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(Comendador Longhitano—Pippo)

—¡Sorpresa sorpresa sorpresa!

—¡Don Lollò! ¿¡Usted por aquí!? ¡Oh, Virgen santa! ¡Estoy muerto!

—¡Señor Genuardi! ¡Señor Genuardi! ¿Qué hace, se desmaya? ¡Se ha quedado tieso, este hijo de puta! ¡Pero yo lo despierto!

—Oh, Dios… Oh, Dios… ¿Me abofetea?

—Sí, así se despierta.

—Oh, Dios… ¿me quiere matar a golpes?

—¡Pero qué golpes! ¿Qué es este olor?

—Me cagué encima, comendador. Antes de… ¿me permite un ruego? ¿Puedo hacer un acto de contrición? Dios mío, me arrepiento y me duelo…

—Señor Genuardi, acabe con estas bufonadas.

—¡María, qué frío me ha entrado! ¡Qué frío! ¿Puedo ponerme una manta sobre los hombros?

—Póngasela y acabe con estas lágrimas.

—Me vienen solas. ¡María, qué frío! Tiemblo todo, tiemblo.

—Señor Genuardi, cálmese y escúcheme. Achacoso como estoy me he tomado la molestia de venir a Palermo desde Montelusa para dejar en claro la cuestión entre usted y yo.

—Perdóneme, ¿está armado?

—Desde luego.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Virgencita! ¿Por qué desenfunda el revólver? ¿Me quiere matar? Dios mío, me arrepiento y me duelo…

—¡Cállese! ¡Mudo!

—¿Y cómo hago? ¿Cómo hago para estar mudo? Me dan ganas de llorar, de hablar, de rezar…

—Mire, el revólver que tanto lo espanta lo pongo sobre la cómoda, lejos de mí.

—¡María qué calor tengo! ¡María, qué calor! ¡Estoy todo sudado! ¿Puede abrirme la ventana? Yo no puedo moverme, si me levanto de la cama, me caigo.

—Abrámosle la ventana al señorito. Así también se va un poco el olor a la mierda que se ha hecho encima. Pero esté atento que ahora la ventana está abierta.

—¿Y qué quiere decir, eh? ¿Qué quiere decir que la ventana está abierta?

—Quiere decir que si usted no se queda escuchándome quieto y tranquilo, lo tiro fuera por esta misma ventana.

—Estoy quieto. Estoy tranquilo. Hable.

—Bien… El señor Schilirò, su suegro, el otro día vino a decirme…

—¿Le dio él mi dirección en Palermo?

—No.

—Y entonces cómo ha hecho usted…

—Lo he sabido por mis propios medios. Y deje de interrumpirme. Me pongo nervioso cuando me interrumpen. Continuemos. Su suegro vino a explicarme que había habido un equívoco. En pocas palabras, me juró que usted y Sasà La Ferlita no se habían conchabado para tomarme el pelo.

—¡También yo se lo juro! ¡Por mis ojos!

—Mudo, le dije. Las palabras de su suegro me han convencido.

—¡Oh, Virgen, gracias!

—A medias.

—¿A medias? ¿Qué quiere decir a medias? Usted me quiere asar a fuego lento.

—A medias. Porque necesito una prueba segura, evidente, de que no hubo ningún acuerdo entre usted y Sasà.

—Está bien. Dígame cuál debe ser esta prueba segura… Dígame qué quiere que haga y lo hago.

—A eso voy. Entretanto le he traído dos cartas. Después las lee, si quiere le digo qué es lo que está escrito. Una es de la firma Sparapiano, dice que ha sido un error, le piden mil disculpas y se ponen a su completa disposición para toda la madera que necesite.

—¿Bromea?

—Nunca bromeo, ni sobre esto ni sobre otras cosas. La segunda carta es del caballero Mancuso. Dice que lo ha reconsiderado, que usted puede hacer en su terreno todos los agujeros que quiera y que él no pretenderá ni siquiera una lira. ¿Contento?

—Perdóneme, pero de la alegría se me está removiendo el estómago.

—Aguante cinco minutos más. También para el velocípedo de motor estoy buscando una solución con un amigo de la compañía de seguros a fin de que suelten la pasta sin dar el coñazo. Y con esto le doy una demostración de que he creído en las palabras de su suegro. A medias.

—¿Y la otra mitad?

—Ahí está el busilis. Primero quiero que sepa algo: esté atento, porque los carabineros, cada vez más persuadidos de que usted está con los subversivos, han sabido su dirección de aquí. Y con seguridad por eso lo vigilan.

—¡Virgencita santa! ¡Pero esta dirección ya la saben hasta los cerdos y los perros! ¿Cómo lo han hecho?

—Olvidémoslo.

—¿Cómo hago para hacerles cambiar de idea?

—¿¡A los carabineros!? ¡A ésos cuando algo se les mete en la cabeza no hay ni Dios! Menos mal que el delegado Spinoso no piensa lo mismo.

—¡Otra vez siento frío! ¡María, qué frío! Tiemblo todo. ¿Puede cerrar la ventana? Tengo las piernas como un flan.

—Ya está. Para volver a nuestro asunto: ¿sabe que tengo en mi poder la dirección correcta de su amigo Sasà La Ferlita? Aquí está, en este trocito de papel.

—¿Por qué me la deja sobre la cómoda? La necesita usted, si tiene que ir a verlo.

—¿Yo? Yo, no.

—¿Mandará a otra persona?

—Sí. A usted. Por eso le estoy dejando el revólver y la dirección.

—¡¿Yo?! ¿Y qué le digo?

—No tiene que decirle nada. Usted va a verlo y le dispara.

—¡Aaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhhh!

—En caso contrario, le dispararán a usted.