano. Sentía el flujo de su sangre.
—Aprieta.
—¿Me quisiste alguna vez?
—No.
Oprimir. Abofetearla. Patearla.
—No voy a matarte. No vale la pena.
La agarraba del pelo y, alzándola en vilo, zas, segaba la melena con el puñal. La soberbia cabellera azabache, prolongada hasta los talones, se desmayaba como cobra muerta. Un manojo de pelos truncados en la cabeza de doña Catalina, una mueca de gata en celo su cara.
—Tenías que cortar más abajo.
Se hizo igualar el cabello. El cráneo redondo, los carrillos rosados, estaba más bella que nunca. Como un mancebo encantador. No se ponía peluca, para que todos supieran que su marido era cornudo. Doménec se refugiaba en el burdel. Si al menos doña Ana viviera, o mosén Martí Dasi. Cabía apostarse en un vericueto, con una partida de bandoleros, y derribar a Diodor del caballo cuando acudiera a deshonrarle.
Fue lo que hizo. Cuando la silueta del jinete se recortó sobre la luna de plata, tres gañanes se abalanzaron sobre él. Tres hombrachos a quienes la vida no importaba un pitoche. Le arrimaron a una encina, sujetándole de los brazos. Pero Diodor, que conservaba toda su pujanza, despachurró a dos contra el tronco. Al tercero le abrió la cabeza en canal. Le quitó la peluca al doncel de un manotazo. Pero no hizo más. Antes de alejarse cabalgando, le dijo:
—La quiero. No puedo evitarlo.
Doménec comprendió la esencia misma de lo que le había sido negado, el amor. Nunca conoció el amor. Su mujer sólo se le había dado a préstamo. Tal vez don Juan fuera, efectivamente, su hijo, pero el plazo había terminado. Sabía de sus contactos secretos en las salinas. Acaso se atrevería a matarla. Meter su corazón en sal, al pie del elefante rojo. ¿Tendría suficiente vigor para, una vez cometido el asesinato, arrancarse el suyo propio? No era probable. A menos que la sombra de Emilia le hundiera la mano en el ojal del pecho para arrebatárselo.
Pasaban los años, todos adversos, todos iguales. El teniente general Sir James Murray era aún más codicioso que los gobernadores anteriores. Se había demolido el Arrabal, para paliar el desempleo, pero también para desembarazar las defensas de San Felipe. Se levantó una villa rectangular en torno a la explanada dieciochesca, orlada de cuarteles y pabellones. Prolongada hasta el calmoso puerto de pescadores, la consagraron a Su Majestad Jorge III con el nombre de Georgetown. Pero los menorquines la llamaban Arrabal Nuevo. Otro pueblo, erigido al mediodía por vecinos de Ferreries, se había dedicado a San Cristóbal.
Don Juan había camelado a Delia, hija del doctor Perceval, una muchachita delicada como una clavellina, frágil y sensual. Compartía asimismo su afición al estudio. Tras un año de casados, Delia se halló en trance de muerte para dar a luz un enorme varón, al que llamaron Andreu. Don Juan decidió que no tendrían más descendencia. Se esmeró en su trabajo, contentó de que su retoño hubiera nacido en 1778, año en que se fundó la Societat de cultura de Maó, a la que tanto contribuyó. Traducía, preparaba debates eruditos, intervenía en las sesiones públicas. Sin dejar de adorar a su mujer, que colaboraba en sus monografías, y al hijato, que crecía raudo como un héroe épico. Era feliz. Tenía cuanto había ambicionado. Para otro quizá fuera muy poco, pero él lo consideraba un dineral.