IX

Aparejadas las cuatro dragoneras, a bordo la impedimenta y abundante avituallamiento, los hombres seleccionados para la expedición se mantenían a la espera de la orden de embarcar. Mintaka y Longabarba se encontraban reunidos con la ilusionada tripulación; una parte, veteranos que ya no contaban protagonizar más aventuras —algunos de los cuales me acompañaron por el sendero de las ballenas—, el resto, jóvenes que aguardaban su primera oportunidad de recorrer el camino de la gloria. Ambos, pues, mostraban su regocijo.

Me constaba no ser la mejor partida de guerreros a que podía aspirar, pues que aquéllos acompañaban al rey, pero todos habían sido escogidos meticulosamente por Mintaka, experto en conocer almas y hechos de cada hombre, y estaba seguro de que morirían luchando, llegado el caso. Aunque con el temor de que me resultaría penoso si persistía en su antigua actitud, acudí a despedirme de la reina, pues lo consideraba obligación. Aludra también había insistido mucho, y no podía negárselo ante el recuerdo de los apasionados besos de la muchacha de los Cabellos de Fuego, quien aguardaría mi retorno hasta el fin de los tiempos si fuera preciso, tan grandes eran su amor y su esperanza.

Mi madre continuaba recluida en sus habitaciones, según las servidoras. A través de ellas, que le llevaron mi recado, no conseguí más que conocer su deseo de que tuviera un viaje feliz, como pudiera serle transmitido a cualquier enviado de la corte en no importa qué misión, e incluso con menor cortesía.

Subimos a bordo, ocuparon sus puestos en los bancos, empuñaron los remos y partimos en busca del mar abierto.

Hay algo indefinido en el inicio de cada aventura, según he sabido con la experiencia. En aquélla flotaba la ilusión de algo nuevo. El día era azul luminoso, tibio; las dragoneras hendían la superficie tersa y suave del fiordo, y a popa quedaban ligeros surcos que rizaban las aguas. Apenas si se alteraba el espejo donde se reflejaban los abedules y las gaviotas que rozaban blandamente el aire diáfano y cálido.

Había olvidado a mi madre cuando, llegados al mar abierto y retiradas las cubiertas de los furibundos y espantosos dragones que coronaban los codastes, Mintaka mandó izar las velas. Pero acudió su memoria al contemplar el emblema de la embarcación, el águila soberana, poderosa y terrible, en el momento de asegurar su presa en pleno vuelo, las alas desplegadas, las garras adelantadas para sujetar el cuerpo conquistado. Semejante a las águilas en miniatura que bordó ella misma sobre los gallardetes que llevara a la caza de la ballena.

La consideración de estos hechos me resultaba confusa: de una parte tan enconada enemiga de que emprendiese cualquier aventura, de otra preocupada en proporcionarme una enseña valiente y poderosa, como es el águila en el instante de atrapar a su presa. En verdad que el símbolo, aunque no usual entre vikingos, que preferían los animales fantásticos, complacía mi parte de alma no pagana.

Mintaka y los guerreros sonreían al contemplar, alternativamente, al símbolo y a mí; de las cuatro dragoneras partió el clamor de un hurra por la idea de la reina, que me fue grato, pues su orgullo era mi orgullo y mi suerte habría de ser la suya también. Me complacía la aclamación pues me compensaba del desprecio de muchos de ellos cuando no veían en mí al capitán que aguardaban; ahora lo transformaban en admiración y respeto tras la hazaña de los doce osos. Haziel, el de los Doce Osos, como ya decía la leyenda que cantaba el bardo, eterno forjador de mitos.

Al ser el viaje de tres jornadas, aunque sin sobresaltos, pues andábamos por un mar que los vikingos habían dominado, hubo ocasión de prolongadas conversaciones. Obligado resultaba referirnos a la reina, cuyo enigma me preocupaba. Cuanto conocía, desde su matrimonio, no clarificaba la conducta, a mi juicio, y si Mintaka argüía a mis razonamientos que hay zonas ocultas e insondables en las almas donde jamás llegamos a penetrar, pues ni siquiera el mismo interesado consigue descifrarlo, opinaba yo que nuestra ignorancia se debería a desconocer acontecimientos anteriores que podrían justificar su odio, su huida de la realidad presente y pasada.

Conocedor de que el viejo peregrino nunca hubiese violado el secreto a que estaba obligado, hasta entonces no me atreviera a interrogarle. Pero ante mi preocupación debió de considerar llegado el momento de romper su silencio sobre el pasado, y nos refirió cuanto había conocido como testigo de la época, y no estaba obligado a callar. Así fue como tuvimos una versión fidedigna de la otra cara del espejo.

Sufrió mi madre dura y cruel rivalidad de la suya propia, la reina Ethelvina, tan ambiciosa, fría y prudente en el gobierno del reino como apasionada en el amor, que luchaba con todo su poder para lograr cuanto se proponía, como soberana y como mujer. Vivió mi madre en terrible angustia, temerosa de ser víctima de una pasión poderosa, al propio tiempo que se sentía incapaz de renunciar al amor que había concebido por Avengeray, a cuya vida ligaba la propia. De tal modo se hallaba poseída por aquella idea fatídica, convencida de que la reina Ethelvina procuraría asesinarla para remover el único obstáculo que se le oponía, que llegado el momento de la aparición del rey vikingo la inundó el terror de su propia muerte, acrecentado con el temor de que el odio de Thumber descargase igualmente sobre Avengeray. Fue un momento en que, en su cerebro, tomó forma de catástrofe el presentimiento que venía alimentando, al ver cumplirse sus temores. En un rasgo heroico, solamente posible en un alma profundamente enamorada, capaz de renunciar a sí misma con tal de salvar al hombre que ama, se ofreció a Thumber como ya era conocido, y aceptó el sacrificio con satisfacción sublime. Se justificaba entonces —y en ello insistía Longabarba con su voz profunda, el sentimiento dulce para juzgar, la voz afectuosa, el tono caritativo—, que la reina Elvira se resistiese a aceptar los hechos que le refería su esposo, puesto que reconocerlos podía representarle una opción hacia la locura.

Tan esclarecedor me resultó que, desde este momento, ya no tuve dudas sobre aquella serie de sucesos que hasta entonces conociera de forma inconexa. Creció en mí el respeto hacia aquella infortunada reina, víctima al fin, aunque no supiera de quién. Pues que tantos acontecimientos que le eran ajenos habían influido en su cruel destino. Como viene a ocurrimos a todos los mortales, extremo que resaltaban tanto Longabarba como Mintaka, pues todos somos pequeñas porciones del conjunto de la vida.

Entretenidos en aquellas filosofías, de las que nadie de la tripulación era capaz de entender una palabra, llegamos finalmente frente a la costa, nuestra meta. Aguardamos a que el sol se ocultase en el mar para penetrar por entre las islas, y ascendimos por una lengua de agua que se adentraba en la tierra, semejante a nuestros fiordos. Suponía una ventaja que bastantes de los veteranos guerreros hubieran visitado el territorio en otras correrías, hacía años, pues nos valía su experiencia para progresar tierra adentro hasta donde el curso del agua lo permitía; después se estrechaba y quedaba en un pequeño río. Llegados al final, desembarcamos en una orilla boscosa y se sacaron las dragoneras para dejarlas ocultas en el bosque, tapadas entre el boscaje, disimuladas.

Pusímonos en marcha cautelosamente, pues no deseábamos enzarzarnos en contiendas. Nuestro destino estaba definido y no pretendíamos llevar a cabo asaltos ni combates que pudiéramos evitar. Nos dábamos cuenta, conforme progresábamos por tierra, de que merodeaban en la noche bandas de guerreros haciendo saqueos, e intentamos averiguar su origen y así vinimos en conocer que eran musulmanes.

Tratamos entonces de procurarnos refugio seguro, y nos dirigimos a una luz que distinguíamos. Allá se fue por delante Longabarba para explorar, pues su indumentaria de peregrino le eximía de sospechas. Al regreso notificó que el pazo estaba habitado por un duque y su esposa, gentil y de reconocida belleza, si bien le pareció dada a fantasías. Aceptó de grado y con alborozo agasajarnos por aquella noche al enterarse de que su huésped sería un príncipe vikingo acompañado de su comitiva.

Los recelosos veteranos, que conocían el territorio de antiguo, me advirtieron pusiera cuidado en el pazo y la duquesa, pues se trataba de tierra mágica donde las cosas solían tener esencia diferente a como aparentaban, y bien pudiera ser castillo lo que semejaba pazo, y celada y traición lo que simulaba amable cortesanía y regalo.

Digno el celo de mis hombres, pero la desconfianza resultó vana; esforzóse la duquesa en hacernos grata la velada, en la que abundó el asado de jabalí y venado, los pescados y, de postre, confites, peladillas, vinos y frutas. Por demás insistieron en que pernoctáramos allí; la noche era peligrosa y poblada de enemigos. Accedimos finalmente, pues coincidía con nuestro deseo.

A nuestras cautas preguntas logramos averiguar que una semana antes pasaron nutridas bandas de vikingos por la ruta de la Ciudad donde nace el Arco Iris, y algún día después les siguió un poderoso ejército musulmán que causaba espanto, puesto que, como bandada de cuervos, asolaba toda la comarca.

Las gentes que venían huidas nos hablaron de una feroz batalla en la gloriosa ciudad, donde quedaron encerrados los nuestros sin advertirlo, cercadas las murallas con sigilo por los hijos de Alá, que penetraron después a combatirlos. Lloraban desconsolados aquellos paisanos de temerosa voz y asustadas pupilas; lamentaban que Dios descargase su ira contra aquella santa población que le adoraba por intercesión de su apóstol, a la que hasta entonces había parecido distinguir con su amor y preferencia. Relicario de la Fe, Joyel de Su Gracia, distinguía a cuantos peregrinos se llegaban hasta su tumba. Muchos pecados debieron de ser cometidos para que permitiera tan grande desgracia y destrucción, que venían sin volver la vista atrás, no les sucediera como a la mujer de Lot. Tras derramar abundantes lágrimas y recobrar el aliento, apresuraban el paso para alejarse, mientras imploraban la compasión de Dios.

Nos pusimos en camino excitados por el temor y el presentimiento, y nos lamentábamos de que pudiéramos llegar tarde para ayudar a los nuestros. Longabarba trató de confortarme; alegaba que ningún ser humano era capaz de torcer los designios del Señor, y añadía Mintaka que nadie podría achacarme culpa si sucedía así, pues que además ningún indicio existía de que el rey Thumber participase en la batalla, aunque no fuera improbable. Aligeraba nuestros pasos esta duda, deseosos de luchar junto a nuestros hermanos que parecían encontrarse en serio peligro de muerte y exterminio.

Llegados a un altozano desde el que se lograba una amplia vista sobre la ciudad, nos descubrieron las gentes que se ocultaban huyendo de la invasión, e iniciaron un movimiento de espanto y huida. Temieron sin duda haber sido sorprendidos y que aquélla fuera su última hora. Longabarba consiguió tranquilizarles, gracias a la confianza que inspiraba el hábito de peregrino y el báculo de que se servía, pues aquellas gentes profesaban profundo respeto a los religiosos, de los que estaba plagada siempre la ciudad, más un océano de peregrinos que de ordinario la inundaba como un venero constante.

Con sus palabras devolvió la tranquilidad a las amedrentadas gentes, aun cuando siguieran contemplándonos con manifiesto recelo.

Vinieron a confirmarnos lo que temimos desde la primera mirada, con aquella su faliña cantarina que algunos veteranos se conocían bien, y nos explicaron que los mayus fueron cogidos por sorpresa, que el poderoso Rayo de Mahoma era astuto y contaba con un inmenso ejército, como podía apreciarse a simple vista, pues ocupaban gran extensión sus mesnadas, dentro y fuera de la ciudad, donde a nadie era posible entrar ni salir sin su consentimiento.

Durante tres días lucharon los mayus desesperadamente, no ya para defender los tesoros de que se habían apropiado, sino para preservar sus vidas. Esfuerzo inútil: ninguno sobrevivió.

Quise averiguar sobre las bandas de vikingos, aunque fue preciso vencer primero el espanto de aquellas gentes. Pero ellos no distinguían grupos ni naciones entre los piratas, asesinos e incendiarios, sin recatarse en la expresión del odio hacia el flagelo que venían sufriendo desde antiguo. Para ellos todos eran uno, hombres del norte, fieros como osos hambrientos, crueles como hienas. La conclusión de sus palabras fue que Dios debía de reservar a nuestro grupo para otro destino peor, cuando no había permitido que llegásemos a tiempo para morir.

La ciudad, abajo, aparecía desolada; ni un solo edificio quedaba en pie, y se elevaban penachos de humo que formaban densas y oscuras nubes en el cielo, entre las cuales volaban buitres y carroñeros que tras varias evoluciones se abatían entre las ruinas, con espantoso acompañamiento de graznidos, para encontrar sus presas.

Los vencedores iban saliendo en largas columnas, que protegían gran número de carros y multitud de esclavos que transportaban el riquísimo botín conseguido, tesoros acumulados por el fervor de los fieles, reyes y caballeros. Riquezas que ahora servirían para holganza de los musulmanes que disfrutarían de la esplendidez de los cristianos para con su santo patrón. Se dirigían hacia el este, y por momentos las columnas se enlargaban, como sierpes que se ajustan a las ondulaciones del terreno. Dejaban atrás la que fuera magnífica y bella ciudad, convertida en ruinas. Tan completa era su destrucción que, de no quedar los escombros, hubiera desaparecido hasta el rastro de su asentamiento.

Mis camaradas permanecieron silenciosos, sobrecogidos por el dolor y la angustia de haber llegado tarde. Todos ellos hubieran dado su vida luchando junto a los nuestros. Quizás fuera todavía más agudo el silencio por respeto a mí, que temía por la suerte de mi padre, si es que acudió a aquella jornada. Un nudo me cerraba la garganta, aunque me esforzaba en no exteriorizar mi preocupación, que empujaba las lágrimas hasta mis ojos.

Mintaka, siempre atento, vino hasta mí, y me colocó su brazo sobre los hombros para consolarme. Adujo que de haber llegado antes sólo hubiéramos tenido tiempo de morir con los demás, pues los enemigos eran tan numerosos como las arenas del mar. En mi réplica le pregunté si no consideraba más digno morir por los camaradas que vivir sin ellos. Dijo que el capitán nunca lucha para morir, sino para vivir. Que está obligado a ganarse el respeto de los que le siguen. Que viera los ojos de todos los hombres posados en mí; escrutaban si era débil ante la adversidad y el dolor, o si merecía confianza. Así hube de ocultar mis sentimientos para demostrar la frialdad de los héroes, como ellos esperaban de su príncipe. Exigían que estuviese por encima de las flaquezas humanas.

No podía evitar el corazón ensombrecido por el presentimiento, mientras el graznido de los carroñeros, que se congregaban cada vez en mayor número, se tornaba hiriente conforme sobrevolaban las ruinas y se abatían sobre ellas, tristes compañeros de los muertos.

Era forzoso esperar que los vencedores desapareciesen tras las ondulaciones de las montañas en el horizonte. Y cuando las serpenteantes columnas fueron engullidas por el desnivel de los montes y la distancia absorbió las partidas de guerreros que formaban la retaguardia, de los montes circundantes comenzaron a brotar las gentes que permanecieron ocultas. Se abalanzaron todos en carrera por la pendiente, en dirección a los muros, que encerraban lo que ya sólo era un campo de ruinas y cementerio.

Sabía de los hermosos edificios labrados de fina cantería con que se adornaba aquella santa ciudad, por lo que me impresionaba hallar el recinto cubierto de informes restos humeantes, pues desde cerca era mayor la desolación.

Cantaron los poetas este apocalipsis; señalaron que tal fuera la destrucción que se dudaba del mismo emplazamiento de la ciudad, borrada sobre la tierra. Hubiera resultado cierto de no quedar los bloques tallados esparcidos sobre el terreno, las ornamentaciones que engalanaron las fachadas de viviendas, palacios y templos, piezas de ricos dinteles y ventanas, ménsulas y gárgolas, trágicos testigos de la furia que se abatiera sobre ellos.

Nos extendimos por las ruinas, la mirada ansiosa en su búsqueda por entre montones de cuerpos mutilados por espantosas heridas, retorcidos en la agonía de su dolor. A nuestro paso se espantaban las nubes de cuervos y grajas, y pesados buitres que se movían entre graznidos en señal de protesta por nuestra intrusión, y apenas si aleteaban o saltaban para separarse de nosotros, sin renunciar a sus presas.

No era difícil clasificar los cadáveres por sus vestiduras y armas sarracenas, cuya profusión testimoniaba el vigor de los brazos vikingos. Nos complacía que sólo de vez en vez apareciese un vikingo entre los cuerpos derribados, al que no conocíamos.

Finalmente percibimos la llamada de nuestros compañeros, que se habían separado para abarcar más terreno, quienes solicitaban acudiésemos, lo que hicimos presurosos.

Me doy cuenta de que mi experiencia guerrera, adquirida en la expedición a la Normandía, no había endurecido mi espíritu lo suficiente, pues el espectáculo me resultaba penoso. Una simple ojeada permitía adivinar que en aquel lugar sostuvieron la más enconada de las batallas, según se acumulaban las víctimas: llegaban a constituir montañas y barreras los mahometanos que sucumbieron al filo de nuestras espadas. Allí encontramos mayor cantidad de vikingos muertos, rodeados siempre de centenares de enemigos, lo que demostraba la ferocidad de la lucha y el vigor de las espadas, pues vendieron muy caras sus vidas los hombres del norte.

Aquel escenario nos reservaba un acerbo dolor al descubrir a nuestros propios guerreros muertos, conocidos y amados. Hasta que llegamos a un claro donde, apoyado contra unas piedras, erguido, aparecía el cuerpo del rey, mi padre, las armas fuertemente sujetas en sus poderosas manos, ahora sin vida, como si estuviera tomando un breve descanso, mientras contemplaba la multitud de sarracenos vencidos que yacían a sus pies. Parecía reposar, después de acabar con todos los enemigos.

Noté sellados los labios de mis compañeros, por el asombro y el dolor. En aquel instante habíase convertido en certidumbre lo que antes sólo fuera un presentimiento. Ahora los hallamos, gloriosamente muertos en el combate en la plenitud de su vigor, como desean los guerreros vikingos, pues detestan la enfermedad que puede aniquilarles en el lecho, sobre la paja.

Los rostros apretados por la angustia, era la inmovilidad la que presidía la contemplación del rey Thumber, guerrero divino que nos parecía inmortal en su fuerza y astucia. Yo mismo advertía en mi pecho la pugna de los sollozos, y un río de lágrimas acudía a mis ojos. Hasta que Longabarba y Mintaka vinieron a mi lado y en el contacto de sus brazos me transmitieron el ánimo y valor necesarios para afrontar la desgracia.

Sentí que no me encontraba solo. Sabía que un príncipe estaba obligado a ocultar sus sentimientos filiales, y exhibirse ante los guerreros como un capitán animoso, fuerte y decidido, en quien todos pueden confiar pues se encuentran protegidos en su presencia, en la paz y en la guerra, con su amor y su justicia, a los que prodiga regalos y bebe con ellos el hidromiel de los festines y la sangre de sus enemigos.

Nunca me sometiera la vida a tan cruel prueba. Me supuso el mayor esfuerzo recuperarme, pues aunque entre vikingos se hiciera gala y ostentación de impasibilidad ante la adversa fortuna, y aun ante la misma muerte, al poseer la mitad de mi alma cristiana resultaba más vulnerable a la flaqueza que mis compañeros y camaradas, que se encontraban pendientes de mis reacciones para conocer mi fortaleza.

Sobre la tumultuosa, aunque muda, expresión de nuestros íntimos sentimientos, voló la palabra mágica de Mintaka, el bardo que siempre glorificó al rey, su fiel y leal compañero. Pienso cuan fuerte debía de ser su dolor al contemplar al camarada, al mejor amigo, al hermano, que fuera Thumber para él durante toda la vida, las campañas, avatares, fiestas y batallas que compartieron, los momentos tristes y alegres que pueblan una existencia. Un amigo de esta clase no se muere sin llevarse parte de nuestra propia vida.

«¡Vedlo! ¡Campeón entre los valientes guerreros! ¡Si alguno está manchado de sangre por la espalda, se debe a la rosa que, al salir, abrió el dardo que orado su pecho! ¡Gloria a los que vendieron su vida en el combate! ¡Contemplad cómo sus labios escupen desprecio hacia sus enemigos! Sus pupilas, todavía brillantes, muestran la burla que les inspiraron.

»Cercados por la multitud de los creyentes de Alá, formando con los escudos una muralla tan fuerte como una montaña, apretados en fila como el caparazón de una tortuga, segando con las espadas el aire que gemía por las heridas de sus ágiles molinetes, mantuvieron su línea los valientes hijos de Thor, respondiendo con sus pesados aceros a los golpes, cubiertos con los redondos escudos, sin que los brazos tuvieran momento de reposo. Innumerables y feroces eran los enemigos que les acosaban, que cargaban a cada instante con renovado esfuerzo, de tal modo que los constantes golpes sobre los escudos, y el batir de las espadas entrechocando en la ofensiva y defensa, unido a los gritos que para amedrentar a su contrario prodigaban todos, resonaba entre los muros y era devuelto por el eco de la montaña un estruendo ensordecedor, enfebrecidos por el sabor de la sangre que les bañaba los labios desde sus propias heridas, o salpicada del contrario, el cual la expulsaba a borbotones desde la cabeza hendida, el hombro partido, el pecho convertido en volcán.

»Asistidos por Alá, que les amparaba con su fuerza, luchaban los sarracenos como poseídos, acosando sin tregua a nuestros bravos guerreros, que les respondían con ardor, derribando filas enteras de oponentes que eran pisados y rematados, mientras volaban sus almas al paraíso que les promete su dios.

»Durante dos días, bajo el rigor del sol ardiente y el hielo de la gélida luna, los hijos del desierto pagaron con sus vidas la osadía de retar a los fieros seguidores de Odín, cuyos gritos sonaban como rugidos de león. Hasta que en la tercera jornada de ininterrumpido combate, sin tiempo para comer ni descansar, ni reparar fuerzas, enfrentados a continuas oleadas de enemigos que de refresco acudían a vengar a sus muertos, fueron debilitándose sus brazos, aunque jamás el ánimo, hasta contemplar finalmente rotas sus filas y a los adversarios asediándoles por los flancos, atacados por todos lados. Entonces usaron sus espadas para arrojarlas contra los pechos de sus contendientes, muchos de los cuales exhalaron el alma por su atrevimiento, y se sumergieron en las tinieblas; esgrimieron luego el hacha gloriosa, que siega cabezas y hiende hombres y corceles bajo el impulso poderoso de los valientes brazos vikingos.

»Fue entonces, atronando las gargantas sus fieros juramentos, para compensar con la fuerza del espíritu la debilidad de los brazos, cuando Thumber, a cuyos pies sucumbieron los más aguerridos capitanes de la hueste enemiga, derribados sin vida por la fuerza de su golpe poderoso, recibió el apoyo de Thor, el dios del martillo, al que se mantuviera fiel durante su vida y consagrara todas sus victorias; así se acrecentó su vigor y pudo multiplicarse para acudir en ayuda de los más acosados y cerrar con ellos la brecha más peligrosa, mientras animaba a los desasistidos. Su valor contagió a todos los experimentados guerreros, que eran conscientes de ser éste el último de sus combates, después de mil victorias, pues se sentían llamados por Odín con gloria para disfrutar el Walhalla junto con los héroes y los dioses.

»Cada vikingo se presentó ante la divinidad con brillante cortejo de enemigos muertos, que proclamaban la gloria de sus mil triunfos; en los cielos sonaron los pífanos anunciando la entrada de cada héroe que sucumbía derribado por la masa incalculable de sus contrarios, cuyo número aumentaba sin cesar conforme ellos exhalaban el último suspiro. ¡Quedó solo Thumber, el dios, el poderoso guerrero, el bravo entre todos los valientes, aquel por el que Odín y Thor mandaron entonar el más glorioso himno para recibirle! Cien guerreros le rodearon. Ninguna herida manchaba de sangre sus propios vestidos; antes que alcanzarle, perecían bajo sus golpes. Los capitanes que quisieron probar su fuerza y avanzaron contra él, pagaron con su vida la osadía.

»Luchaba Thumber sobre montañas de oponentes derribados por sus golpes. Como pasaban las horas del tercer día sin que el poderoso rey mostrara fatiga, antes bien parecía cobrar fuerzas conforme las almas de sus enemigos escapaban de sus cuerpos, el famoso Rayo de Mahoma, que observaba el combate desde prudente distancia sin atreverse a medir su valor con el del rey, mandó que doscientos arqueros y otros muchos con sus lanzas se acercasen para disparar venablos contra él, después de retirarse los que combatían cuerpo a cuerpo. El mismo Rayo de Mahoma volvió grupas para no contemplar el triste fin de su rival, y no ocultó las lágrimas que le inspiraban la muerte de tan valiente guerrero.

»Aislado quedó el rey, que se destacaba con su gigantesca silueta, sobre la montaña de cadáveres de sus enemigos. Recibió la primera, cien, mil saetas que le dispararon desde la distancia, sin osar medir con él sus fuerzas, hasta que el pecho valiente no pudo recibir una flecha más.

»Inmóvil, erguido, desafiaba todavía a los sarracenos y les retaba con el molinete de su hacha invencible; aún tuvo ardor para amenazar al Rayo de Mahoma que se retiraba con aflicción. Y profirió un rugido que heló la sangre de sus enemigos.

»Pareció enviar su alma al Walhalla mientras retrocedía tambaleante, pugnando por mantenerse firme; hasta entonces jamás doblegara la rodilla en un combate. Estaba falto de vida.

»Vino a quedar en pie apoyado contra el muñón de un muro derruido, empuñada el hacha, embrazado el escudo, el pecho repleto de dardos como erizo, cual si estuviera recobrando el aliento para reanudar el combate.

»Contemplarlo todavía causaba espanto a sus enemigos, pues temían que se encontrase aún con vida y cargara sobre ellos aquel valiente que tanta mortandad les había causado.

»Fue a Odín con toda su fuerza, para medirse en adelante, en incruenta lid, con todos los héroes que le contemplaron admirados desde el cielo y se apresuraron a recibirle gloriosamente. ¡Porque Thumber, el rey, ha muerto sin doblegar la rodilla, sin ser vencido!»

Justo tributo al más valiente de los reyes era el canto del bardo, que perpetuaría la gesta y la memoria de tan excelso guerrero en los tiempos futuros, acto inicial de las honras que debíamos dispensarle para exaltar su fama.

Si en vida causaba espanto a sus enemigos, contemplarle sólo afecto y amor inspiraba entre sus hombres. Pero todos vacilaban ahora en acercarse para ayudar con sus manos a descenderle hasta el suelo, en busca del reposo de una existencia consumida en el ardor y la furia del combate. Que si para los demás, la actitud de su cuerpo incitaba a reanudar la lucha, adivinábamos nosotros que nos estaba reclamando la paz, el reposo, la armonía del entendimiento, y nos invitaba a emprender un nuevo camino. Le contemplaba como el fin de una etapa rematada con orgullo y lealtad, mientras se gestaba en aquel instante el prólogo de otra vida, pues ¿de qué nos serviría su esfuerzo, y el de cuantos murieron en el combate, si con su sangre no germinaba un nuevo orden? Éramos nosotros, precisamente nosotros, quienes deberíamos encender la antorcha para iluminar los nuevos tiempos que ante nosotros se abrían.

Volví la espalda, siguiendo el gesto de mis compañeros. Aun cuando uno se encuentre absorto se percibe a veces, intuición o presentimiento, la emanación de otra energía que atrae nuestra atención. En aquel caso era un nobilísimo caballero que se acercaba, seguido por sus escuderos que portaban la armadura y las armas. Todos ellos cabalgaban magníficos corceles de guerra.

El altísimo linaje del caballero irradiaba de sí mismo y de cuantos le rodeaban. Si todo en él era regio —ostentaba una gran cruz en el peto de la armadura—, no lo eran menos los atuendos de sus servidores y la pequeña comitiva que le seguía, con ricas vestiduras y gualdrapas en las cabalgaduras, y en el estandarte lucía una cruz y cinco castillos, repetidos en el escudo que juntamente con las armas portaba un doncel. Su presencia, ante aquel marco de desolación, ruinas y muerte, concedía al entorno un influjo de majestad.

Tan fijas mantenía en él las pupilas que nada más distinguía. Descabalgó para acercarse unos pasos en dirección a Longabarba. De su rostro se irradiaba una sonrisa que más parecía reflejo de felicidad interior, y finalmente se arrodilló junto al anciano peregrino, que se mantenía erguido, la mano apoyada en el báculo. El contraste entre la pobreza del obispo y la magnificencia del otro personaje, y su contraria actitud, ensalzado el primero, humillado el segundo, presididos ambos por una dignidad que les era innata, sobre parecer un contrasentido requería una explicación. El desconocerla era lo que nos maravillaba. Todo sucedió de repente.

«Volvéis a dar sentido a mi existencia, santo obispo —exclamó el personaje, la voz velada por la emoción—: Hace años que desesperaba de encontraros. La luz que irradia vuestra santidad me ha conducido hasta vos nuevamente, y por ello doy gracias al cielo.»

Era la primera persona, aparte de mí, a la que escuchaba reconocer que del obispo peregrino se traslucía un nimbo de luz, que nadie más que nosotros distinguía. ¿Qué significado podría encerrarse en tal coincidencia? ¿Por qué sólo nosotros dos? ¿Qué nos unía, entonces?

El personaje besaba el borde del viejo sayal del obispo, manchado con polvo de todos los caminos del mundo. Le hizo levantarse con gesto cariñoso y se contemplaron ambos erguidos, para acabar fundidos en un abrazo. Entre tanto, murmuraban palabras de contento y salutación por el inesperado encuentro.

«Príncipe —me dijo Longabarba—, sin duda habréis reconocido al valeroso guerrero, al más poderoso rey de los cristianos: Avengeray, Señor del País de los Cinco Reinos. —Y dirigiéndose al rey—: Mi señor Avengeray: contemplad al príncipe Haziel, hijo de la reina Elvira, nieto de la reina Ethelvina, mi señora y vuestra reina, reunidos aquí para lamentar la muerte del rey Thumber, cuyos despojos mortales podéis contemplar.»

Como un rayo de luz atravesó por mi mente cuanto había escuchado sobre la rivalidad de Avengeray y mi padre, sus orígenes, su historia, el odio de mi madre, los avatares que condicionaron nuestras vidas y marcaron nuestro sendero, conducidos por aquel laberinto de los días y noches que componen nuestra existencia. ¿Cómo no le reconociera desde el primer instante, al contemplar el símbolo de su majestad en la cruz y los cinco castillos del estandarte?

Hubiera correspondido que el insigne y poderoso rey me saludase antes que nada, pero fue más fuerte la impresión que le causaron las últimas palabras del obispo, al señalarle el cuerpo erguido, que todavía imponía espanto, del que fuera su mortal enemigo, asido a sus armas, en actitud de lanzarse de nuevo al combate si la vida no hubiera huido de él.

Adelantó unos pasos para contemplarlo de cerca; le seguí con Longabarba y Mintaka, al que siempre tenía a mi lado para asistirme, igual que el escudero portador de las armas seguía a su señor.

Tardó unos minutos en pronunciar sus palabras, que me dirigió como un saludo. Imaginaba el cúmulo de ideas y sentimientos que habrían cruzado su mente en tan brevísimo espacio. Sin perder la serenidad ni la calma, con la majestad de su altísima autoridad, pero al propio tiempo sencillo de entonación, humano de gesto:

«La venganza me condujo hasta aquí, príncipe. Ella ha concertado todos mis pasos. Y ahora, que para mi pesar contemplo sus despojos, me doy cuenta de la inutilidad de mi esfuerzo; deseo proclamarle como el más valiente y leal de mis enemigos.»

Palabras de un gran rey, pensé, que me obligaban, como hijo y como príncipe, a corresponder con igual dignidad. Pues sin pensarlo percibía que aquel instante fraguaba el cambio más trascendental de mi existencia, la eclosión de una nueva forma que emergía desde el pasado, que agonizaba en aquel preciso segundo, frontera de dos mundos. Las palabras de Avengeray representaban el final y el principio. Llegado era el momento de levantar un nuevo edificio sobre cimientos vírgenes.

«Vuestras palabras honran vuestra grandeza, señor. Sabed, si ello os importa, que este rey que contempláis muerto, sin haber sido vencido jamás, os tuvo siempre en gran respeto, como el más perfecto caballero y valiente guerrero entre todos los cristianos. Nunca dejó perder lugar ni ocasión de proclamarlo con orgullo. Y aunque hubiera gustado poseerla, en nombre de mi padre os regalo su espada; nadie con más honor podrá empuñarla nunca.» Avengeray alargó sus manos para recibir el presente que le entregaba y llevó a sus labios la cruz formada por la empuñadura y la hoja, que besó con respeto. Me dolía desprenderme de tan querida joya, pues ninguna otra apreciaba más en la vida. Por ello la entregara a Avengeray, quien sonrió y, llegándose hasta mí, me la ciñó y abrochó el tahalí.

«La mayor nobleza la poseéis vos en los sentimientos —me dijo—. Doblad la rodilla en tierra, si no os importa.» Lo hice. Tomó él la espada que portaba su escudero, siempre a su lado, y golpeó blandamente mis hombros, al tiempo que decía: «Os he rogado arrodillaros como príncipe. Ahora, en nombre de mi Dios, os nombro caballero. E interpretando el deseo de vuestro padre, os mando que os incorporéis como rey».

Así lo hice. Confuso por la rapidez de los acontecimientos. Emocionado por el alud de sentimientos que se me despertaban.

La voz de Mintaka resonó junto a mi oído, unida a la de todos los guerreros, vitoreando a su nuevo rey; proclamaron su majestad, reconocieron su autoridad y se obligaron a su servicio, como ante Thumber, en la paz y en la guerra, en las fiestas y los combates, hasta entregar la vida cuando fuere necesario. El estallido de júbilo era tan unánime que el gesto de Avengeray había servido de catalizador de todas las voluntades y todos los deseos.

«Os prometo —les dije cuando finalmente me dejaron hablar— ser un digno señor de todos, para que lo proclaméis con orgullo. Ahora, aceptad mi primera orden: ocupémonos de nuestros camaradas muertos. Hagamos una pira y llevemos sus cenizas a la patria. En cuanto al rey Thumber, expresó el deseo de que la pira le consumiera en la veramar. Llevémosle, si os parece, en cumplimiento de su voluntad.»

Como el parecer era general y coincidente, que expresaban golpeando con las armas los escudos —lo que a su vez representaba un homenaje a mi nombramiento, según nuestra costumbre—, ordené a Mintaka disponer todo. Esto representaba confirmarle mi lugarteniente, como lo fuera de mi padre. Entonces mi viejo y querido bardo, al que amaba como padre, amigo, hermano y maestro, me saludó como rey.

Despachadas las órdenes, en breve fui a reunirme con nuestro egregio visitante, quien conversaba con Longabarba, y alcancé a escuchar sus palabras:

«Cansé mi vida con el propósito de conseguir lo que pensaba habría de producirme contentamiento, convertido en la justificación de mi existencia y la de mis leales amigos. Vi morir a mi buen Cenryc, el hombre fiel. Aedan, el genio de la guerra. Teobaldo, que en todo ponía orden. Alberto, concertador de ánimos. Y a Penda, que exhaló su alma revestido de pontifical, como le correspondía. Murió, finalmente, mi señora y reina, Ethelvina, de quien nunca llegaré a saber si encontré para mi bien o para mi desgracia. Es curioso comprobar cómo el tiempo nos descubre significaciones que no se percibieron en su momento. He contemplado el paso de los días y cómo todo se desintegra a mi alrededor. No he cumplido mi venganza, y ahora no me duele. Pero todo me parece vacío, como si pesara sobre mí la sombra de mi fracaso.» Se percató entonces de mi presencia, y remató: «Pienso que ha sido Thumber, vuestro padre, quien finalmente ha vencido».

«Permitidme —le dije— que os considere casi mi padre: pudisteis haberlo sido.»

Volvió el rey sus ojos hacia el obispo (¿era suspicacia o presunción mía suponerle alarmado, los ojos tristes, la mirada cansada?), y le inquirió con el gesto, más que con la palabra:

«¿Sabe?»

«Vuestra historia; de no haberos arrebatado Thumber a mi señora Elvira, vos habríais podido ser su padre.»

El rey parecía meditar, como si algún pensamiento le pesara en el alma.

«Habéis honrado a mi padre con vuestras palabras, y a mí con vuestras obras. Complacedme, gran rey, en lo primero que os pido: no nos honréis sólo con vuestra presencia: hacedlo con vuestra compañía, vuestro apoyo y vuestra experiencia. Encontraréis en mí a un humilde servidor de vuestra grandeza. Que el noble odio y rivalidad que sentisteis con mi padre se torne ahora en amor entre nosotros. Acabáis de ensalzar a vuestros nobles aldormanes y amigos, lo que os enaltece. Yo cuento con la fidelidad de mi hermano, el buen Mintaka, y la compañía de este santo obispo que para vos y para mí resplandece en la gloria de su santidad, y nos une a ambos en algo que nos es común. Ayudadme también, mi señor, a ser un rey prudente y sabio que renueve el mundo que todos esperamos habitar mañana.»

Longabarba acogió la idea con entusiasmo, e insistió alborozado:

«Venid con nosotros. Tendréis la maravillosa ocasión de retornar al momento de vuestra encrucijada y decidir sobre el camino que os conviene tomar. Quizás vuestra predestinación consista en la ocasión de enmendar vuestros yerros y los de Thumber. Nunca es el final. ¿Cómo soñáis que debiera ser el reino del mañana? Venid a construirlo ahora. En cada día se forja un mañana. Es a través del pasado, del presente y del futuro, como el espíritu inmortal de cada hombre se proyecta hacia el infinito.»

Cuando nos pusimos en marcha llevábamos una arqueta que contenía las cenizas de nuestros compañeros, y sobre unas andas el cuerpo de Thumber, camino del mar, donde quedaron ocultas las naves.

Aunque intentaba atender a nuestro huésped y amigo, parecía que el rey, con discreción, deseaba dejarme tiempo para que caminase junto a mis guerreros, mientras conversaba con el obispo. Comprendía que después de tantos años separados, sería larga la relación que debieran confesarse. Y me honraba que Avengeray caminase, al igual que sus escuderos y comitiva, en nuestro seguimiento.

Llegados a la playa y localizados los bien ocultos navíos, se comenzó a procurar leña para levantar la pira.

En esta ocupación nos encontrábamos cuando nos alcanzó un grupo de guerreros de nuestro pueblo, que dejáramos en Corona. Su repentina aparición nos causó gran sorpresa. El más caracterizado de todos vino a mi encuentro, y tras breves segundos para recobrar el aliento, agitado por la carrera, acabó anunciando, con voz sofocada por su propia pena:

«Sabed, príncipe, la triste noticia que os traemos: la reina Elvira, vuestra madre, ha abandonado el mundo de los vivos, tras un ataque de enajenación, algún día después de vuestra partida.»

Un nuevo golpe que colmaba mi sufrimiento. El dolor rebosaba en mi alma contristada. Pero yo era el rey de mi pueblo. Mis hombres esperaban estar regidos por un valiente capitán. Y ese sentimiento acabó abroquelándome para mantenerme impávido ante todos, aunque llorando con el alma.

Tuve la presencia de ánimo para dirigirme a Avengeray y comunicarle la infausta noticia. Después de mí, ¿quién podía sentir mayor dolor por aquella desgraciada mujer que se había quitado la vida, abrumada por sus propios errores?

Era cierto que Avengeray la amaba. Pues a nadie viera demudársele así el color, con un esfuerzo para conservar la dignidad cuando la angustia le atenazaba y las lágrimas inundaban sus ojos.

Impulsivamente extendió los brazos y me rodeó:

«Permitidme que por una sola vez os abrace con el dolor de un padre.»

Longabarba, con la mirada suplicante, se dirigió al rey:

«¿Hablaréis ahora, señor?»

Entendí que me concernía, y por ello:

«Decidme lo que debáis», animé a Avengeray.

El rey había templado el ánimo, sobrepuesto de la impresión, y replicó con firmeza, aunque con afecto:

«Ningún hombre debe sobrepasar sus límites, rey. No me corresponde hablar.»

Consideré prudente dejarle con Longabarba y reunirme con mis guerreros y Mintaka, llenos de dolor por la pérdida de la reina, a la que todos amaban, aunque ignorantes de su tragedia privada y personal. Les animaba con la idea de regresar a la patria para que reemprendieran la tarea de concluir la pira, donde fue colocado el cuerpo de Thumber y se finalizaron todos los preparativos para iniciar el ritual.

Entonces tomé de mi cuello el relicario que siempre llevaba, recibido de ella en la niñez, y lo coloqué sobre el cuerpo del difunto rey, para que simbólicamente quedaran unidos en la muerte.

Me despojé de todos mis vestidos.

Cogí una tea encendida en la pequeña hoguera: retrocedí de espaldas hasta la pira —la otra mano la conservaba sobre las nalgas, como era preceptivo— y prendí las llamas en la base, donde se había colocado material de rápida combustión, bajo los leños que formaban la torre. Cuando se levantó la llama llegaron mis hombres para arrojar sus teas encendidas sobre la pira.

Pronto se alzó una llama gigante que la envolvió y se cimbreó con lenguas rojas en el aire iluminando el contorno, la superficie quieta del agua, la playa, los árboles que circundaban el lugar. Una luminosidad cambiante y mágica horadaba la noche.

Me encontraba entre la antorcha y el mar cuando se me acercaron Mintaka primero, después Avengeray y Longabarba.

«He decidido abdicar en vuestro favor la corona del País de los Cinco Reinos, Haziel. Creo que una renovación exige el esfuerzo de un joven rey. Yo me retiraré a la montaña para acabar mis días como eremita.»

Longabarba casi le interrumpió:

«No penséis en morir: os lo prohíbo. Ayudemos también nosotros a construir ese mundo nuevo, puesto que nadie puede corregir bien una cosa mal hecha, según he leído.»

«Quedaos, gran rey —le insistí con profundo respeto y cariño—. No me siento con fuerza para acometer solo tan ingente tarea. Os preciso para escribir el nuevo espíritu sobre las hojas en blanco del libro sagrado que se esconde bajo la mole del negro Corona.»

Miré la pira, antorcha gigantesca, donde se consumía el cuerpo de Thumber. Quizás él contemplaba también los despojos de la reina Elvira.

«No puedo negarme —concluyó al fin—. Mucho me complacería seros de alguna utilidad.»

Nuestras sombras danzaron sobre el mar reflejadas por las llamas crepitantes, que lanzaban al aire profusión de estrellas.

Mientras nos abrazábamos los cuatro, satisfechos de hallarnos reunidos, recordé al poeta y exclamé, con acento brillante de esperanza:

«Joven y solo caminé por el largo sendero hasta perder mi camino. Feliz me sentí al encontraros, pues el hombre se regocija en el hombre.»

Por detrás del mar, más allá del resplandor de la hoguera, quedaba la interrogante brumosa del finisterre, que también estábamos dispuestos a iluminar. Pues la esperanza moraba ahora entre nosotros.

Campoamor, Riveira, Molina de Segura, julio de 1983.