IV

Sabía que jamás modificaba el rey una decisión impulsiva, aun cuando íntimamente lamentara después haberla adoptado. Pero, amigo y consejero, el bardo se obligaba a expresarle su parecer, dándose con ello por satisfecho aunque no fuera escuchado.

Así lo hizo al conocer que el rey se proponía llevarme consigo en la próxima expedición de primavera.

«No permitas que el orgullo de la familia te empuje a una decisión prematura. Tu hijo sólo es mitad vikingo, y su desarrollo más lento. En cambio está llamado a ser un gran príncipe, pues es inteligente. Estoy seguro. Ahora podrías destruirle: todavía no ha matado su primer oso.»

«Ha matado, en cambio, ballenas. Ahora le corresponde matar hombres. Mis barcos están repletos de jóvenes guerreros, de menos edad, que ya han conquistado su gloria.»

«Y la de Haziel será superior a cualquiera de ellos, pero diferente. Nadie es capaz de adivinar lo que le tiene reservado el destino, pero está llamado a cumplir una gran misión: lo presiento.»

«La principal es integrarse en la familia, el grupo que le corresponde. Y eso hará desde ahora.»

«Piensa, rey: no es igual hacerle matar ballenas, incluso hombres, con el impulso de tu brazo, que tomar él la decisión de abrazarse a su primer oso y matarlo. Esto sólo lo hará cuando le haya llegado el momento de sentirse hombre, y no antes.»

Mi madre, como solía, le abordó más apasionadamente en el reproche.

«¡Deseas llevarle a la muerte!»

«¡Reclamo al hijo que me pertenece! Observa a los otros jóvenes: todos se esfuerzan por conseguir lo que ya tienen o han de poseer, conscientes de que nadie merece disfrutar lo que no ha ganado. Mientras que tu hijo dispone de un trotón, un corcel, esclavas para servirle, esclavos para cambiarle los trapos sucios del trasero, y hasta algún loco que mejor prefiere enseñarle música y ciencias que degollar a un valiente guerrero enemigo. ¿Qué puede esperarse del ánimo de un joven al que jamás ha faltado nada?»

«¿Ha de escatimarle algo su madre si dispone de ello?»

«Le has privado del estímulo de conquistar lo que cree merecer. De un palenque donde templar el ánimo, donde convertir su energía en provecho de la comunidad. Al disfrutar de todo sin esfuerzo sólo es una carga para los demás.»

«¿No te horroriza llevarle hacia la muerte?»

«¿Y qué es la muerte? Morir es tan sólo crear un círculo. Lo importante es que resulte útil y glorioso lo que quedó dentro. Reunirse en el paraíso con Odín es la mayor gloria que puede conseguirse si se muere con honor, como corresponde a un vikingo. Pues el que muere sin luchar solo servirá para criado del héroe. La gloria y la recompensa de los dioses está reservada a los esforzados. Un vikingo no tiene derecho a disfrutar más que aquello que consigue con su espada y su sangre.»

«No te justifiques con tus dioses paganos, Thumber, y atiende a las quejas de una madre: pues sé muy bien que persigues enfrentar a mi hijo con Avengeray para satisfacer tu odio. Y aquel gran rey no tendrá más remedio que matarlo.»

«Te engañas, como siempre. Nunca le odié ni deseé su muerte. Fue cruel matar a su padre, mas al ser mi primera empresa importante no podía desaprovechar la oportunidad de vencer al más famoso guerrero entre todos los cristianos. ¡Por el dios Thor que pasados los primeros momentos, nunca sentí orgullo de aquella hazaña! Aunque mi fama se extendiera entre los vikingos y los cristianos, y todos me temieran desde entonces.» Se levantó y dio unos pasos hacia la puerta, pero regresó, como acostumbraba: «Me has considerado siempre un salvaje, y cierto que lo soy. Compara tus modales con los míos. Pero eso no acrecienta tu razón: soy una fuerza natural que actúa según lo dispuesto por Odín. Aunque pudiera libremente rebelarme. Mas con cada acto estoy labrando el futuro que nos aguarda. Y esto es lo que te resistes a entender: que hasta el mal cumple una función en el pensamiento de los vastos dioses».

Aseguraba el bardo que estaba poblado de dudas y tenía razón. Algo incomprensible me resultaba la aureola de legendario que rodeaba a mi padre, pues que le conocía como esposo más bien encogido, siempre a la defensiva contra los constantes ataques de mi madre. Actitud doméstica que, a excepción del mismo bardo, nadie más conocía.

Me hacía pensar en la falsedad que supone crear imagen tan alejada de la realidad, que a mi juicio desacreditaba tanto al rey como a mi tutor, pues se dejaba arrastrar éste por el estro poético, quién sabe si por lisonja, con desprecio de la verdad. Con lo que se agigantaba el cúmulo de mis dudas, pues si desconfiaba de los que más próximos residían en mi corazón, ¿cómo iba a asentar mi firmeza interior? Nunca olvidaba el sarcasmo de la reina al asegurar que el bardo le inventara una genealogía de veinticinco reyes, que de haber existido no alcanzaría en realidad más allá de pastores y boyeros, y hasta quién sabe si alguno de ellos llegaría a herrero, pues memoria no había de tantos reyes. Y aunque desde niño aprendiera a no aceptarlo como oráculo, las palabras de mi madre siempre me proporcionaban amplia materia de reflexión, puesto que me descubrían dos mundos. Con lo que mis dudas se aumentaban, pues se acrecentaban con el caudal de las nuevas. ¿Por qué aquel divorcio entre palabras y hechos?

Parece que nunca se percataron mis padres del desconcierto que presidía mis sentimientos e ideas. Únicamente Mintaka, y sin duda que le preocupaba. Para aquella ocasión no me atreví a pedirle me acompañara, pues suponía una debilidad que debía ocultar. Pero sin duda que lo leyera en mis ojos y supe con oculta satisfacción que vendría. Mi padre debió de adivinar los motivos, aunque lo disimulara; sin duda le agradaría disfrutar una vez más de la compañía de su viejo camarada de armas, amigo y consejero.

Tan pronto como salimos al mar abierto, el rey pareció transformarse. Mandó desplegar las velas, y apareció el famoso y espantable dragón. También se despojó de la caperuza al que ostentaba en lo alto del codaste, que miraba al mar con una ferocidad y saña que encogía el espíritu. En aquel momento sentí que el rey adquiría la proporción de un gigante, y todos los guerreros, al recoger los remos y colocar sus escudos en las amuras de la embarcación, se disponían a secundarle, conscientes de emprender una gesta gloriosa. Cierto que se había producido una metamorfosis y que se me aparecía como el mismo dios Thor, cabellera y barba rojas, musculoso, atlético. Era fama que también se excitaba con facilidad, y desplegaba entonces un torrente de energía en el combate, aunque conservase la mente serena. Tan temible resultaba en sus estallidos de cólera como bondadoso y compasivo con los hombres, como bien se reflejaba en sus discusiones con la reina, donde bajo su apariencia ruda y grosera se adivinaba un fondo de bondad y tolerancia. Quizás representase un modelo donde los vikingos se reconocían a sí mismos, ayudado por el arte de Mintaka al convertirle en arquetipo. Una bondad que cualquier vikingo se avergonzaría de confesar; al contrario, lo ocultaría como una afrenta, y se disfrazaría con el rostro vigoroso, cruel, espantador, de la ira salvaje.

Unido a la vibrante y espléndida impresión que me inundaba, iba acrecentándose el placer de sentir el leve deslizar del Dragón Flamígero sobre las ondas, que parecían encogerse para permitirle el paso. Tan velozmente se impelía sobre la tersa superficie del mar que olvidé las sensaciones que me produjera el estar embarcado en la lenta y pesada konora, como si mi memoria permaneciera virgen de esta experiencia: tan nueva y sensacional la encontraba. Se me aparecía nerviosa y sensible como una gacela; tan ágil como los delfines y gaviotas, rozaba el mar sin hundirse. Recordaba cómo mi padre cantaba sus excelencias, orgulloso de no llevar un solo clavo de metal, sino que lo eran de encina, de igual madera que estaba construida, sujetas las planchas a las cuadernas con varas de mimbre para que no perdiese aquella elasticidad que le permitía acoplarse a la forma de las olas y absorbía sus movimientos sin estremecerse ni oponer gran resistencia.

Mi padre parecía entretenerse en conversar con los setenta guerreros que nos acompañaban, luego de comprobar que los otros veinticinco barcos seguían el rumbo con facilidad. Aparentemente al menos se desentendía de mi persona. Permanecía yo junto a Mintaka, que gobernaba el timón. Me pidió lo empuñase y destacó que desde entonces marcaría el rumbo de toda la escuadra, pues que todos seguían a la dragonera real. Recordaba las enseñanzas recibidas de mi tutor cuando el sendero de las ballenas, más las nuevas orientaciones que ahora me procuraba, y así pasaban las horas.

Después de la comida, regada con vino, comenzaron a embromarse los guerreros, animados por la excitación de la aventura y la monotonía del prolongado viaje. Los jóvenes pronto rompieron con sus bravuconerías destinadas a impresionar a los demás, y sin duda para sugestionarse ellos también. El mismo rey los excitaba. Entonces surgió el gran desafío. Los veteranos empuñaron los remos y los sacaron por las chumaceras, y así los mantenían horizontales sobre el agua, lo que formaba una larga hilera de troncos de pino que alcanzaba los tres cuerpos de largo. Uno tras otro los nuevos saltaron de remo en remo, descalzos, entre gritos de ánimo y exclamaciones de alegría. Alegría que se había contagiado a todos los barcos, próximos en la navegación, pues que la voz llegaba de unos a otros, y ningún joven guerrero rehusaba participar en el desafío. Se llegaba al paroxismo cada vez que uno completaba el pase sin fallos, lo que le suponía categoría de bravo. Era de ver cómo el que fallaba y caía al agua se aferraba al remo para ser izado. De no conseguir asirse nadie se preocuparía de recogerle; la mar se le convertía en sudario. Esta idea me espantaba. Y no por miedo a la muerte, que la porción vikinga de mi ser despreciaba, sino por la crueldad de un tal destino, afrontado por todos sin atisbo de preocupación.

Cuando un guerrero perdió el pie y cayó al agua, y sus esfuerzos resultaron inútiles para alcanzar el remo, quedé sobrecogido al contemplar cómo se alejaba, sin pedir auxilio, sin un grito ni una palabra. También los remeros permanecieron indiferentes, o al menos lo aparentaban, y la fiesta prosiguió.

A poco me habló Mintaka:

«Comprende que el rey espera, exige más bien, que su hijo sea más valiente y sacrificado que los demás. Y que los jóvenes guerreros no te darán ninguna facilidad: antes al contrario, se esforzarán al máximo y mantendrán un reto permanente. Porque su orgullo es, cuando menos, igualar al príncipe, pues se supone que has de ser tú el más valiente entre ellos, al igual que tu padre entre los experimentados veteranos.»

Era cierto. Notaba que la actitud de los saltadores constituía un desafío, mientras los demás me contemplaban expectantes. No menos interés debía de existir en el rey, que ni una sola palabra había pronunciado, absorto en gozarse del valor de los guerreros. Imaginaba los pensamientos de mi padre y me entristecía, pues me sentía inseguro y de nadie desconfiaba tanto como de mí mismo. Por lo que me resultaba imposible aceptar la competencia que para mi porción de cristiano carecía de sentido. Pensaba que poco me importaría perder la vida cuando la acción lo justificase, pero de este modo inútil no representaba la culminación gloriosa de una existencia, sino el fracaso de la vida misma.

El centeno con que hacíamos nuestro pan era producto de la muerte de la planta, una vez llegada a su cénit. Del abismo de mi soledad me sacó Mintaka, como solía, pues parecía leer mis pensamientos.

«Esos jóvenes guerreros tienen sobre ti una ventaja: sólo conocen un camino, que recorren sin vacilar, convencidos de encontrarse en lo cierto. No soportan complicaciones espirituales de ninguna índole: se sienten felices matando y muriendo, según el orden de los valores que han aprendido. Mientras que Haziel se debate entre dos campos irreconciliables: yo también estuve plagado de dudas.»

«¿Y las resolviste?»

«Medité cuál era mi sendero, me así con toda la fuerza a mis convicciones y marché adelante sin permitir que nada desviara mi ruta. Puedes descubrir al final que te has equivocado, cuando ya no queda tiempo para rectificar. Es el riesgo que se corre, además de amarguras que deben soportarse. Pero aun así, sólo tiene posibilidad de ser feliz quien se siente fiel a sí mismo.»

Aquel verano descartó el rey cualquier ataque al País de los Cinco Reinos —quién sabe si por los temores de mi madre—, y nos dirigimos a la tierra de los francos, donde nos adentramos por un hermoso río hacia el interior. La primera acción en que participamos se desarrolló de un modo fulminante, y nunca podré olvidarlo. Se escogió como blanco un famoso monasterio hasta entonces inviolado. Tan rápido se llevó a efecto el ataque que gran cantidad de monjes encontraron la muerte en sus propias celdas, atravesados por las espadas de los jóvenes guerreros, cuyo empeño principal era matar, mientras los veteranos se ocupaban con preferencia de recoger botín, saqueando el templo y cuanto tuviera valor.

Observaba que los mayores sólo mataban al encontrarse frente a un enemigo, mientras que los jóvenes no establecían diferencia y degollaban a todo ser viviente; una orgía de furor y de sangre. Como si precisaran demostrarse a sí mismos que en su rabiosa locura no aceptaban freno alguno, ni existía fuerza capaz de contenerles, ni a hierro ni a fuego. Es probable que algunos frailes no acabaran de enterarse de cuanto sucedía, cuando ya nos encontrábamos en los barcos, río arriba.

Imposible describir la repugnancia que sentía. Mintaka lo adivinaba; pendiente de mis actos, advertía mi pasmo ante lo que contemplaba. Se hallaba presente cuando pregunté a mi padre si consideraba necesario degollar a los indefensos religiosos, y me replicó:

«Si no llegas a infundir un miedo espantoso a tus enemigos, todo nos costará más esfuerzo y disgustos.»

No me resultaba comprensible que existiera justificación para un tal comportamiento. Pensaba que era justo pelear para conquistar el botín, y que matar solamente correspondía cuando nos enfrentásemos con un enemigo armado que a su vez nos atacara. Y así era como actuaba, por lo que en el asalto al monasterio ni siquiera se manchó de sangre la hoja de mi espada.

Durante el transcurso del verano fuimos arrasando las márgenes del río, y nos adentrábamos en los territorios circundantes cuando se presentaba ocasión favorable. Incendiamos y matamos a cuanta gente tuvo la desgracia de encontrarse a nuestro paso. Tampoco asesiné a ninguno de aquellos campesinos, mujeres, niños, animales. Después de llevarnos los víveres —especialmente buscábamos carne—, todo cuanto había sobre el terreno era destruido.

Al no vislumbrar, conforme pasaba el tiempo, posibilidad de reunir un rico botín por aquellas tierras, expuse a Mintaka mis dudas sobre la efectividad de nuestras acciones. Con una sonrisa comentó que en breve tendríamos dos ejércitos enemigos a la vista, uno a cada margen del río, con pretensiones de cerrarnos el paso. Nosotros montaríamos nuestro campamento en una isla cercana más arriba, cuya posición resultaría infranqueable para el adversario. Y como arguyera contra el plan, pues tampoco comprendía cuál pudiera ser nuestro beneficio, añadió que el rey pretendía fuéramos tan gravosos que se vieran obligados a ofrecernos tributo. Como sucedió finalmente. Después de mucha discusión aceptaron pagarnos 14 000 libras de plata por abandonar el territorio.

Entre tanto nadie pudo salvar a los trescientos soldados que habíamos hecho prisioneros, a los que degollaron cuando se encontraban maniatados, hazaña que resultó decisiva para que nos fueran entregadas.

Con todo, la presa resultó más cuantiosa de lo que cabía esperar, y regresamos a Corona cuando el mar comenzaba sus barruntos de invierno, pues el enemigo demoró el pago con la esperanza de que abandonáramos voluntariamente. Ilusión que frustró el rey al realizar aparentes preparativos para invernar la isla, pues su astucia no tenía parangón.

La única sombra en aquella expedición, calificada por todos de gloriosa, se encontraba en el príncipe Haziel, al que todos contemplaban con el enojo que produce la presencia de un cobarde. Pues ni a los ojos de los guerreros ni a los de mi padre había demostrado interés en secundar las acciones de guerra, donde demostré tan escaso arrojo que, si no con las palabras, sí me escupían por los ojos su desdén. Pues es el mayor baldón que puede caer sobre un vikingo. Todavía más grave en mi caso, obligado a dar ejemplo, en especial a aquellos jóvenes que habían derrochado desprecio hacia su propia vida, cuyo orgullo hubiera sido verse aventajados por su príncipe.

El enojo debió de sellar los labios de mi padre. Ni una palabra me dirigió, de tal modo se sentía humillado y herido. Sólo permanecía a mi lado Mintaka, que procuraba consolarme con su presencia, mitigar mi sufrimiento. Pasaban largos ratos juntos el bardo y el rey, apartados de los demás guerreros, en una conversación que nadie escuchaba. Yo me refugié en la cofa; apenas bajaba a comer. Allá arriba, aislado del Dragón Flamígero y rodeado de toda la flota, que navegaba próxima a la nave real, me sentía fuerte. Mas cuando pisaba la cubierta, al nivel de los remeros, me encontraba confuso.

En Corona se extendió la noticia con rapidez. Hasta los esclavos comentaban la incalificable conducta del príncipe. Los mismos que al regresar del viaje de las ballenas me rodearon con preguntas y curiosidad por conocer detalles de mi experiencia, alabada y agigantada por los viejos guerreros que me acompañaron entonces, corrían ahora en otra dirección. Los mayores ni me saludaban. En el salón comunal blasonaban los jóvenes de su gloria, bañados en hidromiel, y escupían todo su desprecio hacia el príncipe, al que algún día habrían de confirmar o rechazar como rey en la Asamblea. Se sentían avergonzados. ¿Cómo iban, pues, a confirmarme? Ante tal deshonor se rumoreaba que la estirpe pudiera rechazarme de su seno, lo que me convertiría en un hombre prófugo, despreciable, al nivel de un esclavo, al que cualquiera podría matar sin que nadie le exigiese el tributo de sangre, antes bien sería proclamado como un vengador de la vergüenza caída sobre el pueblo.

Ante el desconsuelo que me embargaba, acabé visitando a mi madre:

«Si estos salvajes llegaran a realizarlo, todavía perteneces a otra estirpe real más gloriosa, que te acogerá con júbilo.»

«No puedo vivir de vuestra nostalgia, madre, y la estirpe que me recordáis es como si no existiera. Pensar ahora en ella representaría volver atrás en el tiempo. Entended que me importa el presente, pues que influye directamente sobre mi vida, aquí y ahora. Y, además, sobre el futuro.»

Después comenté a Mintaka que consideraba cruel la respuesta dada a mi madre:

«No os avergoncéis de ese sentimiento, aun cuando entre vikingos no pueda proclamarse con orgullo, sino más bien bochornoso. Pero no desesperéis: analizaos, fortaleceos en vuestros convencimientos y caminad por ellos con decisión. Sabed que el rey y yo nos hemos reunido con los jefes de la estirpe, a los que hemos convencido de que resulta todavía prematuro adoptar medidas graves. Se os concede, pues, un año más. Ningún hombre sensato cree que el hijo de Thumber pueda resultar un cobarde.»

Me causó gran alegría la noticia y me confortó. Las palabras de Mintaka siempre obraban como bálsamo. Ningún otro hombre, de cuantos me eran conocidos, podía igualársele en sabiduría.

También me comunicó que el rey había marchado a diversos puntos del reino para entrevistarse con los personajes influyentes, antes de la Asamblea, a propósito de ciertos difíciles asuntos de Estado que ya dieran origen a disensiones y peleas durante nuestra ausencia. Aunque la reina interviniera con prudencia y acierto, como le era propio, para evitar que el daño fuera mayor. Y mientras Mintaka ensalzaba las habilidades de Thumber para componer amistades destruidas y reconstruir el concierto entre los contendientes, le imaginaba cabalgando sobre su gigantesco corcel zaino, que precisaba ser muy resistente para soportarle con su descomunal estatura, ostentosa con aquel su atuendo del que mi madre se reía, y que él gustaba llevar pues que le destacaba entre todos, armado de escudo, espada ricamente taraceada en la ancha hoja franca de dos filos y rematada con empuñadura vikinga, la larguísima lanza cuya hoja mostraba igualmente taracea de filigrana de plata y cobre, y la doble hacha, en cuyo manejo era tan diestro que la fama proclamaba usarla con la misma sabiduría que el dios Thor su martillo, pues cuando la lanzaba, después de degollar al enemigo, regresaba a su mano. Nunca pregunté a Mintaka si era invención suya o de las gentes, que suelen añadir detalles a las leyendas para identificarlas con su sentir. No de menor mérito eran el arco y hasta las flechas, de tal modo que todas sus armas se distinguían de las de cualquier otro. Por ello no tenía dificultades en recuperarlas después de la batalla, pues siempre le eran devueltas. Y ocasión hubo en que, encaprichado el enemigo por su magnificencia, las recibía de mi padre como regalo, pues también le gustaba ostentar su riqueza, y mandaba forjar otras nuevas.

Al regreso encontré su rostro iluminado con una mueca burlona y divertida. Me sorprendió gratamente, después de haber soportado el fruncido ceño anterior.

«He decidido que dejes de vivir bajo el techo de tu madre. Mira aquella casa: desde hoy es tuya. Te pertenece, con todo lo que hallarás dentro.»

Una espaciosa vivienda de troncos de abedul, con hogar de piedra en el centro, largo salón y numerosas habitaciones.

En cuyo interior, al encuentro de mis pisadas, apareció una hermosa muchacha de quedos pasos, los ojos glaucos sorprendidos, larguísima y abundante cabellera como nunca antes contemplara en ninguna mujer, corta la camisa, desnudo el hombro, altas botas de cuero, adornada la cabeza con una cinta por la frente, radiante en su belleza, gacela en la timidez.

«¿Cómo te llamas?»

«Aludra, Cabellera de Fuego.»

Observé que había bajado los ojos y los mantenía fijos en el suelo, quieta, esperando.

«¿Quién te ha traído aquí?»

«Vuestro padre pagó por mí cuatro onzas de oro. Me trajo para ser vuestra concubina. Ahora estaba disponiendo la alcoba. Soy vuestra esclava: podéis tomarme cuando gustéis.»

Sonaba vacilante su voz. Le notaba un gran esfuerzo en pronunciar aquellas palabras. Sin duda sentiría gran temor, aunque trataba de disimularlo. Debía de ser natural en una doncella criada con mimo por su madre, al resguardo del hogar, enfrentada inesperadamente con una entrega material, sin amor. Aunque apareciese resignada por lo inevitable de su destino.

A los ojos de mi padre, Aludra era carne de placer, una esclava sin alma. Para las creencias de mi madre, un ser semejante a nosotros, con alma y espíritu. ¿Qué era, pues, realmente Aludra? ¿Qué era, en definitiva, yo mismo?

Tan delicada, su espléndida belleza me resultaba excitante, de seguir mis impulsos, pues la sangre se me había concentrado en el corazón, la hubiera arrastrado al lecho, despojado de su liviana ropa y poseído. Su condición de esclava le impedía oponerse y, de ser cierta la creencia de mi padre, hasta se hubiera sentido satisfecha. Pero si era mi madre quien tenía razón, y contaba con nuestros mismos privilegios, debía ser tan dueña de su destino como nosotros mismos. Con derecho a entregarse por amor cuando lo deseara. Tampoco, dominado mi primer impulso, podía aspirar a nada que no fuera su voluntad y cariño. De otro modo ella hubiera acabado odiándome. Aunque mayor todavía, mi propio desprecio.

«¿Qué edad tienes?»

«Diecisiete años, príncipe. Mi madre me ha vendido virgen.»

La aceleración de mi sangre, y la avalancha de confusas ideas que me embargaba, se confundía en mi mente con el eco de la risa sardónica de mi padre, que se estaría imaginando el desenfreno de mi pasión, la debilidad de mi voluntad para resistirme a los encantos que había colocado en mi mano.

«¿No os satisface encontraros aquí?»

La muchacha era sincera; podía leerse en sus palabras tan claro como en su mirada.

«Me invade una gran vergüenza. Pero el hado manda en todos nosotros. No hagáis caso: tomadme cuando os parezca bien.»

Me sentí incapaz de aumentar su aflicción. Mi padre hubiera gritado insultos de conocer mi debilidad.

«No temas, Aludra —dije mientras acariciaba su larguísimo cabello de fuego, que al moverse despedía los destellos de una llamarada—: Te prometo no violentarte: te tomaré cuando tú lo desees.»

Me sentía generoso y cortés en su presencia delicada y bella. Mi padre lo hubiera llamado cobardía. Mas no lo sentía yo así: era ternura, que debía esconder por impropia de un vikingo. Quizás la única persona que pudiera comprenderme fuera mi madre, pero no cabía desobedecer a mi padre visitándola. Me encontraba realmente solo. Pues sentía un indescifrable sentimiento de pudor ante la idea de expresar a nadie mis íntimas sensaciones por primera vez atisbadas, que ni yo mismo llegaba a comprender.

Esperé muchos días. Y noches, en que se aceleraba mi pulso, enfebrecido por la esperanza de ser llamado, lo que llegaba a angustiarme, hasta sentir el impulso de quebrantar mi promesa y penetrar en la alcoba, a cuya puerta llegaba vacilante, y de donde me hacía volver la vergüenza. Lo que más me importaba entonces era mi propio respeto.

Aludra parecía haber renunciado a sí misma, transformada en una perfecta esclava. Me servía como la más dulce de las doncellas, cuidadosa del menor detalle, y me rodeaba de toda la atención que pudiera exigirse, y aún más allá. Sus ojos glaucos penetraban en lo más recóndito de mi pensamiento. Pero yo desconocía su decisión. Y aunque llevaba semanas en la casa, sin pisar el exterior, mi situación era la del primer día. Hasta que con una sonrisa triste habló y parecía lamentar sus palabras:

«Si os pesa vuestra promesa, príncipe, rompedla. Pero no me pidáis satisfacción. Me siento humillada ante las demás mujeres, cuando en la fuente recojo agua, dondequiera las encuentre. No se recatan en su desprecio. Os llaman cobarde. Indigno de permanecer en vuestra estirpe. Y se mofan de mí.»

Lo imaginaba. No constituía sorpresa alguna: sólo la confirmación de lo que sospechaba. El desprecio de mi padre, la burla de los que fueron amigos y compañeros, todos los cuales habían matado su oso y exhibido la piel y sus heridas en la sala comunal, ante todos los guerreros, bañadas sus heridas con el rocío del hidromiel generoso, néctar de los dioses. Los razonamientos y consuelos de mi madre, a pesar de todo, me dejaban inerme y desconsolado.

A pesar de haber sido vendida, mantenía Aludra el espíritu de mujer libre. Era este convencimiento el que me atenazaba y angustiaba, más que mi propia condición. Porque en ella contemplaba el reflejo de un alma gemela. De otro modo, ¿cómo hubiera sido sensible al amor reflejado en la serenidad de sus ojos, en el espejo de sus dulces palabras, de sus ademanes, en sus pupilas rebosantes de cariño? Aludra era semejante a mí. Como debían de serlo todos los esclavos. Si mi padre era realmente un bárbaro, resultaba comprensible, pero, ¿y mi madre, que se servía de los esclavos para aumentar su patrimonio, y todavía los despreciaba?

Trataba de razonar. Nada me importaba tanto, en aquellos momentos, como Aludra, atormentada en su intimidad. Humillada y ofendida por las demás esclavas de Corona, por ninguna de las cuales habrían pagado más de dos monedas de plata, pero orgullosas de las hazañas de sus señores. Al pagarse por ella cuatro onzas de oro, sólo faltaba a Aludra superarlas también con el mejor de los señores. Porque su orgullo, como el de las demás esclavas, se medía en forma semejante al de las mujeres libres, que reflejaban la fortuna de sus maridos con el número de collares.

No recuerdo cuánto tiempo más transcurrió. No había bebido, mas mis pasos eran vacilantes cuando finalmente me marché, revueltas las ideas, sin pronunciar palabra, mudo ante aquella muchacha que se había postrado ante mí, de rodillas, sollozante, inundados de lágrimas los ojos. Actitud tan natural en una esclava como humillante para una mujer con alma como lo era Aludra, que sin duda hubiera preferido morir para no soportarlo, si no entrañara perderme. Muy grande debía de ser su amor para continuar viviendo.

Era la vergüenza de mi padre y de mi estirpe, el dolor de mi madre, la preocupación de Mintaka, el desprecio de todos los habitantes del reino. Y sin embargo comenzaba a sentir mi propio respeto. Solamente me turbaba el dolorido amor de aquella muchacha que deseaba entregarse con honor, pues también ella debía de sentir su propio respeto.