CAPÍTULO 10

Donde se cuenta el casamiento de doña Catalina, con el viaje de Diodor para rescatar a Moza y con el regreso

EL DONCEL DON DOMÉNEC y doña Catalina de Osorio se casaron en Ciutadella, una sombría mañana de otoño. Fue una boda poco ostentosa, como exigían los tiempos. Se celebró al amanecer, en la iglesia mayor. Ofició el mismo capellán que uniera a mosén Dasi con doña Ana.

Los años le habían encanecido y aferrado a la realidad, ahorrándole fantasías inoportunas que pudieran valerle una coz del señor. Su colega de la casa Eleazar había palmado a causa de un hartazgo. El de la familia Osorio era un cura con cara de niño que le atendía respetuoso.

—Todavía me acuerdo de los desposorios —decía el clérigo entrado en años—. Después del ágape se fueron a Agua Fría, y el viento les transportaba en sus flecos, dorados por el sol de la tarde.

Lo cierto es que viajaron a caballo.

Doña Catalina bailó con casi todos los convidados. El vestido blanco se acampanaba, como clavellina de volantes, el pecho apretado bajo el encaje. Los ojos relucían como los labios, mojados en vino dulce.

También ellos se mudaron a Agua Fría. Hubieron de calentar con buen fuego la cámara nupcial. La masovera preparó una cuba de agua humeante. Pero doña Catalina no se bañó. Se limitó a empujar a Doménec, que había aparecido con ridículo camisón, y el doncel se fue de cabeza al caldo jabonoso.

La recién maridada se rio y se estremeció la estancia. Entró un nieto de la masovera, muy parecido a mosén Dasi. Doménec chapoteaba en la tina. Catalina se desnudó de pies a cabeza.

—Es pecado —dijo el doncel.

—Ja, ja. —Doña Catalina había olvidado al capitán de dragones.

Diodor, entretanto, ya había arribado a Estambul. Preguntó por tres rehenes, dos hombres y una mujer. La hembra hermosa, oronda de pechos. Nadie le daba razón. Al fin le hicieron ver que había llegado tarde: los vendieron a un tratante de esclavos ruso, y embarcaron con destino a Novorosvisk, en la costa oriental del mar Negro.

—Te dejaremos lo más cerca posible —dijeron los maoneses.

Pusieron rumbo a la península de Crimea. El tiempo era calmo. El barco apenas cabeceaba. Diodor se tumbaba al sol y se adormecía.

En sueños Moza se le mostraba descalza, vestida sólo de cabello dorado, más allá de la cintura. Esgrimía amplia sonrisa, una paloma blanca asomada a sus labios. Pero sus ojos eran los de doña Catalina. Un alambre se le enroscaba en el cuello, asfixiándola. Se desmayaba. Su pelo era un charco de oro, su cuerpo un pellejo con dos ojales para mirar.

El mancebo despertaba, sobresaltado. ¿Cuándo encontraría a Moza y a sus hombres? ¿Cuándo podría volver?

Un día divisaron la costa, rematada de montañas, como gigantes hechos de bruma. Embocaron un magnífico puerto natural, donde algunos años más tarde se fundaría Sebastopol.

Diodor saltó a tierra con el saco de marinero. Encontró aldeanos que tomaban soleta al arrimárseles. Niños desnudos le miraban hoscos. Mujeres envueltas en pañolones, despreciando el ardor del sol, acudían a los pozos.

Se sentó a la sombra de un brocal. En torno todo era silencio. Al cabo de un rato, rumor de pasos. Una muchacha deslizó la cuerda. El cubo chascó en el agua. Gimió la polea. Diodor se levantó.

—Tengo sed —dijo.

La chica hizo ademán de escapar, pero la sujetó por las muñecas.

—Dame de beber.

Descubrió su rostro. Era muy bella. Creyó haberla soñado alguna vez. Tenía óvalo alargado, tez suave, ojos fusiformes. Sonrió dulcemente cuando le acarició el mentón. Si la medialuna tuviera cara, pensó, sería como esta.

—Medialuna —bisbisó.

La zagala contestó algo ininteligible. Diodor gesticuló y ella sacó un cazo. El agua estaba fresquísima.

Garló en latín con el abuelo de la muchacha. Habían visto el barco ruso. Se dirigía a Rostov, en el delta del Don. Le darían un mulo y podría ir por tierra, bordeando el mar de Azov.

Comió cabrito asado y bebió vino verde en un cuenco. Por la noche, cuando fue a meterse en su camarote, encontró a la mozuela acostada.

Sonrió y él rio a su vez. Verdaderamente era bonita como la luna. Posó la cabeza sobre su pecho y se durmió con la cadencia de su respiración.

Pasó el día siguiente cabalgando. Tenía carne salada, pan y queso en el zurrón. Bebió en un arroyo. Pernoctó al raso, junto a una fogata. Cuando se metió en el embozo volvió a topar con la rapaza, enteramente desnuda. Le había seguido todo el día.

Durante una semana subieron al norte, la chica a la mujeriega en la grupa. Atravesaron colinas esteparias, plantadas de trigo y frutales.

Cuando alcanzaron el istmo buscaron cobijo en una aldea. Se acomodaron en la cuadra, después de manducar y abrevarse pingüemente. Diodor durmió abrazado a la mocita, sobre el duro suelo. Despertó con el sol en alto, empapado en sudor. El clima era caluroso. Se frotó los ojos y halló las manos llenas de sangre. La muchacha linda como medialuna yacía acuchillada a su lado. Un su pretendiente les perseguía y había tomado represalia.

Diodor reanudó viaje apesadumbrado. Recorrió eriales, tierras negras sembradas de maíz o remolacha, intentando acertar alguna de las lenguas que oía. Hasta que abastó una ciudad provista de escuelas, herreros y aperadores, que obraban para campesinos y mineros. Habló a unos cuantos transeúntes, que le miraron con estupor y a lo sumo dijeron:

—Kharkov.

Encontró una hostería y se hizo servir tres platos de potaje y dos jarras de licor. Pronto todo le pareció menos fosco, como si conociera aquella estancia desmantelada, aquella habla extraña de toda la vida. Se levantó para orinar y vio que estaba borracho. Pidió otro pichel, depositando el dinero sobre la mesa.

Un hombre alto y elástico empezó a saltar como cosaco. Reía estrepitosamente. Luego se sentó a su lado, rodeándole con el brazo. Hablaba a borbotones.

I don’t understand a word.

So you’re English —dijo el otro.

Diodor le miró con espanto. Al fin alguien le comprendía. ¿O estaba tan beodo que alucinaba?

No, el bailarín melenudo era maestro de idiomas en una escuela de Jarkov, la ciudad ucraniana donde se encontraba. Había equivocado su camino. Tendría que desandar lo andado hasta el mar de Azov.

El profesor sacó una flauta.

—Verás —dijo en inglés.

Interpretó melodía sibilante, enroscada como serpiente, y apareció una bailarina pálida, bajo velo de satén. Tenía ojos vidriados, verdugón de ahorcada en el cuello y huellas de garranchazo en pecho y espalda. Diodor se quedó hecho una pieza.

—No importa que hayas equivocado el camino —dijo la muerta—: La caravana que buscas se dirigía a Moscú.

—¿Traían a mis amigos?

Emilia volvió a cubrirse con el manto. Diodor lo apartó de un tabanazo: debajo no había nada.

—¡Ja, ja! —rio el pedagogo ucraniano.

El mancebo le arrebató la flauta, pero por mucho que la tocó Emilia no volvió a manifestarse.

Dos días más tarde Diodor compró un alazán y se encaminó a Kursk. Tardó más de una semana en llegar. Durmió en una mina abandonada. Siguió siempre al norte, tras cambiar de caballo. Eran regiones ricas en carbón y hierro, con manufacturas importantes, donde le resultaba fácil hacerse entender. Había aprendido vocabulario básico y algunos giros idiomáticos. En Tula mercó un fusil, tornó a mudar de cabalgadura y subió a Moscú.

Entró en Moscú a finales de julio. Preguntó en lares, posadas, casas non sanctas, palacios. Nadie conocía a sus ñaños. Pasó todos los puentes sobre el Moskva, por si pordioseaban. Penetró en el Kremlin. Deambuló por bulevares y calles. Nadie había visto a sus compadres. Pensó que había hecho el viaje en balde, y el regreso se le antojó más largo y triste.

Se metió en los baños públicos, pagando en buenos rublos. Una ilota le guardó la ropa y le guio a la sala de vapor, donde se conchababan nobles y burgueses encuerados. Un comerciante de mediana edad, que dijo llamarse Kunztsk, le pegó un codazo y, sonriendo taimado, señaló el podio, a donde acababa de subir una sierva desnuda, de anchas caderas, con el cuerpo totalmente embadurnado en aceite. Un eslavo de enorme cipote la sodomizó entre espasmos violentos.

—¿Conoce usted a Moza? —preguntó Diodor maquinalmente.

—¿Moza?

Había oído ese nombre. Era un fabricante textil, emparentado con la familia Sherkov, que tenía una servidora de grandes pechos, adquirida recientemente.

Diodor sintió embravecer el corazón. Pidió las señas del palacio Sherkov. Cuando una mucama descarnada, de cabello negro y ojos asiáticos, se le brindó solícita, apenas la reparó.

La familia Sherkov se había trasladado a San Petersburgo, flamante capital erigida por el zar Pedro el Grande en las márgenes del Neva. El chico averiguó que, en efecto, poseían una hembra y dos súbditos latinos.

Viajó a Petersburgo en el coche de Kunztsk. Era un sujeto rijoso, calvo, de ojos azules, como velados por turbios pensamientos. De crueldad refinada, gustaba castigar personalmente a sus vasallos.

Rebasaron Tver, en el alto Volga, en la ruta de Novgorod y a las regiones del Báltico, donde Kunztsk había armado grandes telares.

Alcanzaron Petersburgo a mediados de agosto. Diodor se consideró allí más cerca de occidente. Kunztsk le condujo al palacio de Invierno, y fue presentado a los condes de Sherkov en los jardines, llenos de fuentes rumorosas. Conservaban los dos marinos maoneses, cuya libertad le ofrecieron al muchacho, en conociendo la vastedad de su periplo.

Se abrazaron, emocionados. Los condes les tenían estima, tanto que uno de los nautas manejaba el knut y se encargaba de la limpieza de las mujeres. El otro era adornista.

El que mandaba a las criadas le hizo una demostración de su arte. Esquiló a una trigueña de diecinueve años. Luego le largó la primera zurra, haciéndole besar el rebenque. Diodor le dijo que aquello no era de cristianos, y el apoderado abusó malamente de la pobre, antes de lavarla.

—Si yo fuera tu amo, te degradaba.

Resolvió dejar a ese en Rusia.

Buscó con el otro a Moza, que había sido transferida a un lenocinio, donde era muy solicitada por su venusted y exuberancia. La encubridora pidió alto precio por ella y lloró al despedirse, pues le había tomado afecto.

Embarcaron en un buque sueco el mes de setiembre. Navegaron por el estrecho del Sund hasta Góteborg, donde pasaron a una fragata británica que les acercó a Gibraltar, y de allí a Menorca, a donde llegaron en diciembre de 1729.

Diodor fue a cumplimentar al capitán Martí Dasi.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó.

—Comprar otro barco —afirmó el mancebo—, y casarme con Catalina.

—Hum, lo dudo.

—¿Por qué?

—Porque es la esposa de mi hijo.

A Diodor se le vino el mundo encima. Con tanto peso vaciló y a punto estuvo de desplomarse.

—¡Bah, no te preocupes! —el capitán se percató de su poco tacto—. Le pones cuernos y ya está.

Diodor se sentó en un banco del jardín. Un perro galgo se frotaba con sus piernas, meneando la cola, husmeándole, dándole lenguaradas en las botas.

Le pareció ver a doña Catalina danzando sobre los aguzados cipreses, saltando a los brazos de Doménec para dejarse perforar por su espada sin verter una gota de sangre.

Los consortes le miraban socarrones. Parecían decir: ¿Qué te habías creído, triste pelagatos?

—Se ha hecho tarde.

Era doña María, la hija del capitán.

En efecto, había oscurecido. Sobre las tapias altas del jardín, donde verdeaba la hiedra, se cernían sombras doloridas, como las que tenían apesadumbrado el corazón del muchacho. En un ángulo asomaba la luna, redonda como bandeja de plata.

—No pienses más en ella —dijo doña María.

Tenía los ojos pequeños, pero muy negros, llenos de mansedumbre. Le acarició el pelo delicadamente, y el mancebo volvió a la realidad. Se avergonzó de sentirse postrado por una damisela, después de haber bregado tanto en su corta edad. Se levantó, besó la mano de doña María y salió a la calle.

Sobre la faz de argento de la luna Emilia se contorsionaba, completamente desnuda. Sus pezones, duros como diamantes, rayaban el cristal gris-azulado del cielo.

Diodor voceó ante el palacio Eleazar, morada de doña Catalina y del doncel don Doménec. Cuando la dama bajó al callejón, envuelta en blusa negra y dorada, era ya anochecido. Sostenía un farolillo titilante.

—Ya no vuelvas —dijo—, soy mujer casada.

—Dime que le amas.

Doña Catalina tuvo un estremecimiento.

—¿A quién? —preguntó.

Le temblaban los labios.

—A Doménec.

Hizo ademán de retirarse y la cogió por el brazo.

—Dime que le amas.

—Suelta.

Desapareció tras la puerta, llevándose la luz. Diodor quedó cabizcaído.

Se fue calle abajo.

Siete pasos, ocho, nueve. Ahí quedaba la vida, la ilusión.

Alguien le tocó la espalda. Era doña Catalina.

—Necesito saberlo —insistió el mancebo.

Sonreía imperceptiblemente.

—Te amo a ti —dijo por fin.

Y escapó corriendo.