De la felicidad de los cónyuges, su descendencia y el descalabro de un corsario
DURANTE AQUEL INVIERNO inclemente doña Ana y mosén Martí Dasi se acostaban temprano y se levantaban muy tarde. Todavía echados oían la lluvia en la azotea, como tropel de caballos elásticos. Y el viento bramaba hasta las cejas, colándose entre las encinas y pinos del patio. Llamaban a la campanilla y subían dos hijas de los labriegos, sanas y fortachonas. Una de ellas abría las persianas, dejando los postigos entornados sobre las vidrieras. La claridad perlaba las gotitas de agua que se escurrían sobre los cristales. La otra muchacha servía el desayuno en un azafate. Consistía, las más de las veces, en un tazón de café, con pan recién sacado del horno y tal vez una escudilla de cuajada, todavía humeante, con miel y canela.
Si el día estaba desapacible los recién casados no salían de casa. El amo leía junto al fuego y la señora bordaba. Tal vez se atrevían a confundirse con sus servidores y sentados en torno al hogar atendían las consejas que refería la masovera. En su imaginación se mezclaban hombres ciclópeos con paisajes de los alrededores, botas de siete leguas y pollinos que sabían hablar. Los niños la escuchaban embelesados, y Dasi entornaba los ojos para volver a encontrarse con Emilia en medio de una batalla de gigantes.
Los días de sol iban a cabalgar, doña Ana en la yegua blanca, casi alada, y mosén Dasi en el mejor caballo de Agua Fría. Atravesando batideros y pinares bajaban hasta el canal donde estaba plantado el huerto. En un cabo el asno rodaba la noria con los ojos vendados. Bebían el agua helada de los cangilones y en un centelleo de plata Dasi volvía a guipar los ojos de Emilia. Se asomaban a la alberca y, espejados en el agua verde, vacilaban los rostros del caballero y de su amante. Sobresaltado, Dasi miraba a su mujer. Pero se tranquilizaba al ver sus pupilas negrísimas, los hoyuelos de sus níveas mejillas y su cabello sedoso y muy largo.
Se besaban. Correteaban. Montaban a caballo y alcanzaban la playa, donde resollaba el mar, orlado de algas secas y maderos de navíos naufragados. Trotaban dejando una estela de pisadas en la orilla. El agua lamía hasta tres veces las huellas, antes de volver a llenarlas. Por fin descabalgaban. Forcejeaban sobre la arena blanca, con destellos de coral molido. Luego se sosegaban. En torno había un gran silencio, mezclado con el murmullo del mar y el rumor de los pinares. A lo lejos, junto a unos escollos, Emilia peinaba sus cabellos. Le habían crecido, dorados por el sol, y sonaban como las cuerdas de un arpa.
Permanecieron en Agua Fría hasta terminar el verano, cuando el embarazo de doña Ana empezaba a pesar. Mosén Dasi se alegró de regresar a la ciudad, para poder buscar al hijo de la mercenaria. En las reuniones se hablaba quedo de las peleas entre el populacho y la tropa inglesa, alojada en sus domicilios, de las provocaciones gremiales y asesinatos. El caballero sabía algo por los payeses, descontentos del abaratamiento de los precios, y otro tanto ocurría entre la gentualla marinera. La clase clerical, por su parte, se sulfuraba por las intromisiones solapadas en lo tocante al culto. Pronto se halló Martí Dasi al corriente del estado de cosas en San Felipe. Había proliferado el hampa en el Arrabal, lo que le hizo temer por su hijo. De modo que mandó ensillar el caballo, y sin compaña, pues el negocio era delicado, se puso en camino. En los puntos de guardia le dejaron pasar, dada su situación militar.
Pernoctó en la posada de Es Mercadal, en mitad de la isla. Como el tiempo era todavía bueno, se sentó a una mesa de pino, bajo el emparrado del humildísimo figón. Le sirvió una moza pechugona que por lo visto estaba acostumbrada a encorvarse para enseñar las tetas por el escote. El potaje dejaba mucho que desear. En el rincón un viejo rasgueaba la guitarra, y un perro aullaba a la luna.
Más tarde compartieron su mesa cinco soldados. Antes de engullir la sopa bebieron tal cantidad de vino que casi no podían tenerse. Dasi empuñaba la jarra y bebía con ellos. Cuando probaron el comistrajo el sargento llamó a la muchacha, que era robliza y un tanto rubia, como una valquiria, y tirándole del pelo le hizo probar la olla verdinegra con sus propias narices. Luego, mientras la chica se limpiaba con el pañuelo que le ofreció el capitán, el otro escanció vino sobre su cuello, y sacándole los pechos con un manotazo sorbieron ambos sus pezones negrísimos.
El caballero despertó al alba en un cuartucho, medio ahogado por las ubres formidables de la maritornes. Bajó al cobertizo, pagó al mesonero y se fue tras potar el zumo de cuatro limones.
Comió en Binijamó, la posesión donde se refugiara en enero de 1707, cuando huía de los filipistas. Allí le previnieron que la chusma del Arrabal era a la sazón ciertamente peligrosa, pese a lo cual continuó su camino al atardecer. Ya noche cerrada bordeó el inmenso puerto de Maó, escoltado por una patrulla de ingleses. No habrían recorrido media milla hacia San Felipe cuando toparon en un recodo con un hatajo de bandidos que despacharon a los soldados antes de que pudieran reaccionar. Dasi echó mano de la espada y clavó a un atracador. Alguien le atenazó la cerviz. Era un gigante de manos como palas, cuyos incisivos parecían colmillos de elefante al resplandor de la luna. Partió la hoja en dos contra su rodilla y le propinó al capitán tal sopapo que perdió el conocimiento.
Cuando lo recobró se hallaba en una choza inmunda, atado como un perro. Había una guaricha desgreñada y cuatro o cinco arrapiezos. El caballero comprendió que proyectaban pedir rescate por su persona. Sentía fortísima jaqueca. Tenía un hematoma en la frente. Se obstinó en incorporarse y se desvaneció una vez más.
Volvió en sí cuando todo bicho viviente dormía. Distinguió un fulgor extraño. Una doncella, pálida como la cera, le sonreía. Apartó la seda de su cuello para enseñar el verdugón cárdeno que tenía. Era Emilia.
—Chist —musitó—, voy a desatarte.
—Todavía te amo —dijo Dasi, medio turulato.
La abrazó, ardiendo de fiebre, pero se apartó como electrizado: su antigua amante estaba fría como el mármol.
—Has venido al lugar preciso —dijo Emilia sonriendo—. Aquel es nuestro hijo.
Pese a su debilidad, Dasi tomó al niño con denuedo, lo envolvió en su capote sin que despertara y salió por una puerta desquiciada. Emilia le facilitó un caballo y una botella de aguardiente. Algo más tarde daba voces en San Felipe.
Se mandó prender a los bandoleros, pero cuando fueron a por ellos ya habían volado. Mosén Martí Dasi permaneció tres días en la fortaleza, mientras fue pelechando. Envió recado a doña Ana, indicando que cuestiones significantes le retenían en el castillo. Cuando hubo retornado confió el niño al mayordomo, quien buscó una abnegada familia de pescadores, dispuesta a acogerle.
Doña Ana quiso saber algo de lo que se tramaba en el alcázar.
—Los ingleses necesitan apoyos cerca de la nobleza y el clero —dijo el capitán—, porque proyectan quedarse con la isla.
El heredero de las casas Dasi y Eleazar vino al mundo un deslumbrante domingo de octubre. La boyante pareja había paseado a hora avanzada por la plaza del Born. Doña Ana penosamente, debido a lo adelantado de la preñez. Con su negro vestidillo y el cabello moreno entre la seda, la cintura airosa pese al lamentable estado, la cara radiante, estaba más hermosa que nunca.
A través del Portal de la Mar bajaron al puerto. La cuesta era muy escarpada. Caminaron por el muelle. Laúdes y jabeques de pescadores se alineaban, blancos como la espuma. Se veían pingues de los que comerciaban con Mallorca y Argel; un pailebote acababa de arribar de Génova o Marsella y entraba también un bergantín goleta inglés. Ciertos viejos zurcían las redes frente a sus míseras covachas. Había en el aire todo el aroma de las profundidades. Un corro de niñas cantaba y daba vueltas, ¡yop! Un mocoso vino a parar a los pies de mosén Dasi. Apenas tendría dos años, la cabeza cubierta de pelusilla rubia, todo orejas de tan flaco. El capitán le reconoció. Era su hijo.
—Diodor —llamó una voz.
Antes de que se alejara, Dasi le dio unos cuantos dobleros.
—Un crío muy guapo —dijo doña Ana.
Martí Dasi pensó que tendría un hijo rico y uno miserable. ¿Qué era lo que hacía a un hombre afortunado y a otro desdichado?
—Tal vez —dijo razonando en voz alta— ese chiquillo sepa convertirse en caballero respetable.
—Tal vez —concedió doña Ana.
El capitán se enterneció. Miró las murallas, últimamente casi desguarnecidas de cañones, y luego las blancas velas del bergantín británico. Casi confundida con el azul pálido del cielo reconoció la efigie de Emilia. Y le pareció que decía:
—Tú protégele, que yo velaré por él.
Y se sintió como más confortado.
Aquella noche doña Ana conoció que era llegada la hora. El capitán despertó al mayordomo y a los criados, y llamaron a la partera. La cocinera calentó muchísima agua. ¿Para qué tanta? Entraban y salían con jofainas y paños. Doña Ana chillaba y el caballero se metió en el calderón, con el agua hasta el cuello. Después le contaron que su mujer había mordido la vaina de su espada y que le llevaron la toalla del Santo Cristo, el que había sudado sangre milagrosa.
Le recibió lívida, pero sonriente. El rorro amorrado a la teta, menudo como una rata, con la piel todavía engurruñada y los dedos plegados.
—Se llamará Diodor.
—No —negó doña Ana—, Doménec.
—Sea —recapacitó el caballero.
¿A qué hurgar en el destino de los hombres?
En esto hicieron señas al capitán de que un sujeto precisaba audiencia. Recibió a un gañán sudoroso, que había venido galopando de Agua Fría. Avistaron una nave corsaria y llevaba trazas de introducirse en la cala.
Dasi organizó a toda prisa una partida de servidores y soldados ingleses. Llegaron a tiempo de catar el velero enemigo fondeado en el ancón. Los salteadores se dirigían a la playa en un bote.
Se desplegaron sobre las peñas. Había en lo alto una rústica torre, provista de cañón y mortero. A la voz de fuego se tiró a discreción. Colocados militares y labriegos en puntos estratégicos, y redobladas las detonaciones por el eco, aquello parecía un batallón. Los piratas retrocedieron a remo y vela. Pero los de la nave no parecían dispuestos a esperarles y largaron velas. Se oían imprecaciones en árabe. El capitán subió a la fortificación, ayudó a centrar el cañón y de un certero disparo partió la barca en dos. Los moros quedaron flotando en un mar de sangre, o braceaban para alcanzar el barco, que salía a escape. Los defensores los cazaron al vuelo, sin dejar ni uno vivo.
El barco se dio a la fuga. Se pasó aviso a todos los atrincheramientos de la costa sur, que fueron reforzados en previsión de un nuevo asalto. Pero no hubo tal.
Los de Agua Fría pudieron gritar:
—¡Hurra!
Y aclamar al capitán.
Mientras cabalgaba hacia el pueblo, con el alba de plata en las espaldas, el caballero iba pensando en sus dos hijos.