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(Pippo—Señora Giacalone—Mariano Giacalone)
—Buenos días, señora. ¿Está en casa el señor Giacalone?
—Disculpe, ¿usted quién es?
—Soy Filippo Genuardi. ¿No se acuerda de mí, señora Berta? Me conoce usted desde que era un chiquillo.
—¡Ah, eres tú! ¡Pippo! Discúlpame, hijo mío, pero la edad me ha debilitado la vista. ¿Te casaste, verdad? ¿Tienes hijos? Los hijos son la providencia de la casa.
—No, aún no hemos tenido. ¿Está el señor Giacalone?
—¿Mi marido? ¿Mariano?
—Sí, señora, el señor Mariano, su marido.
—¿Qué te puedo decir, hijo mío? Está y no está.
—¿Qué quiere decir?
—Quiere decir que desde hace tres días Mariano no está bien de la cabeza. Y pensar que hasta hace tres días parecía un jovencito, con sus más de ochenta años. El lunes pasado, mientras estábamos comiendo, me mira fijo y luego me pregunta: «Disculpe, señora, pero ¿usted quién es?». Yo sentí que se me helaba la sangre. «¡Soy Berta, tu mujer!» Nada, no hubo manera, sólo hacia el atardecer me reconoció otra vez: «¿Dónde has estado todo el santo día que no te has dejado ver?». ¡Qué desgracia, hijo mío! ¿Qué querías de mi marido?
—¿Puedo hablar con él?
—Pasa, pero hoy no es un buen día. Aquí lo tienes. Está siempre así, sentado en el sillón y a veces ni siquiera puede hablar.
—¿Cómo se siente, don Mariano?
—¿Y tú quién eres?
—Soy Filippo Genuardi.
—¡Déjame ver tu carné de identidad!
—No lo llevo encima.
—¿Y entonces quién me garantiza que tú eres Filippo Genuardi? Y usted, señora, tenga la bondad de no estar dando vueltas por la casa como si fuera la patrona, aprovechándose de que no está mi mujer.
—¡Oh, Señor, soy Berta! ¡Mariano, hace sesenta y dos años que estamos casados!
—Usted también, señora, déjeme ver el carné de identidad.
—¿Lo ves, Pippo? ¡Te lo había dicho que no era un buen día!
—Tiene razón, señora. Hasta pronto, señor Giacalone.
—¿A quién saludas, tú? ¿Quién es ese Giacalone?
—¿Lo ves, Pippo, lo ves? ¡No se reconoce ni a sí mismo!
—¿Llamó al médico?
—Claro.
—¿Qué dijo?
—No pudo decirme si mi marido se recuperará o no. Pero, en cualquier caso, me dijo que es algo de la edad. Por curiosidad, ¿qué querías de Mariano?
—Que firmase un papel, el permiso para poner algunos postes en su terreno.
—¿Y cómo hace para firmar? ¡Si ni siquiera sabe quién es! Hagamos así, Pippo: si por casualidad se recupera un poquito y me reconoce, te hago llamar de prisa y tú vienes con el papel para firmar.
—Le estaré muy agradecido, señora Berta.
—Buena suerte, hijo mío.
—Espero que hasta pronto, señora.
…
—Berta, ¿ya se ha ido ese pelmazo de Pippo Genuardi?
—Sí, ahora mismo. ¿Qué tal te pareció la escena?
—Me pareció bien. Se fue convencido. Pero, escucha: mañana por la mañana salimos para Caltanissetta; vamos a vivir durante algún tiempo donde nuestro hijo. ¡No puedo estar siempre encerrado en casa y fingir que me he vuelto estúpido sólo para complacer a don Lollò Longhitano!