D
(Calogerino—Comendador Longhitano)
—Don Lollò, ha vuelto Pippo Genuardi. Todos, en el pueblo, le están haciendo una gran fiesta, quien lo abraza, quien lo besa…
—Escúchame, Calogerino. Tú, mañana por la mañana, en cuanto Pippo Genuardi vuelva a abrir el almacén de maderas, entras y…
—… le disparo.
—Calogeri, tú a Genuardi no le disparas ni mañana por la mañana ni ningún otro día. Salvo en caso de necesidad, naturalmente.
—Don Lollò, ¡ese grandísimo hijo de puta me rompió la cabeza!
—Calogeri, Genuardi no tiene un carajo que ver con que te rompieran los cuernos. La culpa fue de Sasà La Ferlita. Pero si tú te quieres desahogar, una noche de éstas, cuando menos se lo espere, si encuentras solo a Pippo, lo escarmientas con una buena paliza. Te doy permiso. ¿De acuerdo? Por tanto, mañana por la mañana entras en el almacén de Pippo sonriendo… ¡Déjame ver cómo sonríes, Calogeri!
—¿Está bien así?
—¿Pero no puedes sonreír mejor?
—Si pienso en Pippo no me sale mejor, don Lollò.
—Está bien, conformémonos. Te acercas educadamente y le dices: «Buenos días, señor Genuardi. Don Lollò le manda a decir que está contento de que se encuentre en libertad». Y luego le entregas estas cartas. Una es de los herederos Zappalà, la otra es de Lopresti, el que vive en Nueva York: un amigo mío que está en Estados Unidos se interesó por el asunto. Después de darle las cartas, le espetas: «Don Lollò dice que ahora estáis empatados». Te das vuelta y sales.
—¿Cómo empatados, don Lollò? ¿Si Genuardi no consiguió matar a Sasà?
—¿Y quién te dijo que tenía que matarlo? El acuerdo era que le disparase a las piernas. Y lo hizo.