Que prosigue lo anterior hasta la llegada de los franceses
DIODOR siguió navegando en corso, aun cuando era un potentado. Moza solía acompañarle. Julián quedaba al cuidado de Leonor, que fue como una madre para él.
Residía en la antigua morada de Diodor, donde se recibía ya a muy pocos caballeros. Allí se desempachaba como auténtica señora. El capitán Martí Dasi hacía dos jornadas a caballo para ir a verla, a pesar de su edad avanzada.
Mientras, doña Ana languidecía en el palacio Dasi. Frecuentaba la misa y las obras piadosas con escasa convicción. Contemplaba su belleza ajada en el espejo y se encogía de hombros. Conforme con una muerte digna para una vida vana, sin más descoco que haber entregado su doncellez antes del matrimonio.
Mosén Dasi era ya teniente general. No se retiraba de la milicia para tener un pretexto a sus continuas ausencias. Hasta que doña Ana le dijo:
—Ya no cantes la palinodia. Estoy en el cuento de tu pasión senil por esa Leonor.
—Es toda una señora —objetó puerilmente el capitán.
—¡Aunque fuera un batallón!
—¿No te importa?
Doña Ana se descalzaba de risa. Llegó a encuerarse, ostentando los pechos chiquitines, el tronco descarnado, todavía con cierta lindeza.
—Dime, ¿me has mirado, últimamente?
—Yo no te encuentro mal.
—Ja, ja. ¿Te siguen llamando pichita de oro?
—Ya no.
—Ja, ja. Yo de ti me retiraba.
Y mosén Dasi dejó las armas.
Siguió vinculado a Leonor, con el beneplácito de su mujer.
La ninfa había cobrado profundo cariño a Julián. Cuando Moza se ausentaba procedía como verdadera madre. Le lavaba, le daba de comer en la boca, le regalaba golosinas y jugaba con él a todas horas.
Desatendía los asuntos de Diodor, que hubo de dejar enteramente en manos de apoderados. Asimismo tenía hospederas para las tascas, que sólo vigilaba de noche, disfrazada de tagarote. Y aun hubo de negligir la ronda a cada paso, puesto que Julián despertaba acongojado y acudía a su cama, para conciliar el sueño pegado al delicioso recoveco de sus caderas.
Cuando estaba en Maó, Moza velaba por el pequeño en el flamante palacio neoclásico, de amplios jardines, sótanos laberínticos y pomposos salones revestidos de madera o de mármol. Había salas de juego, gimnasio y un teatrillo para pulchinelas. Leonor permanecía en la casa antigua, dedicándose sólo al capitán.
Julián creció animoso. Tenía como aya la cortesana más refinada, como abuelo el general más mujeriego, como abuela la aparecida más seductora que se pueda imaginar. Emilia, además, le amamantó hasta los tres años, pues se conservaba tal como fue ahorcada.
Transcurrieron años de aventura para Diodor, metido a corsario. No vio a doña Catalina en mucho tiempo. Pero su imagen se le representaba en los momentos de mayor peligro. Sonreía junto a Emilia rediviva, ambas pulidas, arrogantes.
Turbado, asistía al combate entre Moza y las dos beldades. Su costilla apuñalaba el aire y las majas le arrancaban el cabello y adentellaban los pechos.
Diodor acreció en extremo su fortuna. Cuando no rapiñaba, mercadeaba. Con el Estela y con otros barcos que tenía. Vendía sal, vino, granos, lo que fuere. Como antaño. En 1748 pasó por alto la paz de Aix-la-Chapelle y siguió pillando o comerciando, según lo que hacía al caso.
En abril de 1756, hallándose muy cerca de Maó, con temporal de tramontana, divisó la poderosa escuadra francesa que se dirigía a la isla. El marqués de La Gallissoniére gobernaba la flota, y el duque de Richelieu mandaba la operación.
Por entonces Diodor había tomado ya a los invasores más de treinta mercantes, y exigido rescate por unos sesenta hombres.
Aportó dejando atrás los vientos, sin adoptar ninguna clase de precauciones. Se presentó al capitán de la guarnición y le enjaretó:
—Ahí vienen los franchutes, con más de doscientos barcos.
En la torre de señales emplazada en el cabo la Mola se izó la bandera, anunciando la armada enemiga.
Diodor se trasladó a su casa, para poner las cosas en orden. Confió el pequeño Julián a Leonor. Encomendó sus negocios a los apoderados, reunidos urgentemente en el palacio. Juntó alhajas y tesoros en un arcón y llamó a Moza para que le acompañase a enterrarlo en las salinas. Por cierto, ¿dónde estaba Moza? Nadie lo sabía.
El capitán Martí Dasi se marchó a espetaperro para Ciutadella, no dijo si a vestir su viejo uniforme o a ponerse de parte de los gabachos.
Diodor cargó el baúl sobre una mula, ató el ronzal a la silla de su cabalgadura y se dirigió a las salinas. Buscó un punto determinado, al pie de una gran peña roja con forma de elefante, que le fuera posible recordar. Una vez soterrado el cofre, disimuló el emplazamiento con varias paletadas de sal.
Cuando retornaba recordó la señal que hacían los barcos al arribar. Se izaban tres clases de banderas y al verlos los sirvientes o amigos prevenían a las mujeres. Con la premura lo había olvidado. Moza no debía de estar al corriente de su llegada.
Inspeccionó las dos vinaterías del puerto y no la encontró. Dio instrucciones precisas ante la aparición inminente de los franceses. Acudió al bochinche del Arrabal y lo halló clausurado. Puertas y ventanas estaban fuertemente atrancadas.
Percibió un leve jadeo. Silencio, y el acre graznido de una gaviota. Otra vez la calma. Trepó por las tejas del desagüe. Pero no era una gavina. Se metió en un ventanuco. Bajó la escalera.
Allí estaba Moza, en brazos del negro que había sido esclavo del doncel don Doménec. Ambos trasudados, la piel del hombre reluciente como ébano laqueado.
—¡Concho! —exclamó Diodor—. A eso le llamo yo sacar astilla.
El negrazo le miró con ojos fulgurantes. De pronto cogió un tizón del hogar y arremetió contra el amo. Pero Diodor le derribó de un tiro en el costado.
—Vístete —ordenó a su mujer.
Llevaron el siervo a la consulta del doctor Perceval.
—Si echa buen pelo, haces con él lo que te dé la gana —dijo Diodor a su dulce enemiga.
Se había alejado un buen trecho cuando Moza le dio alcance. Tenía una lágrima. ¿O era baba?
—Quiero ir contigo —dijo.
Y se la llevó al castillo de San Felipe, donde habían empezado a refugiarse los britanos.
En la fortaleza había enorme agitación. El gobernador Blakeney dirigía la defensa con entereza, pese a su edad avanzada y a que sufría paresia.
Diodor se puso a sus órdenes y el viejo patricio se conmovió ante su lealtad. Fue promovido en el acto al grado de capitán. Se le asignó alojamiento en el laberinto subterráneo del fuerte.
Moza se aprestó también para el ataque, como solía hacer en alta mar. Vistió traje blanco, holgado, y ciñó su talle con faja de seda negra que apresaba el sable y mantenía erguidos sus pechos monumentales. Se apostó en el reducto Carolina, con un atajo de forajidos y mujerzuelas del Arrabal.
A Diodor le incumbía custodiar los accesos por mar desde la cala Sant Esteve. Mandaba un pelotón promiscuo, mitad soldados mitad proscritos. Algunos se habían retirado de Mercadal entrando a saco y asesinando. Tenían pellejos de vino y andaban siempre achispados, jurando ¡pesia tal! Uno guardaba en el macuto la cabeza del cantinero que le plantó cara, hervida para que no se corrompiera.
Diodor le vio jugársela a los dados, y al increparle el rufián soltó risotada, y mordió un buen pedazo de mejilla, presentándole acto seguido la otra para que la catara.
—¡Ja, ja! —reía—. Está un poco sosa, pero no le importa una chita al señor de la sal.
Diodor contuvo un momento su cólera. Le habría tumbado de una puñada. En cambio, le mandó a calabozo, confiscándole el saco, que ordenó inhumar con la calamorra dentro.
Mas el desuellacaras no estuvo mucho tiempo en la mazmorra. Para proteger el alcázar hacían falta truchimanes como ese, con poco aprecio a la vida. Blakeney autorizó su salida para acudir a derribar ciertos molinos que comprometían la seguridad del fuerte.
Se hizo la operación y como se vio libre el bigardo pensó vengarse de Diodor. Se apostó de noche junto a su pieza y en cuanto vislumbró a Moza le aferró el gaznate. La hembra comprendió de lo que se trataba y dejó de forcejear.
El lunfardo la tiró sobre el camastro, le arrancó el vestido y desabotonó su bragueta. Moza sonrió, con un hilo de sangre en la boca.
—No hace falta tanto alboroto —dijo.
El bandolero la besó con frenesí. Tomó sus pechos como melones y tragó saliva. Moza le rodeó el cuello con los brazos, soltando la carcajada. Pronto se revolcaban por el suelo, encenagado de humedad y polvo.
La puerta estaba abierta y alguien previno a Diodor. Cuando llegó se encontraban profundamente abrazados. Vaciló un instante. Luego agarró al canalla por el pelo y lo llevó arrastrando a la cocina.
Metió su cabezota en la olla, sin esperar amputársela para cocerla como cumplía. El desgraciado pataleó en vano. Bregaba con brazos y cuerpo. Pero Diodor le tenía sólidamente atrapado por el cuello con la tapadera. Sus sacudidas perdieron vigor. Registró cierto aleteo convulso que fue mitigando hasta la plena quietud. Nadie movió un dedo por ayudarle.
Diodor dejó al infeliz nadando en el puchero y se encaminó a su aposento. Moza gimoteaba, desnuda sobre el jergón. La habría vapuleado a placer, pero se limitó a mirarla sombrío. Luego regresó a su puesto de guardia. A medianoche bajó al embarcadero. Cogió un bote y se alejó remando.
Llegó a su casa, aparejó un caballo, eligió algunos pertrechos y salió por el camino viejo, para no toparse con los franceses, en dirección a Ciutadella.
El 18 de abril los galos fondearon en la bahía de Ciutadella. Un piquete informó que la ciudad había sido abandonada por la guarnición.
Aristocracia, clero y pueblo aclamaban al invasor. Los jurados fueron a rendir pleitesía al mariscal de Richelieu. Y se ordenó el desembarco.
Entre los que subieron a bordo había un oficial retirado de Su Majestad Británica, mosén Martí Dasi, y su hijo el doncel don Doménec. Era un punto de mucho cuidado, que había hecho armas con mosén Saura, mas como era caballero y traía datos valiosos del enemigo, Richelieu acabó por tomarlo a su cargo. Existía otra buena razón para hacerlo: como él mismo, Dasi era un seductor, y decían si la tenía de oro.
Al día siguiente se entonó solemne tedeum en la iglesia mayor. Mosén Dasi y Doménec vestían impecablemente uniforme de tacons rouges. Ambos juraron fidelidad al rey de Francia, con las autoridades de toda la isla.
El día 20 comenzó el desembarco. Diodor había llegado ya a Ciutadella. Mandó recado a doña Catalina y se vieron de ocultis en Agua Fría. Se encaminaron a las salinas de Diodor. Doña Catalina a la mujeriega sobre un caballo primoroso. Escapaba junto al primer hombre que la tuvo en sus brazos, por quien había bebido los vientos en silencio durante muchos años.
Mosén Martí Dasi y el doncel don Doménec avanzaban hacia Maó con los franceses. Sólo don Juan, que ya era un joven erudito, advirtió la partida de los enamorados, pues a esa hora se recogía a su aposento, después de estudiar largo rato en la biblioteca.