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(Doctor Zingarella—Taninè—Pippo)
—¿Me permite? Busco al señor Genuardi, señora.
—Está en cama, enfermo. ¿Quién es usted?
—Ya sé que está enfermo. De hecho, ha venido a llamarme a la consulta Caluzzè ’a ficazzana, el ayudante del almacén de su marido. Soy el doctor Zingarella.
—Discúlpeme, doctor, a contraluz no lo había reconocido. Pase, pase.
—¿Dónde está nuestro enfermo?
—En el dormitorio, acostado. Venga, le indico el camino. Pippo, está el doctor Zingarella.
—Buenos días, doctor, gracias por haber venido.
—Siéntese, siéntese.
—Gracias, señora. ¿Qué ocurrió, señor Genuardi?
—Al día siguiente de aquella desventurada historia en que primero me arrestaron y después me soltaron, me desperté con fiebre. ¿Cuándo fue que me arrestaron, Taninè?
—¿Cómo, cuándo fue? ¡Fue ayer! ¿No estás bien de la cabeza?
—Discúlpeme, doctor, estoy un poco trastornado.
—Está bien, no se preocupe, ahora le tomaré la fiebre. Póngase el termómetro en la axila. Entretanto siéntese en el medio de la cama, eso, así, y levántese la camiseta de lana. Perfecto. Respire hondo… otra vez… diga treinta y tres… treinta y tres… treinta y tres… ahora abra la boca todo lo que pueda y saque la lengua… deme el termómetro.
—¿Es grave, doctor?
—Señora, su marido está sano como una manzana, tiene algunas décimas de fiebre, pero creo que esencialmente debidas a la agitación por todo aquello que le han hecho pasar.
—Doctor, ¿y estas manchas pequeñitas, rojas, que me han salido por todo el cuerpo, qué son? Mire aquí… aquí…
—Pippo, te has hecho mala sangre.
—Taninè, ¿quién es el médico? ¿Tú o el doctor?
—Señor Genuardi, en la cárcel, en Montelusa, ¿lo han metido en la celda?
—Sí, señor, durante algunas horas. Era una celda vacía, no había otros presos.
—¿Había un jergón de paja?
—Sí, señor. Y dado que me sentía como si me hubieran cortado las piernas, me eché en él.
—Y lo han picado pulgas y chinches. Se lo han comido vivo.
—¡Virgen santa, qué asco!
—Cosas que ocurren, señora, las manchas pasarán solas.
—¿Y para la fiebre qué tiene que tomar?
—Es probable que se vaya sola. Dele un poco de manzanilla, si está agitado.
—Taninè, ¿le preparas una taza de café al doctor?
—¡No, señora, no se moleste!
—No es ninguna molestia. ¡Está preparado!
—Doctor, escuche, aprovecho que mi mujer no está. Desde esta mañana, desde que me dio esta fiebre, no me puedo contener. Son las diez de la mañana y ya lo he hecho tres veces.
—¿Me estás diciendo que tienes erecciones frecuentes?
—Tal cual.
—No te preocupes, es una reacción natural. Bajo la voz porque no quiero que me oiga tu mujer. Te has librado magníficamente, compañero. Bravo. Lástima que hayas tenido que ponerte en evidencia.
—Perdone, doctor, ¿por qué me tutea?
—Porque entre compañeros se hace así. Escucha, te confío un secreto. La semana próxima viene de incógnito Giuffrida De Felice. Debes verlo. Te avisaré del día y la hora.
—Escuche, doctor, quiero decirle que con esta historia de los socialistas yo…
—¡Aquí está el café!
—¡Muy amable, señora!