C
(Caballero Mancuso—Comendador Longhitano)
—¡Caballero Mancuso! Pase, pase.
—Usted me ha hecho llamar y he acudido inmediatamente. ¡Cuando el comendador Longhitano ordena, Filippo Mancuso se pone firmes!
—Usted se burla, caballero. ¡Qué órdenes! Siempre ruegos, humildísimos. Lamento haberlo hecho incomodar de Vigàta a Montelusa. Pero, vea, desde hace unos veinte días estoy aquí, en casa de mi hermano Nino, que es médico y me cuida.
—¿Algo serio?
—Gracias a Dios, no. Pero a nuestra edad, mía y suya, es mejor que estemos atentos a la salud. ¿Usted cómo está?
—No me lamento.
—¡Encienda una vela a la Virgen! ¿Sabe cómo dice el proverbio? «Pasados los sesenta, cada mañana un dolor».
—Es verdad.
—No quiero molestarlo demasiado, caballero. Si lo he hecho venir hasta aquí es porque esta mañana he recibido una carta de aquel queridísimo amigo y persona como no hay otra que es el honorable Palazzotto.
—Que el Señor dé al honorable cien años de vida, debe corresponderle más allá de toda medida por el bien que hace, ¡incluso a quien no se lo merece!
—Aquí tiene, ésta es la carta. Se la leo. «Queridísimo Lollò: me dicen que no estás demasiado bien de salud y lo lamento muchísimo. Espero que puedas recuperarte pronto. Tenemos mucho trabajo que hacer juntos en el interés de nuestra amada tierra. Por lo que se refiere a la demanda de admisión en el Banco de Sicilia del contable Alberto di Filippo Mancuso, por ti tan calurosamente recomendado, debo comunicarte, con mucho placer, que la cosa está a punto de caramelo. Dentro de algunos días será llamado para una entrevista en la Dirección general de Palermo. Quien hablará con el contable Mancuso será el vicedirector central Antenore Mangimi, que es de Bolonia, pero es de los nuestros. Por tanto, no hay que preocuparse. Recupérate pronto. Un fraternal abrazo de tu Ciccio Palazzotto.» Pero ¿qué hace, caballero? ¿Se arrodilla?
—¡Sí, me arrodillo! ¡Y quiero besarle las manos! ¡No sé cómo agradecérselo, cómo pagarle esta deuda! ¡Cualquier cosa, estoy a su total disposición!
—Caballero, créame, ¡ya me siento más que pagado al verlo tan contento! Me basta. No le hago perder más tiempo. Espero poder decirle, la próxima vez que nos veamos, que su hijo ha conseguido ese empleo en el Banco. Lo acompaño hasta la puerta.
—¡Por favor, comendador, no se moleste! Conozco el camino.
—Ah, disculpe, sólo un momento, me ha venido a la cabeza una cosa. ¿Sabe que Filippo Genuardi ha presentado una solicitud para una línea telefónica privada entre él y su suegro?
—No, señor, no lo sabía.
—Parece que una parte de los postes para sostener los hilos debería ser emplazada en sus terrenos.
—¡No hay ningún problema! ¡Yo soy amigo del suegro, Schilirò, y además a Pippo Genuardi lo he visto nacer y crecer! Repito: ningún problema. Que planten todos los postes que quieran.
—Al contrario, hay un problema.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—¿Cuál?
—Que esos postes no deben ponerse en sus terrenos.
—¿Ah, no?
—No.
—¡Ningún problema, comendador! ¡Ni a tiros dejaré que claven un solo poste! Que Filippo Genuardi vaya a rascarse los cuernos a otra parte.