E

(Teniente Lanza-Turò—General Saint-Pierre)

—¡Teniente Gesualdo Lanza-Turò, señor general!

—¡Queridísimo teniente! Póngase cómodo, póngase cómodo. ¿Sabe que el mes pasado, en Roma, en el salón de los marqueses Baroncini, tuve el placer de encontrarme con su madre, la señora condesa? ¡Una gran mujer, su madre, teniente!

—¿Cómo está mi mamá, general?

—Está bien, hijo mío. La señora condesa me ha dado a entender que tiene un solo dolor: que usted esté lejos.

—Tendrá que resignarse. Es el deber.

—Mire, teniente, he decidido complacer los deseos de la señora condesa.

—¿Es decir?

—Abreviemos que es mejor. Usted, el mes próximo, irá a Nápoles. Tomará servicio con el coronel Albornetti, valeroso oficial. Estuve bien, ¿no? La señora condesa estará feliz.

—Si me permite, general Saint-Pierre, yo lo estoy un poco menos.

—¿Por qué, hijo mío?

—¿No está, detrás de este traslado, la patita del comisario de Montelusa?

—Teniente, olvídelo, que es mejor.

—Tengo derecho a saber dónde me he equivocado.

—¡Pero si usted no se ha equivocado! ¡No sea más largo que un día sin pan!

—Me permito insistir…

—Teniente, olvídelo…

—Usted puede mandar una inspección que…

—¡Oh, basta ya! ¡Qué inspección ni inspección! Usted es un majadero, ¿quiere entenderlo o no? ¡Cojones! Antes de tomar esta disposición he hablado con su superior, el mayor Scotti. Le ahorro lo que me ha dicho. ¡Usted tiene una cabeza tan dura como para derribar una pared a cabezazos! ¡Déjese de fastidiar y agradezca a su madre, la señora condesa, que no lo encierre en la fortaleza!

—A sus órdenes, señor general.