Que trata del sitio de San Felipe por los gabachos y de la adoración de dos amantes
EL DESEMBARQUE había sido penoso, por lo abrupto del terreno, desprovisto de calzada decente, y lo pesado del armamento. Los franchutes, pulcramente uniformados, habían de meterse en el agua, entarquinarse las botas, pringarse el pantalón con arena y algas apestosas. Habían de arrastrar cañones y morteros como auténticas bestias de carga. Los isleños carecían de carretas y tenían tan pocos bueyes que fue necesario aplicar al acarreo reses traídas de Francia para manutención de la tropa.
Para colmo se produjo otra vaina, una ninfa deliciosa, que guerreó antaño junto a los carlistas y fue ejecutada por Leonardo Dávila. Seducía a los soldados con su venustidad. Surgía desnuda de las aguas, el cabello chorreante, el sol de plomo chispeando en la piel mojada. Recorría la orilla, provocando riñas por la posesión de su cuerpo entre la soldadesca.
Las peloteras podían ser feroces. Y cuando el ganador se había manchado con la sangre del camarada, la muerta se desvanecía como calina.
Los oficiales hubieron de imponer correctivos severos para restablecer el orden.
Los ingenieros aleccionaron a carpinteros indígenas para obrar carros con que transportar el material a Maó.
El camino estaba sembrado de estorbos, los puentes demolidos. Nubes de polvareda borraban la vía en jornadas de calor abrasador.
Emilia volvió a mostrarse en el camino, con vestimenta tenue y cabello cardado, cual beldad adolescente. Surgía de la tolvanera, el polvo pegado a sus carnes, como llovizna de oro. Sonreía, avanzaba una pierna, los pechos bamboleantes. Rasgaba la túnica impalpable y se ofrecía de envés. Pero cuando los hombres se abalanzaban sobre ella resultaba puro espejismo.
Sólo el capitán Martí Dasi logró domeñarla. Se apeó del caballo.
—No temáis —arengó a la tropa—. Está muerta.
Se le arrimó. Emilia le consideraba desafiante, lozana como en sus mejores años.
—¿Dónde aprendiste francés? —le preguntó.
—Oh —carraspeó Dasi—, una de mis habilidades.
Le empujó la cara y la desmoronó como una estatua de sal.
—¿Veis? —se frotaba las manos—. Pura ilusión.
Sin embargo, la noche del 22, acampados cerca de Alaior, convocó a Emilia para que se sacudiese el aburrimiento de la muerte nada menos que con el duque de Richelieu. Compareció en toda su galanura. Pidió prestada la peluca al mariscal y tragó el sable de mosén Dasi. Richelieu, naturalmente, quiso tomarla. Rozó sus labios y puso cara de contrariedad.
—Saben a sal —dijo.
—Su hijo posee las mejores salinas de por aquí —informó el capitán.
El duque se fijó en el verdugón de ahorcada. Le comprimió el pecho. Un chorrito de leche tibia fue a metérsele en el ojo. Ja, ja, Martí Dasi hubo de contar que cuando fue ajusticiada acababa de parir.
Se dejó manosear, pero cuando pretendieron montarla alegó que, aunque odiaba a los franceses, no quería que nadie se acostara con la muerte. De modo que mosén Dasi hubo de compartir a Leonor con tan ilustre huésped.
El día 23 acamparon en un cantizal, a la vista de Maó. Mosén Dasi evocó su juventud, cuando repelía asaltos de desharrapados y mujerzuelas con un hatajo de payeses, siguiendo órdenes de mosén Saura. Allí conoció a Emilia. Pero ahora estaba del otro lado. Casi sentía vergüenza. Aunque como aristócrata defendía sus intereses frente al alarmante poder de los plebeyos.
Lo más terrible era que su hijo Diodor se encontraba sin duda entre el enemigo y habría de disparar contra él. Por no hablar de Emilia, cuya ubicuidad resultaba mortificante, como la voz de la conciencia.
Desenvainó la espada y dirigió el ataque, para segar el hilo de sus pensamientos. Pronto cayó el Arrabal. Avanzar más allá ya sería otra cosa, con la férrea defensa del castillo.
Acudió a reforzar con algunos hombres el fuerte de San Felipet, conquistado momentáneamente, pero a merced del cañoneo enemigo. Cuando rodeaba el ancón alguien le notificó que su hijo el doncel don Doménec había sido herido en la mano por una bala perdida. Con suerte salvaría dos o tres dedos.
Decidió retornar al campamento. Anochecía cuando se encontró con un caballero franco, el conde de Laclermeille, que había abandonado la fortificación. Le convidó a zumaque en la taberna de Diodor.
Trincaron dos jarras. Se oía silbar los obuses a distancia. Una rubia descotada servía las mesas. Laclermeille le agarró la trenza.
—¿Dónde está tu amo?
Se hallaba visiblemente embriagado.
—¡Jopo!
La rubiales se le fue de entre las manos.
Laclermeille aplastó la jarra contra el banco, babeando espuma.
Abofeteó a la muchacha, conminándola a que le dijera el nombre del patrón. En el momento que lo supo, pareció enloquecer. Tenía una cuenta pendiente con Diodor y clamaba venganza.
Mosén Dasi se hizo referir el caso. El hidalgo se fue sosegando. Salieron a la luz de la luna. Dasi desnudó la garrancha. Un destello de terror galvanizó los ojos del francés. Pero era demasiado tarde. Con brutal impulsión le rajó el abdomen y le vació las vísceras. Hubo de volver a entrar para limpiarse las manos. Emilia le aguardaba en la trastienda, con una sonrisa en los labios.
Richelieu había concentrado todo el ejército ante San Felipe. Se hacía preciso cavar trincheras y emplazar la artillería. Los ingenieros anunciaron que, dada la dureza del terreno, iba a ser un trabajo de esclavos. Lo menos tardarían dos meses. Sin contar el permanente bombardeo enemigo.
Doménec había sido curado cumplidamente. Sólo perdió el dedo meñique y parte del anular de la mano zoca. Para un mandria como él aquello era un trofeo inapreciable. Pensaba exhibirlo en los bailes de salón, y por supuesto hacerse admirar por todas las rameras del burdel.
Diodor y doña Catalina habían llegado, entretanto, a las salinas. En una eminencia que dominaba las lagunas, el camino y las tierras de labor se alzaba una aceptable alquería. Allí vivirían su amor, mientras esperaban el desenlace de los acontecimientos. Los masoveros estaban al tanto para servirles con discreción.
Descansaban hasta mediodía, comían en la alcoba, o en un pequeño refectorio, y luego caminaban bajo el pinar. O se sentaban en un banco del jardín. Permanecían horas en silencio, las manos juntas y una leve sonrisa en los ojos. Se mecían en el columpio, debajo de la encina tupida, recordando los días felices de Agua Fría. Como si el tiempo se hubiese parado.
A veces se bañaban en el aguaje, jugueteando como verdaderos adolescentes. Aunque en plena madurez, sus cuerpos se conservaban esbeltos, pujantes. Revolcándose por el suelo guarnecían sus carnes con sal. Parecían dioses vivientes, estatuas de cristal, con el sol destellando en cada grano.
Y se besaban intensamente, con el amargor de la sal surcándoles los labios. Se abrazaban. Chapaleaban en la marisma, los miembros enrojecidos por el légamo y la flor de la sal. Se amaban. Fiera, violentamente, como queriendo recuperar todo el tiempo perdido.
Doña Catalina mordía los ojos, los pezones del amante, como si fueran uva deleitosa. Se enroscaba en el macho como una serpiente. Quería sentirlo ahondar muy adentro, hasta el fondo de las entrañas. Gemiqueaba de satisfacción, chillaba. Pedía que le arrancara la piel a tiras, que la inundara un gozo salvaje, prohibido, desafiando toda conveniencia, toda prudencia, que la hiciera vibrar de espanto en aquella aventura inaudita.
Sacaban joyas del cofre que Diodor había enterrado. Por la noche doña Catalina se sumergía en agua con sales aromáticas. Cepillaba su larguísima cabellera. Bailaba descalza para su dueño en medio del gran silencio. De vez en cuando se le acercaba y Diodor besaba sus manos, colgaba en sus orejas pendientes de coral, le ponía collares de perlas, pulseras de plata en muñecas y tobillos, cadenillas de oro en la cintura, sortijas de diamantes, brazaletes de marfil, y ella se sentía la hembra más cara del mundo, la más feliz.
—No quiero que esto termine —susurraba.
En el colmo de la excitación, Diodor le desengarzaba los ojos, y eran dos esmeraldas enormes. Sellaba sus labios con roces ardientes, y los aplastaba con una venda de besos elásticos. Colgaba de sus tetillas argollas de hierro candente que le hacían bramar, ciega y amordazada, enjoyada para el amor como un ídolo pagano. La enterraba con sal en el ataúd del tesoro.
La mañana les sorprendía desnudos, entrelazados en el suelo. Catalina decía:
—Dime que todo fue un sueño.
—Todo fue un sueño.
—No —abría los ojos, gritaba—, no quiero que esto se acabe.
Y añadía:
—Cuando muera mandaré cubrir con sal mi corazón, junto a la peña del elefante.
—¿Dónde estaré yo? —suspiraba Diodor.
Mientras, los franceses ahondaban la piedra durísima en torno a San Felipe. Trabajaban de noche, para atenuar los estragos que ocasionaba la artillería británica.
Richelieu supervisaba las obras. Recorría la zanja a pie firme, sin inquietarle el peligro de que un zambombazo le costase algo más que perder la peluca.
Los reclutas maldecían su suerte, cargando sacos de tierra y aun adentellándola furiosos, por ver de echar la contera a tan penosa misión.
Emilia seguía provocándoles. En cierta ocasión cayó un obús a su lado. Despedazó a un mozalbillo rubio, cuyos hígados quedaron colgando de la muerta cual siniestro collar.
Saltó sobre la trinchera, amenazando con el puño las murallas de San Felipe, si figura marmórea enteramente rígida. Entonces se apiadó de los caloyos franchutes y dejó de hostigarles.
Doménec no se había retirado a Ciutadella. Tampoco asomaba al campo de batalla. Pasó dos meses tendido en su yacija, fumando con sus tres dedos una pipa de caña. Apenas se acordaba de su gente. Si le hubieran dicho dónde andaba su mujer, probablemente no se habría inmutado lo más mínimo.
Mosén Martí Dasi se limitaba a servir al nuevo amo como perro fiel, y a retozar con Leonor. Se solazaba duchándola con un balde de agua clara en el calor asfixiante del mediodía, para volver tarumba a los soldados bisoños. O mandándosela al duque envuelta en la bandera, sin nada debajo. Le hacía rapar la cabeza y la vestía de uniforme, para obligarla a desnudarse al oscurecer, a la luz de un candil, transparentada su silueta detrás de la lona.
Diodor estaba al corriente de cuanto ocurría en el alcázar. Algunas noches se desprendió del abrazo de doña Catalina y montó un caballo joven hasta las inmediaciones del fuerte, para espiar los avances del enemigo.
Le encantaba sentir la humedad de la noche besando su piel sudorosa, el frescor de la brisa en el pelo. Era como un dios musculoso rondando las estrellas. Había salido de la nada para hacerse a sí mismo. Había conquistado un imperio. Y ahora podía arrebatar la mujer a su hermano.
Sí, se decía, cuando los cañones descargasen sobre San Felipe volvería a su puesto. Lucharía sin un arma, sólo con su vigor a cuestas. No importaría que el adversario fuera Doménec o el capitán. Le atenazaría con saña, le descalabraría desde lo alto de la muralla.
Retornaba jadeante al lecho del amor. Despertaba a Catalina con torpes caricias. Juntos quebraban el cristal del silencio. Luego, extenuado de cansancio, se dormía en el suelo, como un animal.
Así le encontró una mañana don Juan, el hijo del doncel que, instado por doña Ana, había acudido a buscar a su madre. La tomó en brazos y cuando despertó le hizo seña de que callara. Pero como la mujer se resistía a marcharse tuvo que adormecerla de un puñetazo. Se la robó como haría un enamorado. La ató a la grupa de su caballo y la llevó de vuelta a Agua Fría.
Diodor dormitó hasta la noche, sin hacer caso de los masoveros. Manifestaban que un mancebo que se le parecía extraordinariamente vino a quitarle su dama. Luego cenó a tentebonete y se alejó a caballo, como había hecho otras veces. Pero entonces no regresó. Cruzó, nadando sigilosamente, la cala Sant Esteve y trepó por la muralla. Se arrojó sobre la guardia, enjaretándoles:
—¿Así os defendéis de los gabachos?
Bajó a su aposento. Moza estaba despierta. Se abrazaron, sin pronunciar palabra. Estaba como más delgada. Sólo los pechos continuaban siendo macanudos. El asedio debía empezar a resultar angustioso.