Donde se narra el viaje de Diodor a Rusia, con gran número de aventuras
EL CAPITÁN MARTÍ DASI había actuado últimamente en el monte Santa Águeda, en misión especial. El gobernador Kane seguía porfiando en dar bienestar a la isla, y pretendía transformar la primitiva calzada en vía conveniente. Gran número de peregrinos acudían a la ermita, para venerar a la santa o ejecutar alguna ofrenda. Haciendo el camino transitable tal vez captaría simpatías de la hostil Iglesia católica.
Mosén Dasi estaba al mando, junto con un ingeniero militar inglés. Reconocieron los abruptos accesos a la fortaleza arruinada, de la que subsistían grandes cisternas, una de las cuales mandó Dasi llenar de vino, para las francachelas nocturnas de la tropa. Acotaron croquis, viéndose forzados a recortar el proyecto inicial, por escasez de medios. Una vez terminada, la arteria quedó en senda tortuosa, por donde apenas pasaría una carreta, el día que los insulares se decidieran a fabricarlas para desechar borricos y alforjas.
Ingeniero y caballero compartían la tienda principal, uno ocupado en sus cálculos, el otro en sus flirteos. A menudo el inglés hubo de salir al relente de la noche, o buscar la sombra de un matorral a la hora de la siesta, mientras el español hacía honor a su apodo fogoso.
El oficial británico sudaba bajo el tricornio, las botas clavándosele en el zancajo. Mordía una hoja de laurel. Si veía una lagartija la partía con la espada y se quedaban mirando la mitad azogada.
Entraba en la ermita y contemplaba los exvotos, pechos de cera, madera o plata, pues la santa era abogada de esa región del cuerpo femenino. Sonreía imaginando lo que colgarían si fuera intercesora de las partes masculinas, porque la gazmoñería de los isleños no iba a arredrarse ante el despropósito de configurar verídicos carajos.
Poco antes de rematar la obra apareció en la tienda una inglesita casquivana, de ojos chispeantes y pelo trigueño, que le convidó a tener parte en los goces del capitán. Por cierto que la vistieron de santa Águeda, y al solemnizar la apertura del nuevo camino se produjo el milagro. La imagen se animó, para pasmo de los fieles, y empezó a recoger exvotos con la mejor de sus sonrisas. Hubo de todo, desmayos, postraciones, y una vez puesta en claro la inocentada el gobernador les castigó con dos meses de arresto domiciliario. Las relaciones con el clero eran muy tirantes para andarse con chirigotas.
Ya en Agua Fría mosén Dasi se puso al corriente de la hazaña amorosa de Diodor, y la consiguiente partida de doña Catalina.
—Habrá que ir a Canterbury —comentó.
—No contéis conmigo —dijo doña Ana.
Entretanto Diodor continuaba mercadeando en su jabeque. Despachaban en la isla lo que traían de afuera. O acostaban en el Levante español para traficar con artículos de la otra parte del Mediterráneo. En busca de nuevas plazas mercantiles exploraron el litoral norteafricano, desde Bugia a Túnez, con escalas en Skikda, Annaba y Bizerta.
Estuvieron cuatro días fondeados en La Goleta, antepuerto de Túnez. Luego recorrieron la ciudad, antigua Cartago, cautivados por el fascinante barrio musulmán. Moza se puso chilaba blanca y ocultó su rostro tras un velo. Apostada bajo un arco, junto a las murallas medievales, aprendió el arte de encantar serpientes y otras alimañas.
De allí viajaron a la isla de Malta, también en poder de los británicos. Confiaron el jabeque al arsenal, para unas reparaciones. Se atiborraron de pescado y marisco, en las tabernas del muelle, para intentar más tarde aportar en Grecia. Pero a la altura de Creta, cuando salían de indolente calma chicha que les había tenido tres días inmovilizados, avistaron un airoso galeón de guerra turco.
Se armaron de palos, garfios, cuchillos o lo que hubiere a mano. Tenían dos arcabuces y un viejo trabuco, más un barrilito de pólvora que Diodor había embarcado en el puerto de La Valetta, camuflado con marbete de excelente vino de Oporto. Moza se fajó las tetas, a fin de no revelar su índole femenina. Se puso un parche en un ojo y empuñó sable afilado, dispuesta a cercenar la garganta de cualquier mastuerzo que osara acercársele.
Pero el galeón se aproximó mansamente, sin señal de abordaje. Una comisión, mandada por el lugarteniente del capitán, se trasladó al jabeque. Pidió a Diodor el salvoconducto, expresándose en correcto inglés. El mancebo, que había oído hablar de cierto pergamino, a modo de pasaporte, que podía comprarse con oro o en especie, para comerciar sin ser hostigado por los piratas turcos, alegó haberlo perdido en la galerna. A lo que el tragahombres estalló en sonora risotada y le comino a entregarse con la tripulación, la nave y cuanto transportaba.
—Tendréis que pasar sobre nuestros cadáveres —anunció Diodor.
—Sea —rugió el turco, encañonándole con su pistolón.
Pero ya Moza estaba apercibida a intervenir, semioculta tras el palo mayor, y lanzó su machete con tal certería que atravesó el cuello del malhechor. El infeliz soltó un gemido, apagado por el colmillo de acero y por el doble orificio de la herida; se tambaleó, dejando caer el pistolón, y acabó derrumbándose aparatosamente, pues era alto como una montaña.
Por entonces uno de la escolta había acorralado a Moza. Le descargó un golpe de cimitarra que por fortuna sólo rozó la tela de su camisa. Pero cortó la faja y los pechos, comprimidos, saltaron como impelidos por un resorte. El pirata quedó anonadado ante las mamas turgentes de la mujer, momento que aprovechó Moza para decapitarle con el hacha que había caído a su lado. El descabezado topó con la borda y cayó al mar, la cholla arrojada al otro barco por uno de los marineros, en pago de amenazas.
Mas los turcos ya se habían lanzado al abordaje y los de Diodor llevaban las de perder. Los cañones escupieron su candente metralla y dañaron seriamente al jabeque, agujereándolo acá y allá y derribando el mástil de mesana. Tres hombres de Diodor cayeron bajo el fuego enemigo. Uno fue destripado por el propio capitán pirata: le rajó el vientre de un tirón con su cimitarra y le desarraigó brutalmente las vísceras a puñados. Los demás recularon, ante tan macabro espectáculo. Fueron presos y maniatados.
Rodearon a Diodor y ya no pudo continuar debatiendo. Atraparon a Moza, excelente carne de prostíbulo. Remolcaron el jabeque, los prisioneros encerrados en la bodega, a excepción de la chica, que fue requerida en el camarote del capitán. Le facilitaron un tonel para bañarse. Trenzaron su cabello y le proporcionaron tules y gasas. Vestida como beldad de harén hubo de mostrarse complaciente con el turco, si en algo estimaba su vida.
Pusieron rumbo a Esmirna, sorteando las islas del Dodecaneso y cruzando el paso de Kyos.
En la bodega no veían la luz del día, de modo que perdieron la cuenta del tiempo. Los marineros dejaron de reprocharse su cobardía, atacados de fiebre a causa de sus heridas. Se pasaban las horas delirando lastimeramente. Cuando al fin el capitán corsario visitó a Diodor, con Moza engalanada y fragante, sujeta del cuello con una cadenita de oro, el muchacho le expuso en inglés que si no curaba a aquellos desgraciados, alimentándoles con algo más sustancioso que el burdo guisote que les daban, sucumbirían y no valdrían para cobrar rescate.
Para despertar su interés le aseguró que en Menorca había cierto capitán Dasi, aristócrata y en buenas relaciones con los ingleses, que pagaría por sus vidas.
Ya solo en la inmunda gayola Diodor pasó muchos días restregando sus ataduras contra una cuaderna. Habían penetrado en el golfo de Esmirna y faltaba poco para el desembarco cuando logró destrabar las manos. Desató los pies. Se desentumeció, tambaleante no tanto por el cabeceo del jabeque que cuanto por las semanas de inmovilidad.
Buscó a tientas el falso barrilito de Oporto, que felizmente no habían catado los corsarios. Lo colocó en punto vulnerable junto al casco y le encajó una mecha, que encendió con pedernal.
Acto seguido levantó sigilosamente la trampilla de cubierta. El azar había hecho que se liberara de noche y podría escapar sin ser visto, pues la mayoría de la gente dormía plácidamente.
Estaba a punto de zambullirse desde la borda cuando se acordó de Moza y de sus dos marineros enfermos. Circuyó la popa, deslizándose como un jabato, tapó con una mano la boca del timonel, asiéndole por detrás, y le hundió un cuchillo hasta la empuñadura. Dejó que la nave bandeara a babor y estribor, mientras saltaba por la maroma al galeón. Aprovecharía el desconcierto de los tumbos que le comunicaba el jabeque, y del fogonazo de la explosión, para rescatar a sus amigos.
Pero cuando se hallaba a medio camino entre ambas embarcaciones la mecha llegó a su término y se produjo un fuerte estallido, acompañado de maderos trizados, hombres arrollados y mercancías disparadas en acerbo torbellino. La cuerda se tensó hasta romperse y Diodor cayó al mar. Brutalmente golpeado por la quilla, quedó un momento inconsciente.
Cuando salió a flote aún pudo ver hundirse el jabeque, mientras el galeón turco se alejaba entre alaridos y desbarajuste. Resistió hasta el amanecer, cuando ya no quedaba ni rastro de naves en el mar. Pudo echarse sobre dos tablones, resto del naufragio, y a los tres días, extenuado por la luz abrasadora del sol, el frío intenso de la noche, el hambre y la sed arribó a la isla de Lesbos.
Allí habría sucumbido, en una playa desierta, de no haber encontrado un frasco de colonia que se dispuso a beber de una asentada. Pero una vez destapado surgió una nube blanca, que se expandió en exhalación. Tomó forma de una mujer pálida, con verdugón de ahorcada en el cuello y heridas de estoque en pecho y espalda. Era Emilia.
—Estoy contenta de tu valor —dijo.
—Agua —bisbisó Diodor.
—Eres ambicioso, fuerte, audaz.
—Agua.
Emilia desabrochó el jubón y extrajo un pecho perlino que Diodor succionó con avidez. Aún conservaba leche tibia, dulzona, de la maternidad truncada por la horca. Después de tanto tiempo aún podía sentirse dichosa, con el hijo en brazos.
Vivificado por tan sublime alimento el joven pudo buscar cobijo en Mitilini, donde se empleó de estibador hasta que un pailebote maonés, con rumbo a Rusia, abocó en el puerto. Se enroló en el velero, tras preguntar por el capitán Dasi, por su familia y por la marquesita de Osorio. Supo que su amada había pasado todo un año en Canterbury y que no tenía apariencia de volver.
El mercante maonés realizó un arriesgado periplo. Atravesaron el estrecho de Dardanelos, donde aún parecían fluctuar las naves de Jerjes I y Alejandro el Grande. Cruzaron el mar de Mármara y rindieron el bordo en Estambul. Afortunadamente poseían el preciado salvoconducto de los turcos.
Allí, en la Bizancio o Constantinopla de pasado prodigioso, anclada en las márgenes del Cuerno de Oro, cambiaron algunas de sus mercadurías por algodón, tabaco y arroz. Permanecieron una semana abarloados en el muelle.
Diodor se aventuró a disfrazarse de turco para visitar la mezquita Azul y Santa Sofía. Valió la pena por el fabuloso hechizo de los templos, aunque uno de los fieles que oraban acuclillados le miró malamente y pensó que le había descubierto. Huyó a todo correr. Perdió una sandalia junto al minarete y cuando fue a recogerla el desconocido le puso un puñal en el gañote. Y allí le habría degollado, pues no tenía bolsa que darle, de no ponerle fuera de combate con oportuno rodillazo en los genitales.
Pasaron luego el Bósforo, desembocando en el mar Negro. Costearon Bulgaria y Rumania, traficando en remolacha azucarera, soja, girasol y plantas aromáticas en Burgas y Varna, así como en madera en Constanza. Finalmente tomaron puerto en una aldea rusa, cerca de donde pronto iba a fundarse Odesa. Allí descargaron miel, cera, lana y vino, además de marfil comprado en el norte de África, y cargaron trigo de Ucrania.
De este modo, y en lo que les tomó el regreso, transcurrió otro año. Diodor adquirió provechosos conocimientos mercantiles, y ahorró avaramente para poder comprar otro barco, recabando ayuda de mosén Dasi, y redimir a sus amigos.
El retorno fue por Estambul y el mar Egeo. Atracaron en El Pireo. Recorrieron la insigne ciudad de Atenas, repleta de testimonios de la antigüedad. En la Acrópolis, frente al Partenón, Diodor soñó a Catalina vestida con túnica blanca, henchida de regueros dorados, a causa de lágrimas de amor. La vio caminando sobre el mar, corriendo a abrazarle, como en los días felices de Agua Fría.
Navegaron por el mar Jónico hacia Italia. El muchacho seguía divagando. Ahora era un gran mercadante, que ganaba fortuna superior a la de los marqueses de Osorio y matrimoniaba con su hija. Construían una mansión versallesca y eran venturosos.
Hicieron escala en Catanzaro, al sur de Italia, en Catania, al pie del Etna, ya en Sicilia, donde mercaron azufre; compraron aceite de oliva en Mesina y se hartaron de naranjas en los vergeles que rodean a Palermo.
Diodor seguía soñando. Tendrían un par de hijos rubios, envueltos en sedas como hojaldres. Cuando crecieran estudiarían en Inglaterra y les cubrirían de gloria. El marqués de Osorio les visitaría arrepentido, recordando la triste madrugada que quiso asesinarles.
De Palermo pasaron a Cagliari, en la costa sur de Cerdeña, y de allí a casa. Cuando entraban en el puerto de Maó la guardia de San Felipe les saludó brazo en alto.