VIII

Mucho he reflexionado sobre los recuerdos de mi juventud en cuanto a mi padre, el rey, y mi madre, la reina.

Me he dado cuenta de que nunca le tuve amor, o al menos el afecto que pude sentir por ella siempre fue débil, más bien producto de una dependencia, en que el sentimiento era ajeno. Con respecto a mi padre, nunca tuve una idea precisa sobre sus sentimientos. ¿Amaba a mi madre realmente? Creo que sí, e intentó de buena fe destruir la barrera que les separaba.

Y no pienso que mi madre fuera esencialmente como se nos aparecía a mi padre y a mí. Pues en sus actuaciones de gobierno, obligada por las prolongadas ausencias del esposo, había conquistado el respeto y cariño del pueblo, lo que se debía a revelarse entonces conforme a su naturaleza, sin influencia de los conflictos internos que condicionaban su comportamiento familiar. Aquella sabiduría en el gobierno era motivo de orgullo para el rey, alabada también por Mintaka, quien, entre todos, era el que mayores virtudes le atribuía, que nosotros no llegábamos a adivinar.

Fue una sorpresa comprobar el cambio que se operó en ella, inesperadamente, el día en que llevé a su presencia a Longabarba, a quien no reconoció; alto, enjuto, larguísimo el cabello de la cabeza y la barba; de su semblante sólo destacaba el fulgor de sus ojos, que para mí representaban dos puntos más intensos en la luminosidad que emanaba de su cuerpo.

Le hablé en circunloquio, pues deseaba que ella misma descubriese de quién se trataba.

«Señora, os traigo a este peregrino cristiano que he encontrado por las montañas. Supuse os agradaría recibirle.»

La sola mención de un peregrino de su religión ya le impresionó gratamente para acogerle con benevolencia, diría que con afecto, y nos introdujo en el salón. Llamó a sus doncellas para que sirvieran alimentos y bebidas, mientras averiguaba si había comido. Al responderle afirmativamente, pasó a interesarse:

«¿Sois fraile misionero de la Hibernia?»

Longabarba tenía una voz plácida, y el tono reflejaba bondad y paciencia, con la que conquistaba a sus interlocutores.

«Han pasado muchos años, mi señora doña Elvira, para que podáis reconocerme, cuando además me contempláis transformado. Recordad: me conocisteis en el castillo de Ivristone; llegué con mi señor Avengeray; conducíamos los restos de vuestro padre después de la batalla del Estuario. Vuestra madre, mi señora Ethelvina, me nombró obispo.»

Observaba que Longabarba no había citado más que hechos antiguos, no relacionados directamente con la situación presente de la reina, cuyo rostro, súbitamente, se había iluminado, asaltada por los viejos, queridos recuerdos, lejanos pero siempre revividos a través del tiempo.

Sus palabras habían impulsado una transformación. La reina mostraba ahora una luz interna que jamás sospechara, y en su rostro se apresuraban los reflejos de mil encontradas emociones que no hallaban vocablos para ser expresadas. Por lo que acabaron asomándose a las pupilas; se derramaron de sus ojos solitarias lágrimas, que resbalaron por sus mejillas, y estrechó sus manos, que besaba, hasta reclinar la cabeza. El obispo le pasó blandamente su mano sobre los cabellos.

Me preguntaba si en aquellos instantes, que en modo alguno osaría turbar con mis palabras, desfilarían por la mente de mi madre los tiempos que debieron de serle felices, evocados por este varón cuya aureola parecía invisible para todos, excepto para mí, pues que ni siquiera mi madre había reparado en tan maravilloso fenómeno. Sin duda eran los tiempos de su desventura los que con más fuerza evocaba; era evidente que cabalgaba sobre la frontera de dos mundos, cuyas vivencias debían de resultarle, más que penosas, fuentes de dolor.

Me sobrecogía una leve impresión de desconcierto al contemplarla, por vez primera, distinta a como la conocía. Esto me despertó un nuevo sentimiento; la sospecha de que en su alma debían de existir muchas experiencias que me eran desconocidas, puesto que jamás expresara sus pensamientos ni se sincerase, ni transmitiera confidencias a persona alguna, que supiéramos. Existía un enigma en mi madre. Este descubrimiento acrecentaba mi respeto, a la vez que me hacía valorar más la sabiduría de Mintaka, quien siempre la había justificado, aunque se sabía odiado.

Cuando la emoción del momento fue cediendo el paso a la serenidad, las palabras de mi madre no eran expresión de razonamientos, sino impresiones, pues era evidente que pugnaba por sobreponerse a la confusión mediante un gran esfuerzo. Sus frases resultaban más bien inconexas, como de quien despierta de un sueño y no acaba de comprender la realidad. Pero en ella se reflejaba un jubiloso amanecer. Después fue renaciendo la formulación de preguntas y charlaban como si descubrieran los viejos hechos ya conocidos, que al recordarlos adquirían una perspectiva nueva. Notaba que la reina se ceñía a los primeros tiempos, y no hacía alusión alguna a la boda ni a los conflictos que al parecer tuviera con su madre. Pues aunque conservaba yo una vaga impresión, por lo que la escuchara de niño, me parecía que consideraba a mi abuela tan enemiga como al mismo Thumber, a los que dispensaba un odio más allá de todo raciocinio. Un sentimiento enconado en la profundidad de su ser. Que siempre me preocupara y jamás comprendiera, pues hasta sentía miedo, como si me asomase a un abismo.

Llamó la reina a sus doncellas, quienes habían reconocido al viejo obispo, y la conversación se mantuvo en un tono general. Se descubría la emoción que a cada cual causaba este encuentro, y lamentaban a la vez que el anciano no pudiera transmitirles noticias recientes del País de los Cinco Reinos. De allí sólo conocían las referencias que les traía mi padre, lo que les suponía informarse por boca del enemigo, con lo que las consideraban tendenciosas, carentes de realidad, pues que había de complacerse en la mentira y el engaño. Si las rechazaba la reina, ¿cómo iban a aceptarlas sus doncellas, cautivas todas y aisladas por vida en el destierro?

Tuve que marchar, finalmente, pues el tiempo transcurría entre ociosa conversación, según me parecía. Entendía perfectamente que otra era la situación de aquellas mujeres; que para ellas tenía pleno valor renovar los recuerdos, no por lejanos menos queridos, que las ligaban a la vida. En realidad eran como prisioneras mantenidas por muchos años en mazmorras, por expresar de este modo su soledad. En parte por su misma decisión de no integrarse en el mundo nuevo donde habían sido obligadas a residir. Todo lo tenía en cuenta y comprendía, pero el clima de aquella casa me resultaba ajeno, o cuando menos no deseaba que condicionara mi vida.

Nos refirió el obispo, cuando regresó con nosotros, presentes Mintaka y Aludra —quien procuró atendernos con el encanto y gentileza que le proporcionaba su aspecto de mariposa—, que todas las mujeres le pidieran confesión. Concertaron para el siguiente día los actos y ritos de su religión, que culminarían con un banquete eucarístico donde el pan sería consagrado.

Mintaka sugirió recordase a la reina que había repartidos cierto número de cristianos, esclavos, entre distintas familias, a los que también consolaría mucho participar. Longabarba, que departía con él sobre temas generales y parecía coincidir en bastantes puntos, le agradeció el espíritu magnánimo de que hacía gala, su respeto por todos los seres humanos, anormal e infrecuente entre paganos. A lo que Mintaka respondió que los dioses tenían muchas caras y se presentaban de modo diferente a los hombres, aunque la esencia de la divinidad era igual para todos. Longabarba sonrió y con su voz humilde dijo eran aquellas palabras las de un hombre en quien se refugiaba la sabiduría.

Me complacía comprobar que entre los dos varones que consideraba sabios, sellado uno por el nimbo luminoso de la predestinación, lo que sin duda le convertía en enviado de los dioses, o del Dios cristiano, que no podía estar seguro, existía una identificación sobre todas las diferencias, aunque se hubieran visto obligados a luchar con la espada frente a frente. Pues todo ello revelaba, como había puntualizado el bardo, que la esencia de la divinidad sobrevolaba por encima de las pasiones y nos hacía caminar hacia el sendero que nos conduce al futuro, y lo que más importaba —me lo había dicho muchas veces— era que cada acto presente estuviera encaminado a esa identificación con nuestro porvenir. Porque el futuro es un blanco donde han de encontrarse los dardos de nuestro presente. E importa mucho que todos alcancemos aquel punto central que nos tiene señalado el destino, afinando la inteligencia y el sentimiento para no errar el camino.

Al siguiente día, al regresar Longabarba de la reunión mantenida con los cristianos en casa de la reina, nos refirió cuan emocionante resultara la confesión pública por grupos, que de otro modo no hubiera tenido tiempo para todos; sólo aplicó la confesión reservada para la reina, por simple delicadeza, ya que sus problemas no convenía ventilarlos ante los otros fieles, por su complejidad, como soberana y mujer. Ni Mintaka ni yo preguntamos, pues nos era sabido existía una condición de secreto que guardar, y hubiera perdido su vida el obispo antes que violarlo con una sola palabra.

Fuera el momento culminante aquel en que, sentados a la mesa, se consagrara el pan y se repartiese entre todos los comensales. Tratábamos de imaginar lo que representaría, para estas personas arrancadas de sus hogares y costumbres, reencontrarse con sus creencias, con su Dios, del que nunca renegaran, aunque tantas veces se ignorase, y de ello había escuchado lamentos a mi madre, a través de los años, al verse privada del consuelo de la confesión y la eucaristía, trágicamente perdidas en este mundo que ella reputaba salvaje por ser pagano. ¿Habría pensado alguna vez que era ella el elemento extraño en aquella sociedad? ¡Cuán difícil me resultaba juzgarla! Comprendía la necesidad de acumular mucha sabiduría y paciencia, como el bardo, o el obispo, que amaban a los hombres, para descubrir en ellos lo que los demás parecíamos ignorar. Al propio tiempo que se extasiaban ante una flor, un insecto, una estrella, pues la divinidad lo comprende todo, y es el hombre sólo una parte de ese conjunto, aunque la más principal.

Cuando la ceremonia hubo concluido, y quedaron solos la reina y Longabarba, fue el santo varón quien condujo la conversación hacia los derroteros que le preocupaban, hábilmente eludidos hasta entonces por la reina. De modo que aquél tuvo que afrontarlos directamente, sin olvidar que no le cumplía la condición de cortesano, sino la de mensajero de su Dios:

«Comprendo vuestros sentimientos de madre, mi señora, pero nada os favorece oponeros rotundamente a que vuestro hijo siga el camino que le tiene marcado la Providencia. Me ha pedido interceda también, cerca de vos, para que consintáis en su matrimonio.»

Pareció despertar de un sueño, encararse con una realidad que había olvidado circunstancialmente y que, de nuevo, se le presentaba con toda su inevitable crudeza.

«No imagináis que pretenden arrebatármelo, llevarle por el bárbaro sendero que ellos recorren. No quiero que mi hijo se convierta en un asesino.»

«Cada hombre está ligado a la sociedad en que madura: se le puede influir con las ideas, pero si se le obliga por la fuerza a renegar de las normas que han marcado su vida, sólo se consigue destruirle.»

La reina se aferraba a su obstinación: no le era posible renunciar, en un instante, al fundamento de su existencia.

«Parece que con sus palabras os han convencido, obispo, y convertido en su aliado más rápidamente de lo que fuera deseable. No comprendéis que a través de vos pretenden convencerme contra lo que siempre he rechazado, pues se trata de patrañas e infundíos, en los que el rey Thumber siempre ha sido experto. Recordad su hazaña de Ivristone, su perfidia y maldad.»

Eran claros sus indicios de desasosiego y excitación, incomodada al verse impelida a afrontar el tema, posiblemente porque la presencia de Longabarba había representado un relajamiento en el atroz combate que venía sosteniendo tantos, tantos años, y esperaba su apoyo, que hubiera representado la confirmación de encontrarse en lo cierto.

Con el tiempo había adquirido una actitud, que ya le era consustancial, de desafío y desprecio hacia los demás, sus palabras y sus actos. Renunciar a aquel convencimiento le parecía una monstruosidad. Tampoco podía considerar a su obispo como aliado del diablo, ya que Dios se manifiesta en sus palabras, y esta certeza era en realidad para ella motivo de terror, de crueles dudas.

«¿No habéis pensado nunca, mi señora, en que las palabras del rey pudieran ser ciertas?»

La primera reacción fue la incredulidad y sorpresa reflejadas en su rostro. ¿Tan extendida se hallaba la locura?, se preguntaba. Después pareció reflexionar, pues al proceder tales palabras del obispo debía darles consideración antes de rechazarlas. Quizás había señalado Dios en su mente el momento de dar cabida a nuevas ideas mediante la argumentación de su humilde siervo.

La reina tardó unos minutos en replicar. Cuando lo hizo su voz sonaba ronca y profunda, como nacida en una bruma espesa y oscura.

«¿Sugerís, obispo, que un tierno y fino amante como Avengeray pudiera ser perverso y falsario, y que un demonio como Thumber puede proceder como un hombre honrado?»

El sentimiento reflejado en su pregunta parecía tan profundo como un abismo. Casi tuvo miedo el anciano al contestar.

«La lucha entre el bien y el mal hace posible que las almas no aparezcan blancas o negras: ni siquiera los santos llegan a una vida de absoluta perfección.»

La sima se ahondaba, más profunda y tenebrosa por momentos.

«Vos no podéis mentir, obispo. Pero abandonasteis el País de los Cinco Reinos casi al mismo tiempo que yo. Me habláis, pues, por conjeturas y noticias recogidas de los viajeros. Mientras la realidad, lejana y distante, pudiera ser diferente. Yo tengo fe. ¿En qué os apoyáis vos para hablarme así?»

Se arrepentía de haber provocado la conversación, tal era la impresión que lo invadía progresivamente, al contemplar el rostro demudado de la reina, cuyo combate interior debía de ser atroz. Sentía el obispo que los pies se le hundían, mientras la seguridad de su espíritu se diluía en una niebla que le estaba rodeando. ¡Dios, y cómo dudaba de faltar a la caridad, de estar destrozando a aquella mujer! Mas, ¿era aconsejable retroceder? Mayor daño le causarían ahora las ambigüedades que la propia verdad que ya intuía.

«Los casé a ellos, como os casé a vos.»

Permaneció unos instantes en suspenso. Como si en aquel momento no le fuera posible razonar, cuando se trataba de una revelación que no encerraba ninguna novedad, sino que confirmaba una realidad que había estado rechazando durante todos aquellos años. Lo que consideraba burda mentira en labios de Thumber, le llegaba ahora por boca del santo obispo, testigo del enlace.

No debía de sentirse reina, sino mujer que acababa de derrumbarse. Contemplaría con estupor e incredulidad sus propias ruinas, si resultaba posible a su espíritu examinarse desde fuera.

Giró sobre sí misma y desapareció tras la puerta de sus habitaciones. Sus doncellas, que no se encontraban presentes pero vigilaban, la siguieron hasta la puerta, sin atreverse a penetrar, y se volvieron hacia el obispo desoladas, retrato vivo del dolor de su señora, pues era el verdadero sentimiento lo que hasta entonces las mantenía unidas.

El obispo se encontraba afligido. Se percataba de que para la reina podían cerrarse, en aquel momento, todos los caminos que había pugnado por mantener abiertos, y le aterraba el presagio del horrendo sendero que puede recorrer la desesperación.

Concluyó su relato manifestando que Dios se valía hasta de nuestros errores para el cumplimiento de sus fines. La reina se había mostrado dispuesta a la evangelización de su pueblo, para sacarles de la oscuridad del paganismo.

Aguardaba algún comentario nuestro, sin duda. Mas nos hallábamos demasiado preocupados con cuanto habíamos oído. Ante nuestro silencio añadió:

«La reina se ha mostrado muy gentil en sus opiniones al referirse a vos, señor —se dirigía a Mintaka—; diríase que sus reservas se reducen a la influencia que podáis haber alcanzado con mi señor, el rey Thumber, y a vuestra religión.»

«Siendo así —sonrió Mintaka—, debo meditar si me conviene abrazar la vuestra para merecer la total confianza de la reina.»

Aunque sólo fueran palabras corteses las que se cruzaban, el obispo hizo un gesto, ponderando el placer que una decisión tal le produciría, y se dirigió a mí:

«Ya que vuestra madre os instruyó cuando niño en la fe cristiana, ¿pensáis celebrar vuestro matrimonio, cuando llegue el día, conforme a nuestras creencias? Pues la queja de vuestra madre es que parecéis haber renegado de nuestra doctrina: os considera en la actualidad más inclinado por los dioses paganos.»

Nunca hasta entonces se había planteado el dilema religioso, al menos con el rigor necesario para clarificar mis ideas y llegar a una puntualización. Pues era cierto que en mí se daban la mano ambas creencias, y tal dicotomía me llenaba de confusión, como en tantas otras cosas en que me hallaba dividido. Poseía dos culturas, dos religiones, dos órdenes de ideas y de valores, ¿o sólo me encontraba en la frontera entre dos mundos?

Mintaka debía de saberlo mejor que yo mismo, pues le había expuesto mis dudas aquella mañana, cuando le rogué me acompañase al santuario secreto de nuestras divinidades, excavado en la base del gran peñón negro de basalto, en cuya cima moraban, según era fe. Compañeros de los rayos y las nubes, de las águilas y las estrellas, del trueno y la lluvia.

Más por la presencia de Mintaka que por la mía concedió el gran sacerdote la autorización, y nos entregó la llave. Permitió que penetrásemos solos en aquella larga y profunda caverna, en cuyo más oculto seno se encontraba el santo, adonde sólo tenían acceso el sumo sacerdote y el rey. Ignoro de qué medios pudo valerse Mintaka para que nos fuera permitida la entrada: nunca me he explicado qué misterio lo hizo posible.

Comprobaba que Mintaka no hacía otra cosa que fomentar mi curiosidad, favorecer mi impulso, facilitarme lo que deseaba. Pero ni lo apoyaba ni se oponía.

Cuando llegamos al santo colocamos las antorchas en los soportes de la pared. Me llegué al lugar, situado en el centro de la amplia estancia, donde reposaba el libro sagrado que contenía todos los secretos del espíritu de los dioses, credo de nuestro pueblo, en que los sacerdotes y el rey bebían la sabiduría y aprendían el dictado divino para guía y gobierno del pueblo.

Ni siquiera se encontraba cerca de mí el bardo, como si careciera de interés en conocer los secretos que me habían arrastrado hasta aquel lugar, cuyo acceso era un privilegio. ¿Hizo valer mi condición de príncipe para lograr la autorización? ¿Se valió de su preponderancia, pues era tan respetado como el rey, y hasta más querido que él? Nunca se lo he preguntado. Lo cierto es que me acerqué al libro con la resolución de un ánimo desesperado, pues necesitaba saber, confirmar cuanto dudaba. Mintaka permanecía apartado; permitía que afrontara solo mi destino. ¿Llegaba por mi propio impulso o como consecuencia de cuanto había escuchado a este hombre?

La mano me temblaba cuando me atreví, finalmente, a abrir el libro y pasar sus pergaminos. Al principio me pareció increíble, mas continué examinando las hojas. Hasta que, convencido, hube de buscar los ojos de Mintaka, que aguardaba.

«Habéis llegado a un momento, príncipe, en que me demostráis que vuestras ideas crecen en amplitud y madurez, con vuestros años. Acabáis de comprender por qué las ideas expuestas al pueblo convienen al interés del rey y de los sacerdotes: las interpretan sobre unas páginas en blanco.»

No podía ocultar mi confusión, mi sorpresa e incredulidad.

«Ocurrió hace muchos años. Un antepasado vuestro destruyó el libro sagrado, pues su contenido se oponía a sus designios, y lo sustituyó por éste, vacío. Desde entonces la ley es pura interpretación del rey y del sacerdote, que siempre se hallan de acuerdo. Aunque ignoran que por encima de los razonamientos y las creencias existe una fuerza oculta que todo lo modifica, que promueve un secreto impulso que finalmente marca el rumbo. Me he preguntado muchas veces si es ése el verdadero espíritu de los dioses, o de un solo dios, o si es otra clase de fuerza la que gobierna la naturaleza y alcanza hasta a transformar la mente de los pueblos.» Aquí terció Longabarba, que escuchara mi relato con interés, para reconocer que en su mundo sucedían las mismas cosas, pues aunque permanecía escrito el código que les regía, también los reyes y los sacerdotes habían llegado, en muchos casos, a interpretaciones de acuerdo con las circunstancias, a través de los siglos, y siendo servidores se servían del pueblo.

«Hasta yo mismo, me confieso, he pasado muchos años obrando de acuerdo con la letra y he olvidado el espíritu. ¿Y a qué estado nos ha conducido esta situación?»

Mintaka argumentó:

«Cuando una cultura pierde el soporte moral que la sustenta, le sobreviene la destrucción. ¿Qué función creéis que desempeñan nuestros pueblos, empeñados en una lucha sin fin? Y si no hubiera violencia externa se generaría internamente, pues cada sociedad ha de renovarse para seguir adelante. He repetido que somos una cultura que concluye, para dar paso a otro mundo que comienza. ¿Cómo será esa ave fénix que ha de resurgir de sus cenizas?»

Ambos parecían contagiados de inspiración. Los escuchaba extasiado:

«Cuando el hombre prescinde de las normas sociales y religiosas que le han servido de base para la convivencia, el futuro nos está reclamando un nuevo código. Que será destilación de cuantas ideas y actos hayamos colocado en el alambique del presente.»

Longabarba asintió, y se dirigió a mí:

«Sin duda que también tendréis alguna opinión, príncipe.»

Era llegado el momento:

«Mucho he pensado sobre ello, obispo. Y debo confesaros mi confusión. De una cosa estoy absolutamente seguro: que muchos son los que no convierten en obras sus palabras. Así el rey Thumber como mi madre. Y en consecuencia ni siento en cristiano ni obro en pagano. Y sin embargo necesito creer. Pienso que vivimos unos tiempos en que el hombre aparece como enemigo del hombre, destruyéndose. ¿No existirá un nuevo espíritu naciendo en algún lugar?»

Mi interrogante tuvo el efecto de que los ojos de Longabarba y Mintaka se cruzasen, y se iluminaran sus rostros con una leve sonrisa. Imagino que pudiera ser de comprensión, pues que eran más viejos y sabios.

«He recorrido el mundo y sólo he encontrado un impulso natural, del que espero renazcan nuevas creencias», confesó Mintaka.

Entonces habló Longabarba, la voz pausada, el gesto bondadoso y paciente, como le era característico:

«Lo hay. Es más, debe haberlo, precisamos que exista. Se llama la Ciudad donde nace el Arco Iris. Acuden hombres de todos los países en busca de una nueva fe. Nunca estuve allí, pero tropecé por los caminos muchos peregrinos que caminaban en su dirección, penetrados de esperanza, y vi regresar a otros, iluminados. Siempre me acompañó el propósito de visitarla, cuando os hubiese encontrado.»

Mintaka pareció contagiado. Por vez primera le veía con entusiasmo:

«¿Será posible, príncipe, que durante el viaje que vamos a emprender al encuentro del rey Thumber, visitemos esa Ciudad donde nace el Arco Iris?»

Contemplé los rostros de ambos: se reflejaba la misma luz en sus pupilas, aunque vislumbraba una mayor ansiedad en Longabarba, cuyo nimbo luminoso, al envolverle la figura, se había crecido, con tal intensidad que me parecía imposible no lo mencionaran Mintaka ni Aludra, que asistía a nuestra reunión en silencio, pero con interés; ignoraba si llegaría a penetrar la significación de nuestras palabras.

El resplandor de Longabarba, superior al que mostraba de ordinario, me impulsaba como una inspiración divina:

«Partiremos mañana mismo», dije.