CAPÍTULO 9

De cómo el Marqués de Osorio visitó a su hija en Inglaterra y de lo que sucedió allí

DIODOR deseaba irse a Inglaterra. Olvidar el pueblo, Moza y sus compañeros, en busca del amor.

Recorrió a pie Kane’s road, de Maó a Ciutadella, 25 millas, poco más o menos, no queriendo gastar dinero en alquilar una mula. Soñaba los ojos de mirar intenso, los labios sensuales, el cabello sérico de doña Catalina. Tenerla en brazos, como en la playa de Agua Fría, sentir temblotear sus carnes con saborcillo a salitre.

Ansiaba enrolarse en un navío de los que salían al océano, hacerse soldado de Su Majestad, lo que fuere, con tal de arribar a la costa de Dover, cuyo acantilado es blanco como el velo de una novia, alto, inexpugnable. Tomar el camino de Canterbury, preguntar en Butchery Lañe por la casa del doctor Quayle, que albergaba a doña Catalina. Lo tenía todo previsto. Incluso había trazado la ruta más conveniente en un mapa de Gran Bretaña.

Imaginó muchas veces la llegada, cubierto de barro, exinanido. Llamar de puerta en puerta, bajo aguanieve, como un mendigo. Y abrazarla al fin, vestida de blanco, inmaculada. Acariciar muslitos de manteca, todavía dorados por el lejano sol de los días felices.

—Uf, necesitas un baño…

Y reiría, ji, ji, dientecitos blancos, perfectamente alineados.

Diodor sacudía la cabeza, como un perro al secarse. Llovía a raudales. Debía buscar cobijo en una covacha, donde seguir arropándose con el suave candor de la quimera. Se sentó debajo de un pino. Un relámpago hendió el tronco, dejándolo carbonizado. El muchacho no se movió. Sólo aguzaba la vista, atento a una presa propiciada por el rayo, con que paliar el hambre.

Una vez alcanzada Ciutadella, el capitán Dasi le dio amparo. Pudo instalarse en su vieja casucha del puerto. Volvió al oficio de pescador. No marcharía a Inglaterra, dejando en la estacada a sus amigos.

De día zurcía redes. De noche pescaba. Cuando conseguía dormir soñaba naves de oro en que viajar a Turquía, pagar el rescate y continuar luego hasta Rusia. Remontar el Don, adquirir caballos alados con que pasar al Volga y después al Neva, hasta San Petersburgo. Desde allí podrían navegar a Londres, liberar a doña Catalina y perderse en el litoral de América, en un mundo nuevo.

Transcurrieron varios meses. El capitán le traía nuevas de la marquesita de Osorio.

—Tienes que dejar que se case con algún potentado —decía—, y luego le pones los cuernos.

Diodor escrutaba los ojillos vivarachos, la mandíbula cuadrada, las insignias de coronel que habían encandilado a tantas mujeres. Le hubiera preguntado:

—¿Vos nunca os enamorasteis?

Pero se habría descoyuntado de risa.

Le persuadía para acompañarle al burdel de la calle San Juan, donde esclavas moras se zarandeaban desnudas sobre el entablado. Diodor se ajumaba. Salía al patio, teniéndose con las paredes. Allí estaba Dasi, totalmente mamado. Se metía el dedo en la boca y volvía a entrar, tan campante.

El muchacho se alejaba. La ronda le daba el alto. No le dejaban cruzar la muralla y dormía el vino dentro de un tonel, o en las caballerizas del palacio Dasi.

En primavera se recibió misiva de Turquía. Pedían gran dinerada, pero mosén Dasi soltó la mosca.

—Habrá que trampearlo a los ingleses —dijo.

La aristocracia estaba reñida con los extranjeros. Habían usurpado el poder. Maó era ahora la capital y en Ciutadella se abandonaban las obras del camino cubierto, las murallas se tambaleaban de puro viejas, todo estaba paralizado. Los pordioseros se dedicaban a comerciar, lo que era denigrante. Se pretendía instruir al pueblo, a las mujeres; llenar los conventos de pobres y varonas que aprendiesen a leer. Esquilmar los ingresos de la nobleza, suprimir su influencia. Si volvieran los españoles otro gallo cantara. Pero Dasi era un tipo de mucho cuidado y sacaba tajada de ambos lados.

Diodor embarcó en el pailebote maonés que le había traído de Rusia. Partieron el 10 de mayo, con buen viento. La travesía fue bastante plácida y antes del verano aportaban en Estambul.

Entretanto el marqués de Osorio había visitado a su hija en Inglaterra. Mosén Dasi fue con él, deseoso de conocer el país de sus valedores. Doña Ana, conociéndole, pensó que si le acompañaba el doncel don Doménec tal vez sirviera de freno a sus triquiñuelas amorosas. Ella quedó con su hija en Agua Fría.

En dos años, doña Catalina había tenido tiempo de olvidar a Diodor. Conservaba vago recuerdo de los días felices en que perdió la castidad, cuando al primer escozor siguió la destreza en el arte de amar. A veces evocaba la figura atlética del mozo, los ojos grandes, la frente despejada, y le palpitaba levemente el corazón.

Pero había en Canterbury, y sobre todo en Londres, demasiados motivos de diversión para sentir nostalgia. Diodor había prometido enriquecerse, pero era probable que aún navegara en cascarón de nuez, negociando con gentes de baja estofa y pocos escrúpulos. Pobre imagen para un príncipe azul.

En Canterbury se encontraba a maravilla. La alojaba la familia de un ilustre cirujano, estimado en la corte. Su consulta de Cockspur, en Londres, estaba siempre abarrotada de un mundo de la mejor calaña social.

Por tal motivo sólo le veían los domingos y días de fiesta, en que el prestigioso quirurgo huía materialmente de la ciudad, para no ser molestado por sus distinguidos pacientes, la mayoría enfermos imaginarios. En ocasiones, sin embargo, no conseguía evitarlos y había de quedarse. Entonces mandaba llamar a los suyos, que generalmente se detenían en Londres más de una semana. Continuamente había obligaciones de cortesía y elegancia, recepciones reales, representaciones de ópera o carreras de caballos. O los caminos se hallaban fatalmente intransitables, a causa de barro y tempestades.

El doctor Quayle era, indudablemente, hombre muy hábil. Curaba mitad con remedios caseros, mitad con buenas palabras. Trataba al enfermo con camaradería. De él se decía que era capaz de sanar el ardor de estómago del mismísimo diablo. Era, además, hombre ilustrado, escéptico en materia religiosa, dotado de imaginación y de siete hermosas hijas solteras.

Cuando disponía de tarde franca le gustaba sentarse en el salón, junto a la chimenea, para discurrir fantasías. Las muchachas atendían embelesadas, pese a que ya todas habían superado la infancia.

Doña Catalina solía sentarse en sus rodillas y le rodeaba el cuello con los brazos, como si efectivamente fuera su papá. Quayle tomaba un pedazo de azúcar candi, entorchado como columna salomónica, y lo transformaba en hombrecillo, animal o estrella, según le dictara la inspiración. La cigarrera era palacio fastuoso, ricamente ornamentado. El cenicero lago de plata, poblado de ninfas vaporosas que por las noches se tornaban selvas acuáticas.

—¿De dónde saca tanta novelería? —preguntaba doña Catalina.

—Casi toda de ahí —replicaba Quayle.

Y le mostró un ejemplar de Las mil y una noches, publicado en francés por Antoine Galland en 1717 y posteriormente vertido al inglés.

Doña Catalina lo leyó con cuidado. Porque Quayle daba a sus hijas educación esmerada, como si fueran varones, que hizo extensiva a la marquesita de Osorio.

Permitía que su prole femenil menudeara bochinches de soldados, y les daba consejos médicos para acallar su magnánima conciencia. Naturalmente los biempensantes murmuraban de tan parca moralidad como padre, pero le salvaba su prestigio social.

Así fue como doña Catalina conoció a un apuesto capitán de dragones, que la cortejaba en el jardín, o entraba a la tarbea, a escuchar la cháchara imaginativa del doctor, mientras aventuraba una mano en el escote de la damisela. Y no siempre se contentaba con la españolita, que las hijas de Quayle estaban de muy buen ver.

Cuando el marqués llegó a Londres se dirigió a la consulta, seguido por Dasi y su hijo. Tras los abrazos de rigor Quayle informó fríamente que doña Catalina estaba en la cantina de Canterbury, en una fiesta de la cerveza o algo parejo. Los menorquines, un poco confundidos por la pronunciación cerrada del galeno, se pusieron inmediatamente en camino. Ya anochecido, llegaron a Red Lion Inri, donde el jolgorio seguía en plenitud.

Los cantos se mezclaban con chillidos femíneos, riñas y choque de jarras. Había gran número de oficiales en mangas de camisa y señoritas con la ropa mojada. Tendida sobre una mesa de roble doña Catalina hipaba, borracha. Estaba semidesnuda.

El marqués se puso rojo de ira, pero tuvo una reacción inesperada. Tomó a Doménec del brazo y le dijo:

—A grandes males, grandes remedios. Tú te casas con mi hija.

—¿Yo?

—Sí, tú.

—Doña Catalina no tiene desperdicio —sugirió Dasi.

Doménec contempló un momento a su futura esposa, arropada por un capitán de dragones. Puaf, al muchacho no le gustaba la cerveza.

El marqués llevó a su hija en brazos al carruaje. Compuso su escote y lanzó ojeada furibunda al capitán de dragones, que había salido a despedirles.

—Si fueras hombre —dijo a Doménec—, ahora mismo le provocabas a duelo.

Al día siguiente mosén Dasi visitó con el doncel las tiendas más elegantes de Londres. Compraron calzas de velludillo, camisas de seda, sombreros, pomposas pelucas, zapatos bordados, sable con empuñadura ornamentada, cosméticos.

—Muéstrate galano, si no valiente.

Durante la comida doña Catalina permaneció cabizbaja. Su padre le había hablado del casorio, y aquel lechuguino delicado, que habría hecho las delicias de cualquier otra heredera, no parecía entusiasmarle. Había catado la pasión vehemente de Diodor, la apostura casi chulesca del capitán de dragones, y encontraba insulso al pacífico doncel.

Tras los postres los jóvenes pasearon por el jardín, bajo la mirada atenta de los mayores. Las hijas de Quayle se daban codazos y hacían mohines. Guiñaban los ojos, encandiladas por la magnífica tarde de sol, poco frecuente en Inglaterra.

—No te hagas ilusiones —dijo doña Catalina, cuando estuvieron un poco lejos—: Nunca te querré.

—Pero te casarás conmigo.

Doménec arrancó una flor silvestre y la puso en el pelo de la damisela.

—¿Amas a ese capitán?

Silencio.

—¿Sigues deseando a Diodor?

Silencio.

Avanzaron unos pasos. Detrás de los macizos de boj:

—En realidad soy una furcia.

—Ahora no me quieres —manifestó el doncel—, pero acabarás adorándome.

Durante un mes recorrieron Londres. Acudieron a galas de alcurnia, fueron foco de atención en reuniones y desfiles. Doña Catalina era muy bella, su inglés, perfecto. Tocaba el clavicordio con singular maestría, recitaba a Shakespeare. Doménec, por su parte, tomaba el té sin descomponer un punto su figura primorosa. Parecía de cera. Y en los bailes demostraba tal gracia y ligereza que sus pies no tocaban el suelo.

Catalina danzó vestida de flores, en una evocación de la primavera. Los brazos envueltos en hiedra, los cabellos floridos de pétalos, los pechos y el pubis forrados de hojas de parra, los ojos, la naricita, inundados de raicillas fibrosas, de tallitos verdes. Actuó en un teatrillo improvisado en noble mansión y tuvo gran éxito. Doménec la abrazó entre bambalinas. Se pinchó con espinas de rosal y se hizo sangre.

Ya no recibía al capitán de dragones. Rechazaba su tarjeta. El marqués, mosén Dasi y los dos muchachos viajaron a Strattford. Remaron en el río Avon, un violinista sentado en la proa y dos cortesanas pechugonas a bordo. Los jovenzuelos se miraban a los ojos y realmente parecía que se habían aquerenciado, los padres aparatosamente abrazados a las rameras.

Dos días antes de la despedida Dasi percibió suspiros en el jardín. Se ocultó tras una columna de mármol, y allí estaba la damisela, sentada en un banco, con la falda arremangada, besando acaloradamente al inglés.

Mosén Dasi expulsó al oficial, la melena descompuesta, lo mismo que la ropa, y agarró a la marquesita de la oreja para pegarle cuatro sopapos y llevarla a su cuarto.

—Si mi hijo no te pone en cintura, lo haré yo.