Con la muerte de Oso Gran Espíritu debió de quebrantarse alguna energía oculta y misteriosa, por cuanto los tres que faltaban para la cuenta se rindieron sin causarme daño. Quizás contribuyese la experiencia, pues aprendiera a plantar cara a aquellos fieras, excitarles de cerca, esperar con ánimo decidido a que se levantasen sobre las patas posteriores y avanzaran hasta la distancia justa, donde la lanza no podía fallar en penetrarles en el corazón. Un salto atrás me libraba de sus poderosas garras. Ya sólo bastaba contemplar cómo la inercia de la marcha les impulsaba algunos pasos más, con la inútil pretensión de alcanzarme, pues me mantenía a una distancia que les engañaba, hasta que al ahogarles la sangre se derrumbaban. Emitían algunos un enorme gruñido que rebotaba en las cavernas y picos altos que circundaban el valle cerrado y sacro, pregonando su agonía.
Curioso pensarlo, pero la muerte de Oso Gran Espíritu significó para mí que el espíritu de los dioses se ausentara del valle, y en vez de sentirme conducido por ellos había recobrado la libre decisión, amparada por mis músculos y mis ideas. Advertía la plenitud de mi ser reconquistada. Como una liberación suprema, aunque sólo fuera todavía un sentimiento apenas intuido.
No me animaba, sin embargo, la ilusión del regreso. Hubiera sido normal que la revancha me impeliera a presentarme en Corona para gritar a todos su equivocación, que Haziel era grande y valiente, hijo de Thumber; a mi padre, para borrar de su rostro la sonrisa sardónica que me venía destinando. A Mintaka ofrecerle la satisfacción de ver cumplidas sus esperanzas, el premio de su fe. Y a la dulce Aludra el desquite de todas sus humillaciones, que eran las mías.
Pero no sucedía así. Es posible que mi espíritu se hubiese identificado con el valle, pues ahora cada árbol cobraba una distinta significación, cada pico de las montañas, los alcores, las águilas, los corzos, los lobos, los osos mismos. La cadencia afiligranada del vuelo de las mariposas pregonaba el júbilo de la primavera, que se había aposentado en mi alma como un renacimiento, y me maravillaba tanto como los rayos del sol penetrando a través del techo entramado del bosque, el reflejo de la luz en el arroyo, en el musgo, los peces plateados, las ardillas, todo proclamaba un sentido nuevo en la naturaleza, que nunca percibiera antes. Era un entusiasmo que me poseía, y al elevarme sobre mí mismo me estaba transformando. Me sentía integrado en cuanto me rodeaba. Había dejado de sentirme extraño e impotente; ahora era soberano y firme. Y cuando pretendía que Longabarba entendiera lo que descubría en mí, sonreía.
Apenas si el viejo hiciera alguna pregunta; siempre parecía más dispuesto a escuchar que a referirme sus pensamientos y aventuras. Había caminado por veinte años y al llegar al país de los esvears fue vendido como esclavo, aunque lo citaba de paso y sin detalles, para concluir que Dios le había rescatado para la libertad y el cumplimiento de la misión encomendada. Que alguna debía de ser, aunque decía ignorarlo.
«Tengo poco que enseñar y mucho que aprender —observó al preguntarle—. He malgastado mis palabras y mi tiempo; ahora me falta para acercarme a los demás. Y sois vos, príncipe, lo que más deseo conocer, pues que os he buscado.»
Le referí mis problemas, sufrimientos y humillaciones, Mintaka, Aludra, cuanto tenía un significado y determinase mi venida y desafío al valle sagrado, así como mi orgullo de haber vencido a los mismos dioses. Lo que me colocaba por encima de todos los reyes, mis bravos antecesores, quienes ganaron fama de valientes guerreros y astutos capitanes, pues no sólo había matado mayor número de osos que cualquiera de ellos, sino que además ostentaba el máximo trofeo, que ellos no pudieron lograr. Sólo a mi destreza y arrojo se había humillado. Con lo que quedaba superado incluso mi padre.
Ahora podían tronar todos los dioses juntos en la cumbre del Corona, la mole negra que presidía el poblado, en cuya base se abría una profunda gruta donde los sacerdotes penetraban para ponerse en contacto con las divinidades y leer el libro sagrado de las runas grabadas por el mismo Odín para gobierno de los hombres.
No me causó recelo alguno confiar a aquel hombre mis más recónditos pensamientos, pues que en aquel tiempo creció la amistad y el afecto por el compañero, tal era su bondad y respeto. Me recordaba a Mintaka, aunque en todo parecían diferentes. Pero algo quedaba en el fondo de mi sentimiento que los hermanaba, aunque no acertase a definirlo, pues eran muchas las ideas que inundaban mi imaginación. Sin duda que la devota atención de Longabarba por cuanto quisiera explicarle, y su demostración de que entendía mis palabras, contribuía a que me sintiera feliz, pletórico de alegría, como un retoño brillante de savia que desafía a la vida. Porque el mundo cobraba una significación que hasta ahora no tenía, y los hombres se me presentaban bajo aspectos que jamás antes descubriera.
Llegó el momento de regresar. Recogido y colocado sobre los caballos cuanto debíamos llevarnos, giré la vista por la caverna, para enterrar los desperdicios y cosas inútiles que quedaban desparramadas.
«Cuando venga mi hijo no deseo que encuentre la suciedad que dejó mi padre», comenté.
«Creo que con Oso Gran Espíritu ha muerto un mundo. Vuestro hijo, príncipe, ya no recorrerá estos senderos. Hay una voz que me lo está diciendo.»
Tan frecuentes eran los enigmas en boca de aquel varón luminoso que ya no me sorprendían. Al principio me preocupaba desentrañarlos, después los aceptaba como sentires ocultos que no me era dado comprender todavía. Aunque confiaba que llegaría su día y momento. Sentía cada vez mayor admiración y respeto por Longabarba, seguro de que encerraba una predestinación en la cual me encontraba inmerso. Sin que supiera adivinar el sentido. Como tampoco lo conocía él, según decía. Y vano hubiera sido preocuparse excesivamente, o temer lo que resulta inevitable. Tampoco pensaba que de un ser afable y bondadoso pudiera derivarse violencia alguna, ni por sus actos ni por sus ideas. Lo aceptaba, pues, como un espíritu nuevo que no llegaba a penetrar, pero que sin embargo me atraía como una incógnita que se proyecta en el futuro, hacia el que nos dirigimos.
Cada paso que dábamos durante los tres días del regreso, a la vez que nos acercaban, significaba una frontera: algo concluía allí; algo se iniciaba. Eran tantas mis expectativas, tan jubilosas y ciertas, que precisaba realizar esfuerzos para dominarme y no agobiar al muy paciente Longabarba, cansado probablemente de escuchármelas repetir cada vez como si fuera nueva la idea. Sólo a su benignidad debía que no le descubriese un solo signo de cansancio ni decayese su atención e interés en oírme.
Para no atosigarle comencé a mantener largos silencios. Me ayudaba la idea de que, siendo príncipe, debía conducirme como correspondía, reposado, sereno, con dominio de mis sentimientos. Para que me juzgase capaz de llegar un día a ser rey. Pues ahora nadie podría negarme el derecho, ganado con mi sangre.
Se había excusado cuando le ofrecí mi caballo, pues su penitencia consistía en recorrer el mundo sin cabalgar en ser viviente alguno. Y por guardarle la deferencia tampoco lo hacía yo. De tal modo el camino lo recorríamos a pie. Y bien que lo agradecerían los caballos, pues que ya soportaban carga suficiente; las doce pieles representaban un fardo voluminoso. Los perros, sueltos, recorrían varias veces el terreno, y con su algazara asustaban a las aves que pretendían esconderse en los matorrales.
El último día caminábamos en silencio, sin duda porque las ideas se nos agolpaban conforme disminuía la distancia. Al remontar la pendiente, allá abajo en el horizonte se recortó la mole del oscuro y extraño exabrupto que era la montaña señora de nuestro poblado. Nos detuvimos a descansar.
«Proseguid solo, príncipe. Pienso que vuestra felicidad es demasiado grande, y la gloria que os espera tan importante, que no merecen ser coartadas con mi presencia. Id vos ahora: yo os seguiré mañana.»
Insistí en que me acompañase pues era mi huésped y amigo, mas persistió razonablemente en pasar la noche al abrigo de aquellas rocas que le ofrecían buen refugio. Dijo que le sentaría bien meditar sobre las jornadas que le aguardaban en Corona. Aun cuando adivinaba se refería a mi madre, no la mencionó, ni quise ser indiscreto.
Tras dejarle provisiones suficientes y la compañía de dos perros a los que hube de atar para que no me siguiesen, reanudé el camino, ansioso de llegar, pues aunque lo disimulase ante el anciano peregrino, el corazón me golpeaba las venas como un martillo. Pensaba cuán grande era la sabiduría de aquel hombre, que no quería interferir con su presencia lo que para mí debía ser un momento de excepción en mi vida. Creo que sabía tanto de mí que alcanzaba más allá de donde yo podía comprender, y que encontraba en mis actos y palabras significados que yo mismo ignoraba. Lo único que había conseguido era la promesa de que esperaría al día siguiente en el mismo lugar, pues acudiría a acompañarle.
A poco de separarnos, y cuando las irregularidades del terreno ya me ocultaban, cabalgué para apresurar la marcha, tal se acrecía mi impaciencia por llegar. Los caballos y perros olfateaban la proximidad del hogar, y mostraban su satisfacción con relinchos y ladridos, que representaban una entrada triunfal a cuyos ecos se incrementaba mi excitación. Eran muchos años de humillación y de vergüenza los que contenía mi alma para no sentir impaciencia.
La faz complacida y la alegría en el corazón, llamé a la puerta de Mintaka, ruidosa, perentoriamente, acompañado de la zalagarda de los perros que festejaban su arribada a los lugares conocidos, a los olores que les identificaban con su origen, sus querencias.
Quedó parado en el umbral, sorprendido el bardo de la inesperada aparición, aunque tengo para mí hacía tiempo que me aguardaba con la incertidumbre y la ansiedad de los corazones amantes. Se repuso, con una exclamación de alegría. Me estrechó entre sus fuertes brazos y me levantaba del suelo y daba vueltas y vueltas, mientras reía mostrando su júbilo, que se unía al mío, pues la felicidad era de ambos, y nos regocijábamos en nuestro encuentro.
Cuando conseguí librarme de sus brazos fui al caballo, desaté el pesado fardo, lo introduje en la casa y extendí sobre el suelo las doce pieles, cada una con la historia en runas, que él me había enseñado a escribir.
Tan sorprendente resultaba el trofeo, incluso para un hombre que como el bardo siempre confiaba en mí, que era lógica su sorpresa e incredulidad. Mientras yo me gozaba. Y cuando hubo leído las doce historias, percatado de la importancia y trascendencia de mi triunfo, agarró con sus poderosas manos la piel de Oso Gran Espíritu y echándosela sobre los hombros permaneció dando vueltas jubilosas, como un extraño rito, hasta venir de nuevo a abrazarme. Tanta era su emoción que hasta le enmudecieron los labios. Dijo después había sido la única ocasión en su vida que no encontró palabras para expresar lo que sentía. Un momento en que rebosa el corazón y solamente queda para expresarse la risa, las exclamaciones, los saltos, la mímica, que no precisan reflexión. Era el instante de los sentimientos, en que las palabras carecen de significación.
Cuando se hubo calmado, y luego de referirle brevemente toda la hazaña desde mi marcha, con premura amontonó las doce pieles y las ató de nuevo en un fardo. «¡Thumber habría reventado de orgullo si no estuviera por ahí de vikingos!», exclamó recordando a su amigo.
Levantó el pesado bulto sobre los hombros y me pidió le siguiera. Mas antes le solicité me devolviera aquel documento que le confiara, lo que hizo, y lo guardé entre mis ropas. Entonces le seguí. Llevaba el trofeo como si se tratase de una carga liviana, cuando para mí representaba un considerable esfuerzo levantarlo.
Llegamos al salón comunal sin que nadie lo advirtiese, pues ya era noche cerrada. Abrió la puerta de un puntapié y al estruendo suspendieron el ademán los guerreros que dentro holgaban. Se apagó el grito y el bullicio; también las mujeres quedaron suspendidas por la rudeza, en el aire el ademán con los jarros de hidromiel que llevaban. Aquella pareja quedó abrazada, suspendida la caricia, aquel otro mantuvo en el aire la palmada que destinaba a las generosas posaderas de la moza, y el eco de las risas quedó resonando por las paredes. Todos contemplaban la puerta, que acababa de traspasar Mintaka, mientras mi propia figura quedaba enmarcada entre las jambas con el fondo de la oscura noche a mis espaldas. Debí de resultarles extraño, cubierto de pieles, sucio, enmarañados los cabellos, con la apariencia de un loco o un lobo.
Sin decir palabra, desafiante, Mintaka arrojó el fardo en el centro de la multitud, y se agachó para soltarlo. Extendió las doce pieles en el suelo, las runas hacia arriba. Cada piel mostraba un único agujero en el lugar del corazón.
Y resonaron sus palabras:
«¡Leed, guerreros, la gloria del príncipe Haziel, que ha matado doce osos!»
En medio del asombro, provocado por el solo anuncio de la hazaña increíble, pues guardaban en la memoria la idea de un cobarde, de un salto me coloqué encima de las pieles, pisando la de Oso Gran Espíritu que sobresalía tanto por su tamaño como por la extensión de la leyenda que contaba la proeza de su cacería e historia. Me despojé de mi rústica vestimenta, y me exhibí desnudo para que contemplaran sobre mi carne tan gran número de cicatrices que no quedaba el espacio de un pellizco descubierto. En aquel momento evidenciaba, con la postura y el gesto, soberbio orgullo que me poseía.
Sin pronunciar una palabra bastó mi gesto mudo para recuperar mi honor. Las palabras eran de Mintaka: cantaba que ningún vikingo llevase antes a cabo proeza como la mía, que superaba incluso al mismo rey Thumber, mi padre, orgullo de todos los guerreros norses, danés y esvears, que constituían la gran nación vikinga. Proseguía el bardo refiriendo la historia de Oso Gran Espíritu, que sostuvo combates con diez reyes, y mostraba su cuero con las cicatrices de las batallas que mantuviera con mis antecesores; sólo Haziel había desafiado a los mismos dioses y acertado con el cuchillo en su corazón, en un abrazo de muerte.
El bardo de las palabras de oro semejaba un iluminado al cantar la gesta inconcebible de mi nombre, que proclamaba era orgullo de la raza vikinga, ante cuya noticia temblarían los enemigos, que gemirían como mujeres al solo conjuro de mi presencia, y bastaría para rendirles anunciar que ante ellos se encontraba el príncipe Haziel, el de los Doce Osos. Y comunicó a los reunidos que como mandaba la tradición emprendería un viaje de aventura para probar mi arrojo ante el enemigo, para traer a casa un grandioso botín, el más rico que pudieran concebir los hombres. Con Haziel se encontraba la ocasión de los valientes.
La vida, que se les quedara suspendida a todos con mi presencia y el canto del bardo, reventó de súbito al concluir el poeta. En una cascada de entusiasmo, gritos y júbilos, me rodearon los hombres y las mujeres, y me presentaban sus jarros de hidromiel. Con ellos se ofrecían para acompañarme, y el entusiasmo se reflejaba en sus rostros, especialmente de los veteranos guerreros curtidos en mil batallas, que ya me acompañaron cuando recorrimos el sendero de las ballenas, los más entusiastas seguidores que ahora me rodeaban orgullosos de mi gloria, que era la suya.
Bebí de muchos, con avidez, para ahogar una sed insaciable, pues era mi orgullo malherido por el desprecio de tantos años el que reclamaba ahora, en un instante, lavar sus cicatrices, colmar su ansia de reconocimiento, la valentía y el honor reconstruidos, que fuera proclamado mi furor, ser reconocido no una vez, sino millones de veces, que no había existido guerrero como el príncipe Haziel entre toda la gran nación vikinga.
Y si el bardo Mintaka, mi viejo, querido compañero, mi casi padre, se sentía arrastrado por tan excelsa inspiración que seguía pregonando un canto panegírico sobre mi combate singular, era aquélla una voz que sonaba fuera de mí, mientras en mi interior crecía tan deprisa y desmesurada mi propia estimación que mi talla debía desarrollarse como la de un gigante, hijo de Odín. Ése era mi sentimiento: no me consideraba como un hombre, sino grande y poderoso como un dios. Creo que hasta el más miserable, a fuerza de alabanzas, puede convertirse en un gigante. Aunque debo reconocer era más fuerte mi pasión que las alabanzas ajenas, la pleitesía de sus gestos, el ofrecimiento de sus jarros llenos del licor divino, que rebosaba en mi boca y se derramaba mi gloria. Contagiado por la orgía, en que las parejas se excitaban hasta el frenesí y el arrebato, quise retener a una mujer que me ofreciera su jarra, de la que estuve bebiendo a tragantadas, sujeta por la camisa que acabó escurriéndose de su cuerpo. Pero no huyó, sino que se acercó con una sonrisa y juntó su carne caliente a la mía. La rodeé con mi brazo y derramé el hidromiel sobre sus senos, mientras ella reía ruidosamente y contorsionaba su piel contra mi piel. Y en derredor, sobre los cueros, yacían parejas empeñadas en combate, que ningún vikingo rehúsa mostrar su virilidad en público, de la que se siente orgulloso, como exhibición de la naturaleza, sin que tenga necesidad de ocultarse, como los cristianos. Incluso mi madre se negaba siempre a hablar sobre el tema, poseída de recato y discreción.
Al despertar me encontré sobre las pieles, que ahora se extendían por el suelo de mi propia casa, desnudo como antes. Y a mi lado, sentada, aparecía Aludra con iluminada sonrisa, como esperando que al abrirse mis ojos se produjera el primer rayo de la amanecida.
Su felicidad parecía inmensa. Pensé en aquel momento que Mintaka, y quizás también otros guerreros del salón, me trajeran a casa junto con las pieles, crónica de mi proeza, que ahora la proclamaban a los ojos de mi amada, quien regaba mis cicatrices con hidromiel y las secaba con sus propios labios, las acariciaba con sus rosados dedos flotantes como alas de mariposa.
Era arrobamiento lo que se reflejaba en su rostro. Vislumbré se encontraba velada sólo por el fuego de su cabellera, pues al entreabrirse las guedejas en sus movimientos, aparecía la sorpresa de sus remontados pechos, sus blanquísimos brazos, sus muslos de rosa. Y por encima de los latidos de mis pulsos, la velocidad de mi sangre y los golpes de mi enfebrecido corazón, que pugnaba por reventar, me sentí poseído por el deseo. Un deseo tan inmenso como mi orgullo. Pero que nacía en otras fuentes.
Aunque todavía hube de contener mi impulso, rebuscando entre mi vestimenta el rollo que había recogido a Mintaka, para extraerlo ante los ojos de la doncella y decirle:
«No tienes obligaciones de esclava, Aludra. Desde que marché eres una mujer libre, como antes.»
Se detuvo un instante, un breve instante, en que la sonrisa pareció reflejarse más profunda, y de repente buscó mis labios.
La estreché con mis poderosos brazos, con la misma fuerza que acabara con los doce osos cuyas pieles nos servían de lecho, y reventaron en mis oídos sus exclamaciones, sus gozos, sus alegrías, sus jubilosos gritos, y en aquel momento, sólo en aquel segundo, mi cuerpo y mi mente fueron conscientes de haberse colmado la plenitud de mi ser.