CAPÍTULO 6

Que trata de la cuarentena y del oficial inglés que protegió a Diodor, con lo que luego le aconteció

EN LA ISLA de la cuarentena fueron atendidos con esmero, gracias al peculio que traían. El mal no había hecho mella en Diodor, ni en los otros marineros. Tras quince días de reconocimiento ya les fue dado entrar y salir del bojeo, y en breve podrían llevarse la embarcación. Tenían que rendir cuentas de la carga perdida, pero era probable que mosén Dasi se mostrase fiador.

Durante la prevención, en la comodidad del asilo, echado en el camastro o tumbado al sol, Diodor aprendió primeras letras. Le instruía un oficial inglés, Mr. Weekdale, asimismo recluido en el islote con su tripulación. Era un hombre entrado en años, campechano, de habla dulce y reposada, máximum de la amabilidad. Ilustrado, había rodado mucho, y conocía al irlandés Jonathan Swift, que se hallaba a la sazón en trance de redactar Viajes de Gulliver. Penetraba las pasiones de su prójimo y con su sola presencia apaciguaba la disputa más exaltada.

Diodor demostró gran viveza natural. Quedó al servicio de Mr. Weekdale, una vez concluida la cuarentena, en su bonita casa de Maó. Así pudo continuar su educación, pasando del catalán al castellano y aun al inglés; aprendió cuentas, geografía; leyó tratados comerciales y estudió el arte de navegar.

Supo de las reformas auspiciadas por el gobernador Kane. El propio capitán Dasi había trabajado, con tres mil soldados de la guarnición, en el nuevo camino que unía los dos extremos de la isla. En adelante podrían fabricarse carretas, aunque los menorquines eran reacios al progreso, y se emperraban en seguir montando burros de carga por la senda antigua.

Hoy día se disponían puentes y vías colindantes que unirían predios y playas remotas. Con ello se convertirían en vergeles los más recónditos salobrales, sembrando las semillas importadas por el brigadier Kane. Con sus sabios consejos medrarían las nuevas especies de ganado, y con los reglamentos de pesca, vino, caza, cereales, etc., se alcanzaría gran mejoramiento.

Port Maó, ciudad ahora convertida en capital para albergar a la potente flota inglesa del Mediterráneo, había recabado su época de esplendor. En el puerto se edificaban atarazanas y muelles convenientes, y abundaban ya mercaderes griegos, hebreos o italianos. Se arreglaban las calles y proyectaban otras nuevas. Un reloj, traído de Londres a la casa consistorial, marcaba la hora de la modernidad.

Diodor abría la buhardilla, en casa de Mr. Weekdale, y contemplaba los barcos de guerra británicos, fondeados en el puerto. Intuía la abundancia que emanaba de la tropa hambrienta y sedienta, hastiada de carne salada y galleta, suspirando por alimentos frescos, vino de dos orejas y hembras desorejadas.

Oía chillar a los mercaderes italianos, «Santi belli!», apercibidos a traficar con la buena fe de los isleños, y con la voracidad del más astuto de los pueblos. Los griegos se amparaban bajo la Union Jack. Los judíos armaban corsarios contra naves francesas o españolas.

En suma: todo un mar de oro ahí, al alcance de cualquier muchacho de oscuro nacimiento como él, que bregase con tesón.

Extendía los brazos, como abarcando el horizonte, preñado de salinas, otra fuente de riqueza. Pasaba revista a sus míseros recuerdos y consideraba el bien que se le ofrecía, invitándole a ser osado y conquistarlo. Y abrazaba el mundo, adueñándose de todo.

Rememoraba los días de cuarentena. Jomadas de sol otoñal, retiro y estudio. Por la noche, bajo un cielo tachonado de estrellas, surgía el espectro de Emilia, la que decía ser su madre. Insulares y britanos brindaban y cantaban. Emilia lamía las bubas de los que morían ajumados, impregnándolas de lustre blanquecino, como primorosas costras de salitre. Se dejaba besar por aquellos desdichados, atascándoles de hielo la garganta.

Diodor le tocaba el verdugón del cuello.

—¿Te duele? —preguntaba.

Y como no contestaba:

—¿Duele, la muerte?

—No temas, tú no vas a morir. Todavía te quedan muchos años.

—¿Propicios?

—Tienes que luchar para que lo sean.

Diodor se echaba en su yacija y antes de dormirse releía la lección que por la mañana debía rendir a Mr. Weekdale. Afuera se oía el runrún de borrachines y llanto de apestados. En sueños su madre acudía a sosegarle.

Acabada la prevención mosén Dasi se constituyó en garante por la carga malograda. Se completó la marinería del pingue. Diodor permaneció con el oficial inglés dos largos años.

Los días de verano solían ir en una cachucha, junto con alguna dama inglesa cabalmente escotada y provista de quitasol, hasta la cala llamada «de las ostras». Diodor se desnudaba y, tras santiguarse, se sumergía, armado de martillo y cincel. Buceaba más de diez brazas para arrancar las apreciadas conchas. Invertía un minuto, y en ocasiones Emilia le ayudaba a localizarlas con el fulgor de sus ojos.

Si le sobraba tiempo se dejaba mecer, sin salir a flote. Rasaba la arena del fondo, y las algas de fibras oscilantes. Veía una chopa de plata y la seguía a una covacha que tenía playa interior, y un hueco por donde asomaba el sol. Descansaba en la orilla, y los de arriba creían que se había ahogado. Hasta que salía cargado de ostras.

Diodor aprendió a llevar en el bote jovencitas inglesas, que se encueraban con él y somorgujaban hasta la cueva. Allí conoció por primera vez el amor, en brazos de aquellas ninfas doradas, de pezones salinos, llenas de ternura. El sol se colaba entre las rocas y centelleaba sobre las aguas como coral labrado. Emilia sonreía en los dientes de las mocitas gimoteantes, orgullosa de su vástago.

Puro deleite que algún día, pensaba Diodor, se concentraría en una muchacha hermosa, sí, bella como aquellas, pero que le tocara el corazón y estuviera dispuesta a hacerlo suyo para siempre. A esa la convertiría en su mujer.

Entonces visitó Menorca Sir Geoffrey Dumb, lord inglés allegado a Su Majestad. Viajaba en una airosa fragata, con la que resolvió contornear la isla. Mr. Weekdale, que era cartógrafo experto, le acompañó, dispuesto a medir y dibujar los menores accidentes.

Recorrieron la costa norte. Penetraron en el hermoso puerto de Addaia, lleno de recodos y riberas frondosas, de parajes umbríos que presagiaban la poesía romántica. Mr. Weekdale demostró su pericia de navegante sorteando los bajíos y angosturas de tan agreste ensenada.

Recalaron asimismo en el resguardado puerto de Fornells, donde se encontraba el fuerte de San Antonio, y una aldea de pescadores. Asaron montones de sardineta para la tripulación, y guisaron además una gigantesca tortuga con alcachofas, habas, guisantes y patatas tiernas, que se sirvió en platos con rebanadas de pan y acompañado de buen vino clarete. Luego, mientras la marinería bailaba al son de caramillos y adufes, y Sir Geoffrey sesteaba entre dos maturrangas exuberantes, Mr. Weekdale inspeccionó la costa en una falúa.

En Ciutadella Weekdale se mostró muy interesado por el resuello del mar en huecos cubiertos de espárrago silvestre o zarzamora, al pie de cercas de piedra polvorienta, junto al pequeño castillo de San Nicolás, en la bocana del puerto. Parecía un gigante roncando amenazadoramente. Se pidió la opinión del señor John Armstrong, ingeniero al servicio de S. M. Británica, que se hallaba a la sazón recogiendo notas para una peculiar Historia de Menorca, donde se incluirían curiosidades y ciencias de la naturaleza. Armstrong manifestó que no apostaría nada en contra de que fueran los mismísimos fuelles del diablo, tal como aseguraban los soldados, aunque dando crédito a la razón parecía tratarse de una espaciosa caverna que socavaba el acantilado y dejaba pasar el mar.

Decidieron explorar la cueva en un bote, provistos de armas y antorchas. John Armstrong excusó su participación en la empresa, por cierto reúma que padecía. Sir Geoffrey se refugió en el burdel de la calle San Juan, entre siervas moras y danzas delirantes. Sólo Diodor, con otro joven marinero, acompañó a Mr. Weekdale.

Entraron remando con cautela, dirigiendo la luz de las antorchas acá y acullá, sobre la roca negruzca, húmida por los embates del mar. A medida que progresaban el conducto se estrechaba. Pronto resultó evidente que no podrían avanzar más y que los agujeros por donde rugía el mar debían de ser caños angostos en que concluía la caverna.

Resolvieron virar, tras tomar Mr. Weekdale sus apuntes. Sir Geoffrey se alegraría sin duda del regreso anticipado, por la comilona de centollos a la brasa que les aguardaba, pues habían comprado dos sacos llenos a cinco dineros la pieza.

Ya cerca de la salida Diodor advirtió una hendedura lateral en la que, agachándose, cabía un hombre. Saltó a una seca y examinó la abertura a la luz del hachón. El hueco parecía espacioso y llamó a su protector.

Amarraron el bote a un saliente y se metieron en la gruta. Caminaron con el agua hasta los tobillos y comprobaron lo desmedido del antro, en el que había una especie de mar interior. La bóveda aparecía preñada de estalactitas, púas y columnas, caprichosamente entrelazadas, formando como un laberinto de marfil. Allí los orificios donde resoplaba el mar en remolino eran puntitos resplandecientes.

Mr. Weekdale trazó sus croquis, dispuesto a acotarlos. Por cierto que, habiéndose sentado sobre un gran escollo liso, depositó el hacha en el suelo y al poco tiempo resonó un alarido terrible. La peña se movió, arrancada del fondo, y mostró ser la cabeza de un pulpo colosal, quemado en su letargo. Se había alzado y el inglés pudo agarrarse a un par de estalactitas y quedar columpiándose en el aire.

Pero el monstruo le había visto y enrollándole en uno de sus tentáculos se lo llevó al hocico. Para pasmo de Diodor y del compañero, que pugnaban por socorrer a su señor, en la boca del endriago apareció una doncella joven y atractiva, de cuerpo esbelto, ceñido de sedas rojas, sobre las que destacaba su cabello de oro. La oceánide descargó en la jeta del inglés un fluido corrosivo que le dejó totalmente deformado, antes de que el animal terminara de engullirlo en sus fauces potentes.

En vano dispararon Diodor y el marinero. El monstruo amortiguó los impactos con su carne algodonosa y de un tabanazo robó al marino, que fue asimismo atacado por el líquido mordaz y deglutido. A continuación le llegó el turno a Diodor. No hizo nada por defenderse. De un voleo estuvo frente a la muchacha, que era notoriamente encantadora. Le contemplaba con una ligera sonrisa en los ojos azules, los labios carnosos todavía cerrados. Toleró que la tocara sin hacer un solo mohín. Lo que el chico había creído sedas encarnadas eran en realidad membranas de aquella curiosísima crisálida.

La doncella abrió de improviso la boca, para fascinación de Diodor, dispuesta sin duda a rociarle con su ácido. El mancebo aún consideró las mucosas blanquecinas del interior, la falta de lengua y el agujerito negro por donde iba a salir el chorro fatídico. Se apartó justo a tiempo de evitarlo. Atenazó el cuello de la virgen y sin demora le clavó el garfio en la nuca.

El endriago gimió al punto lastimeramente. Aulló varias veces de modo horrísono. Aflojó el tentáculo en torno a Diodor, lo que le permitió escapar. Antes de salir aún vio al monstruo convulsionarse, herido de muerte. La doncella tenía el pelo tinto de sangre.

Desató el bote y remó denodadamente hacia la desembocadura.