Que trata de Diodor en Maó, y de los escrúpulos del doncel don Doménec
DIODOR ya no quiso vivir en Ciutadella. Se fue a Maó, con Moza. De pronto se le metió en la cabeza el espíritu de la época. Se tornó insensible. Casi se avergonzó de su amor por doña Catalina. Su vida tuvo en adelante un solo objetivo: medrar.
Fue más osado y tenaz de lo que hubo menester para adentrarse en el gélido corazón de Rusia. Dejó de ser mancebo enamorado para convertirse en hombre endurecido.
Compró un sótano cerca del puerto y lo adecentó. Instaló barricas de vino, redomas de ginebra y aguardiente. Importó toneles de cerveza de Irlanda. Dispuso bancos y mesas de roble. En la trastienda construyó la cocina, con todo lo imprescindible. Y en un apartado puso la cama de acebuche, muy alta y dura. Allí dormían el vino todos los borrachines que llegaban a perder el sentido.
Cuando barrenaba una pipa colocaba un ramo verde sobre el dintel, como era costumbre para indicar que había bota fresca. Y a fe que la había a menudo, sobre todo si alguna escuadra hacía escala en el puerto. La casa adquirió pronto tal nombradía que no era preciso colgar rama para anunciar que tenía buena agua de cepas.
Soldados y marineros bebían hasta caer rendidos. Entonces Moza se agachaba a vaciarles los bolsillos, mostrando por el escote las tetas increíblemente lozanas. De modo que eran muchos los que ansiaban que un compañero se desplomase por el solo placer de guipar porción tan suculenta.
Acto seguido ponía a los caídos sobre el camastro, con ayuda de un oficialillo que tenía. A menudo amanecían allí, faltando a sus deberes de soldado, y se iban corridos y sin una pieza de a ocho en el bolsillo.
Pronto se vació un río de oro en la taberna, a donde también acudía la oficialidad y aun gente allegada al gobernador. Con esto, y con algunos favores que Moza hubo de dispensar, Diodor se granjeó la protección de los ingleses.
Servía asimismo a los estómagos sibaritas, aderezando gansos, patos o pavos, vientres de cerdo rellenos de almendras, olla o lo que fuere, con tal que se rascaran la faltriquera.
Moza se sentaba junto al fuego y cantaba para aquellos hombres alejados de su patria, sedientos de vino y de amor, que les estaban haciendo ricos.
I wish, I wish but it’s all in vain
I wish I was a maid again.
En Ciutadella el tiempo había muerto de puro tedio. Las tardes eran siempre diáfanas. El sol fulguraba en tejados de casucas, marquesinas de palacios, cúpulas de iglesias y monteras de conventos.
Había pocos soldados. Lomienhiestos, con sus casacas encarnadas y blancos correajes. Escasos oficiales, de airoso tricornio y espada fácil. Comisionados de un imperio anchuroso.
Las botas del inglés resonaban en el empedrado de los callejos. Y los zapatos de algún noble que saludaba con reticencia.
El campesino arrastraba el borrico a la casa de su señor. Se descubría al pasar delante de la iglesia. Sus pies no hacían ruido, enfundados en pobres abarcas.
Los artesanos obraban el hierro o la madera, llenando las horas de rumor. Los tiracueros martillaban la suela de un remendadísimo escarpín. Los sastres cosían y tal vez cantaban. Los pescadores pregonaban su captura. Verduleros y comadres ofrecían sus frutos al malparado comerciante, sus artes secretas de amor.
Ciutadella no había despertado a la modernidad. Seguía agazapada en la Edad Media, a merced de clérigos, aristócratas y soldados. Y así había de ser por mucho tiempo.
Sonaban campanas en la iglesia mayor y en tres conventos. Y retiñían en los oídos de los menestrales, abrumados por la miseria. Los hidalgos mojaban sus labios en jícaras de chocolate humeante. Los britanos tomaban el té. La enésima copita de aguardiente. Los religiosos alzaban sus ojos al cielo azulado que bendecía estudio y oración. El trabajo en la huerta, las manos enharinadas del cocinero, la mente preclara del confesor. La novicia iba de salida con su hermana, el hereje extranjero pisándole los talones.
Hubo monjas que cayeron. Manos largas tiraron de los castos velos. Emergieron carnes sonrosadas, olorosos miembros viriles, cosquilleo deleitable. Regresaron a la impiedad del siglo o volvieron al redil.
Doblaban las campanas. Quimeras prohibidas rondaban la cabeza de los monjes. Tomaban una copita de licor, un dulce. Si poseían una perendenca lo mantenían en secreto. Espolvorizaban azúcar de lustre sobre sus negros pezones, aromosos a pan recién sacado del horno.
Ah, pecar era horrendo, pero delicioso.
El capitán Martí Dasi cruzaba el salón de su palacio. Calzaba botas con espuela. Llevaba pantalón ajustado, capote roso. Su espada casi rozaba el suelo, brillante de tan limpio.
Pintada en los cuadros de la estancia había una dama descolorida, con verdugón de ahorcada en torno al cuello. Vestía una ropa tenue, descotada, de color negro.
Doña Ana y doña Catalina tocaban el clave a cuatro manos. La melodía se mezclaba con el tañido de campanas. Emilia bajaba a bailar con el capitán. Una vuelta, dos. La lámpara tenía todas las velas encendidas, llorando lágrimas de cera y de cristal. Doña Catalina se hallaba en avanzado estado de gestación. Doña Ana, muy delgada, siempre vestida de negro, la cara levemente surcada de arrugas. Los ojos grandes, rutilantes como perlas. Los pechos menudos y firmes, todavía adolescentes. El cabello sujeto por una cinta, prolongado hasta el suelo en cascada azabache.
Emilia y el capitán efectuaban otro giro, uno más. Dasi desenvainaba la tizona y la hundía en la herida supurante de su amadora. La hoja cimbreaba en la espalda, resplandeciente, sin una gota de sangre. La muerta palidecía aún más y se iba esfumando, como témpano de hielo que se funde en el agua. El capitán la besaba en los labios.
En abril de 1731 vino al mundo donjuán Dasi de Elm, hijo de doña Catalina y del doncel don Doménec. Fue un nene voluminoso, de ojos muy abiertos, que se parecía extrañamente a Diodor. El doncel se dio cuenta en seguida, y malició lo peor.
Bajó a la bodega con el capitán. Perforaron una cuba y se amorraron al caño del vino como a venero. Se sumergieron en la leche de los viejos. Luego padre e hijo bailaban, completamente tiznados. Cantaban no sé qué letrillas incoherentes, antes de caer en un profundo sueño.
Cuando despertaron Doménec subió al dormitorio a grandes trancos, deseando secretamente que el niño aún no hubiera nacido, que todo fuera pesadilla. Pero allí estaba el pequeño, en brazos de su madre. Dios, cómo semejaba a Diodor. El capitán le miró compungido y le golpeó blandamente la espalda. Era como decirle cornudo.
La palabra fatal resonó en sus oídos. Así que le había puesto el gorro. Le había hecho cabrón. Salió bufando como novillo. Mandó ensillar el caballo. Se emborrachó en la taberna con un grupo de soldados. Apostó una bolsa y la perdió. Gastó el resto en el burdel de la calle San Juan, tratando de beneficiarse una mora.
—Vayse meu corazón de mib —cantaba como cuclillo—, ya Rab, ¿si se me tornarad?
Viéndole perdido mosén Martí Dasi fue a buscarle. Le metió en una tina de agua helada. Mandó lavarle y vestirle. Luego le dijo:
—Ya no te apesadumbres. Diodor es tu hermano.
Doménec se echó a reír.
—Es la verdad —recalcó el capitán—. Tuve amores con una mercenaria en el sitio de San Felipe.
—Aunque fuera mi hermano —repuso el doncel—, ¿quién me asegura que es hijo mío?
Diodor reunió en pocos años dinero suficiente para comprar un pailebote. Era un barco regio, de velas y casco oscuros, que dotó de intrépida tripulación. Se hizo a la mar, dejando a Moza y el oficialillo la custodia de la taberna. Recorrió la misma ruta que los mercaderes maoneses, cuando libró de la esclavitud a Moza y un marinero.
Canjeó un cargamento de trigo por el salvoconducto que le permitiera navegar sin ser asaltado por los turcos. Traficó en armas, loza fina, naranjas sicilianas, cerveza, sidra, marfil, plumas de avestruz para tricornios, tela basta que vendía en Levante y que dio en llamarse de mahón. Mercadeó en todo cuanto podía venderse dentro o fuera de Menorca. Granos, maderas nobles, muebles, especias, muselinas, relojes, sillas de montar, encajes de oro y plata y un sinnúmero de artículos cuyo uso había sido implantado en la isla por los ingleses.
Gracias al buen trato que recibían en la vinatería, obtuvo de las autoridades la concesión de buque correo. Recogía nuevas de Malta, despachos y periódicos franceses y misivas con destino a Londres o procedentes de la metrópoli.
Diodor acrecía rápidamente su fortuna. Adquiría tierras y las vendía a los oficiales nuevos de la guarnición, deseosos de construir un hogar que mitigase su extrañamiento. Criaba pavos y patos por los que cobraba 6 y hasta 10 peniques la pieza. Tenía dos doncellas en la bodega que no se hacían de rogar para satisfacer la sed de amor de los caloyos.
Montó un bochinche en el Arrabal y aun otra tasca en el puerto. Y edificó una excelente casa en la calle Mayor, en cuyos sótanos pensó disimular un burdel exquisito.
Era una vivienda espaciosa, de amplios salones, ricamente ornamentados. La escalera era de mármol, con baranda dorada. Las camas tenían colgaduras majestuosas. Había esculturas de prestigiosos artífices italianos, cuadros de pintores griegos, grabados que evocaban el sitio de San Felipe o costumbres ancestrales de los isleños.
Moza dispuso de pelucas, corpiños, camisas y basquiñas, de negros velos de seda y cosméticos, como una dama de Versalles.
También Diodor retornaba de sus viajes vestido como hombre de clase encumbrada, con sombrero apuntado de tres picos, trajes a la moda, generalmente negros, y espada al cinto.
Instaló un prostíbulo refinado en el sótano. Acudían casadas faltas de dinero, de mirada despejada y cuerpo macanudo, espigado pese al hambre. Se daban a los mejores oficiales de la guarnición. Lo que reportaba buenos dividendos a Diodor.
Si las cuitadas llegaban a alumbrar un vástago rubio, de ojos gris-azulados, sus maridos se encogían de hombros y decían, «cosas del Creador». Porque de un tiempo a esta parte Dios les había favorecido con liviano pasar.
Claro que para consortes celosos siempre quedaba el recuerdo de zurrarles la badana y mandarlas al islote de las adúlteras.
En 1742 Diodor pasó las navidades con sus amigos británicos. Aunque no se habían casado Moza acababa de parir un niño que llamarían Julián. Inglaterra estaba en guerra con Francia y Diodor acariciaba la idea de armarse en corso.
Entonces fue a visitarle doña Catalina, cabalgando dos días desde Ciutadella, con reducido séquito.
Había tenido un hijo, ya de once años, que trajo la desgracia a su casa, pues, como por capricho de la natura, se parecía enormemente a Diodor. El doncel don Doménec se pasaba la vida ebrio o malhumorado, y dilapidaba su fortuna moviendo cuchipandas en el burdel de la calle San Juan. Ahí había quedado, con Dasi, su padre.
Doña Catalina sollozaba y Moza creyó prudente retirarse.
Diodor la dejó llorar. Luego la llevó abajo. Entre cortinajes de satén y cuadros sensuales.
—Tengo lo que necesitas —declaró con risa sardónica.
—¿Qué quieres decir?
—Algo así.
Y señalaba la estancia con los brazos abiertos.
Doña Catalina observó en torno y volvió a zollipar. Se alejó corriendo. Buscó albergue en la hostería y a la mañana siguiente regresó a Ciutadella.
Moza juzgó que Diodor había estado demasiado duro con ella.