CAPÍTULO 12

Que continúa lo precedente, con ulteriores sucesos

EL DONCEL DON DOMÉNEC se había aviejado tempranamente. Tenía pelo cano, ojos inapreciables, de puro anegados en pellejo, dientes mellados por pendencias de borrachines y cuerpo fofo, de nalgas enormes, tanto que parecía bojote pegado a unas asentaderas. El capitán Martí Dasi, ya poco menos que general, decía que todo el licor se le acumulaba en el tafanario.

Desde el nacimiento de don Juan no hacía nada al derecho. En 1743 le eligieron para Jurado Mayor. Pudo ingresar buenos monises con que paliar el derroche de patrimonio, pero no se sintió útil, ni redimido en su honor.

Vivía atormentado por su debilidad, cogiendo la turca en la taberna o en el burdel de la calle San Juan.

Tenía allá una mora predilecta, verdadera beldad escultural. Pagaba por ella y por un negro membrudo que la custodiaba como esclavo. Ambos eran saltarines consumados. El hombre reluciente de sudor, tocando rítmico cilindro. La hembra vestida sólo con sus larguísimos cabellos. Volaba, más que danzar. Doménec aspiraba el perfume de las carnes exóticas. Contemplaba los abrazos lascivos. Se adormecía entre cantos impenetrables.

Le había comprado un rubí estupendo para el ombligo. Y una carátula de oro para simular bailes egipcios. Para traerla a Agua Fría la sentaba sobre un elefante, vestida de gasas etéreas.

Acabó traspasando el salvaje al masovero. Pero conservó la mora en una cámara de vidrio. Estaba atada por el tobillo. La cadena era larga. Gozaba de lecho mullido, sirvienta y músico eunuco, así como de perfumes y golosinas.

Mosén Martí Dasi sufragaba tanto fausto. Liquidaba las deudas del doncel y se mostraba fiador hasta donde hubiera de garantir, aunque llegara a verse sin otro ingreso que la paga de militar.

Se hallaba al corriente de los progresos de Diodor. Observaba cómo doña María, la hija, iba quedándose para vestir imágenes. Conservaba su apostura y aún era mujeriego.

Aún bajaba a los pozos de sus propiedades, poniendo los pies en las muescas laterales, peligrosamente escurridizas por el verdín. Le gustaba sentir la inmensa sensación de frescor, en pleno verano. Y vocear desde el fondo, para que el eco redoblase el grito y lo trocase en el chillido de una doncella.

A veces empleaba al negro desnudo con el arado, fustigando los bueyes a vergajazos. Si la reja topetaba en una roca y volcaba, le hacía tragar la tierra roja a dentelladas. Y le obligaba a arremeter otra vez con el aladro.

En la siega se mojaba con el agua fría del botijo. Guadañaba como cachicán. Comía pan crujiente con queso curado. Y al ponerse el sol aún le quedaba aguante para arrimarse a la más hermosa casada, empujarla a su cabaña, doblarla contra la mesa y forzarla a embestidas como semental.

O cabeceaba a la sombra del portal, mientras doña Ana se peinaba, doña Catalina leía un libro piadoso, don Juan mamaba ruidosamente, la mora cantaba y el doncel se sumía en su ridículo desespero.

Hubo por entonces en Maó epidemia de viruela negra, que causaba gran degollina. Diodor dio en preservarse por el vino: cuando no negociaba estaba caneco. De tal guisa soslayaba todo temor.

Vecinos de toda edad eran conducidos diariamente a la iglesia con mortaja de franciscano. Chiquillos y abuelos comidos de pústulas, boqueando con fiebre y hemorragias. Nada podían los médicos ingleses ante tanta desdicha.

Pese al peligro de contaminación mosén Martí Dasi fue a interesarse por su salud, montando un precioso caballo. Diodor le preguntó a su vez por su familia, que se había retirado a Agua Fría.

Estaba magnífico. Recio, la mirada avispada, el pelo todavía negro y el mismo ardor en la bragadura. Diodor le convidó a Zumaque y chingó tanto como para no volver a catarlo.

Salieron, teniéndose con dificultad. Ya en descampado, percibieron estropicio detrás de unas matas. Dasi echó mano a la pistola.

—¡Alto!

Silencio. Unos pasos y otra vez ruidillo de hierbas.

—¡Alto o disparo!

Pum.

—¡Muuoo…!

Una vaca cayó detrás de la maleza. Se la llevaron a rastras. Lo menos habría estofado para un mes.

En casa Moza mandó aparejar una tina de agua humeante. Capuzaron desnudos y ella les jabonaba. Hasta que se les pasó la curda.

El capitán halló solaz en una viuda joven, de cabello bermejo y cuerpo espléndido. Su marido acababa de fallecer a consecuencia de la plaga.

Se había puesto en manos del saludador, que le vendió una cruz de higuera para sanar el mal. Otro ensalmador le ató a una columna con un palomo sobre la cabeza. Los humores del pobre animal habrían de curarle, mas le inficionaron las postillas y le pusieron peor.

Otro matasanos le dejó en la miseria por visitarle a caballo, vestido como moro, y recetarle un purgante, tras mucha ceremonia. Evacuaba lo poco que comía, y como no adelantaba dobló la purga, llevándole a las puertas de la muerte.

Para rescatarle vino un barbero metido a cirujano que significó la urgencia de intervenirle. Lo hizo transportar sobre unas tablas a su tienda, donde le clavó un cuchillo que acabó con todo padecimiento, pues allí fue el fin del infortunado.

Mosén Dasi se quedó muchos días consolando a la excelente viuda.

Tomaba la medicina de Diodor junto con buen guiso de vaca.

Luego regresó a Ciutadella por el camino de Kane. Iba pensando que aquel hijo bastardo se estaba haciendo de oro.

Fue directamente a Agua Fría. Por fortuna nadie había caído enfermo entre su gente. La epidemia comenzaba a remitir.

Doña Ana parecía más enjuta y triste. El cabello negro, larguísimo, la tez frágil, como de vidrio. Doña Catalina, más joven, no le iba en zaga, pese a conservar la provocación de sus ojos, el orgullo de su pecho enhiesto, de su mandíbula turgente.

Don Juan había roto a hablar precozmente. Era un niño hermoso, avispado, de ojos clarividentes. No profería una sola sílaba incorrecta. El capellán, que le adoctrinaba con su bondad natural y alguna superchería, aseguraba que sería un genio.

—¡Ja, ja! Un genio… —reía el capitán.

Él le quería acaudalado, militar y mujeriego. Lo uno tendría que ganarlo, visto el malgasto del doncel y el suyo propio. De lo otro se encargaría él. A menos que el caballerete se emperrase en ser ilustrado feminoide, en cuyo caso pensaba cruzarse de brazos.

Últimamente le habían obsequiado un pequeño teatro de marionetas. Algo realmente curioso: una casilla destechada que figuraba un salón versallesco, minuciosamente decorado.

Una bailarina de grácil animación se agitaba descalza sobre el solado. Se introducía en el boquete redondo que simulaba el espejo. Bamboleaba, con los tirones de los hilos que manejaban doña Catalina o el mayordomo.

Una reina primorosa le premiaba con sus aplausos, desplazándose a pasitos por el salón.

La bayadera se inclinaba, alzaba una pierna deliciosa, rotaba. Según el ritmo de la música que doña Catalina desgranaba en el clave.

Vestía de negro, el semblante demudado, un verdugón de ahorcada en torno al cuello. Como Emilia.

Un oficial la acompañaba, distante, correctísimo. Sus movimientos eran bruscos, como fantoche de cartón.

Los títeres divertían mucho a don Juan. Cabeceaba, palmoteaba, atendía los diálogos sin pestañear. O imaginaba nuevas peripecias, cual verdadero escritor.

En cierta ocasión el capitán convocó a Emilia, desnudando la espada. La muerta no se hizo esperar. Apareció joven, blanca como un lirio. Depositó un beso helado en la frente del chico.

—¿Quién eres? —preguntó don Juan.

—¿Tú quién dices que soy?

—¿Eres la Virgen?

—¡Ja, ja! No…

—¿Eres un sueño?

Emilia guardó silencio.

—¿Eres mi tía?

—Pongamos que sí.

Don Juan se arrimó al fuego.

—¿Tienes mucho frío?

—Sí.

—Pues acércate aquí.

El espectro se sentó junto al pequeño y le contó un cuento increíble.

Entonces Doménec ya había vendido la esclava mora y transformado en invernadero su jaula de cristal. Allí crecían varias especies de rosas, todas con una lágrima de oro, por lo que el doncel, agobiaba por sutiles remordimientos, acabó mandándolo derruir.

Continuó malbaratando la hacienda, con ayuda de su padre.

Porque mosén Martí Dasi le secundaba en muchas cosas, como en lo de confiar a un pintor italiano el retrato licencioso de una dama menorquina.

La modelo vestía velo negro de ornamento, largo hasta la peana, y traía enorme abanico de encaje, con lo que medio recataba su desnudez. Era rubia, ojos azul celeste, como una inglesa. El cuerpo escuchimizado, pero armonioso.

Faltaba el rosario, pero ni el doncel ni el capitán se atrevieron a tanta desvergüenza.

El cuadro fue tema de mucho comento, no siempre lisonjero. Terminó colgándose en el burdel.

Diodor aceptó la modelo a su servicio. El capitán tuvo nuevo motivo para cumplimentarle, pues aquella ninfa chiquitina era fogosísima en la cama.

En carnaval menudeó el baile y la jarana. Hacía muy buen tiempo. El sol chispeaba sobre el encalado, deslumbrando como un espejo. Los vecinos salían a la calle en mangas de camisa. Brincaban, viltroteaban. Por la noche encendían antorchas. Tañían guitarras, panderos y castañuelas. Había vino y ginebra. Toda varona terminaba con su jayán.

Diodor acudió a la fiesta con espada y carátula roja.

En Ciutadella voceaban:

—¡Vivan los bailaores!

—¡Viva la farra!

Que se prolongaba hasta el amanecer.

Dio muchas vueltas hasta que en una esquina topó con una dama de negro. Sola, el rostro encubierto, cintura afilada y escote generoso.

Se besaron dos, tres veces. Con un dedo le sacó el pecho. Perlino, delicado.

Rodaron por el suelo.

Luego quiso ver su cara y le arrebató el cambuj. La boca arqueada en media sonrisa. Los ojos muy blancos en lo blanco. Dios, qué bonita era.

Era doña Catalina. Diodor se quitó el antifaz.

—Estaba segura —dijo, risueña.

Silencio.

—¿Y qué vamos a hacer ahora?

—Nada.

Claro, nada. No iban a hacer nada. Sólo gozar del sublime momento.

A mediodía volvió a verla en las carreras. Primero corrieron metidos en sacos. Más tarde montaron burros a pelo. Les aguijaban, chillaban. Se confundían en una nube de polvo.

Vio al doncel abalanzarse sobre Diodor con su cuerpo flojo, orondo. Hincarle la espada. Al punto Diodor se levantaba, tinto de sangre. Luchaban. Le ponía en el cuello la punta de la garrancha.

—Ahora debería matarte —le decía.

Daba tres pasos vacilantes y caía de bruces en medio de la calle.