Que cuenta la muerte de mosén Martí Dasi, y la vida en tiempo de los franceses
MOSÉN MARTÍ DASI se encontraba a sus anchas con los franceses. Tal vez la edad le había cambiado tanto que no quedaba nada de aquel oficial gallardo, saltabardales, amistado con la muerte, liberal y anglófilo. Ahora casi prefería el doncel don Doménec, vástago inútil, indolente y cobarde, a Diodor, que había medrado con su propio denuedo. De haber confesado que mató a Laclermeille nadie se habría atrevido a levantar un dedo contra él, amigo íntimo de Richelieu, de los ingleses o de quien se terciara. Pero calló, acaso para que Diodor no le echara en cara su deserción, o para evitar que raptara a doña Catalina.
Seguramente por la fuerza de aquel amor casi platónico, ciertamente prohibido, doña Catalina se mantenía tersa, cimbreante, los ojos vivísimos, como una adolescente. El pelo intensamente negro, larguísimo, muy lacio. En cambio Doménec estaba tan aviejado que parecía su padre.
El capitán, ya todo un carcamal, aún hacía de las suyas en materia de amores. Todavía desnudaba a las muchachas con la espada, y embarazaba las frentes de los destripaterrones con magníficos pares de cuernos.
Ahora Dasi vestía a sus furcias con trajes vistosos, acordes con las ropas versallescas impuestas por el invasor. Les proporcionaba pelucas vaporosas, lunares postizos, cosméticos. Lo cierto es que las negras prendas tradicionales habían dejado de usarse incluso entre las damas más recatadas. Celebraba bailes frívolos en los rancios salones del palacio Eleazar o en Agua Fría. Turbaba la paz de los muros y muebles seculares, ofendía la faz corroída de los espejos, la gravedad de los retratos con desfiles de mundanas emperifolladas, pintarrajadas y con el pecho prácticamente desnudo por lo extremado del escote.
Emilia también se engalanaba. Venía de bracete con el capitán, ante las propias narices de doña Ana, que estaba caduca, con el cabello cano, marchita, esquelética. Era una de las pocas que no había renegado del rebocillo, el jubón y la basquiña ancestrales.
El capitán Martí Dasi danzaba con la muerta. La concurrencia cerraba un círculo a su alrededor. Doña Ana catiteaba, con una sonrisa velada en los ojos. Se pellizcaba la piltraca de la papada y la estiraba como cuerda de violín.
—¿Saben? —cuchicheaba—, le llamaban «pichita de oro».
Reía, ji, ji, antes de añadir:
—Pero viéndole bailar con la muerte comprendo que no habrá para mucho rato.
Fueron palabras proféticas, porque el caballero estaba a punto de dejar este mundo. Pero antes de dar las boqueadas aún hizo otra de las suyas. Una calorosa mañana de agosto rogó a doña Catalina que se bañara, perfumara y sujetara con un lazo sus cabellos larguísimos, para evitar que barrieran el suelo. Se pintó los ojos, coloró sus mejillas y labios. Envuelta en capa de seda, con los pies descalzos, la llevó al burdel de la calle San Juan, donde el doncel dormía la mona tras una de tantas jaranas, la panza prominente balanceando entre silbos y retumbos.
Dasi le despertó con un cubo de agua. Al punto doña Catalina empezó a columpiarse, para dar a entender al marido atocinado lo que se perdía. Con el filo de la espada el capitán cortó el fiador de su manto y aun el cordón de su cabellera. Estaba soberbia. Sonreía, intangible, y escapaba a la calle vestida de cabellos. Se tiznaba en el boliche del carbonero. Se pringaba de escoria en la herrería. Penetraba en la iglesia, para escándalo mayúsculo.
Cubierta con una manta era devuelta al burdel, donde Doménec lloriqueaba su impotencia. A saber cuántos paletos habrían profanado el cuerpo de su esposa.
Mosén Martí Dasi estaba apoyado en una columna, sonriendo bajo el bigote. Doña Catalina le hizo un leve reproche, tentándole con el codo, y se desplomó de una pieza. Le tomaron el pulso y se dejaba hacer como un muñeco. Le aplicaron el oído al pecho. Nada, ni un latido. ¿Así que eso era la muerte? Había finado en pleno regocijo.
Más adelante supieron que, aquella misma mañana, había remitido misiva al gobernador confesando, de su puño y letra, haber dado muerte al conde de Laclermeille. Diodor fue públicamente rehabilitado, poco antes de su regreso.
Moza le dijo:
—No tienes nada que temer.
—De todos modos será mejor guardar la cara.
Los franchutes no habían de olvidar fácilmente sus correrías de corsario.
Habían platicado en un rincón de la taberna. Moza preparó la mesa, junto con dos sirvientas que tenía. Comieron lentejas. Escanciaron abundante vino. Cuando el morapio les había vuelto lenguaraces, entró un joven espigado, de larga melena rubia y ojos verdes, con la espada terciada al cinto, como perdonavidas, y una hembrita agarrada del talle.
—Me la he sacado a los dados —dijo con regocijo.
La maja iba descalza y era pilonga.
Diodor le vio trincar media jarra de una tragantada. Ahí tienes, pensó, pasas años en el mar, en la guerra, amas a una dama ideal, robas y matas, tienes una hembra a tu medida y, al cabo de los años, te encuentras con la imagen deformada de ti mismo.
Le quedaba media cucharada de lentejas. Preguntó, por preguntar:
—¿Quién es?
—Es tu hijo Julián.
Se abrazaron. Apenas tendría dieciocho años y ya era un guapetón.
Desenfundaron. Intercambiaron diestras espadas, evolucionando por toda la estancia. Sí, también sería buen campeador.
—Con un poco de suerte —concluyó Diodor, sentándose junto a su hijo—, volverán los ingleses y podrás lucirte en combate.
Devoraron un cabrito asado. Las mujeres, ajumadas, hablaban de amores. Medían el alcance de sus encantos. Los hombres pasaban revista a sus fantasías.
—Yo me las gano a los dados —dijo Julián—. O en pelea desigual. Me gusta asaltarlas de noche en cama regalada. Tumbarlas en un prado. Robarlas la virginidad.
Hincó el diente en el cuello de la hembrita.
—¿No es cierto?
—Pues claro.
—El corsario Diodor tiene un hijo pirata —pensó el padre en voz alta—. ¿De qué otro modo podía ser?
—Qué diferencia —prosiguió— con aquel otro muchacho, don Juan, hijo del doncel y de doña Catalina, que ya debe de ser escritor. No sólo el hombre es hijo de sus obras, como decía Weekdale, sino también sus descendientes.
Tenía la cabeza atochada de vino. Salió a la puerta, dejando a los demás sumidos en la promiscuidad de la mesa y los instintos primarios. Ahí estaba el puerto, como siempre. Se habían ido los comerciantes extranjeros y se notaba cierto declive mercantil. Pero en cambio, qué galanura en los vestidos, qué colorido. Qué majestad la de los navios y fragatas anclados en el apostadero. Ante sus ojos desfilaron imágenes de otro tiempo. Otros barcos, otras banderas. Vio caminar a Emilia sobre las aguas cristalinas, dulcemente asida de mosén Martí Dasi. Ella con el cabello azabache poblado de reflejos, y él con uniforme de general inglés. Muchas cosas empiezan a estar en su sitio, acabó pensando Diodor. El espectro de mi padre vuelve a ser anglófilo. Y cerró la puerta a la luz del día para gozar al fin de su mujer.
Desde un prudente anonimato fue reorganizando su vida, sus negocios. Instalado en las salinas, recibía allí a notarios, apoderados y amigos íntimos. Pero era tan conocido, y hasta respetado, que no pudo permanecer ignorado mucho tiempo. Un día le fue transmitida invitación oficial para asistir a una recepción en el palacio del gobernador.
Lannion se mostró amable. Nadie le guardaba rencor. Al fin y al cabo, si la Gran Bretaña había robado muchos barcos, ellos le habían usurpado la isla. Pero Diodor sabía que no eran los britanos, sino él personalmente, en nombre del Imperio, quien había expoliado a sus anfitriones. Pensó que su cordialidad era mera cortesía diplomática y decidió que, mientras no hubiera algo peor, sería sagazmente encantador.
Vestía a la francesa, con peluca y todo. Acudía a conciertos, bailes, celebraciones religiosas llenas de boato, fiestas campestres en honor del rey o madame de Pompadour. Llevaba calzas de seda, y bastones con empuñadura de plata. Moza, tan lozana como siempre, se ponía costosos vestidos, y encontraba continuas excusas para agacharse y enseñar las tetas hasta la misma punta de los pezones. Entonces los marquesitos y condesitas adolescentes ponían la boquita redonda en un ¡oh!, entre escandalizado y divertido, pues en su vida indolente y regalada no tenían nada peor de qué espantarse.
Cuando en 1761 se inauguró la villa cuadriculada y alba de Sant Lluís, en honor del rey galo, Diodor y Moza se encontraban entre los próceres, y habían donado un retablo para la iglesia. Contribuyeron, asimismo, a costear equipos de doctores que analizaban las aguas y atendían a los enfermos de fiebres, disenterías o pulmonías. Precisamente el conde de Lannion falleció a consecuencia de una neumonía, en 1762. Diodor fue de los que encabezaron el sepelio, al que acudió gran multitud.
Entretanto, en Ciutadella, doña Catalina languidecía esperando la visita del amor. Doménec dilapidaba el patrimonio familiar. Doña Ana anhelaba cada anochecer que fuera el último de su vida. Don Juan se consagraba a la cultura y al arte. Doña María se extraviaba entre sus devociones y su virginidad caduca.
En las noches estivales doña Catalina bajaba a la playa de Agua Fría. Envuelta en un manto de tul, el cabello suelto, los ojos abiertos a gratos recuerdos. Se sentaba en la orilla, sintiendo en los pies la caricia renovada del mar, como suaves lengüetazos de un perro fiel. Recibía la brisa en el rostro, en el pecho aguzado y durísimo, como en plena adolescencia. Contemplaba su cuerpo con delectación. Siempre había sido esbelta. Se había conservado eternamente joven. Nunca tuvo ese pecho excesivo, como Moza, sino tetas menudas, firmes, que apenas se desplazaban con el más brusco vaivén. Siempre había sido hermosa.
Había desaprovechado su existencia junto al doncel mandria y apático. Le había entregado su juventud en aras del qué dirán, del falso recato. Ah, qué a punto había estado de emanciparse en Inglaterra, cuando pasaba de mano en mano, entre soldados y aristócratas. Cuando Diodor fue a llamarla, recién desposada, desde el portal del palacio Eleazar.
—Te quiero a ti —le dijo.
Y escapó corriendo.
No debió escabullirse. Mejor dicho, sí. Debió fugarse con él, dejar al doncel, a todo el pueblo, con un palmo de narices. Embarcar en una nao corsaria. Vestir calzón bombacho, el torso desnudo, dorado por el sol, un pistolón al cinto. Conocer el abrazo de jayanes zamborotudos, lobos de mar. Caer rendida de vino, de cansancio. En las tabernas de Diodor, encima, o debajo, de un montón de cuerpos temulentos. Asociarse con Leonor para engatusar a anglos y gabachos. Libre como un pájaro. Viajar a Rusia, tener un hijo pirata, envejecer. Si al menos se hubiera aviejado. Si no fuera tan bonita, tan útil para el amor.
Una de aquellas noches, corría el verano de 1763, Diodor llegó cabalgando a Agua Fría. Descendió por senderos archisabidos, bajo la luna de plata. Veredas que no pisaba hacía años. Se acercó a doña Catalina. Sentada a orillas de su sueño, cubierta con una leve gasa. Al frente el acantilado que cercaba la cala, nebuloso, expectante, como titán mitológico. La inmensidad del mar ronroneante, la profundidad de la noche.
Abrazó a la amada por detrás, estrujándole el pecho. Ella sonrió. Reconocía su mano. Se dio la vuelta, como hechizada. Diodor tampoco había cambiado. Se besaron. Rodaron por el suelo. Las carnes del hombre eran recias, su piel atezada. Se amaron dentro del agua, como en los tiempos feroces de la mocedad. Radiantes, arrebatados, como rapaces.
Poco tiempo después, el 3 de julio, la escuadra inglesa arribaba al puerto de Maó, al mando del almirante Brest. Venía a tomar posesión de la isla, en virtud del tratado de paz con Francia, tras la guerra de los 7 años. Al día siguiente se retiró la expedición francesa. El teniente general lord James Johnston fue nombrado gobernador.