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(Tamburello—Comendador Longhitano—Calogerino)

—¡Querido señor Tamburello! ¡Qué placer verlo! ¡Usted me hace un regalo con su visita!

—¡El placer y el honor, grandísimos, son todos míos, egregio comendador Longhitano!

—Se me cae la cara al suelo de pensar que lo he hecho desplazarse hasta Montelusa, pero es que desde hace algún tiempo estoy aquí, en casa de mi hermano. Padezco de pequeños trastornos debidos a la edad, y mi hermano, que es médico, me atiende.

—Pero ¿qué me dice? ¿Qué trastornos? ¡Usted está fresco como una rosa, hecho una pinturita!

—¿Sabe por qué me he permitido mandarlo llamar?

—No tengo ni la más remota idea, pero he venido inmediatamente por el solo placer de verlo.

—¿Le parece? Ahora que usted está delante de mí, me arrepiento, me avergüenzo de haberlo importunado por una bobada.

—Aunque fuese para nada, estaría feliz lo mismo. Hable, estoy a sus órdenes.

—¿Sabe, señor Tamburello? Los viejos como yo, en un momento dado, se vuelven como chiquillos, sienten curiosidad por todo, están siempre dispuestos a preguntar: ¿qué es esto? ¿Qué es aquello? Cuando una cosa se nos mete en la cabeza, viejos y chiquillos ya no podemos dormir. Y yo me estoy devanando los sesos, tengo una fijación, con el forzamiento de la oficina postal de Vigàta. Lo he leído en el periódico. Pero ¿de verdad se tomaron la molestia de desfondar la puerta y no se llevaron nada? Señor Tamburello, conmigo puede hablar como en confesión, lo que se me dice se me queda dentro, no sale de mí ni que me maten. Sólo quiero la verdad: ¿qué robaron?

—Nada de nada, don Lollò. Se lo juro. ¿Y además qué razón tendría venir a contarle una mentira?

—Pero ¿usted está seguro de que esos desconocidos entraron de veras en la oficina? Quiero decir: ¿no es que forzaron el portón y después les faltó tiempo?

—Segurísimo. Encontré cartas y paquetes de manera distinta de como los había dejado la noche anterior.

—¿Había mucho correo?

—No, señor, poca cosa. Tengo en el bolsillo una lista que hice para el delegado Spinoso. Me la pidió y aún debo llevársela. Aquí está, se la leo. En llegada: un bulto para la farmacia Catena (son hierbas medicinales que por aquí no se encuentran); un bulto para la firma Nicolosi (éste venía de Alessandria, con seguridad dentro había tapones); una carta para la señora Adelina Gammacurta (de su hijo que se lo pasa bien en Roma y escribe siempre para pedir dinero); una carta para el caballero Francesco De Domini (de esa joven de Canicatti que es su amante y que él dice que es su sobrina cuando viene a verlo a Vigàta); una postal para el señor Carmine Lopiparo, que viene de Milán (de su hermano Peppe que está allá buscando a su mujer que se escapó con un oficial del ejército). Y basta. Ahora paso a la correspondencia en salida. Había tres cartas y un sobre grande. La primera era de la señora Finocchiaro a su hija Carolina, que está casada en Trapani (me parece que las cosas entre marido y mujer no van bien, él le pone los cuernos y ella le corresponde con la misma moneda); la segunda del Caffè Castiglione a la firma Pautasso de Turín (que fabrica un chocolate de verdad muy bueno); la tercera era una carta anónima del caballero Lo Monaco dirigida al doctor Musumeci. El sobre grande…

—No, un momento, señor Tamburello. ¿Por qué dice que la tercera carta era anónima si sabe que era del caballero Lo Monaco?

—Porque ése sólo escribe cartas anónimas, todo el mundo lo sabe. Pasa el tiempo. ¿Qué puede hacer, pobre viejo? Sé que era del caballero porque conozco la caligrafía. El sobre grande, decía, era el habitual que el suegro de Filippo Genuardi le expide a Palermo.

—¿Por qué, Filippo Genuardi se ha mudado? ¿Ya no vive en Vigàta?

—No se ha mudado, pero desde hace más de un mes se encuentra en Palermo por negocios o por asuntos de mujeres. El suegro recoge las cartas que le llegan, las mete en un sobre grande y se las expide a Palermo, a una pensión de Via Tamburello, lo recuerdo porque es mi mismo apellido.

—Pero ¿entonces qué buscaban?

—No consigo imaginarlo. Es más, don Lollò, le suplico un favor.

—Todo lo que esté en mis manos.

—Si usted, hablando, se enterara de algo… Me explico: si usted se entera de por qué han hecho lo que han hecho… No sé, me pregunto si por casualidad no han querido hacerme una afrenta… darme una advertencia, yo qué sé…

—Pero ¿qué está pensando? ¿Una afrenta, una advertencia a un gentilhombre como usted? De todos modos, esté tranquilo: si llego a saber algo, le informaré tal como merece.

—Comendador, yo me marcho. Beso sus manos. Por favor, quédese cómodo, no se moleste.

—Hasta pronto, querido.

—¡Calogerino! Puedes venir, el señor Tamburello ya se ha ido.

—Mande, don Lollò.

—¿Lo oíste todo desde la otra habitación?

—Sí, señor. La dirección de Genuardi es en Palermo, en una pensión de Via Tamburello. Salgo de inmediato.

—No, espera. A Palermo quiero ir yo también. Y antes hay que hacer algunas cosas. Tú tienes que ir a ver al caballero Mancuso, después te digo. Pero ¿has oído qué bobo es este Tamburello? Le he llevado el discurso de una determinada manera y me ha dado la dirección de Pippo Genuardi. Pero nunca podrá decirle a nadie que yo se lo haya preguntado expresamente. ¿Es razonable?

—Usted es un dios, don Lollò.

—¿Y quieres saber otra cosa? Cuando me dijo que en el bolsillo tenía la lista del correo para dársela a Spinoso, que se la había pedido, he tenido la confirmación de que Spinoso es un verdadero poli. Él había tenido la misma idea antes que yo.

—¿Y cuál es esa idea, don Lollò?

—¿Cuánto son dos más dos, Calogerino?

—Son cuatro, don Lollò.

—¿Y qué hay en la cesta, Calogerino?

—Requesón, don Lollò.

—¿Y entonces?

—¿Y entonces qué, don Lollò?

—Escúchame, te explico. Pongamos que un cajero roba en el banco donde trabaja. Para evitar que lo descubran, ¿qué trama? Hace de manera que falsos ladrones entren en el banco y se lleven la caja. ¿Correcto? Pero dado que los ladrones de la oficina postal no robaron nada, de ello resulta que Tamburello no tiene nada que ver con el asunto. ¿Se sostiene el razonamiento?

—Una belleza, don Lollò.

—Del mismo hecho se desprende la consecuencia de que los ladrones eran falsos ladrones.

—Ahora no lo sigo, don Lollò.

—¿Un ladrón de verdad hubiera cogido o no las trescientas liras que había en un cajón de la oficina?

—Sí.

—¡Oh, Dios bendito! Por tanto, significa que no buscaban dinero, sino alguna otra cosa. Ahora bien, ¿qué hay tan importante en una oficina postal?

—¡Y yo qué sé, don Lollò!

—Está el correo, Calogeri.

—Pero si Tamburello dijo que no se llevaron el correo…

—No había necesidad de robarlo, bastaba con mirarlo. Los falsos ladrones buscaban una dirección.

—¡María santísima, qué cabeza tiene, don Lollò!

—Una dirección que se mantiene en secreto, desconocida para todos en el pueblo.

—¡La de Pippo Genuardi!

—¿Lo ves cómo llegaste? Pero ¿a quién le interesaba conocerla? Su familia está claro que la sabe pero no la dice. ¿A quién? ¿A un amigo de Pippo? Si era un amigo de confianza, alguien de la casa de Genuardi se la habría dado. ¿A un enemigo? Pippo no tiene enemigos que corran el riesgo de acabar en chirona por saber dónde vive en Palermo. Quedamos tres. Yo no tengo nada que ver con este asunto. Tampoco el delegado Spinoso, puesto que le ha pedido a Tamburello la lista de la correspondencia. Y estoy seguro de que en cuanto lea la lista verá confirmada la idea que le pasa por la cabeza. Que es la misma que tengo yo.

—¿Y cuál es esa idea, don Lollò?

—Que fueron los Reales. El Arma. Los carabineros.

—¡Joder!