Donde se cuenta la derrota de los filipistas, y la boda de mosén Martí Dasi
NO PUDIENDO HACER presa de mosén Saura y del capitán Martí Dasi, el gobernador mandó demoler sus casas, arrestar a sus siervos y sembrar de sal sus heredades. Dasi era el último vástago de una familia de caballeros conquistadores, que había recibido sus tierras directamente del rey. Se ordenó encender hogueras al anochecer en las ruinas de sus palacios. Las paredes de las viviendas contiguas, que todavía conservaban los encajes de las vigas y el rastro de las escaleras, quedaron negras como la pez. Se hizo reunir comadres en torno al fuego y se echó azufre en las fogatas, para dotar a sus rostros de luminiscencias amarillas, de modo que los escasos transeúntes que a esa hora se aventuraban a salir las creyeran espectros endemoniados.
Los campos nevados de sal resplandecían bajo el sol de estío, como enorme calavera de marfil. Los árboles, agostados, eran como negros dedos clamando venganza. Cuando al atardecer la luna subía redonda en el cielo, regresaba la sombra de Emilia. Con ropas deshiladas, pero carnes vigorosas, empuñaba una hoz de plata y comía la sal de los sembrados. Al verla, sus ahorcadores morían horripilados en los puestos de guardia.
Se manifestó al gobernador, vestida como una dama, y en reconociéndola el hombre quiso apartarla con una mano, como si fuera cortina de humo. Le sonrió con ojos radiantes, que sin embargo se vaciaron al punto, transformándose Emilia en la parca. Dávila llamó a su gente, pero nadie le oía.
—¿De qué te asustas —dijo la aparición—, si no has hecho más que cubrirte de sangre?
La escena se repetía todas las noches, dejando al infeliz en tal estado que poco podría hacer cuando el castillo fuese atacado por los aliados.
Porque el 14 de setiembre el capitán Martí Dasi desembarcaba en Alcaufar, con los lobos de mar de Leake y Stanhope. Muchos payeses menorquines ayudaron a transportar cañones y morteros por los caminos impracticables.
Tras dos semanas de trajines las baterías empezaron a disparar. Los sitiados estaban apercibidos a rendirse, acobardados por el fantasma de la ahorcada y por tantas muertes inexplicables. Sabían que el gobernador deambulaba como un poseso a altas horas de la noche, y a veces se le vio bailar en la explanada con la muerta, que tenía un verdugón de sangre en torno al cuello.
Pronto se abrió una brecha en la muralla de piedras apiladas que circundaba la fortaleza. El capitán Martí Dasi se aventuró con sus hombres a través de la hendidura. Recibió en el pecho un ardiente salivazo de metralla y cuando le llevaban en andas, antes de perder el conocimiento, aún pudo distinguir la conocida figura de Emilia en lo alto de la cerca, fusil en mano y con la guerrera ensangrentada.
Le aplicaron un sólido vendaje, se bebió cinco huevos crudos y al día siguiente contemplaba la bandera blanca, desplegada en las almenas del castillo. Había pasado la noche delirando, y por la mañana le contaron que su amante había sido colgada por orden de Dávila, pero su sombra rondaba la fortaleza exigiendo venganza. Ante la señal de entrega los asaltantes enarbolaron sus armas, y los patricios menorquines aprovecharon para gritar:
—¡Viva el rey Carlos!
—¡Viva! —coreó el populacho.
Pero es fijo que los ingleses no dijeron nada.
Los filipistas desfilaron con banderas y tambores, perfectamente uniformados. Portaban fusiles, morteros y cañones. Diego Leonardo Dávila aparecía muy erguido, indiferente a su ominosa rendición. A su lado marchaba Emilia, vestida de terciopelo negro, como una dama.
Barcos aliados condujeron a los españoles a Levante y Andalucía, y los franceses fueron transportados a Francia. No quedó de ellos ni el eco de sus tambores.
Mosén Saura y el capitán Martí Dasi fueron rehabilitados. Se les devolvieron servidores y propiedades, y reedificaron sus palacios, más espléndidos si cabe. Dasi se halló asediado por las mejores familias de Ciutadella, que veían en él un magnífico partido para su política matrimonial. Aquel pretendiente les permitiría perpetuar su influencia civil, tanto como sus segundones metidos a religiosos les aseguraban la protección de la Iglesia, y contribuían a aumentar su riqueza mediante sustanciosas desgravaciones.
El capitán se dejó cortejar. Acudió a tertulias señoriales en que se le interrogaba acerca de la prolongada presencia del inglés, cuyo descreimiento era pernicioso para las buenas costumbres y la fe católica, y cuyas instituciones atentaban contra los más firmes principios de la aristocracia. Dasi merendaba con nobles y frailes, que le ofrecían quesos, embutidos y miel de sus posesiones. Los señores le presentaban a sus hijitas y tanto ellos como los monjes querían saber cuándo pensaban irse los británicos. Dasi contestaba indefectiblemente:
—Me parece que va para largo.
—Hum, al menos vos habréis conseguido algo, ¿cómo andan las obras de vuestro palacio?
—Muy avanzadas. Por supuesto quedáis invitados a la inauguración.
—Muchas mercedes. Y decid, ¿creéis que esa gente se inmiscuirá en nuestros fueros y privilegios, en nuestra fe sagrada?
—No es probable. Aunque irreverente, el pueblo inglés es liberal y ciertamente muy astuto. Desde luego no tienen intención de marcharse.
Su escuadra necesita apoyos en el Mediterráneo, eso está muy claro. Pero en el peor de los casos tolerarían nuestras prerrogativas y convicciones.
—En fin, esperemos que se vayan.
Cuando el palacio estuvo terminado el capitán dio una fiesta por todo lo alto. Se trajeron músicos de Austria y manjares raros robados a los buques que regresaban de ultramar. Acudió la flor y nata de la alta sociedad, con sus retoños acicalados, como albas palomas dispuestas al sacrificio. El caballero bailó con todas aquellas niñas y a todas las encontró igualmente insulsas. A última hora se asomó al balcón, donde la noche tendía su fresco manto bordado de estrellas. Descubrió a una Julieta insospechadamente bella, de ojos y cabellos negros y labios sensuales, bastante alta, para lo que solían ser las mozas del país, y de pecho deliciosamente erguido.
—¿No os gusta la fiesta? —preguntó el capitán.
—¿Qué fiesta? —replicó la mozuela, maliciosamente.
Dasi sonrió.
—En efecto —dijo—, más que fiesta parece caza mayor. Veo que vuestra linda cabecita es algo más que un adorno.
—Sois gentil.
La muchachita hizo una leve reverencia.
—No he sido presentada —continuó—: Ana de Eleazar. Mis padres andarán por ahí buscándome.
Era de excelente linaje. Sus abuelos se instalaron tardíamente en la isla, procedentes del extranjero.
—Sois muy hermosa.
—Y vos el mejor partido de la ciudad. ¿Para cuándo la boda?
Le miraba desafiante, casi rozándole con el pecho.
—¿Cuántos años tenéis? —preguntó Dasi.
—Catorce.
—Nadie lo diría.
—Doña Ana, por fin os encuentro —terció el caballero de Eleazar—. ¿Conocéis a mosén Dasi? Vuestra conducta deja mucho que desear.
—No la riñáis —intercedió el capitán—. Tenéis una hija preciosa.
Aquella misma noche, acompañado de criados con escalas, Dasi llamaba al balcón de la heredera, quien le dejó entrar recomendándole cautela.
—¿Conocéis Verona? —preguntó el intrépido caballero.
—Nunca salí de esta isla.
—Dejadme veros, luego os contaré.
—¿Queréis catar la fruta?
Pero se dejó perder en sus brazos.
Al día siguiente el capitán pedía a la mocita en matrimonio.
Que Dasi no se equivocaba con respecto a los ingleses quedaba claro con la confirmación de privilegios, prerrogativas, inmunidades y derechos de los menorquines; mas, ¿quiénes eran esos forasteros para decidir sobre ellos? El Consejo General había reconocido como rey al archiduque Carlos. El monarca estaba en Barcelona. Le fue solicitada ratificación de lo resuelto en cuanto a libertades, pero la réplica tardaba en llegar. Todavía no se había producido la buena nueva cuando en diciembre de 1709 mosén Martí Dasi y doña Ana de Eleazar contrajeron matrimonio en la iglesia parroquial de Ciutadella.
Fue una boda magnífica. Se invitó a toda la gente de alcurnia, así como a los servidores de ambas familias, desde los mayordomos y mayorales hasta el último zampatortas de sus propiedades. El templo aparecía engalanado, y había en el aire tantos perfumes que temblaban las imágenes, como en un sueño. El novio entró vestido de paisano, con chamberga, gorguera y jubón, pantalón finamente bordado y zapatos encintados, esclavina al hombro y espada de plata. Se arrodilló en el reclinatorio y cuando asomó la novia hubo de cortar la expectación y los intensos aromas del pasillo con hoja afiladísima, para que la moza pudiera pasar.
Con rebocillo y falda de bordados de oro, parecía princesa encantada. Dasi la recibió con ritual timidez, como si nunca la hubiera tenido en sus brazos. Ofició el capellán de su casa, acompañado del de la casa de Eleazar. Al pobre clérigo de larga melena y perilla aguzada se le erizaron las puntas del bigote en tan solemne momento. Creyó que el ceñidor exprimía su negra sotana, y la de su orondo compañero, hasta encharcar de tinta el mármol del suelo. Con voz temblorosa hizo las preguntas del ceremonial.
—Sí, señor —respondió el caballero.
El infortunado sacerdote miró a la novia sin ánimos de interpelarla.
—Sí, señor —dijo ella, sin más.
—Ego vos… —inició el celebrante.
Se interrumpió porque su luengo sombrero de teja se combaba.
Disimuladamente Martí Dasi, que había comprendido su turbación, le propinó un doloroso puntapié en el tobillo.
—¡Uau! —gimió el infeliz.
Y en seguida:
—Ego vos in matrimonium conjungo, in nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti, amen.
La voz mal acordada del órgano llenó el templo con sus gorjeos. El rebociño de la desposada se levantaba y sus cabellos sedosos bailaban con la música, se enroscaban y desvanecían en columnas de incienso.
Durante el banquete, celebrado en el nuevo palacio Dasi, el capellán comentó sus visiones con el de la casa de Eleazar, y este, que era viejo y de gran humanidad, se rio a mandíbula batiente. Empujó la cabeza del inexperto colega hasta mojarle la perilla en la jícara de espeso chocolate.
—¡Cuánto ayunasteis para la eucaristía! —exclamó entre risotadas.
—¿Vos no ayunáis?
—Claro, claro… Andad y bebed esta deliciosa poción traída de América por los bellacos británicos, que no todo iba a ser malo…
Y un poco más tarde:
—Compadre, haced lo que yo digo, no lo que yo hago.
Y mientras lo decía se atoraba de ensaimada y de empanadas de requesón y quesadillas.
A mediodía la novia dejó claro que era quebradiza como porcelana, pues tras columpiarse en las lágrimas de las arañas se dejó caer y se partió en cien pedazos de azúcar cande. Y el novio se despanzurró tras ella por el mismo artificio. Aunque luego se supo que se trataba de un par de muñecos, trabajados con asombroso verismo por el confitero.
Los consortes desaparecieron en medio de la algarada, tras despedirse de padres y señores principales. Partieron a caballo por el enmarañado camino del sur, ella a mujeriegas en la grupa. El séquito iba en mulas y borricos. Los payeses les aguardaban en el mejor de sus predios, donde tenían casas para dormir, para cocinar y para comer, además de la caseta del común, y donde trabajaban y custodiaban la mansión de su amo.
Se retiraron a sus aposentos, en espera de que les llamaran para la cena. Doña Ana se dejó caer, rendida, en un butacón y entornó los ojos. Había fuego en la chimenea y quiso tomar un baño. Le trajeron una gran tina de agua tibia, en la que se sumergió hasta el cuello. El solícito marido le jabonaba la espalda cuando se hizo presente la sombra enlutada de Emilia, perfectamente pálida y con su collar de verdugones.
—Tenemos un hijo —dijo con voz de ultratumba—, búscalo.
—¿Con quién hablas? —preguntó Ana, volviéndose.
—Con nadie.
En efecto, allí no había nadie.