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(Comisario—Comendador Parrinello)

—¡Quería arrestar a la viejecita, eso quería! Me pasé toda la tarde para disuadirlo. Pero así no se puede continuar, en absoluto, es preciso tomar alguna iniciativa. ¡Me parte el corazón arruinar la carrera de un hombre de bien como el prefecto Marascianno, pero debo señalar esta grave situación a mis y a sus superiores! Se corre el riesgo de que haga algo irremediable. ¿Está de acuerdo conmigo, comendador Parrinello?

—Completamente, señor comisario. Pero mi consejo, dado que usted me lo pide, es esperar un poco más.

—¡No y no! ¡Después de lo que ha sucedido con Genuardi y que podía suceder con la viejecita, Marascianno es capaz de ordenar el arresto del primero que pase sólo porque lleva una corbata roja! Y al final terminaré yo de por medio. No, aquí hay que intervenir en seguida.

—Señor comisario, yo proponía esperar porque, desde luego, el problema será resuelto por otros y nosotros no lo tendremos sobre la conciencia.

—¿De qué otros habla?

—Me corrijo: será otro quien resolverá la cuestión.

—¿Quién?

—El caballero Artidoro Conigliaro.

—¿Y quién es?

—¿Cómo quién es? El subprefecto de Bivona, ¿no recuerda?

—Ah, sí, ya me acuerdo. ¿Y él estaría en condiciones de resolver la situación? ¿Está seguro?

—Pongo la mano en el fuego, señor comisario.

—Explíquese mejor.

—Vea, Su Excelencia me ha dejado leer una carta que ha enviado oficialmente al subprefecto. Pero me la ha dejado ver después de haberla expedido, por eso no he podido hacer nada para impedírselo.

—¿Qué decía la carta?

—Ponía en guardia al subprefecto. Le advertía de la llegada de dos propagadores de la peste que habrían contaminado la estación agraria experimental que hay en Bivona desencadenando una epidemia. Hasta le ha descrito cómo están hechos los gérmenes de la infección.

—¿Y cómo están hechos?

—Según Su Excelencia son de color rojo intenso y cada uno tiene más de dos mil patitas, no recuerdo el número exacto.

—¡Jesús! Pero, disculpe, ¿podría ser que este subprefecto, recibida la carta, la guarde en un cajón, movido por nuestro mismo escrúpulo? ¿Dice que no? ¿Por qué?

—Porque Artidoro Conigliaro ni siquiera conoce el significado de la palabra escrúpulo.

—¡Estamos bien! ¡Estamos muy bien!

—Y además si pudiera ver a Su Excelencia desollado y puesto sobre una parrilla bailaría de contento.

—¿Hasta ese punto? ¿Por qué?

—Su Excelencia Marascianno, con alguna razón, le ha deslucido la hoja de servicios con sus observaciones. Prácticamente le ha jodido, me disculpo por la palabra, la carrera.

—Por tanto, usted supone que…

—No supongo, tengo la certeza. Indudablemente, dentro de algunos días una copia de la carta de Su Excelencia el prefecto llegará al escritorio de Su Excelencia Giovanni Nicotera, el ministro del Interior, con el adecuado comentario. Conigliaro no desperdiciará esta inesperada ocasión para vengarse.

—Si las cosas están así, me siento, aunque sea de mala gana, reanimado. Me pesaba en el ánimo tener que denunciar…

—Le haré saber cómo evoluciona todo, señor comisario.