VII

Antes que los cascos de mi corcel, alertaron a Longabarba los ladridos de los perros, que mantenía sueltos, pues corrieron a mi encuentro para acompañarme en el corto trecho que nos separaba.

De nuevo me inundó aquella emocionada inquietud al contemplar la figura del anciano, aureolada con el nimbo de luz que despertaba en mi conciencia la incógnita del futuro, al estar seguro de que se trataba de una predestinación que inevitablemente habría de afectarme, aunque ignorase el modo. De tal suerte me embargaba aquel pensamiento que nada más saludarle y descabalgar así se lo manifesté.

«¿No os lo he dicho? Sois el primero entre los paganos que distingue este halo luminoso que me envuelve, según decís. Nadie más es capaz de verlo, ni siquiera yo mismo. Y existe otra persona entre los cristianos, a quien conocí hace más de veinte años. ¿No sentís curiosidad por saber de quién se trata? Os lo diré: Avengeray, quien debe de seros conocido. Le encontré antes de que fuera rey, cuando andaba empeñado en la venganza que le absorbió toda la vida.»

«He oído mucho de esa vieja historia, santo peregrino: de labios de mi padre y de Mintaka, mi tutor. También de mi madre, aunque ella más bien prefiere no mencionar aquellos tiempos e ignorar los sucesos.»

Longabarba pareció meditar. Me sugirió que descansase antes de emprender la vuelta, y lo aprecié, pues al no cabalgar él debía yo caminar a su lado.

«No os he preguntado cómo os fue. Perdonadme. ¿Resultó triunfal, como os merecíais?»

Le referí cuanto había ocurrido desde mi llegada a Corona, sin detenerme en detalles que juzgaba impropios para los oídos de tan santo varón, como lo referente a mi bella y dulce Aludra.

«Debéis de sentiros satisfecho con vuestros dioses, príncipe.»

«Mis compañeros lo están: su entusiasmo es grande. Mas, ¿cómo puedo sentirme yo, que los he desafiado y vencido? Mintaka posee unas ideas firmes, e incluso me parece, cuando le oigo hablar de los dioses, que no cree en ellos. Pero siempre he vivido confuso: tengo el cerebro poblado de dudas.»

«Sabio hombre parece vuestro tutor, por lo que os he escuchado.»

«Lo es, pero mi madre le odia, como parece odiar a cuanto le rodea, hasta la vida misma.»

«¿Odia vuestra madre, mi señora, príncipe? No podéis imaginar cuánto me acongojan vuestras palabras. A los cristianos no nos está permitido: vuestra madre así os lo habrá enseñado.»

«Mirad, buen peregrino: mis años no son muchos, cierto, y tenemos por costumbre reverenciar a nuestros padres. También las creencias de nuestros mayores. Pero he escuchado muchas palabras, he conocido muchos hechos, que me causaron gran confusión. Esta mañana he visitado a mi madre.»

Longabarba guardaba silencio, mientras sorteaba piedras y matorrales que estorbaban el paso. Sin duda se percataba de mi disposición para hacerle objeto de mis confidencias; referirle ideas que bullían hacía tiempo por mi cerebro, y que ahora podían tomar forma definitiva al concentrarse en interrogantes cuando menos. Porque hay intuiciones que únicamente adquieren entidad cuando intentamos explicarlas a otras personas.

Le referí cómo, por la mañana, visitara a mi madre para que conociera mi regreso y estado, si es que todavía no tuviera noticias. Aunque entonces supe que Mintaka se había apresurado, en cuanto llegué, a informarle por medio de un esclavo.

Después de obligarme a descubrir el torso para conocer y dolerse de mis cicatrices, símbolos trágicos de la barbarie, de todo lo cual se lamentó mucho, tanto como mis compañeros las ensalzaron por juzgarlas timbre de gloria, comenzó a reprocharme desoír sus palabras y seguir las de mi padre, el rey, y añoraba los años de mi niñez en que podía mantenerme recluido en casa, rodeado por sus brazos y por los de las doncellas, a salvo de todos los peligros de este mundo despreciable y odioso de bárbaros paganos, incivilizados y asesinos. Y mucho se dolía de perder un hijo, en quien había cifrado la esperanza e ilusión de su vida, para el que deseaba la mayor gloria del mundo hasta llegar a ser un poderoso rey, bondadoso y lleno de sabiduría, a cuyo fin me había proporcionado la mejor enseñanza que le fuera posible encontrar en aquel mundo inculto. Debía confesar que nunca acabé de entender cabalmente las razones de mi madre, pues las exponía de modo confuso, en tal forma que nunca estaba seguro de que existiera una correlación lógica en sus ideas, especialmente cuando se trataba de enlazar el pasado con el presente y el futuro. Se conducía, al hablar de este tema, como si razonase por compartimentos estancos, sin exponer jamás el lazo de unión que pudiera relacionarlos.

Ésta fue la primera vez en mi vida que expresara a mi madre discrepancia con lo que me mandaba, cuando desde la ventana señaló los barcos que estaban en preparación en la bahía encalmada, pues sin duda conocía también su destino. Le hablé de la tradición que debía seguir, como hijo de un rey, esto era, salir en expedición al mando de las naves, para lo cual mi padre tenía dadas órdenes que me facilitasen todos los medios cuando llegase el momento. Y Mintaka, en cumplimiento de los deseos de su señor, aprontaba lo necesario. Supliqué a mi madre autorización para el suministro de víveres por los almacenes reales, armas, implementos, cuanto fuere preciso para la expedición. Y como insistiera una y otra vez en que no debía arrostrar tales peligros, ni empeñarme en acciones de bárbaros, ni rodearme de asesinos, pues no otra cosa eran aquellos celebérrimos guerreros que cantaban borrachos en el salón, contagiando a los inexpertos jóvenes ansiosos de gloria, le aseguré seriamente que marcharía aunque ella se opusiese, puesto que estaba permitido y autorizado por mi padre. Finalmente pareció doblegarse ante lo inevitable, pero me exigió no atacase nunca el País de los Cinco Reinos, a lo que hube de mostrarme conforme, de tan lastimera forma me insistía, pues le rebosaban los ojos de lágrimas que se le desbordaban por las mejillas.

Cuando creí que se habría tranquilizado, luego de hablarle de cosas nimias, abordé el tema de Aludra: le manifesté mi propósito de casarme. Se le renovaron los bríos y mostró su rechazo más vivo, que jamás consintiera el matrimonio con una esclava, a mí, que estaba destinado a ser un gran rey. Tanta era su exaltación y oposición que le recordé no se trataba de esclava sino libre, y que al fin era el rey, mi padre, quien debía autorizar o negar la boda. Y tuviera bien presente que de no obtener el permiso regio abandonaría Corona con Aludra para asentarnos en otras tierras.

Concluí asegurándole que saldría de expedición, con el propósito de localizar el paradero del rey, que calculaba se encontraría por el territorio de los galos, según había manifestado a Mintaka antes de zarpar, para luchar a su lado y regresar cargado de botín. Pues ya eran muchos sinsabores los proporcionados a mi padre, y le estaba obligado a compensarle de algún modo para que sintiera orgullo de su hijo. A cuyas razones mostró ella su acostumbrada oposición y rechazo.

Caminamos otro trecho en silencio sorteando los obstáculos que se oponían a nuestro paso, seguidos del corcel, que llevaba sujeto por la rienda, y distraídos por los perros, que adelante y atrás recorrían cinco veces el camino, persiguiendo a cuantos animalillos se movían y espantando a los pájaros.

Longabarba no me interrumpía una sola vez, y me escuchaba ahora el ruego de que intercediera con la reina, pues que por su antigua amistad y condición de obispo alguna ascendencia habría de conservar y, además, la ocasión se le presentaba favorable, ya que era la primera vez, desde el día de su boda, en que volvía a tener contacto con el mundo que abandonó, y con su religión.

«Me aflige mucho escuchar vuestras palabras. Y os prometo estar en vuestra defensa, siempre que sea justo. Pero contadme: pensad que muy pronto me encontraré en presencia de mi señora, la reina Elvira, de quien sólo conozco lo que podáis referirme. Decid: ¿por qué no habéis mencionado nunca a vuestros hermanos?»

El deseo más ferviente era, en aquel momento, instruir al venerable anciano para que su acción acerca de mi madre pudiera serle tan beneficiosa que le devolviera la felicidad. Pues intuía que su sufrimiento era profundo, insondable, y que la única forma de ayudarla era llevar ante ella al santo obispo, quien sin duda la devolvería al mundo que había perdido y que tanto añoraba.

Expliqué a Longabarba que nada había mencionado a mi madre sobre la próxima visita del obispo, que quería constituyera una sorpresa, pues era el mejor regalo que podía proporcionarle mi filial devoción, y que mucho me importaba la acción benéfica que pudiera ejercitar. Igual de trascendente consideraba que conociera al rey, el célebre guerrero cantado por Mintaka, convertido en héroe por su pueblo, maldecido y despreciado por mi madre, un mito del que nadie conocía realmente su condición humana.

Fue entonces cuando, en respuesta a su último interrogante, salió de mis labios, por vez primera, una vieja escena grabada a fuego en mi corazón, pues existen momentos y palabras en la vida de un muchacho que jamás se borran.

Después de una agria discusión, el rey me llevó consigo cogido de la mano, y sin que mediara palabra alguna me condujo hasta la casa donde habitaban las concubinas con sus hijos. Los niños, que alborotaban por el salón, fueron apartados y hurtados a la vista, y tras un revuelo de mujeres, que también desaparecieron rápidamente, acudieron dos que nos sirvieron vino e hidromiel y se retiraron, pues sin duda adivinaban que el momento era especial y el rey no deseaba su presencia.

Quedamos solos en el gran salón sin que mi padre pareciese ocuparse de mí. Vaciaba el vino en la copa cónica, que al carecer de base impone consumirla de un trago para abandonarla sobre la mesa, como si sintiese la necesidad de ahogar sus pensamientos. Permanecimos así largo rato, sin una palabra, hasta que la bebida comenzó a surtir sus efectos. Debo confesar que nunca había conocido al rey completamente ebrio, pues tenía fama de ser extremado aguantador, sin que los vapores le nublasen nunca la cabeza.

Cuando el peso del vino pareció tranquilizarle, inició sus confidencias. Y esto me hizo pensar si realmente había tenido el propósito de referírmelas o si le fuera necesario emborracharse para llevarlo a efecto. Fuere cual fuese su motivación, me estaba confesando su intimidad. No pretendía justificar nada, sino verter lo que le quemaba en el pecho, ¿y quién podía resultarle más conveniente que su propio hijo? Aquella conclusión me acercó más a mi padre de lo que jamás pensara, y le consideré más humano. Pues por vez primera lo veía despojado del carácter de mito.

«Ya eres mayor para comprenderlo. Y para juzgar estas discusiones que tu madre y yo sostenemos en tu presencia. Debes saber que me he arrepentido mil veces de haber ignorado los consejos de mi amigo Mintaka, aunque nunca se lo he confesado. Pues aunque me esforcé en hacerla feliz, he fracasado. Es un verdadero demonio: eso lo sabemos únicamente tú y yo. Los demás solo la conocen como una reina capaz. Pero ninguno compartió con ella el lecho de nuestra noche de bodas, e ignoran lo que representa yacer con una estatua, fría, muerta, que llega a paralizarte la sangre en las venas hasta helarte el corazón. Nada más horrible, te lo confieso. Por eso no he vuelto a buscar su intimidad ni una sola vez. ¡No deseo se repita aquella noche sin amor! Mujeres rubias, de figuras esbeltas con estrechas caderas, hembras sin fuego que no pueden rivalizar con las ardientes de nuestra raza, como volcanes, hembras poderosas de anchas caderas y vientres que arrojan al mundo fuertes y vigorosos guerreros. Y he usado de gran paciencia con ella. Me he esforzado en hacerle comprender que no soy tan bárbaro ni malvado como piensa. Ni los demás tan perfectos como imagina. Y ya ves, hijo mío, lo que he conseguido: emborracharme para tener el valor de confesarte mi amargura que, sereno, he guardado siempre para mí.»

Su largo parlamento estuvo salpicado de vacilaciones y torpezas, como es natural en un beodo, y a muchos había escuchado en el salón comunal. Pero ninguno era mi padre; por ello me afectara más. Aunque fuera, borracho, cuando más cerca se encontraba de los dioses, como había oído a Mintaka tantas veces.

Cuando se durmió aparecieron las mujeres y lo acomodamos, dejándole resbalar del asiento hasta el suelo, donde se habían colocado pieles. Nada me dijeron; me contemplaban respetuosas en espera de mi decisión. Nunca antes había permanecido tan cerca de ellas. Acabé levantándome y salí fuera. Me alejé mientras meditaba en lo que había presenciado y escuchado. Pensaba, por el daño que me produjeron aquellas palabras, que nunca debieran confesarse ciertas cosas cuando el que las escucha es doliente por ambas partes.

Nos acercábamos al final de la caminata y tenía la idea de que debía concluir antes de acabar el viaje, pues ya no tendría otra ocasión mejor, e importaba mucho que Longabarba tuviera idea cabal antes de reunirse con la reina.

«Muchas veces he comentado este asunto con mi tutor: el rey ha informado a mi madre de cuanto ocurría en el País de los Cinco Reinos; la boda de la abuela Ethelvina con Avengeray, las sucesivas conquistas hasta unir todo el territorio, la felicidad y poder que consiguieron. Y no era su propósito martirizarla, sino que aceptase los hechos reales, que estamos los hombres sujetos a nuestras pasiones y defectos, y que los acontecimientos llegan a hipotecar nuestras vidas. Con todo lo cual ha luchado mi padre para reconquistar el derecho de ambos a la felicidad. Pero ella jamás aceptó sus palabras como verdaderas. Pensaba que sólo pretendía engañarla, y le juzgaba un salvaje incapaz de cualquier sentimiento noble —hice una pausa para tomar aliento y reordenar mis recuerdos—. Debo insistir en que jamás nadie se esforzó tanto por entender a mi madre, exceptuando al mismo rey, como mi buen Mintaka, pues aun siendo odiado por ella, le profesa un gran respeto y siente honda conmiseración por su desgracia —tras unos pasos concluí—: Ya conocéis cuánto importa, mi buen Longabarba. Os ruego hagáis uso de vuestra sabiduría, experiencia y santidad, para aliviar a la reina y suavizar, con vuestro consuelo, su enorme dolor, pues nadie es más digna de compasión.»

«Tened fe y dejad las cosas en manos de la Providencia, que sin duda encontrará el camino más seguro.»

Sus palabras contenían pesadumbre y esperanza; diríase que reflejaban confusión y firmeza, que debía de ser lo que él llamaba fe.

Se me alcanzaba que el destino, como siempre, se gozaba en complicar nuestra existencia, y que nada más me quedaba por intentar, luego que puse en juego los recursos de que disponía, sino una espera paciente.

El fin de la jornada se alzaba ya frente a nosotros, al alcance de nuestra mano. Las aves y las casas se miraban en el azulado tapiz de las aguas, sobre las cuales trenzaba arabescos el reflejo de los abedules que poblaban la ribera. Y presidiendo el entorno, la elevada mole del oscuro Corona, tallado a pico, cuya cumbre sólo alcanzaban las divinidades, los pájaros y las nubes.

No puedo imaginar el derrotero de los pensamientos del santo varón. Yo pensé en Mintaka, escéptico cuando no incrédulo, según intuía. En el rey Thumber, que se proclamaba semejante a Thor, el dios del martillo. En todos mis compañeros, que ensalzaban con orgullo mi hazaña, a pesar del desafío que entrañaba sobre los dioses que moraban entre los agrestes riscos de la cima de aquella montaña negra que peinaba las nubes. A los cuales había derrotado. Que eran sus dioses, como también los míos.

Y pensaba en mi madre, saturada de un odio ciego, irrazonable, y en la abuela Ethelvina, en Avengeray, el caballero sin tacha cantado por la leyenda. Y en el buen obispo Longabarba, lleno de fe. Y en el Dios en que ellos creían, que moraba todavía más alto que la cima del Corona. Un Dios que también lo era mío.

¿Y dónde quedaba yo?