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(Abogado Orazio Rusotto)

… y, por tanto, no me queda más que pedir la venia por mi larga introducción que aún no entra en el meollo del proceso que se está celebrando… ¡Oh, Dios! ¿Acabo de decir esto? Señor presidente, señores de la Corte, ayudadme, ¡os lo ruego! ¿He dicho verdaderamente: «que no entra en el meollo»? Pues bien, ¡me he equivocado, señores! ¡Por primera vez, el abogado Orazio Rusotto se ve obligado a admitir, públicamente, que ha cometido un gravísimo error! Porque, al contrario, todo lo que he dicho hasta este momento tiene que ver, ¡y cómo! Porque del mismo modo que mi defendido, Filippo Genuardi, se ha visto, a causa de un banal intercambio de personalidades, convertido en un subversivo negador de Dios, de la Patria y de la Familia, del mismo modo, repito y subrayo, aquí se está corriendo el riesgo de tomar un generoso y altruista gesto de Genuardi por un acto criminal.

El error judicial, oh señores, es el tremendo peligro que gravita sobre este proceso. La pregunta que atenaza el cerebro, el corazón y el sentimiento de cada hombre que ejercita la justicia y pasa las noches insomne es siempre igual: ¿me equivoco?

Por eso, me atendré estrictamente a los hechos, concretos, pesados, que pongan en fuga hasta la más mínima duda.

El testigo Giovanni Patanè, que tiene un puesto de frutas y verduras situado justo al lado del portal de la casa donde vive el contable La Ferlita, ha declarado, bajo juramento, que vio cómo Genuardi sacaba el revólver y disparaba al aire.

La testigo Pasqualina Cannistrello, vendedora ambulante, ha declarado, bajo juramento, que vio cómo Genuardi «disparaba a los gorriones», como coloridamente se ha expresado: disparaba a los pájaros, es decir, al aire.

¿Queréis que os aburra con la lista de nada menos que siete testigos más que han declarado unánimemente, bajo juramento, lo mismo? ¿Son todos ellos, indistintamente, perjuros? Si es así, formalmente lo invito, señor fiscal, a proceder de oficio contra ellos por falso testimonio.

Si usted no lo hace, esto significa, implícitamente, que los testigos han afirmado la verdad, es decir, que mi defendido disparó al aire.

Y pasemos al testimonio del guardia de prisiones que realizó la detención de Genuardi. El guardia, bajo juramento, ha declarado que, en el preciso momento en que Genuardi disparó, estaba ocupado en elegir peras en el puesto del testigo Patanè y que fue el ruido del disparo el que lo hizo darse vuelta de golpe.

Vio, textuales palabras, a Genuardi «que dejaba caer la mano armada», por tanto, no está en absoluto en condiciones de precisar si Genuardi había disparado al aire o en dirección a La Ferlita. También ha añadido que, en el momento de la detención, no sólo el pistolero no opuso resistencia (y hay que decir que aún estaba con el arma humeante en la mano mientras que el guardia estaba desarmado), sino que parecía incluso privado de voluntad, como alelado. En conclusión, no hay nadie que haya podido testimoniar que haya visto al señor Genuardi apuntar el revólver contra La Ferlita.

¡Señor presidente! ¡Señores de la Corte!

Con palabras sencillas, con acentos sencillos, os diré la verdad de los hechos, tal como la he sabido de las palabras rotas, conmovidas y desconsoladas de Genuardi, un hombre herido en su honor y humillado, ¡un hombre del cual el destino cínico y fullero parece que se quisiera burlar! Pero, prestad atención, yo he querido verificar el relato que él me ha hecho punto por punto, porque nadie, en esta sala o fuera de ella, nunca ha podido afirmar que el abogado Orazio Rusotto ha asumido la defensa de alguien de cuya inocencia no estuviera profundamente convencido.

Desde hace algún tiempo trasladado por negocios a Palermo desde su natal Vigàta, Filippo Genuardi se enteró por casualidad de la dirección de su paisano y fraternal amigo Rosario La Ferlita, del que había perdido el rastro. Genuardi y La Ferlita, amigos desde la infancia, sentados durante años en la escuela en el mismo pupitre, han compartido después las emociones de los primeros amores, de las primeras desilusiones, confiándoselo siempre todo. Eran inseparables, en Vigàta los llamaban «Cástor y Pólux». Estaban siempre listos para la defensa el uno del otro, siempre dispuestos a compartirlo todo, pan, dinero y felicidad. Cuando Genuardi contrajo matrimonio, La Ferlita se endeudó hasta el cuello para hacerle un precioso regalo a los novios. Cuando La Ferlita enfermó, durante un mes Genuardi lo veló noche y día. ¡La amistad! ¡Este divino don del que sólo los seres humanos, por bondad del Creador, pueden disfrutar plenamente en la tierra! ¿Recordáis a Cicerón, al gran Cicerón? «Quid dulcius quam habere, quicum omnia audeos sic loqui ut tecum?» ¡Basta! No querría conmoverme y conmoveros. Pues bien, dicho todo esto, era más que natural que mi cliente fuera a encontrarse con el amigo al que no veía desde hacía tanto tiempo. Llegado a las proximidades del portal, vio que su amigo salía corriendo. ¿Por qué corría La Ferlita? No, desde luego, para evitar el encuentro con Genuardi, al que, es más, ni siquiera advirtió, sino porque tenía un considerable retraso en la cita que había concertado el día anterior con el señor Amilcare Galvaruso. El mismo Galvaruso, bajo juramento, ha afirmado que ésta es la verdad. Por desgracia, debo abrir un paréntesis. El cronista del diario local, al narrar las vicisitudes, escribió que La Ferlita echó a correr en cuanto vio a Genuardi apostado. ¡He aquí, oh señores, cómo se tergiversan los hechos! He aquí cómo la prensa suele distorsionar la realidad creando en la opinión pública un fumus de culpabilidad antes de que los hechos sean aclarados. Y esta irresponsable manera de actuar predispone el fértil humus del error judicial. Y permitidme recordar, sólo como un inciso, que quien os habla ha sido víctima de un error nada menos que dos veces, ha padecido, siendo inocente, la cárcel, pero al fin la justicia ha sabido restablecer la verdad y yo, ex acusado inocente, estoy aquí para defender del error a otro inocente, habiendo sufrido en mis carnes y en mi espíritu el terrible vulnus de la inocencia negada. Cerrado el breve paréntesis.

Por tanto, estaba diciendo que, llegado a las proximidades del portal, Genuardi vio a su amigo saliendo a la carrera. Estaba a punto de llamarlo cuando, con horror, se percató de que un caballo encabritado enganchado a un pesadísimo carro apuntaba derecho hacia La Ferlita que, entretanto, al haber tropezado, había caído al suelo. Fulminantemente, para evitar lo peor, en el intento de que el caballo se apartara de su mortífero recorrido, Genuardi sacó el revólver y disparó al aire. Por desgracia, el caballo, a pesar del tiro, prosiguió su fatal carrera.

¡Esto es todo! Ésta es la clara e inequívoca verdad. ¡Ah, ya entiendo! Alguno de vosotros a duras penas contiene la sonrisa. Ya entiendo. Intuyo lo que alguno de vosotros me está diciendo: «¡Eh, no, querido abogado Rusotto, tú no nos estás diciendo la verdad! ¿Cómo es que la bala fue a parar a la pierna de La Ferlita, tendido en el suelo, si Genuardi disparó al aire?».

Creedme, señores, vosotros me planteáis la misma pregunta que yo mismo he sido el primero en plantearme durante largas y atormentadas noches.

Y la misma pregunta se había hecho a sí mismo Genuardi con inagotable tormento. ¡Señor presidente! ¡Señores de la Corte!

La incontrovertible respuesta a esta agobiante pregunta me ha llegado sólo anteayer de la agudeza y de la ciencia del eximio profesor Aristide Cusumano-Vito, iluminado experto en balística. El profesor Cusumano-Vito, como todos saben en este Tribunal, nos ha dejado hace unos quince días por un ataque de cirroris hepática. Pero había querido redactar el examen pericial aunque fuera con la mano temblorosa, al punto de hacer por momentos irreconocible su grafía, a causa de los tremendos dolores que lo atenazaban. El hijo del profesor, tras encontrar el documento entre los papeles paternos, ha querido entregármelo cuando ya había perdido toda esperanza de obtenerlo. Exhibo el examen pericial y pido que sea añadido a las actas.

En él el profesor Cusumano-Vito afirma que el tiro, al estallar, salió hacia arriba, pero sólo durante un momento, porque de inmediato impactó, en su trayectoria, contra la barandilla de hierro del balcón debajo del cual se encontraba Genuardi. La bala, rebotando en ángulo agudo, fue a parar a la pierna de La Ferlita.

Mi cliente disparó al aire con rapidez de reflejos para evitar que su querido amigo, ¡su hermano!, pudiera…