A

(Comisario—Prefecto)

—¡Por enésima vez os repito que se trata de una solemne metedura de pata de vuestro Panza-Burro o como demonios se llame!

—¡Os prohíbo formalmente, señor comisario, que os expreséis así en relación al descendiente de una familia de héroes!

—Mirad, Excelencia, que también entre los héroes pueden encontrarse perfectos imbéciles. No es éste el problema, el problema es que hay que dejar en libertad a Genuardi, antes de que el orden público se vea perturbado por este arresto injustificado.

—¡Al contrario, mi deber es mantener el orden público! Sólo que yo veo mucho más lejos que vos. ¡Yo veo qué sucederá dentro de algunos meses, si se deja que estos canallas infecten a gusto! ¡12! ¡72! ¡49!

—Explicaos mejor.

—¡12: revuelta! ¡72: incendios! ¡49: homicidios!

—Mirad, señor prefecto. Desde luego, en principio, vos tenéis razón. Pero nosotros, como servidores del Estado, no podemos actuar por nuestra cuenta, debemos atenernos estrictamente a las instrucciones. ¿Estamos de acuerdo en esto?

—De acuerdo.

—Hasta hoy, no se han dado instrucciones de arrestar a los alborotadores. Por tanto, vos, actuando arbitrariamente, os ponéis en contra del Estado. Es decir, os convertís automáticamente en alguien que da apoyo a los alborotadores. No, no me interrumpáis. Yo no soy vuestro enemigo, al punto que estoy aquí para evitar que deis un paso en falso. Vos sois magníficamente clarividente, un águila es miope en comparación a vos, pero en este momento vuestra vista está ligerísimamente ofuscada por una cólera que es justa, sí, pero que corre el riesgo de comprometer…

—Gracias. Gracias. Gracias. ¿Dónde he metido el pañuelo?

—Tomad el mío. Vamos, Excelencia, ánimo, no lloréis.

—Es que al sentirme tan profundamente comprendido por vos… tan entendido… me conmueve… ¡Gracias, generoso corazón!

—Pero Excelencia, ¿qué hacéis?

—¡Dejad que os bese las manos!

—Excelencia, lo podréis hacer con comodidad, quizá mañana, con calma, en vuestra casa. Ahora es preciso que ordenéis la inmediata excarcelación en Vigàta.

—Dejadme veinticuatro horas para pensarlo.

—No. Hay que hacerlo en seguida.

—¿Me puedo fiar?

—Tenéis mi palabra. He aquí mi mano. ¡Oh, Jesús! ¡Dejad de besarla, venga! Llamad a vuestro jefe de gabinete y decidle…

—En un instante. Se me ocurre una magnífica vía de escape. ¿Acabáis de referirme que en esa casa de Via Cavour, 20, vive la tía de Rosario Garibaldi Bosco?

—Sí. Una viejecita de noventa y tres años.

—Está bien, querido colega, me habéis convencido. Dejo en libertad a Filippo Genuardi…

—¡Dios sea loado!

—… y encarcelo a la tía.