CAPÍTULO 5

Del bautizo de Doña María y de las aventuras y desventuras de Diodor

EN ABRIL DE 1713 se firmó la paz de Utrecht. Se salvaguardaron los privilegios y fe católica de los insulares. Cataluña, por el contrario, perdió todas sus inmunidades cuando el 11 de setiembre de 1714 capitulaba frente a los filipistas.

Doña María ya había sido bautizada a la sazón. La ceremonia fue soberbia. Tuvo lugar en la iglesia parroquial y acudió lo mejor de aquella colectividad encopetada, que ahora recelaba perder su influencia. La criatura traía un espléndido capillo de seda y oro, resplandeciente como la mañana de primavera. Se dio un hartazgo de dormir durante el ritual. Sólo cuando se le derramó el agua en la cabeza catiteó ligeramente, sin llegar a despertar. Durante la misa que siguió el capitán fue a comulgar, pues se había confesado con el cura novato de su casa. El pobre clérigo se quedó despatarrado ante la enormidad de sus desmanes amorosos, y exclamó:

—¡La órdiga!

—¿Decía, padre?

—Nada, cosas mías… Señor, así no os puedo absolver.

—A fe que lo haréis. ¿Vos no tenéis amoríos?

—¡Excelencia!…

—Ah, vamos, vamos… Dejaos de monsergas y absolvedme.

—Pero…

—¡Haced lo que os digo!

El capellán levantó los ojos al cielo. A través de la ojiva vio un sol radiante asomado a la capilla. En medio había un triangulito de plata, con un ojo gigantesco, provisto de párpado bruñido. En aquel preciso instante hizo una guiñada, y el sacerdote miró al relapso.

—La misericordia de Dios es grande —aseguró—. Dijo no 7 veces, sino 70 veces 7. Arrepentíos de vuestros pecados, proteged a los desvalidos, velad por la grey del Señor y rezad un rosario cada atardecer.

—¿Durante cuánto tiempo?

El cura se encogió de hombros.

—Está bien, vos rezaréis conmigo.

Treinta niños pobretones asistieron a la colación con que se celebró el bautismo. Entre ellos Diodor, que a sus pocos años ya trabajaba de pescador.

Se había fabricado un techo de palmas en la terraza, bajo el que se alineaban largas mesas, lujosamente aderezadas. Se ofreció chocolate y ensaimada, pastelillos con conserva de membrillo, panecillos de sobrasada, empanadas de carne, requesón y queso, torta de almendras, confites variados y suspiros de azúcar. Hubo vino dulce y agua fresca con azucarillos.

Algunos nobles se achisparon con el vino y bailaban con las damas, habiéndose quitado las negras levitas, al son de guitarras, guitarrillos y panderetas. Las señoras brincaban divertidas, un poco hechas a las costumbres liberales del invasor. Dasi acorraló a la mujer de un militar británico, olvidando sus propósitos de enmienda. Doña Ana sonreía con sus dientes de perla.

—Decidme —preguntó—, ¿me habéis querido alguna vez?

—Señora, no lo dudéis. Siempre fuisteis muy apetitosa.

—Y vos muy galante. ¿Cómo os llaman en la milicia, «bragas de fuego»?

—«Pichita de oro.»

—Ah, eso.

Golden prick? —se informó el oficial inglés.

Yes, ¡ja, ja!…

—¿Qué ha dicho? —interrogó doña Ana.

—No lo sé, ¡ja, ja!, pero ríete.

Diodor salía a pescar en el falucho de su padre, con un viejo lobo de mar. Era tajo cruel para niño tan parvo. Habían de andar legua y media, desde la ribera inmediata al caladero, por arriates impracticables, para traer el pescado a la ciudad. Poco después del bautizo, marchando de Ses Fontanelles con la talega llena a rebosar, les asaltó una cuadrilla de bandoleros. El viejo fue bárbaramente acuchillado. Antes de cerrar los ojos baladró:

—¡Justicia, niño, que me matan!

El chiquillo, aguijado por los alaridos del abuelo, se lanzó sobre su matador como jaguar, arremetiendo a puñadas y mordiscos, hasta que el bandido, desternillándose de risa, le apartó de un manotazo. Se hirió con una piedra y perdió el sentido. Antes de cobrarse vio una señora muy pálida, con un verdugón de ahorcada en el cuello, que le decía:

—¿Ves? Esta es la justicia de los pobres.

Se desadormeció y no había nadie, pero aún percibió el perfume de aquella dama.

Siguió el rastro de los malhechores, y al anochecer les descubrió en la cueva donde descansaban. Comió del caldero que todavía humeaba sobre las brasas. Encontró una bolsa de reales, piastrinas y piezas de a ocho. La tomó y se alejó sigilosamente.

Ya en el sendero no cabía de contento, pues con aquel dinero podría aliviar a su padre. De pronto le cayó encima un jayán como una montaña, que le arrebató el bolsillo. Lucharon, con gran desventaja para el pequeño. Se revolcaron. El gigante le atenazó la garganta y ya se le nublaba la vista al crío cuando le mordió en la bragueta. Aulló estentóreamente y su mano se aflojó. En un último intento el chico hincó el diente y le arrancó un testículo.

Luego huyó, galopando con la luna a cuestas durante el resto de la noche. Hasta que llegó a las puertas de la ciudad. Tenía una baba de sangre sobre el pecho, pero había salvado la plata.

Cuando el padre enfermó de tifus Diodor se hizo cargo de la barca, con otro marinero entrado en años. El mal se alargó en extremo. Sus hermanos se pusieron a compango de nobles señores. Los médicos, que habían aprendido el oficio de sus padres y nada sabían de remedios modernos, hicieron cuanto pudieron, mas Dios acabó llamando al pescador. Le metieron en negro cajón y le llevaron a la iglesia.

Diodor y el anciano se hallaban en el mar, fustigados por viento sudeste. Lastraron con piedras y pusieron rumbo a tramontana. Pero el siroco soplaba con virulencia y un golpe de mar volcó el falucho. El viejo quedó chapaleando impotente sobre una montaña de agua, hasta que le faltó firmeza y se ahogó. El mozuelo también sucumbía cuando una mano ciclópea, blanca como la espuma, le transportó a la playa. La misma dama que se le mostrara al ser atracados por los bandidos, le secó con aliento perfumado. Era bella como una rosa.

—Gracias por salvarme. ¿Cómo te llamas?

—Emilia.

—¿Y quién eres?

—Soy tu madre.

—Mi madre murió.

Se quedó dormido al arrimo de una peña. Por la mañana buscó lapas, cangrejos y caracolillos de mar que llevarse a la boca. Echó a andar. A mediodía un conejo se quedó atravesado delante de una mata, y lo cazó con certera pedrada. Para asarlo prendió fuego a la hojarasca con eslabón y pedernal.

Cuando alcanzó el pueblo supo que su padre había dejado este mundo. Era el más cuitado de los muchachos, solo en la casuca abandonada. Se adormiló sobre el jergón. Oía batir la puerta, sin decidirse a trincarla. Al fin percibió muy adentro el rumor de unos pasos. Se volteó, creyendo soñar, y alguien atrancó la cancela. Abrió los ojos con gran fuerza y, a la luz del candil, reparó unas botas lustrosas, con espuelas de plata, seguidas de pantalón oscuro y vaina de espada. Era el capitán Martí Dasi. Se incorporó como empellado.

—Señor. ¿Sois vos, señor?

—¿Te gustaría navegar en un barco de carga? —preguntó, sonriente, el caballero.

—Claro, señor.

Y así fue como se enroló en el pingue Ramona de los mares, que viajaba a Mallorca, llevando ganado, y regresaba con aceite y tabaco de contrabando. De cuando en cuando traficaban en Argel.

Diodor fue pronto marinero experto. A los doce años era mozallón de buenas espaldas, y a los quince un hombre curtido en las lides del mar, de ojos grandes y soñadores, lleno de noble ambición.

En la última salida a Argel encontraron la ciudad desolada por la peste. Las aguas pútridas del puerto no reflejaban ya el contorno de los muelles, ni los arcos de la lonja, ni el perfil de cárabos, pailebotes o galeras, sino la faz descarnada de la muerte. Las mercancías llevaban meses sin despachar, amontonadas a merced de golfines harapientos, atacados de bubones, que tragaban vituallas contaminadas, rompían cerámicas o destripaban sacos de grano.

Trataron con un mercante inficionado, que les indicó los rimeros de madera con gesto vago, como despidiéndose de este mundo. Cargaron los tablones, que estaban cubiertos con lonas polvorientas, prestos a escapar de aquel lúgubre apostadero. El argelino se rebujó en su chilaba y aconsejó que rezaran a su Dios para que no les contagiara el mal. El agua olía a orines y tenía restos de excrementos, andrajos, pantuflas y aun cadáveres descompuestos. Se hicieron a la mar de noche, remando para alejarse más rápido.

A mitad del trayecto el nostramo, que sesteaba a proa, abrazado a la guitarra con que se acompañaba en las horas de tedio, bostezó y, sintiendo comezón en el dorso de la mano, se rascó hasta sangrar. De pronto abrió los ojos y escrutó la pústula deleznable que había estallado con el roce. Precipitadamente escudriñó el cuello, las axilas; se quitó el pantalón y hurgó en las ingles. En efecto, tenía el cuerpo infestado de la mortal enfermedad.

En vano ocultó sus manos y disimuló sus padecimientos. Pronto dos marineros se hallaron apestados. Uno murió en medio de terrífico tormento, y fue enterrado en el mar. También el contramaestre se zambulló una noche, dispuesto a dejarse llevar por las olas hasta donde le permitiera su aguante. El otro llamaba lastimeramente a su madre, y feneció a la vista de la costa menorquina, ante el cabo de Mal Pasar.

Diodor cargó con él y lo echó a los peces, pues los demás se sentían amedrentados con la parca al acecho.

Con el mar en leche la agonía se prolongó durante algunos días. Cuando ya enfilaban la rada salió una barca con pabellón inglés y el comandante les prohibió entrar, puesto que Ciutadella carecía de lazareto. Debían bordear la costa hasta la isla de la cuarentena, en el puerto de Maó, donde quedarían en observación.

Pero el viento aún se retrasaba. Un calmo amanecer, con el sol de plata sobre la torre de la iglesia y una línea de espuma en los negros peñascos, Diodor percibió un laúd que se acercaba. Un oficial le saludaba, de pie en la crujía.

—Ohé, los del barco.

—Ohé.

—Soy el capitán Dasi.

Traía carne salada, galleta, verduras, fruta fresca y un bidón de agua.

El caballero subió a bordo y le estrechó la mano, sin temer infeccionarse.

Le dio un puñado de libras, mediante las que serían muy bien tratados en la cuarentena, y le ayudó a arrojar los tablones al mar, para soltar lastre.

Se despidió con otro efusivo apretón de manos.

Mientras se retiraba, los marineros remando como alma que lleva el diablo, Diodor meditaba qué inducía a aquel hombre a favorecerle, qué vieja amistad le unía con su padre. Noble respetado, casado con dama de su rango, con dos hijos ya crecidos; valiente en la guerra, fogoso en la cama; empleado por el gobernador Kane en la mayor de sus empresas, el camino que unía Maó y Ciutadella, ancho como para permitir el paso simultáneo de siete caballerías; ¿qué vínculo secreto le ligaba con él, mísero muchacho?

A mediodía, con sol radiante, se levantó un poco de brisa. La vela se hinchó, percutieron las poleas. Diodor se desentumió, desató la caña del timón, miró a lo alto. Una musa pálida, de cabello dorado y cara redonda, soplaba con los carrillos inflados para empujarles. Era la que dijo llamarse Emilia y ser su madre. Diodor le preguntó si conocía al capitán.

—Ese hombre es tu padre —dijo la muerta.