B
(Giliberto—Pippo)
—Pero ¿con qué cara se presenta ante mí?
—Señor Giliberto, escúcheme…
—Señor Genuardi, ¡yo no lo escucho un carajo! ¡Váyase inmediatamente o llamaré a los carabineros!
—Está bien, le escribirá mi abogado.
—¿Abogado? ¿Qué abogado? ¡Soy yo quien debería meterle un pleito! ¡Qué cara! Se acababa de casar, había venido a vivir aquí, en Via dell’Unitá d’Italia, en mi mismo rellano, puerta con puerta, parecía tan enamorado de su mujer que cada noche mi señora tenía que taparse los oídos para no oír la que montaban en la cama, ¡en cambio…!
—Señor Giliberto, ¿vamos a ponernos a repetir ahora historias más viejas que Matusalén?
—¡Sí, señor! ¡No me puedo olvidar de la cara de mi hija Annetta, entonces tenía trece años, era una chiquilla, cuando me dijo que usted, cada vez que se encontraba con ella en la escalera, le tocaba el culo! ¡Debería estar en chirona! ¡Aquella inocente subía la escalera contenta y despreocupada y usted, zas, la mano en el culo! ¡A mi hija!
—¿Me permite una palabra? Era sólo un juego. Estábamos conchabados. Annetta buscaba la manera de que nos encontráramos, se dejaba tocar, cogía la media lira que le daba…
—¡Usted, después de haberse aprovechado de ella, la quiere también difamar! ¿Qué quiere decir, que mi hija se vendía? ¡Yo lo mato!
—Señor Giliberto, deje inmediatamente ese cuchillo porque en cuanto se mueva le disparo. ¿Ve este revólver? Está cargado. Deje el cuchillo, sentémonos y razonemos. Así. ¡Oh, Dios bendito! Por tanto, aparte de la media lira que me costaba cada tocadita, cuando su hija le vino a contar la cosa… ¿Sabe por qué lo hizo? ¿No? Se lo digo yo. Había aumentado el precio, quería una lira por magreo y yo me negué. Cálmese. Acuérdese de que tengo el revólver. ¿Y usted qué hizo cuando lo supo? ¿Me denunció? ¿Armó un escándalo? No, señor, ni soñarlo. Vino a pedirme una indemnización de dos mil liras. Era mucho, pero se la di. ¿Es verdad o no?
—Sí, es verdad. Pero lo hice porque soy un hombre de buen corazón, no quería estropearle la vida haciendo que lo metieran en la cárcel.
—¿Y las otras dos mil que quiso seis meses después, cuando yo a su hija no la miraba ni con largavistas?
—Esa vez tenía una necesidad urgente.
—Y yo se las di. Pero usted cometió un error.
—¿Cuál?
—Que me lo escribió. Me mandó un billete. Que ahora tengo en el bolsillo. Lo leo, así se le refresca la memoria. «Señor Genuardi, usted debe darme inmediatamente dos mil liras, de otro modo le contaré el asunto de usted y mi hija a su mujer». Si llevo este billete al delegado Spinoso, lo arrestará. ¿Sabe cómo se llama lo que ha hecho? Chantaje.
—Sí, pero usted va a la cárcel por corrupción de menores.
—Despacio, egregio amigo, despacio. Annetta ahora está comprometida, ¿verdad?
—Sí, tiene que casarse dentro de un año y medio.
—Si esta historia sale a la luz, adiós compromiso, adiós matrimonio. Perdido por perdido, haré saber a todos que no sólo le tocaba el culo, sino que me la follaba con todos los sacramentos. Cálmese. Quieto. Acuérdese del revólver. Y su hija Annetta no encontrará otro marido ni entre los caníbales. ¿Me explico?
—Se explica muy bien. ¿Qué carajo quiere de mí?
—Necesito que usted me autorice por escrito a poner algunos postes en un terreno de su propiedad.
—¿Pagando?