Que cuenta la toma de San Felipe y lo que le aconteció a Diodor
EL DOMINGO, a hora avanzada, las huestes se concentraron en la calle mayor del Arrabal. Doménec ocupó su puesto en la retaguardia, pero mosén Martí Dasi, pese a su edad avanzada, se alistó en infantería, en la columna de Monty, acompañado por el negro.
Al oscurecer Dasi corría bajo fuego infernal hacia los reductos Anstruther y Argyll. Con el negro y unos cuantos bravos franchutes apoyaron la primera escala en el muro. Muchos otros les imitaron, cuando ya el moreno empezaba a trepar. Entretanto, Briqueville y Sade arremetían contra la luneta Kane y el reducto de la Reina.
Las bajas eran considerables. Tres veces Dasi fue arrollado por cuerpos que se desplomaban de lo alto. Los cadáveres ablandaban su caída. Pero el negro seguía arriba, a cubierto del parapeto, inerme, porque las escalas resultaban fatalmente cortas para tan elevada muralla. Una dificultad insoluble. Monty se mesaba el cabello, ya perfectamente despelucado.
Entonces Dasi, acostumbrado a vérselas con la muerte, se armó de valor. Clavó su bayoneta en el intersticio de dos piedras, se encaramó a las espaldas del negro y alcanzó el antepecho. Allí hubo de luchar denodadamente con adversarios que derribaba a patadas y culatazos. Disparó su pistola. Esquivó a uno que fue a parar al vacío. El negro ya estaba a su lado. Los demás hincaban también el machete y saltaban a hombros de sus compañeros. Pronto inundaron las almenas y los ingleses se batieron en retirada.
El negro acosaba a un soldado membrudo, de rostro familiar. Dasi se limpió la sangre que le salpicaba los ojos. Sí, era Diodor. Quería gritar que no le matara, pero la voz no le salía de la garganta.
Le tenía acorralado. Sonrió, con los colmillos blanquísimos destacados entre los labios retintos. ¿Dónde estaría Emilia, su madre?
Diodor hizo marcha atrás. No parecía intimidado. El otro avanzó, seguro, fue a traspasarle y saltó hecho añicos por los aires. En seguida se produjeron cientos de detonaciones iguales. El campo estaba minado.
Mosén Martí Dasi siguió a Monty hasta el camino cubierto, donde prendieron al teniente coronel Jefferies, principal ayudante de Blakeney.
Los granaderos de Briqueville y del marqués de Sade tomaron, entretanto, el reducto de la Reina. Pero no aprovecharon la coyuntura para hacerse con la luneta Kane, desde donde los britanos continuaron disparando mortíferamente.
Pese al fuego nutrido que descargaban, el príncipe de Beauvau se apoderó con dos brigadas de los reductos del oeste y Carolina. Inutilizó doce cañones y arruinó la construcción. Luego ordenó guarecerse a sus hombres.
Las brigadas Real y de Bretaña aguantaban abuzadas el bombardeo endiablado, esperando la señal de Roquepin. Pero el viento había demorado las barcas. Quedaron a merced de los defensores. Y a fe que las acribillaron y echaron a pique sin compasión. Piquet-Guelton tenía cinco balazos y el capitán Talouet también había sucumbido. Los hombres nadaban a la desbandada.
Parapetado junto a Monty, mosén Dasi atendía las continuas descargas, que ellos se afanaban en contestar. Laval se había adueñado de los reductos del este y los ingleses no podían contraatacar.
Hacia la una los estallidos comenzaron a distanciarse. Menguaron los tiros de mosquete. Antes del alba un silencio sepulcral dominaba el campo de batalla. Un hedor de muerte se desprendía de los cascotes. Cadáveres de ambos bandos yacían hermanados hechos guiñapos, irreconocibles. El tufo nauseabundo de pólvora y sangre tenía al viejo Dasi completamente mareado.
Sólo entonces distinguió un resplandor límpido entre tanta desolación. Emilia se presentó con una telilla transparente y una sonrisa en los labios que realzaba su hermosura.
—Eres un viejo testarrón —le dijo.
Y dejó que reclinara la cabeza en su pecho y conciliara, finalmente, el sueño.
Cuando despertó reposaba en un lecho mullido, en un aposento del alcázar. Richelieu le sonreía, empelucado y fragante, materialmente cubierto de gloria.
—Enhorabuena —indicó—, la infantería ganó la batalla, mon capitaine.
En efecto, aislado en el centro de la plaza, descorazonado y exangüe, Blakeney había tenido que gestionar la rendición. Se firmó el 29 de junio. Las tropas vencidas salieron por la puerta grande, con banderas y tambores.
Cuando Blakeney ofrendó su espada, bajo un sol chispeante, el duque de Richelieu le abrazó como un hermano.
Diodor se había ocultado en las salinas. Habían puesto precio a su cabeza, acusado de dar muerte al conde de Laclermeille. Hubo de reunir en secreto a sus apoderados, para reorganizar sus negocios ante el cambio de situación. El capitán Martí Dasi, creyendo a su hijo a salvo en Inglaterra, guardaba silencio.
Moza tornó a regentar las tabernas, pues no había cargos contra ella.
Una tarde estaba con Julián en las salinas cuando avistaron una comitiva francesa que se aproximaba por el camino. Diodor apenas tuvo tiempo de decir adiós. Desenterró el cofre, al pie de la roca en forma de elefante, vació las joyas y lo llenó de sal para volver a sepultarlo. Al anochecer fletó un pingue hasta Gibraltar, desde donde huyó a Londres.
Pasaron meses sin que supiera de los suyos. Alquiló una modesta vivienda frente al Támesis, a donde fue a verle doña María, la hermana del doncel don Doménec, ya mujer madura, pero todavía doncella.
—Tu hijo se está haciendo un hombre —le informó—. Y Moza se encuentra bien.
—¿La molestaron?
—No mucho.
—¿Y doña Catalina?
María sonrió. No se interesaba por sus padres, ni por su hermano.
—Mosén Dasi se conserva a maravilla, lo mismo que doña Ana, Doménec hace juegos malabares con sus tres dedos…
—¿Y doña Catalina?
—Todavía te ama.
—¿Lo sabías?
—Sí.
Silencio.
Luego:
—Don Juan va para escritor, estoy segura.
Diodor no la escuchaba.
Dijo:
—El gran error de mi vida es no haber sabido conquistarla.
Y se quedó ensimismado.
Los franchutes habían interrogado a Moza. Dijo que Diodor había liado el petate, pero que ignoraba dónde andaba. La detuvieron.
Un jayán la agarró por la melena y, aupándola, la botó sobre los cochambrosos mazaríes de la celda. Era una mazmorra húmeda y pestilente, donde permaneció muchos días a oscuras. Le daban agua y una bazofia que le revolvía las tripas. Al cabo, el carcelero la condujo a un cuartito encalado y pulcro, con un ventanuco lleno de luz diáfana. El hijo de Laclermeille la abofeteó, le arrancó la ropa a tirones, abusó de ella. Pero como no sabía nada, terminaron por soltarla.
—Moza está bien —volvió a decir doña María—. Ha recuperado su galanura. Yo creo que siempre fue más hermosa que doña Catalina.
—Cuánto habrá sufrido por mi culpa…
Diodor vivía humildemente. Ya no se relacionaba, como antaño, con personajes influyentes. Las aguas mansas del Támesis le hacían sentir añoranza del mar. El amor de doña Catalina seguía siendo su mayor ilusión, aunque ya no pensara robársela a su hermano.
En las gélidas noches londinenses revistaba su pasado. Se veía niño, bregando por traer un poco de pescado a su mísera casuca. Dasi venía a favorecerle, como para hacerse perdonar haberle engendrado y dejado en la estacada. Evocaba su mocedad, cuando viajó por medio mundo en busca de fortuna para ganarse la felicidad. Y luego, en el punto que pudo correr parejas con los señores más linajudos. Para acabar luchando por un imperio que no le había dado la vida, pero sí la oportunidad de vivir dignamente.
Pero volvería a la isla de Menorca. Tomaría posesión de sus tierras y riquezas. Abrazaría a Moza, a su hijo, tal vez un encuentro furtivo con doña Catalina. Envejecería junto a todo cuanto creyó digno de su esfuerzo. Comería la sal de sus salinas y sería enterrado al pie del elefante rojo, para que su cadáver nunca llegara a pudrirse.
Un día tornó a sentir el hálito de la juventud. Se fue a Francia, encubriendo su identidad. Se hizo amigo de Laclermeille. Tras meses de confraternidad, nadaban en el foso cuando confesó su nombre verdadero.
El mucamo quiso despacharle, a una orden de Laclermeille, pero Diodor, más corpulento, le dejó en el sitio.
—Yo no maté a tu padre —declaró.
Pelearon en el puente levadizo, en el corredor, en la explanada. Diodor le llenó de cuchilladas. Le marcó por Moza, por San Felipe, por Byng, que era reo de muerte, por Blakeney… Y en lugar de rematarle, se bajó las calzas y le cagó en la jeta.
Desternillándose de risa, tomó las de Villadiego.
Regresó a su morada londinense, donde el tiempo transcurría lánguido, tedioso, como las aguas del Támesis. Salía de noche, roído por la nostalgia. Caminaba hasta Westminster para escuchar la sonorosa campana de las horas. Le parecía que las efigies de piedra eran hembras allegadas, como Moza o Emilia. Subían a las azoteas desafiando la nieve. Bailaban, cogidas de las manos, suelto el cabello, los pies descalzos, como si estuvieran en un playado mediterráneo.
Deambulaba, meditabundo, hasta uno de los puentes que cruzaban el río. Observaba la luna, perfectamente redonda, con el perfil de Emilia sobre su faz amarilla. Se estremecía. Bajaba la vista a las negras aguas, que engullían los fluctuantes copos de nieve como una bocaza. Avistaba, muy lejos, la conocida silueta de doña Catalina. Venía a su encuentro ágil y tierna, con las carnes mantecosas de los quince años doradas por el sol de Agua Fría. A punto estaba de quitarse la capa, zambullirse, beber la sal de su boca fresquísima, de sus durísimos pezones, revolcarse con ella y sobre ella como en otro tiempo y otra orilla. Pero sabía que no era más que un espejismo.
Fue cuando decidió desafiar al mundo, como había hecho siempre, pese a que ya no era un niño, pues tenía más de cincuenta años. Regresaría. Se presentaría al conde de Lannion, gobernador francés. Yo no maté a Laclermeille, le diría.
Y como lo pensó, lo hizo. Arribó a la isla el mes de febrero. El tiempo era tan desapacible como en pleno corazón de Inglaterra. Soplaba viento muy recio de tramontana. Había embarcado en un jabeque, fingiéndose italiano, y estuvieron a punto de zozobrar frente al cabo la Mola.
Había dormido lindamente, a pesar del temporal. Se levantó temprano, para otear el agreste litoral con el primer albor. Percibió una nube de gaviotas, como agüero funesto. La masa imponente de la Mola parecía la cabeza de un gigante. El cascarón cabeceó una vez más y, aparentemente, el coloso abrió sus quijadas de piedra.
Pero salvaron la bocana y, morosamente, fueron adentrándose en el puerto magnífico. El corazón le dio un vuelco cuando pasaron ante San Felipe, sobre cuyos grises torreones destacaba el pendón francés.
Cuando saltó a tierra estimó que, pese a la fuerte guarnición extranjera, pocas cosas habían cambiado. El pueblo conservaba sus costumbres y aun sus libertades, por mucho que ahora pagaran en duros españoles.
Entró en la taberna y se sentó a una mesa, con la cabeza entre las manos, para no ser reconocido. Pronto notó unos pasos familiares, un escote peculiar, una voz archisabida que le preguntaba qué se le ofrecía. Y antes de quitarse el sombrero de un manotazo se levantó como exhalación y abrazó a Moza por la cintura, aplastándole los pechos turgentes contra su camisa.
—Acostarme con la patrona —dijo.
—¡Diodor!