Del retiro en Agua Fría, con ciertas salidas a corso
ZANJADO EL CASO, don Doménec se recogió a Agua Fría. Pasó un tiempo sin que le catara alma nacida.
Para raer de la memoria su permanente enemiga, mosén Martí Dasi concertaba con caballero, oficiales y altas dignidades buenas partidas de caza. Se andaban a la flor del berro con tragantonas y tripundios. Se bebía agua con anís y azucarillos, mientras duraba el fandango. Los bailarines entecos y atezados. Circunspectas las hembras, con la cabeza gacha.
Pablaban arrogantes del gabacho, que jamás osaría atacar la isla, del saqueo que sufrían sus naves desde que se concedían patentes de corso. Rehuían las alusiones al clero, siempre quejoso, y a la cabeza absolutista.
Mosén Martí Dasi llegó a invitar al gobernador. Cobraron buenas perdices, ayudados por experto cazador. Por cierto que su puntería endiablada falló una vez, cuando el espectro de Emilia asomó tras un tronco. Sus dientes le deslumbraron con centelleos de plata.
—Yo estoy embrujado —musitó el infeliz.
Pero ni corto ni perezoso sacó su honda de pastor, cargóla, giróla en molinete y derribó a la muerta de una certera pedrada en la frente.
El perro se detuvo a oliscar el cadáver. Emilia estaba espalditendida, con una estrella de sangre en la testera.
El doncel se ensañó con el pobre animal. Le propinó tal tollina a base de culatazos que le quebró el entrecuesto. El capitán hubo de rematarlo.
Emilia aprovechó la confusión para salir de naja.
Al anochecer el suceso andaba de boca en boca, en tanto merendaban en el patio. Había guitarrillos y panderas, sentados los músicos en sillas de enea. Había guitarras y castañetas. Algunos payeses fumaban pipas de arcilla. Ciertas matronas amamantaban a sus retoños.
Doña Catalina languidecía con la nostalgia del verdadero amor. Don Juan estaba atentísimo. Y doña Ana se mostraba ajena a tanto jollín.
Mosén Dasi se regocijaba junto al gobernador, radiante como patriarca. Un vejete desmirriado, de piel cetrina, cantaba a grito pelado:
Que caigue la lunaa ay
en medio de la plasaa
que de los cuatro trosoos
tú n’eres unaaa…
En eso apareció el masovero. Tenía a la muerta atada de las muñecas con una cuerda de esparto. Le había dado caza en el bosque, fustigando a los canes, y estaba medio desnuda, con el cuerpo lleno de arañazos.
La música calló bruscamente. Todos quedaron sin habla. La masovera buscó una manta para cubrir a la desdichada.
Mosén Dasi se levantó colérico. Partió en dos la frazada con el sable. Bramó:
—Que siga la fiesta.
El viejo:
Que tú n’eres unaa ay
que tú n’eres unaaa…
Y bailó con la difunta, que tenía los ojos bajos, como exigía el ritual.
Diodor había sido trasladado al convento de San Francisco. Estaba a la muerte. Se mandó noticia a Moza. Le fue administrada extremaunción.
Doña Catalina se encontraba a su lado, oprimiendo su mano, cuando llegó Moza. Vino acompañada del doctor Perceval, hijo de un caballero mahonés, que había tomado la borla en Montpellier. Permaneció con él mientras estuvo pendiente de un hilo.
Por cierto que, cuando salvó el pellejo, aconteció un lance cómico.
Un buey que era conducido al macelo partió el ramal y salió de estampía.
Cató la puerta abierta y se coló en el convento. Los monjes cantaban en el coro. El animal recorrió el umbroso claustro, se zampó dos o tres rosas y penetró en la capilla.
Los monjes:
—Ecce agnus Dei, ecce qui tollit…
El buey:
—Muuoo…
Mostrando los cuernos desde el pórtico.
Luego hubo que acorralarle. Escapó otra vez a la vía. Se encuevó en una casucha y acometió su propia imagen reflejada en el espejo, haciéndolo añicos.
Por fortuna volvió a la calle y pudieron capturarle. Mas cuando lo hubieron hecho se arrellanó en el suelo y no había forma de moverle.
Entonces Diodor, que se había acodado en el alféizar para solazarse con el espectáculo, recordó un remedio a la testarudez aprendido en uno de sus viajes. Fue a llenar un cuenco de agua y él mismo se la echó en el oído, con lo que el animal dio un respingo y se alejó corriendo.
—¡Válgame Dios! —exclamó Moza al repararle—. Vuelve al catre, insensato.
Algunos días más tarde el galeno fue a examinarle. Anunció que sería factible transportarle a Maó en la silla de posta del gobernador, único carruaje que había en toda la isla.
Poco antes de ponerse en camino doña Catalina acudió a su celda. Se miraron intensamente. Moza optó por retirarse. Pero no se abrazaron.
—Tengo que marcharme.
—Claro.
Ya en la puerta Diodor volvió sobre sus pasos. Hundió una mano en el cabello de la dama y luego salió precipitadamente, sin echar una vista atrás.
En el cuarto contiguo Moza desnudó el pecho turgente. Una lágrima había resbalado por el escote, densa y dorada como gota de miel. Después de limpiarla tomó a su hijo y fue a reunirse con Diodor.
Pronto pelechó y pudo entregarse de nuevo a sus empresas.
Se había armado en corso con ciertos socios ilustres. Entre ellos el propio doctor Perceval, el notario Picurd, comerciantes y menestrales.
Había navegado como patrón en los jabeques Piscinas y Victoria.
En el primero singlaron 3 meses y 8 días por el Mediterráneo.
Apresaron tres barcos y colaboraron con buques de guerra británicos en la captura de otros dos. Consiguieron un botín de 2400 piezas de a ocho.
Moza quiso acompañarle en el segundo crucero. Duró de mayo a setiembre. Hicieron cinco aprehensiones. Y también participaron con barcos más grandes en sangrientos combates marinos.
Evocaban viejos tiempos en que asaltantes turcos los vendieron como esclavos. Especialmente en acciones encarnizadas como el abordaje a la tartana francesa Charme.
Cuando iban a darle alcance intervino un bergantín de guerra francés y hubo que tomar las afufas. El enemigo escupía el infierno por sus cañones. Ya había desgajado parte de la borda cuando Diodor decidió arremeter contra la tartana, derrochando coraje. Moza aguantó como varón intrépido, alternando sable y pistola.
Peleaban cuerpo a cuerpo. Un contrario la encañonó con un trabuco. Iba a descabezarla cuando le cercenó el brazo de una cuchillada.
Otro le aferró el cogote y cuando estaba a punto de hincarle el garfio se descamisó de un manotazo, alelándole con la aparición de su pechuga. Diodor, que altercaba a su lado, aprovechó para darle la puntilla.
Siguieron bregando. El bergantín se acercaba sin hacer fuego, por no acribillar a los suyos. Antes del embate consiguieron domeñar a los de la tartana.
Encontraron a ciertos oficiales que se habían refugiado allí tras haber perdido su barco. Tomándolos como rehenes les amenazaron de muerte si los del bergantín no les dejaban marchar. A lo que hubieron de acceder.
Al ser rescatados, ya en Menorca, uno de aquellos caballeros, conde de Lacrermeille, juró ahorcar a Diodor de las almenas de San Felipe.
—Primero habréis de ocupar la isla.
—Lo haremos —afirmó el conde—, y entonces nos veremos las caras.
—Os estaré aguardando.
Diodor saludó con una inclinación.
En aquella segunda travesía habían apresado una caraba valenciana, una polacra genovesa con carga de trigo, un pingue con toneles de vino, otro atiborrado de azúcar, maíz y judías, además de la mentada tartana.
Diodor había reunido suficiente fortuna para armar su propio navío, una goleta que mandó construir en el arsenal del puerto. Perceval, el facultativo, y Picurd, el fedatario, quisieron terciar en la empresa. El primero escogió además un cirujano de su confianza para emplearlo a bordo y el segundo levantó protocolos del acuerdo. Diodor invitó a tener parte en el proyecto al capitán Martí Dasi y aun al doncel don Doménec, a quien no guardaba rencor.
Una vez aparejado, abastecieron el barco de atacadores, sacatrapos, palanquines y bragas para los cañones de banda y para los grandes. Lo pertrecharon con fusiles, trabucos, escopetas, pistolas, sables y botavantes. Dispusieron balas, botes de metralla, palanquetas, pólvora en barras y municiones diversas. Había grilletes y manillas para los presos, así como medicinas y material quirúrgico para los heridos.
Reclutaron la marinería entre los jayanes más arrojados de la isla.
Moza, naturalmente, se negó a quedar en tierra.
Dejó a Leonor al frente de la casa y los bochinches. Era la rubita fogosa que, tras posar con velo y abanico, se había convertido en amante del capitán.
Secundada por mosén Dasi, cuidó admirablemente los asuntos de Diodor.
Cada noche recorría las tascas con un disfraz diferente, para cerciorarse de que todo marchaba. Se abrevaba, o requería a la cantinera, por ver si sus mimos se ajustaban a lo debido.
Hacía bañarla en una caldera de agua humeante, lucirle el cuerpo con esencia de azahar. Extinguía la luz para colmarla de zalamerías con femeniles manejos.
A medianoche había teas en las esquinas y en todas las naves del puerto. Rielaban en las negras aguas, hasta formar el espectro de Emilia.
En casa de Diodor la rubita se mostraba entre bastidores, mirando como gata maula.
El velo traslucía su cuerpo frágil, lene como la bruma, y el abano trenzaba mil juegos con su desnudez. Sudaba de lo lindo, como muchísimos glóbulos de plata. Y el capitán la acunaba con el corazón palpitante, tanto que un día iba a palmar.
Entretanto Diodor navegaba en la goleta de su propiedad, que había registrado con el nombre de Estela. Efectuaron dos salidas y lograron nueve presas. Y aun matutearon en puertos exóticos.
Al anochecer se amonaban con buen vino de Jerez, requisado en Sanlúcar de Barrameda. Se dejaban ahogar en los toneles, donde quedaban sumidos hasta la vuelta, para que les enterraran en sagrado. Así transportaban también a los muertos en combate, a fin de conservarlos intactos.
Moza se duchaba en aguardiente y a veces había dos hombres sorbiendo sus pechos.
Emilia surgía del ponto corita para provocar a la tripulación. Se colgaba del mástil como bandera, con un hierro chantado en la espalda. Y cuando los marineros querían amarla hallaban su vientre duro como la piedra.
Diodor compró tierras costeras donde explotaba salinas inmensas, como llanuras nevadas donde brotaba la flor de la sal. Eso le enriqueció sobremanera.
Pudo construirse un palacio en Maó. Obtuvo cargos públicos y siguió prosperando. Era ya más opulento y poderoso que cualquier caballero de la isla, mucho más que el doncel don Doménec.