CAPÍTULO 7

De cómo Diodor compró un jabeque, conoció a Moza y se enamoró de Doña Catalina

MOSÉN DASI había sido promovido a coronel, pero el común de las gentes seguía llamándole capitán. El padre de su mujer había fallecido una amarrida tarde de setiembre. Aquel viejecito chuzón, capaz de chotearse en las propias barbas de la muerte. Sesteaba en el diván, junto al ventanal, cuando sintió que se asfixiaba. Parpadeó, asustado, y las figuras estáticas de los tapices parecieron sonreírle por conmiseración. Comprendió que estaba dando las últimas boqueadas y le hizo un jeribeque a la parca, por si las moscas.

—Mejor meterle un dedo en el ojo —masculló.

Se vistió a la francesa, con calzas bordadas, zapatos de lazos primorosos, espada al cinto, casaca roja recamada de plata y ahuecada peluca blanca. Salió a la calle. El vello del bigote adquiría resplandor perlino con el sol, como la luenga cabellera.

No saludó a nadie. Desde la miranda contempló las naves ancladas en el puerto: una corbeta inglesa, alguna barca de mercachifles y míseras embarcaciones de pescadores. Todo como paralizado, desde que la capitalidad se había trasladado a Maó.

Vio a Diodor y le llamó. Desde que había muerto su tutor volvía a ser un pelagatos. Había salido con bien de un trance famoso. Pescando boliche durante el mes de julio, se chapuzó para espantarlo hacia la red. Los peces chapaleaban, remolinando el agua como una lluvia tenaz. De pronto apareció una lamia, dispuesta a zampárselo en un credo. Lo menos medía tres metros. Pero un brazo fosforescente se introdujo en la boca del animal y le arrancó de cuajo las extrañas. Unos decían que Diodor era el chamaco más valiente del pueblo, otros que le amparaba una preciosidad con verdugón de ahorcada en el cuello. La verdad es que el chico se aferró a un escálamo y se lanzó sobre la borda, arrastrando al marrajo.

—¿Es cierto que atrapaste a ese tiburón? —le preguntó el abuelo.

Diodor sonrió.

—No —dijo.

El viejo tenía los ojos verdes y un pelucón de platino. Buscó en la faltriquera y extrajo una bolsa tintineante.

—Toma —añadió—. Cómprate un barco.

Había una fortuna en duros de plata.

—¿Por qué?

Pero el anciano ya se alejaba cara al convento de San Francisco. Volvió a verle al anochecer. Vestía, precisamente, hábito de franciscano a modo de mortaja. Estaba metido en el ataúd, sobre la mesa de la sala, en el palacio Eleazar. Estrechó la mano del capitán y este le sobó cariñosamente la espalda. Le presentó a la viuda, que zollipaba bajo un velo negro. Le atendió un instante con complicidad, como si le conociera de toda la vida, y dijo entre dientes:

—No voy a tardar en seguirle.

Doña Ana se hallaba consternada, la cabeza gravitando en el hombro de su hija María, de apenas doce años. A su lado otra doncella, prodigiosamente hermosa. Clavó la vista en Diodor. ¡Qué bonita era! El pelo negro, lacio. Los ojos relucientes, cándidos. Alta, el pecho ya graciosamente erguido. Cómo le habría gustado ceñirla, olvidarse de todo. La frágil cintura se doblaría bajo su peso. Sentiría el cuerpo mortificado por cien alfileres de gozo.

—Doña Catalina de Elm, hija de los marqueses de Osorio —anunció el capitán.

Doménec, muy envarado, sonreía con la suficiencia de los catorce años, pese al duelo. Diodor torció el gesto. Recordó unos versos de Jorge Manrique: «Allegados son iguales…» Lo había leído en un libro de Weekdale.

—Les acompaño en el sentimiento —dijo.

Antes de traspasar el umbral miró un momento atrás y verificó que los ojos de doña Catalina seguían fijos en él. Mientras bajaba la escalera de mármol soñó que le agarraba los pechitos y estaban hechos de bruma, pero tremendamente perfumada. Besaba sus labios rosos, desgarraba la basquiña y el torso era coruscante, la espalda lisa, el cuello de cisne.

—Te quiero.

Casi tropieza, intentando descender un escalón inexistente. ¿Palpitaría también su corazón?

Mosén Dasi le prestó el mejor caballo de Agua Fría y en un par de días se plantó en Maó. Se dirigió a las atarazanas y encargó un jabeque.

—Ja, ja —rio el principal—. ¿Para qué lo quieres?

—Para ir a Italia.

—¿Tú solo? Ja, ja.

Diodor vació la bolsa sobre el tablero y el hombre dejó de reír bruscamente, como si le hubiesen seccionado la garganta.

—¿Cómo dices que lo quieres?

De vuelta Diodor paró en la posada de Mercadal. La Maritornes le dio una jarra de vino con ración de carne. Tenía el pelo pegado al cráneo, de puro sucio, y la cara redonda como la luna. Pero no era fea. Cuando tornó le arrancó de un tirón el cordel del escote y aparecieron las tetas orondas, lozanas. Se sintió borracho de fatiga.

—Tú, bien limpia, no debes de estar mal.

Sirvió otra mesa y luego se sentó a mondar patatas en la banqueta.

Al poco rato se bañaba en el aposento de Diodor. Dejó el agua negra como carbón. Una vez seca, el pelo cardado con escarpidor, resultó bruñida como una manzana. Tenía los ojos enormes, oscuros, los labios mullidos. Robusta, pero sinuosa, sólo las piernas eran un poco gordas, zafias. Bastaba con no repararlas. El mancebo se fundió en sus brazos, pensando en la marquesita de Osorio.

—Siempre que venga recuérdame que te dé un remojón.

El gallo cantó a primera hora. Una gallina puso un huevo en la almohada. Diodor lo agujereó. Estaba tibio. Sorbió y luego le dio un tantico a la muchacha.

—¿Cómo te llamas?

—Me dicen «Moza».

—Cuando sea rico te pondré de cocinera.

Se demoró todo el día en el figón. Por la noche se echó tanto vino al coleto que se durmió encima de Moza.

—Volveré —dijo al tomar el portante.

Pero no retornó en dos años, que pasó comerciando con Génova y Marsella. Había reunido una tripulación de ocho hombres y salían comúnmente con carga de lana, para regresar transportando cerámica, cuadros esmaltados sobre vidrio, o madera de calidad, tan escasa en la isla. Los conocimientos de Diodor sobre la navegación les salvaron de muchos peligros.

El capitán Dasi financiaba muchas de sus empresas, así como una peña de mercadantes que, imitando a los de Maó, habían empezado a arriesgar sus ahorros, penosamente juntados, con vaga conciencia de clase. Claro que Dasi era un aristócrata, pero embebido de ideas liberales, a guisa de los británicos.

En 1726, a la tornada de un provechoso viaje, Diodor se acercó a doña Catalina en el paseo. Iba con doña María de bracete, ambas haciendo gala de sus espléndidos catorce años. Le dijo una gentileza y le besó la mano, dándole un vuelco el corazón. Ella se dejó hacer, y luego se alejó rozagante. El chico quedó cabizbajo. Buscó un caballo y se trasladó a la hostería de Mercadal. Moza estaba desaliñada, con el cabello pringoso, como la primera vez.

—¿Recuerdas que te debo un chapuzón? —le dijo.

Ella soltó cuanto tenía y rodeó su cuello. Se acordaba. Al día siguiente recompensó al mesonero y se la llevó a Ciutadella. La metió en el jabeque, de cocinera. La gente empezó a murmujear y doña Catalina vertía algunas tardes una lágrima desde la balaustrada, contemplando las naves del puerto. Y durante el verano, en Agua Fría, adonde acudía desde que había finido la madre de doña Ana, se interesaba ante el capitán por Diodor, que se hallaba en Italia o Argel. Doménec apartaba el columpio de la encina y declaraba:

—Tiene una marinera.

Era mozuelo refinado, de facciones regulares. Se ponía ropas chillonas, como si estuviera en la corte de Versalles, pelucas que le conferían apariencia de niña fea.

Doña Ana tocaba el clave y Doménec bailaba de una pieza, como muñeco de cartón. Doña Catalina remedaba sus alcocarras, poniendo los labios en O.

Una tarde, a la hora de la siesta, doña María y doña Catalina se pasearon ante las narices del jovenzuelo, enteramente desnudas. El doncel apenas alzó la cabeza para apuntar:

—Magnífico palmito.

Y ellas:

—Ji, ji, ji… —se fueron corriendo.

En otra ocasión le convencieron de que les enseñara el culo en el desván. Se hizo el remolón, pero al fin:

—Bueno, sólo el culo.

Se volvió, se bajó las calzas y se agachó ligeramente. En eso entró mosén Dasi y le propinó un patadón tremebundo.

—¡Pero qué hace ese marica!

Días más tarde, mientras pescaban con volantín cerca de la playa, se levantó el siroco y el mar se rizó en un periquete. Cargó el viento y arreció el oleaje. Bogando intrépidamente consiguieron arrimar la barca a un farallón y ponerse a salvo.

Pero doña Catalina fue robada por un violento golpe de mar. Pronto desapareció de su vista, saliendo a flote, braceando a cada nuevo embate.

Resistió lo indecible, agarrada a una tabla. Al anochecer fue avistada por la gente de Diodor, a mucha distancia de Agua Fría. El muchachón se sumergió sin dudarlo. Moza les vio zozobrar entre montañas de agua, sin que nadie se arriscara a socorrerles.

Con todo consiguieron llegar exangües a una cueva, donde Diodor prendió fuego con unas cañas y pudieron reanimarse. Secaron sus ropas, bebieron agua de lluvia y se encaminaron a poblado.

Así nació un idilio perdurable. En tanto el mancebo se alojó en Agua Fría se solazaba con los jóvenes. Al atardecer se sentaba con Catalina en un banco del jardín y se miraban muy fijamente a los ojos.

—Te amo —susurraban.

La encina les atendía rumorosa.

—Ganaré una fortuna en el mar —aseguraba Diodor—. Nos casaremos. Vendrás conmigo a puertos lejanos, o me esperarás en una casa de ébano.

—Cada tarde saldré al balcón —replicaba Catalina— a otear el paso de la luna sobre el mar, como un camino que me acerque a ti.

Entornaban los ojos, cargados de maravillas, y se besaban dulcemente.

Todo era ideal. Algunas noches saltaban por la ventana y bajaban a la playa. Se bañaban desnudos, se abrazaban y se amaban. ¿Qué otra cosa cabía hacer? Emilia les protegía con el calor de su sonrisa.

Pero una vez el marqués de Osorio, que había venido a vigilar el sueño de su hija, les siguió en su fuga. Como eran ágiles y conocían los vericuetos del pinar le tomaron la delantera.

Cuando alcanzó la orilla el mal ya estaba hecho. Pensó traspasar a los dos con la espada. Le oyeron jurar y la muchacha nadó hasta la roca y se vistió. Diodor le esperó de pie. En vano gritó:

—Amo a su hija.

El noble hincó la garrancha con ardor, y allí le habría suprimido si Emilia no hubiese encajado la estocada. El hidalgo se cubrió el rostro con las manos, como espantado de su propia locura, y Diodor escapó junto a Catalina.

Emilia limpió la hoja y la devolvió a su dueño. Se dio la vuelta y, antes de que se esfumara, el marqués pudo guipar la espalda ensangrentada: la había atravesado.

Al día siguiente doña Catalina fue enviada a Canterbury, cerca de Londres, a una casa de Butchery Lañe, desde donde se distinguía la torre imponente de la catedral. Allí debía permanecer, al cuidado de una familia notable, hasta que todo el asunto quedara olvidado.