B

(Comisario—Comendador Parrinello)

—Le agradezco, querido comendador Parrinello, que haya acogido con tanta prontitud mi invitación.

—Es un deber, señor comisario.

—Voy al meollo del asunto. No le oculto que me quedé muy impresionado por la carta que Su Excelencia el prefecto Marascianno me ha enviado. Véala usted mismo.

—Ya la conozco. El señor prefecto se digna dejarme leer todo lo que escribe. Incluso sus poesías.

—Por Dios, ¿escribe versos?

—Sí, señor. A su pobre difunta esposa.

—La primera.

—¿Cuál primera, disculpe?

—La primera esposa, ¿no? La que ha muerto. La segunda, en cambio, se ha escapado con un fulano.

—Perdóneme, señor comisario, no entiendo. Que yo sepa, Su Excelencia ha contraído matrimonio una sola vez. Y después ha permanecido viudo.

—¡Pero si me lo ha escrito! ¿La ha leído o no la ha leído esta bendita carta?

—Démela un momento. No, esta carta no me la ha enseñado. Está claro que ha escrito una y enviado otra.

—¿Ponemos un poco de orden? ¿Según usted esta historia de la segunda esposa desleal es una invención?

—Diría que sí. A mí, de todos modos, siempre me ha dicho que había permanecido viudo y basta.

—Escuche, no nos hundamos más en este asunto. Haré que lleven a cabo indagaciones y lo aclararemos. Entretanto esta fantasía de una hipotética esposa traidora no hace más que añadir leña al fuego.

—Eh, claro.

—¿En la oficina, cómo se comporta?

—¿Qué puedo decirle? Está tranquilo dos o tres días y luego, de golpe, revienta.

—¿Cómo?

—Estalla. Literalmente se pone a dar los números. A veces conmigo se expresa por medio de los sueños, no usa palabras.

—¿Quiere decir que se comunica empleando la mímica facial?

—No, señor comisario, por sueño aludimos, cómo decirle, a la cábala. Y yo, para entenderlo, me valgo de un precioso volumencito del caballero De Cristallinis, impreso en Nápoles hace unos veinte años. El libro de los sueños, justamente.

—Oh, Dios mío. Escuche, los postulantes, aquellos que van a entrevistarse con el prefecto, ¿han tenido ocasión de intuir algo?

—Alguno, por desgracia, sí, por más que yo estoy atento guardándole las espaldas. Cuando me percato de que no tiene un buen día, encuentro excusas y me desdigo de los compromisos. Pero no siempre lo logro. Por ejemplo, no he podido hacerlo con el general Dante Livio Bouchet y con el Gran Oficial Pipìa, presidente de nuestro Tribunal.

—Por tanto, estos señores, desde luego, se habrán dado cuenta de que… ¿Dice que no?

—No. Mire, por lo que se refiere al presidente Pipìa, no hay que preocuparse en absoluto. ¿Sabe?, el presidente se reunió con Su Excelencia Marascianno cuando eran las cuatro de la tarde.

—¿Y con eso, qué?

—¿Usted conoce al presidente Pipìa?

—Lo he visto dos veces.

—¿A qué hora, perdóneme?

—Déjeme pensar. Las dos veces por la mañana. Pero ¿qué importancia tiene la hora?

—Es importante. El presidente Pipìa, en la mesa, vacía las damajuanas. ¿Capta la idea?

—Para nada.

—El presidente bebe demasiado. Empina el codo, como se dice por su tierra.

—Menos mal que los procesos se celebran por la mañana.

—No siempre. El año pasado hubo uno inmediatamente después del almuerzo y quería hacer condenar a uno que había robado tres patatas, digo el número tres, a trescientos años de chirona. Cien por patata.

—¿Y cómo acabó?

—A carcajadas, señor comisario. Todos, el fiscal y los abogados, fingieron que el presidente había querido hacer una broma.

—Por tanto, sólo quedaría el general Bouchet.

—¿Usted lo conoce?

—Me lo presentaron el año pasado con ocasión del desfile militar. Intercambié dos palabras con él.

—Perdóneme, pero no es posible. Usted habrá hablado y el general se habrá limitado a refunfuñar algo. El general no habla, refunfuña, farfulla, como se dice por aquí. ¿Y sabe por qué lo hace?

—No tengo ni la más remota idea.

—Porque es sordo como una tapia. Al no responder, está a salvo. El general le preguntó a Su Excelencia: «¿Cómo va la situación en la provincia?». Entonces el prefecto, dado que tocaba la jornada, respondió: «Es 43», que quiere decir tensa, nerviosa. El general debió de entender «no hay de qué» o algo similar y se atusó los bigotes satisfecho.

—¿Qué podemos hacer, comendador?

—Por desgracia, yo no puedo más que abrir los brazos.

—Y yo ni siquiera puedo abrirlos porque se me han caído. Hagamos así: pensemos en ello algunos días y luego tomamos una decisión. Pero entretanto, se lo ruego, mantengámonos en estrecho contacto.

—A su disposición, señor comisario.