Pienso que, de no ser mi padre tan ostentoso, o la fantasía del bardo menos exuberante en inventarle tan larga genealogía, según era opinión de mi madre, me hubiera resultado más sencilla la tarea. Pues la rabia que me poseyó se habría satisfecho con menos esfuerzo y tiempo.
Mientras los guerreros de Corona se consideraban obligados a matar un oso para lograr el bautismo de bravura, un segundo antecesor de mi padre quiso superar a su precedente y mató dos. Derivó en el establecimiento de la rivalidad en cada uno, por lo que el siguiente acabó con tres, y fue en aumento la tasa hasta que mi padre, según era fama proclamada por Mintaka, hubo de rematar diez. Tan soberano esfuerzo vino a ser, con certeza, el basamento de su leyenda, uniéndole en principio a la figuración del dios Thor, con el que le emparentaban.
El furor por todas las humillaciones sufridas se incrementaba con las últimas de la dulce y dolorida Aludra, que me empujaban con tal ímpetu que ya no aspiraba a igualar a mi padre, ni siquiera a superarle según la tradición con un oso, sino que era preciso establecer una diferencia que me colocara fuera de toda posible duda: estaba dispuesto a matar doce osos. Me lo juré a mí mismo. No me conformaría con menos, aunque en el intento me fuera la vida. Porque era llegado el momento de caminar con la frente erguida y los ojos retadores, o humillarse, si seguía viviendo. Y la vida se me estaba tornando tan cruel que me resultaba insoportable.
Un geniecillo prudente, que todavía sembraba dudas en mi interior, me proporcionó vacilaciones algún instante, y me obligó a reflexionar que la tarea parecía superior a mis fuerzas. Mas esta consideración acabó por servirme de acicate, pues si en fortaleza física había de reconocer la superioridad de otros guerreros, no admitía que nadie poseyera un espíritu superior. Me empeñaría en una proeza tan digna que todos sin excepción, incluso Aludra, sintieran admiración sin necesidad de recurrir a las palabras, y a la vez me llenase de orgullo.
Bien meditado el propósito en el transcurso de los días y las noches, busqué a Mintaka:
«Me guardas el secreto: nadie más lo sabe. Si no he vuelto en un año ejecuta este documento que te entrego. Pero ningún otro debe saber adónde he ido. Solo tú: voy a matar mi oso.»
Sonrió el bardo mientras trataba de contener un primer impulso, y al fin se decidió, estrechándome fuerte contra su poderoso pecho:
«Los dioses te protegerán, príncipe.»
Mucho tiempo es un año para matar un oso, debía de pensar, mas no exteriorizó su sospecha, si la tenía.
Tomé las riendas de mi corcel y las del caballo de carga, este último con una trailla de catorce perros atados al borrén de la silla, y emprendimos la marcha hacia el fabuloso Congosto del Príncipe, lugar de caza secreto y reservado, donde la estirpe real penetraba para matar su oso, desconocido el lugar por cualquier otra persona del reino, según cantaba la fama hecha verso por la inspiración de Mintaka, el de la Palabra Mágica.
Cuantos me vieron partir comprendieron que me impulsaba una determinación, aunque la desconocieran. Resultaba evidente por las armas, colocadas por mis esclavos sobre el corcel, el hacha, el arco, la lanza, el escudo, y el cargamento sobre el lomo del caballo auxiliar, más los perros ladradores cuya excitación pregonaba mi paso, pues avezados a la caza venteaban la aventura.
No me importaba abandonar Corona ante la expectación de los curiosos, intrigados por adivinar qué nuevas ideas habría concebido mi cerebro. Dudarían del resultado de lo que pudiera emprender, pues precisamente motivo de burla para el pueblo era suponer que mi debilidad provenía de pensar mucho, del estudio, la música, las ciencias, y escribir runas. «Cuando se leen libros tan gruesos, se acaba por no creer en los dioses», habían sentenciado. Durante los tres días de camino, en que debía abrir senderos por las laderas, cruzaba valles y escalaba montañas por los vados y puertos, me apoyaba en el esfuerzo de los caballos y los perros que, sueltos, nos seguían. Me acudían los recuerdos de palabras y actitudes, y ninguno me resultaba grato. El rey, espoleándome con su desprecio; mi madre humillándome con sus miedos, cuyas raíces parecían brotarle del inconsciente, como si llevase dentro de sí un mundo que a los demás nos era ignorado: misterio de un alma ausente, que solía referir Mintaka. El mismo bardo era la única persona que intentaba comprenderme, mientras yo mismo me sorprendía al desconocer lo que era o deseaba, con sus palabras impregnadas de sabiduría, y sobre todo sus silencios acogedores y elocuentes. Más le amaba que a mis padres. Y no me sorprendió aquel sentimiento al encontrarlo escrito con claridad en mi corazón.
Mas, ante todo, era Aludra quien llenaba ahora el fondo de mi ser. Desconocida antes, brotaba su imagen ante mis pupilas, y hube de reconocer, tras sincero y profundo examen, que era el motor de mi decisión. Me percataba de que no por mí, sino por lavar su dolorida humillación, darle sentido a su noble y amorosa confianza, emprendía aquella hazaña temeraria que habría de situarme ante la gloria, en vida o en muerte, pues que la fama la pregonaría. Imposible me era continuar viviendo como cobarde pues representaba la anulación de mi bella Aludra, quien ahora guiaba mis pasos en forma de una nube blanca en el horizonte, que tomaba formas distintas: un copo de lana, un pájaro, un ave fénix, una sirena, un águila.
Y cuando se enseñoreó de mi alma la idea de que mi muerte significaría la vida de Aludra, me pareció incorporarme al seno de la naturaleza. Como un halcón que recorriera los campos lejanos para descubrir si existía algo distinto y regresara de nuevo al posadero, en aquel bosque donde un manto húmedo y lechoso envolvía las formas de la tierra, tan ceñido que las copas de los árboles emergían como hongos sobre la niebla. Allí donde en el ocaso, al ocultarse tras la catedral de las nubes sueltas, producía el sol una roja llamarada que incendiaba el poniente.
Conforme identificaba las señales que me llevaban al santuario crecía mi incredulidad acerca del mito, quizás imaginado por el bardo, o cuando menos modificado de tal forma que sería irreconocible en la realidad. Especialmente la leyenda del gigantesco oso, que ninguno de los que me precedieron fuera capaz de matar a pesar de perseguirle con ahínco, pues tantas eran las cicatrices que ostentaba que no le quedaba espacio en la piel para otras nuevas, destinado por los dioses a probar a los príncipes que su bravura y poder tendría el límite que la divinidad le impusiera. Pero no otro límite humano, como subrayaba Mintaka al cantar la hazaña en el salón comunal, transformado en semidivino por la fuerza del hidromiel. ¿Se hallaría él más cerca de los dioses, escondidos en su morada de la cumbre de la negra peña de Corona, que los demás hombres? ¿Dónde se encontrarían aquellos reinos que decía haber recorrido? En los que había un bostezador para infundir sueño cuando las preocupaciones desvelaban al rey. Y un hombre risueño para inspirarle felicidad cuando se encontraba triste. Y otro plañidero con abundante llanto para acongojarle cuando sucedían las desgracias ajenas. Más otro hombre gran comedor para estimularle el apetito a los desganados, junto al que apenas comía, con gran repugnancia, para que dominasen la gula aquellos que, bien alimentados, convertían la comida en una fiesta.
Me detuve ante el estrecho que dos montañas guardaban como puerta del secreto santuario, un extenso valle salpicado por redondas montañas, tupido bosque cubierto el suelo de matorral, rocas diseminadas; barrancas y murallas cortadas a pico lo convertían en un circo gigantesco y atormentado, sin más comunicación con el exterior que aquella puerta que al fin me atreví a cruzar para adentrarme en el arcano misterioso. Donde moraba el gran desafío. Y como la orientación me resultaba exacta, pronto encontré la cueva que sirviera de refugio a mis antepasados, amplia y extensa: comprendía varias cámaras en el interior de la montaña, en las que se apreciaban los restos de las anteriores permanencias, utensilios, armas, lugar para el fuego, para dormir, y restos podridos.
Si la leyenda era cierta, todos aquellos residuos debieron de ser abandonados por mi padre. Le reproché que fuera tan desconsiderado al no prever que sería su hijo quien le sucediera en el empeño, pues que me llevó trabajo y tiempo acondicionarlo todo, pues pensaba que mi estancia no resultaría corta, según la empresa que me proponía.
Me sobrecogió un cierto presentimiento de no encontrarme solo, aparte los caballos y los perros que alojé en el interior de la cueva, ya que el recinto, al ser sagrado, debía de albergar los espíritus divinos que sin duda se aposentarían con cada huésped para ayudar al héroe si lo merecía, o precipitarle en el fracaso si flaqueaba su ánimo.
Tal lo encontraba como me fuera descrito, el riachuelo, las sendas, el cielo, el bosque, las cárcavas y los riscos, salvaje e impresionante el lugar. Vinieron a mi memoria los esclavos, pues hora realizaba la tarea que a ellos correspondía. Mas todos los príncipes lo afrontaron igual, sin ayuda humana, solos ante la naturaleza, las fieras y los dioses. Para que fuera medida la capacidad del héroe sometido a prueba. Recogí leña que apilé en la cueva, heno para los caballos, y salí con el propósito de conocer el entorno y procurar carne para mí y los perros. Era necesario acopiar alimento si quería disponer de tiempo para dedicar a la caza de osos, que era tarea lenta y arriesgada que precisaba calma y paciencia, si debía conseguir tal número como pretendía. No menos importante resultaba reunir hierbas medicinales, cortezas de árboles y grasa de los animales muertos, fabricar emplasto con que sanar las heridas que me infligirían mis enemigos antes de rendir la vida. Que no esperaba vencerles sin graves daños, si es que no alcanzaba a dejar la vida entre las zarpas de alguno. Y si me encontraba herido mal podría entonces preparar ningún remedio.
Concluidos los preparativos, tras varios días de intensa labor, pude disponerme para la tarea que me había traído. Acompañado de la jauría, que siempre me seguía en la caza para conseguir carne, armado de arco y flechas, la lanza y el cuchillo, comencé a explorar el territorio para conocer los senderos y guaridas de mis enemigos. Empleé en ello muchas jornadas hasta familiarizarme con el entorno, aprender los lugares que frecuentaban, el remanso del río que les era preferido, las cañadas por donde bajaban de la montaña, hasta descubrir que usaban unas costumbres fijas, como cualquier humano. Bien me lo advirtiera mi padre tiempo atrás cuando me habló de este santuario que algún día habría de visitar, aunque también Mintaka cuidara de ponerme en antecedentes, cuyo conocimiento resultaba ahora precioso.
Más de una semana llevaba ocupado en estos menesteres cuando me sentí dispuesto a acometer la lucha. Tenía el propósito de que cada oso recibiera una sola herida en el corazón. Preciso era por consiguiente proceder con sumo cuidado, con templado ánimo y paciencia. Con tal decisión escogí el primero y me puse al acecho. Tras algunos días supe de sus hábitos cuanto era posible, mientras contenía mi impaciencia por enfrentarme a su poderosa musculatura. Fue un momento glorioso aquel en que, encarándole súbitamente, le arrojé la lanza desde dos cuerpos de distancia en busca de su corazón. Vaciló, bramó, todavía tuvo fuerzas para sacudir el aire con sus zarpas en busca de enemigo a quien clavarlas, en un intento de defender aquella vida que se le escapaba, y cayó fulminado. Hube de despellejarle cuidadosamente, separando los trozos de carne más provechosos para los perros, transportar todo a la cueva. Pasé la tarde rascando la piel para eliminar la grasa, y sujetarla a un bastidor donde se mantuviese estirada; después la embadurné con la corteza de árboles que había molido para la curtición. Una vez secas grabaría el cuero con runas que relataran los incidentes del trofeo. Pensaba hacerlo con todas, para que cada una pregonase su propia historia.
Tuve que moderar mi optimismo, pues no debía descartar que otros enemigos podían quitarme la vida, o cuando menos desgarrarme las carnes en el combate, pues eran fieros, pesados, con fabulosa fuerza, capaces de troncharme el tronco si llegaban a alcanzarme. Y no era posible atacarles con flechas desde lejos; ningún mérito encerraba el procedimiento. Aun la lanza debía arrojársela desde muy cerca, de tal modo que en algún caso recibí un zarpazo en el hombro, o en un brazo, lo que me causaba gran complicación, pues existía la necesidad de acopiar alimento para caballos y perros, y para mí, mientras las heridas llegaban a inmovilizarme bastantes días.
Más de dos meses iban transcurridos y la primavera se presentaba radiante y cálida. En la cueva se contaban ocho pieles, las últimas sujetas en el bastidor, y en mis carnes once cicatrices, alguna todavía dolorosa, cubierta con el remedio que preparé oportunamente. Y aunque no podía examinarme en conjunto, mi aspecto había variado, pues a pesar de los baños aparecía sucio, los cabellos revueltos, destrozadas las ropas por virtud de las zarpas de los osos y los agudos riscos y pedregales por los que había trepado y caído. Mis esfuerzos resultaban así superiores a los de cuantos guerreros se ufanaban en el salón comunal; sin duda que Mintaka hubiera sonreído orgulloso y complacido. Aunque mis humillaciones habían sido tan profundas y continuadas que no me sentiría satisfecho más que llevando la tarea a término. Estaba dispuesto a proseguir, para lo que me vi en necesidad de recobrar fuerzas mediante la recuperación de las heridas y fatigas, por lo que cuidaba especialmente de alimentarme y descansar. Aun así no me era posible guardar tanto reposo como fuera necesario, obligado a cazar para los perros, llevar los caballos a que pastaran, amén de amontonar heno en la cueva, pues no siempre me era posible sacarlos.
Cuando el vigor retomó a los músculos reemprendí las salidas, en compañía de la jauría, cuya ayuda me resultaba valiosa. Sabían lo que perseguíamos y cada vez se conducían con mayor sabiduría, lo que nos facilitaba la localización de las presas. Ellos y yo habíamos aprendido tanto de los osos como, seguramente, los osos de nosotros.
Hasta que inesperadamente, llegó el gran día. Apenas nos habíamos alejado seiscientos pies de la cueva cuando escuché los ladridos anunciadores de la proximidad del enemigo, y a poco regresaron algunos canes moribundos, destrozados. Los ladridos y los gruñidos de la fiera formaban un concierto espantoso, sobrecogedor. Cuando a la carrera llegué al calvero me sorprendió la figura de un oso como jamás había soñado: dos cuerpos de alto, que bien pudiera pesar mil o mil doscientas libras, erguido sobre sus patas posteriores, abiertas las fauces por donde asomaban los colosales colmillos, emitía gruñidos poderosos mientras se defendía contra la acometida de los perros. Cada vez que alcanzaba a uno salía el animal despedido por los aires, algunos para no levantarse jamás.
Al verme se desentendió de ellos y quedamos frente a frente, apenas separados por una veintena de pasos. Los perros suspendieron el ataque y se replegaron quejumbrosos. Algunos agonizaban. La tarea de mis fieles y bravos compañeros quedaba cumplida al entregarme a su verdugo. Aquel animal, aquel gigante, no podía ser otro que Oso Gran Espíritu, desafío de mis antecesores, cubierto su cuero con las cicatrices de todas sus lanzas, demostrativas de su invencible poderío.
Me sentí emocionado. Curiosamente, no experimenté temor. Sin duda porque esperaba aquel momento. Se me planteaba el reto que había aguardado y deseado, y me encontraba dispuesto. Pensé que todo el pueblo de Corona, el rey, Mintaka y Aludra, rodeaban el calvero entre una multitud curiosa y expectante. Deseaba demostrarles que era aquél el instante supremo en que todos los caminos se encuentran y se separan. Llegado este momento, una fuerza desconocida me arrastraba, y yo mismo me sentía un extraño.
Cuando el monstruo me hubo estudiado, comenzó a balancearse y a avanzar erguido, abiertas las poderosas mandíbulas flanqueadas de horribles colmillos, las manos extendidas como buscando abrazarme, tan afiladas las uñas de sus garras que espantaban. Me pregunté si sobreviviría en el caso de que unos y otras llegaran a tocar mi carne. Pero Oso Gran Espíritu no parecía dispuesto a retroceder, y lo mismo me ocurría. Se trataba de una cita concertada desde los tiempos ignotos, y allí nos encontrábamos frente por frente. No me era perceptible el murmullo ni la respiración de aquella multitud que nos rodeaba, fantasmas que contenían el aliento.
Permití que siguiese avanzando, lenta, muy lentamente, mientras yo permanecía inmóvil, de modo que pude sufrir veinte agonías en aquel tiempo. Lo estudiaba y me sorprendía descubrir que la bestia parecía guiada por una inteligencia reflejada en todos sus movimientos. Lo que no era extraño si la leyenda resultaba cierta. Temí fuera capaz de leer mis pensamientos, pues elaboraba entretanto la táctica para atacarle, si antes no me destrozaba. Así que en el momento favorable esgrimí la lanza en un amago de arrojársela, y observé cómo mediante un rápido movimiento se apartaba de la trayectoria. Después pareció chasqueado al comprobar que el arma no había salido de mi mano, y ello le hizo pensar.
Nos manteníamos moviéndonos en círculo, cada vez más corta la separación, mientras nos amenazábamos con argucias de tanteo. Gruñía siniestramente después de cada una de mis añagazas, y aquellos engaños parecían aumentar su prudencia, al darse cuenta de que no me estaba conduciendo en la forma que él podía esperar. Dudé hasta entonces que los dioses asistieran a este monstruo, mas ahora estaba convencido. No era un simple animal, sino un ser inteligente.
Me percaté de que nunca le alcanzaría con la lanza, aunque estuviéramos muy próximos, pues lograría desviarla con su poderosa mano. Entre tanto procuraba acortar la distancia, que ya era de unos quince pies, abiertas las zarpas; le descubría la intención de abalanzarse para partirme en dos con un abrazo. Dejé entonces que el miedo se reflejase en mi rostro y mis movimientos demostraran el pavor que me estaba invadiendo, mientras retrocedía algunos pasos horrorizado ante la muerte inevitable. Y cuando aquel ser pensó que huía, lo que le llevó a bajar la guardia de sus poderosas garras, arremetí como centella, extendido el brazo que remataba en punta con el cuchillo, que guié contra su corazón, al tiempo que profería un grito que resonó por el valle, como himno de mi furia.
Mi pensamiento supremo en aquel instante era que no merecía vivir si no me acompañaba la gloria de los héroes, y que en aquella batalla habíamos de sucumbir uno de los dos, pues que estaban empeñadas las excelsas divinidades. De nada me serviría rehuir el encuentro ni extremar precauciones cobardes, pues no luchaba contra un animal. Y lo que estuviese en la mente de los dioses se cumpliría. Por eso asesté el golpe con una saña que brotó de no sé qué desconocidas reservas interiores, y estreché mi cuerpo contra el suyo; giré el cuchillo para que la herida, de la que brotaba un chorro caliente y viscoso como un manantial de la roca, se agrandase, hasta bañarme con su sangre. Resonó un bramido indescriptible, como sendero violento por donde se le escapaba la vida, y todavía tuvo tiempo de levantar las garras y clavarlas en mis costados. Sentí cómo se laceraba mi carne, y un dolor tan intenso y profundo que me privó de lucidez.
Esperaba despertar en el Walhalla y que una walkiria humedeciera mis resecos labios para calmar el ascua que me incendiaba la garganta y abrasaba la boca. Mas no era una grácil muchacha aquella figura que resplandecía en un nimbo de luz que le era propia, sino un anciano delgado y alto, con una larguísima cabellera y barba que le alcanzaría las rodillas cuando menos, color blanco de nieve. Vino a postrarse junto a mí con un cuenco en la mano. No distinguía qué bebida era, pero me reconfortaba sentirla pasar por los labios, humedecer la garganta dolorida, correr hasta mi estómago acongojado de un enorme vacío.
«¿Quién sois, y cómo os encontráis aquí?», acerté a preguntar ante el desconcierto de que una persona había violado las reglas del santuario, reservado a la estirpe real.
«No os inquietéis: soy un pobre peregrino que recorre el mundo para purgar sus muchos pecados.»
Sus palabras eran suaves, la sonrisa dulce, los ojos vivos. Pero lo más sorprendente era el resplandor que evadía de su figura, pues le proporcionaba un nimbo irreal, divino. Me pareció un enviado de los dioses, quizás para castigarme por la muerte de Oso Gran Espíritu o revelarme algo desconocido que debía acontecer ahora, de acuerdo con los planes que tuvieran dispuestos. En cualquier caso, pensaba, me traía una predestinación y no podía contemplarlo severamente, como enemigo, aunque un pensamiento me seguía inquietando:
«¿De dónde venís?»
«Soy cristiano.»
«¿Cómo os llamáis?»
«No tengo nombre: me llaman el obispo innominado.»
«¿Sois obispo? Conozco lo que representa vuestro rango entre los cristianos. Pero nunca soñé que se pudiera ser tan pobre. Os llamaré Longabarba. ¿Y cómo habéis llegado hasta este lugar secreto, reservado para los reyes? ¿No sabéis que es un santuario?»
«Nada conozco. Vengo de muchos países y he cruzado valles, montes y ríos, y es la primera vez que piso este territorio. He llegado hasta aquí guiado por la mano de Dios, pues Él condujo mis pasos para vuestra salvación.»
Aquel viejo peregrino utilizaba el lenguaje de mi madre, por lo que me evocaba un mundo perdido que jamás conociera, del que guardaba un tesoro de recuerdos infantiles escuchados de sus labios. Pero que a la vez me sonaba extraño y tan lejano que pertenecía a la irrealidad, a la leyenda. No representaba para mí lo cotidiano, lo inmediato, lo presente. Bullía en mi cerebro con la imprecisión de los sueños.
Como me viera examinar mis vendajes y tratara además de averiguar el estado de mis caballos y de los perros supervivientes, en un esfuerzo por reconocer mentalmente el camino transcurrido desde el supremo instante en que me abandonó el espíritu abrazado al oso, Longabarba habló:
«Dios me trajo cerca de vos en el preciso instante en que os arrojasteis contra el oso y le clavasteis el cuchillo en el corazón. Nunca pude pensar que hombre alguno fuera capaz de acto tan temerario y loco. Y no lo digo por censuraros: os reconozco como un joven de extraordinario valor. Habréis sufrido mucho para llegar a este extremo, pues que se leía en vuestro rostro la determinación de un desesperado. Aunque conozco que un vikingo debe despreciar la vida. A punto estuvisteis de perderla bajo la mole del oso, que os cayó encima. Hube de sacaros y traeros hasta la cueva, para curar vuestras heridas. Tuvisteis fiebre durante muchos días. Pero finalmente habéis superado, con vuestra juventud, tan graves lesiones. Os desgarró los costados dejando al aire los costillares. Dios ha escuchado mis oraciones y os ha salvado. Entre tanto he alimentado vuestros caballos y vuestros perros, y he enterrado a los que murieron. Despellejé al oso y confeccioné un nuevo bastidor para su piel, pues resultaban pequeños los que disponíais. Se encuentra rascada y cubierta por el curtidor, y luce un hermoso agujero en el lugar que escondía el corazón. Podéis sentiros orgulloso de la hazaña, a fe mía. Os felicito.»
No podía sentir enojo contra aquel santo hombre que se había sacrificado por mí, a tenor de los mandamientos de su religión, pero me hallaba inquieto y disgustado.
«Os agradezco a vos y a vuestro Dios lo que habéis hecho por mí. Pero ignorabais que todo cuanto he realizado carece de valor si recibo ayuda de cualquier persona. Este lugar está vedado a todos cuantos no procedan de estirpe real.»
«De no haberos ayudado estaríais muerto.»
«Es preferible morir con honor.»
«La vida es un don divino y debe utilizarse no tanto en provecho propio como en servicio de los demás. De otro modo, ¿para qué sirve? Si tenéis una misión que cumplir, como a todos acontece, debéis administrarla de modo que sea posible llevar a cabo la tarea que a cada uno nos corresponde. No podéis tentar a la Providencia con actos temerarios. No debéis, tampoco, vivir solo, sino con los demás.»
«Vuestras palabras son hermosas, mas no debíais haberme ayudado.»
«Si os place, nadie se enterará por mi boca.»
«Lo sé yo, y basta.»
No, no era suficiente, según las dudas que me asaltaban, a las que tanta significación concedía el bardo.
Todavía transcurrieron varios días antes de que pudiera ocuparme de los caballos y los perros, y otros menesteres, a costa de grandes dolores en cada movimiento. Y aunque lo disimulaba, no escaparía a Longabarba el sufrimiento que me proporcionaba. Pero no aceptaba que siguiera ocupándose de lo que me correspondía. Y en cierto modo debía de comprenderlo, pues el anciano daba muestras de un profundo respeto, cortés.
En las largas veladas junto al fuego me preguntó por la leyenda de Oso Gran Espíritu, a la que había aludido alguna vez mientras contemplábamos la piel, estirada en el bastidor, embadurnada con el curtiente. A la vez que repasaba las otras pieles, unas terminadas, otras en proceso, que narraban mi historia. Y aunque no se me escapaba que su religión era opuesta a lo que representaban nuestras leyendas y tradiciones, no concedía mayor importancia ni discutía por ello. Pero en sus palabras se reflejaba la sabiduría, que era distinta a la de Mintaka en las fórmulas, pero idéntica en el significado profundo de sus razones. Me parecía que ambos, allá en los principios de su genealogía, pudieron ser hermanos.
«¿No os parece difícil que un oso viva tantos años? Fijad la atención en que ha burlado a no menos de diez reyes. La vida de los osos no suele ser tan larga.»
«Oso Gran Espíritu no es como los demás: os lo referirá Mintaka si llegáis a conocerle. Es el aliento de los dioses. Sobre el que ha ido acumulándose la valentía y astucia aprendida de todos los reyes que le han combatido, pues el ánimo actúa sobre los animales del mismo modo que sobre los hombres. Oso Gran Espíritu es la suma de todo el vigor que puebla el bosque, al igual que sobre mí se concentra la esencia que anida en esta caverna desde el principio de mis antepasados. Los dioses tenían dispuesto que un día se enfrentasen las dos partes y triunfase el más astuto.»
Un día comentó:
«Sin duda que sois muy principal: no sólo porque procedéis de estirpe regia sino porque lo pregona vuestra apostura, las ricas armas, los arneses de vuestros caballos, vuestra cultura, pues además conocéis hasta mi propia lengua.»
Pues que había matado a Oso Gran Espíritu, sumaban nueve las pieles, y aun cuando todavía no igualaba en número a mi padre, superaba a diez reyes matando al enemigo que para ellos resultase invencible, podía permitirme cierto orgullo, que tan fundido se encuentra en la naturaleza de un vikingo.
«Yo soy Haziel, príncipe, hijo del rey Thumber de Corona y de la reina Elvira, venida del País de los Cinco Reinos.»
Longabarba pareció meditar, y sin perder la sonrisa, con la infinita paciencia y bondad que le caracterizaban, el tono humilde, el ademán afable, dijo:
«¿Os han referido, príncipe, que a vuestros padres los casó un obispo en el castillo de Ivristone?»
«Lo he escuchado muchas veces.»
«Quizás deba deciros que yo soy aquel obispo. Y me agradaría escuchar de vuestros labios lo que ha sucedido a vuestra madre desde entonces.»
Sentí emoción ante aquellas palabras que revivían un mundo perdido, en cuyos orígenes se encontraban parte de mis raíces.
«Contad con ello, Longabarba. Todavía he de matar tres osos, y tendremos tiempo. Si es que queréis quedaros hasta entonces.»
«No pienso marchar a Corona antes que vos. A pesar de que mucho deseo ver a mí señora la reina Elvira, a quien busco desde hace más de veinte años.»
«Podéis quedaros, bajo una condición: en respeto a lo dispuesto por los dioses no me prestaréis ayuda de ninguna clase. He de bastarme a mí mismo. Puedo también cuidar de vos, o gobernaros vos mismo, como prefiráis, pues sobre este punto nada hay prescrito.»
Correspondió a mi broma con una sonrisa:
«Así será. Por mi parte, no quiero ser una carga más para vos, aunque tampoco rechazaré cualquier ayuda que deseéis prestarme.»
Durante la noche parecía expandirse el halo luminoso que acompañaba su figura. Pensaba si aquella luz sería la imagen visible de su espíritu. ¿Cuál podía ser la tarea que me correspondería en adelante, puesto que sin duda aquella aparición significaba un anuncio, una predestinación?