CAPÍTULO 4

Que cuenta una disputa de soldados y lo que aconteció en carnaval, con algunos sucesos de agua fría y el nacimiento de Doña María

MOSÉN MARTÍ DASI y su convoy fueron aclamados por dar capote a los peligrosos ladrones bereberes. «Los cuatro de la Sala», Jurados de la Universidad General de Menorca, remitieron solemne parabién al caballero, demandando encomienda especial a los britanos.

Era evidente que se le envidiaba la prominente condición alcanzada, tanto entre sus iguales como con los descreídos extranjeros. Dasi sabía que toda expresión amigable velaba cierta animosidad.

Un hecho vino a confirmarle sus barruntos. Hubo pelotera de soldados ante la puerta de su casa, y un granadero apareció con la cara socarrada por trabucazo. Andaba en coplas la mujer de su caballerizo, moza galana donde las hubiere, piruja y barrenada de cascos. Al cabrito no parecían estorbarle los devaneos de la dulce enemiga, mientras le valieran buenos reales de plata. De modo que cuando la trapatiesta se limitó a decir:

—Bah, un chico emborrachado…

Y siguió cepillando el caballo.

La cosa no habría traído cola si el muerto no se hubiese ido de canilla, interrogado al oído por el Oficial Mayor. Dijo que acusó al mismísimo capitán Martí Dasi. Y aunque era asaz inverosímil que un cadáver hablara, todo el pueblo murmuraba. Claro que la chiquita tenía cara de rosa y el caballero bien podía haber perdido la cabeza.

Cuando estuvo en el cuento el capitán montó en cólera. Irrumpió en plena sesión del Tribunal, desnudó la espada y retó al que platicaba con los difuntos a que le respondiera unas curiosidades después de haberle traspasado. Hubo pública retractación en que se hacía saber que el finado jamás habló, que a lo sumo ladeó el labio quemado en media sonrisa, y que todo se reducía a pendencia de borrachines. Se castigó a los culpables, pero el honor de mosén Martí Dasi quedó en entredicho. De suerte que, para templar gaitas, se retiró discretamente a Agua Fría.

Continuaban allí cuando, en carnaval, la cara mitad del caballerizo se puso un bonito vestido de seda roja, que le regaló el capitán, peluca de plata y lunar de cristal. Traía los pies descalzos. Y como se encubría con negro cambuj, fue recorriendo todas las casas donde había baile, mediante un billete falso. Cuando al fin encontró al Oficial Mayor le engatusó con su leve acento italiano, y con el rebote de sus pechos en tanto que danzaba sin bajar los ojos, como debía, sino escudriñándole impunemente detrás del antifaz.

El suceso fue que el noble bebió demasiado vino y, tolondro por el desenfado de la fingida condesita italiana, se dejó guiar a un camarín del Real Alcázar, donde se descubrió el pastel cuando se hallaba en trance de cabalgar a la mucamita. Ya escurría el bulto, entre el regodeo general, cuando la damisela le atinó en el hocico con agrio naranjazo, pues era costumbre arrojar las hembras naranjas a sus galanteadores durante el antruejo. Tal quedó el hidalgo que no sabía si reír o llorar. Y para colmo resultó ser la costilla del caballerizo consentido.

El asunto terminó con bien para mosén Martí Dasi, pues el tole tole culpaba ahora al Oficial Mayor. Pero el caballerizo fue a por su señora y, a base de empellones y tortazos, le quebró la pata y la metió en casa. Le ofrecieron desterrarla al islote de las adúlteras, pero el zote dijo que ya tenía bastante con haber quedado tuerta y corcovada de la paliza. La pobre acabó como aya del doncel don Doménec, y no es seguro que en noches señaladas recobrara su venusted y se aderezara con ojo de oro y cristal para visitar el sueño de las casadas y exhortarles cautela.

Pasó algún tiempo. El capitán permaneció en Agua Fría con su familia hasta diciembre de 1712, en que doña Ana estaba a punto de parir su segundo hijo. Faenaba con los masoveros todo lo que le permitía su condición de hombre recio y de caballero. Supo que los filipistas habían vencido en Brihuega y Villaviciosa, y que los ingleses negociaban la paz secretamente. Aún residían en el campo cuando el duque de Argyle tomó posesión de la isla en nombre de su reina.

Entretanto Dasi arrimó el hombro en los sembrados. Efectuaba labores inadecuadas a su condición, como estercolar, partir leña o preparar embutidos. Compensaba ver crecer el trigo o la cebada, catar el queso mantecoso, cuando uno había puesto algo de su parte. Se podía soñar que la tajada era de oro, pero fonje como algodón. Adentellada vorazmente, convertida en rueda de Santa Catalina, filtraba luz pajiza y tenía una castálida en el centro, como en las consejas.

Con el niño en brazos el capitán atendía las patrañas de la masovera. Los platos rodaban sobre el anaquel. Las ollas saludaban con la cobertera. Los vasos de barro se desfondaban, y eran hondos como pozo de agua negrísima, pero muy fresca. Las figurillas pintadas en el papel de los entrepaños correteaban; un ciervo saltaba, un toro embestía, y la luna, asomada al ventanuco, ponía en sus cuernos goterones de limón.

La campirana, alta y hombruna, reventaba de risa, con el semblante lleno de arrugas y parpadeos del fuego, mientras evocaba la silueta del ogro, y de la ogresa que le metía en el ano largo hierro candente. Su aullido rajaba la noche de cristal.

Cuánto mejor valorar las cosas sencillas que ahogarse en el tedio de los dones, a quienes estaba vedado el comercio y el trabajo manual. Dasi pensaba que era magnífico sudar en la campiña, vivir las mitologías vulgares, desnudarse del uniforme como de una coraza medieval. Abrazar a doña Ana, y si la hallaba remilgada, llamar a la hija de los masoveros, entrar con ella en el establo y gozar de privilegio ancestral sobre los excrementos. Chapotear después en la alberca, y acaso beber a chorro en las ubres de las vacas. Eso sí era vida.

En junio, antes de la siega, las espigas se ondulaban como mar de seda. El señor besaba a la señora y a su hijo. Luego también él se descamisaba, calzaba toscas abarcas y empuñaba hoz filosa que chispeaba bajo el sol. Las mieses iban cayendo, y las muchachas juntaban haces y gavillas. Mientras doblaba el espinazo la mísera payesa soñaba que el embarazo no era del capitán, sino de su verdadero marido. Al fin y al cabo no podía estar segura. Temía que el pegujalero le arrebatase el rebociño, la agarrara del pelo y, zas, le tronchase el cuello con el falce. Pero no, el esposo sabía y callaba, sumiso al amo. Tampoco ahogó al niño en el pilón, porque era buen cristiano.

Cuando castraban al ganado, estrujando los testículos a la manera moruna, la campesina se veía desnuda, a cuatro patas sobre la mesa, bajo la férula del patrón. Atajaba una lágrima y se revolvía, le arrancaba de cuajo el cipote y le dejaba bramar estentóreamente, como aquellas bestias desdichadas. Luego resultaba que le desarraigaban el hijo de las entrañas y estallaba en humores fétidos, antes de despertar, trasudada en la ardiente noche de verano. Sólo era un sueño. El hombre roncaba a su lado.

Meses más tarde, cuando acunaba al hijo junto al hogar, el amo atrancaba la puerta y le descubría el pecho con la espada, para alimentarse del grano y la miel de los pobres.

Por esa época, medio año antes de que se firmase la paz de Utrecht, la isla fue cedida a los británicos. Mosén Martí Dasi y su familia aviaron el retorno a la ciudad. Doña Ana se hallaba en avanzado estado de gestación y quería dar a luz en palacio.

La señora paseaba con el aya y el doncel don Doménec, en las plácidas tardes de otoño. Le gustaba andar por la vereda culebreante, mientras el pequeño juntaba manojos de pinillo, sin soltar la cadena del corderito, lavado y perfumado, con una medalla de San Francisco, que era su juguete predilecto. La jorobada velaba por su paso trastabillante, o retozaba con él, dando caza a pelotas de trapo o canicas de cristal. Tenían animales exóticos, impensables en la isla, como jirafas de marfil o panteras de madera.

Si lucía el sol, con el veranillo de San Miguel, merendaban debajo de la encina gigantesca que había al pie de la trocha. Doña Ana, sentada en la sillita de tijera, leía versos, o por ventura tejía un chal con hilos de plata. Comía coca de sobrasada, saboreaba un vaso de mosto y conversaba con el regato, como en los mejores cuadros bucólicos. Un fauno flautista convocaba a una doncella muy pálida, con verdugón de ahorcado en el cuello, y en los labios la frialdad de la muerte. Era Emilia.

Doña Ana se acostumbró a verla. Solía sentarse a su lado, y departían para matar el aburrimiento.

—Yo conocí a tu hombre —le decía—, y no soy la única.

La señora callaba. Recamando, se pinchaba un dedo, y tras delicioso mohín, chupaba la sangre. Sabía a ciruela. La difunta se sulfuraba por su silencio, ponía dos cuernos azufrados en la frente y sacaba lengua bífida de reptil. Doña Ana alzaba los hombros para observar:

—Los varones no tienen virgo.

La muerta figuraba lo que el capitán hacía en aquel preciso instante: follarse una esclava mora en el burdel de la calle San Juan, de Ciutadella. El ama la abofeteaba, enardecida, y su cara se hacía añicos, como un espejo.

Poco antes de marchar para la ciudad, doña Ana mandó atar sus rivales a la encina. Quedaron separadas por el tronco colosal, piernas y brazos extendidos. Y así pasaron la noche. Por la mañana había un hueco, bajo el que en adelante se podía cruzar la vereda a caballo. La payesa estaba más hermosa que nunca. Tenía ojos verdes esmeralda, carnes fragantes, palmito resplandeciente, como la faz dorada de la luna, y cuando reía de su boca escapaban ruiseñores.

Diciembre fue inusitadamente frío. Ya en palacio, doña Ana sólo se arriscaba a bajar al patio porticado y estirar las piernas bajo los soportales. Contemplaba los árboles desnudos, humedecidos por la lluvia, las hojas pasmadas de laureles, mimosas y jazmines. Las palmeras y cipreses se combaban pesadamente, sobrellevando la carga del invierno. Los rosales eran todo espinas, como la corona del Señor, y las madreselvas tampoco conseguían medrar. La señora alzaba la mirada y suspiraba. Destacado en los rosetones del techo, advertía el escudo de los Dasi: un ancla sobre mar flexuoso, y las barras de Aragón. A doña Ana le recordaba el nombre de Agua Fría.

Cuando su padre iba a verla, se quedaban platicando durante horas junto al balcón. La jorobada la peinaba en presencia del señor de Eleazar, y una que otra vez vio al vejete posar risueño su mano sobre el vientre del ama, para sentir cocear al nietecillo. Solía traerle golosinas, caramelos cuadrados, verdes o coralinos, duros como cristal, o confites de almendra. A media tarde se servía el chocolate, en jícaras de porcelana, con cubertería y bandeja de plata. Raras veces tomaba el señor ensaimada o sequillo alguno, y aun sorbía apenas media taza, y no por falta de ganas, sino temeroso de cobrar carnes y que le hubieran de sangrar, pues las sanguijuelas le daban verdadera grima. Después siempre bebía un vaso de agua de cisterna.

La señora madre de doña Ana la visitaba menos que su papá. Tenía achaques en las piernas y aunque el médico le aconsejaba precisamente andar, prefería sus cotilleos y devociones que aquella hija casada con un personaje relevante. Siempre se le reprochó su incapacidad para engendrar un heredero varón, y esto le producía cierto resquemor. En cuanto venía todo era quejarse de los pies, de la frialdad de los salones y humedad de la isla, que la tenía entumecida de reumatismo.

Doña Ana, echándolo a chacota, dijo que el mejor remedio era sumergirse en una cuba de orina de burra calentita. Más adelante el señor de Eleazar contó que su mujer había hecho reunir veinte asnas de sus predios, y de posesiones vecinas, y las forzaron a mear dentro de un tonel. Resultó preciso caldear el mejunje, porque los brutos rehusaron orinar al mismo tiempo, por más que les zurraran. Luego de tantas fatigas la medicina no surtió efecto, antes olía pestes y no había quien se arrimase a la señora, por muchos polvos y bálsamos que se daba. El señor se descoyuntaba de risa, y doña Ana soltó el chorro. Su madre tardó mucho en volver.

Hicieron las paces el día de Navidad. Hubo banquete en el palacio Eleazar. Se sirvió sopa de pescado y pavo relleno, junto con postre exótico a base de piñones, almendras, nueces, higos secos y uvas pasas. Remojado con excelente vino dulce de Alaior. Y se ofreció un producto de las Indias, vendido por comerciantes mahoneses: café. Todo el mundo se avino a que sabía muy amargo y era cien veces preferible la manzanilla.

El doncel don Doménec recitó un verso incoherente, y sus padrinos le obsequiaron con buenos duros de plata. Mosén Martí le enseñaba a remolinearlos sobre la mesa.

Por la tarde toda la familia fue a ver el belén de la iglesia parroquial. Era gigantesco, con ríos de agua verdadera, palmeras rebosantes de dátiles, ángeles que cantaban alabanzas al Niño Jesús y un cometa iluminado, que surcaba los aires seguido por los pastores. Verdaderamente, el artesano que urdió aquel mecanismo de relojería tenía un ingenio muy vivo.

Después cumplimentaron a parientes y amigos. Al anochecer doña Ana hubo de ser asistida, porque en medio del claustro de San Francisco, a cuyos frailes también habían acudido a saludar, entre magníficats resonantes, sintió que una mano tibia le acariciaba el envés de los muslos, separó las piernas, concupiscente, y advirtió que estaba toda mojada, pues acababa de romper aguas.

El parto fue más fácil que la otra vez. A eso de las once mosén Martí Dasi ya pudo entrar en el dormitorio. Tenían una hija que iba a llamarse María.