Sorprendente me resultó que mi madre no protestara con viveza, como solía, cuando el rey dispuso que al siguiente verano, acompañado de Mintaka, emprendiera una expedición hacia el norte, a lo largo del sendero de las ballenas. Era necesario, después del entrenamiento, que me curtiese en el mar, aprendiera a convivir en las naves, a conducir a los hombres. Quizás consideró muy firme su decisión y ya no juzgó conveniente oponerse. También era posible que la compañía del bardo la tranquilizase.
Desde aquel momento me complacía visitar el astillero donde se preparaban dos ventrudas konoras, con dos filas de bancos cada una, lo que sumaba un total de ochenta remeros.
Mintaka me preguntó un día cuáles hombres prefería en la expedición. Después de meditarlo le confesé que mi preferencia estaba por los viejos guerreros que siempre acompañaron a mi padre, que rememoraban ahora en tierra sus añoranzas y aventuras en la sala comunal, bañados en vino y cerveza. Pues aquellos hombres que adoraban a mi padre me mostraban su cariño y se gozaban al pensar que un día podría emular las famosas hazañas del rey, en las que ellos tomaran parte.
Aceptaron, encantados de que les hubiera tenido en cuenta, y prometieron hacer la expedición tan famosa que fuera envidiada por los jóvenes, aunque se tratase de una partida de paz, comercial. Mas todo viaje entraña una aventura, y ese riesgo representaba para ellos un licor más embriagador que el hidromiel elaborado con vino. Borrachos concluyeron todos aquella noche.
Como era costumbre, antes de la partida se celebró la Asamblea de Primavera. Los terratenientes entregaban en tal ocasión los barcos, según cuotas fijadas en la Asamblea de Otoño, donde se delimitaban los porcentajes del botín que correspondería a cada uno. También se ventilaba la cosa pública, agravios, rivalidades, competencias e injurias, derechos y deberes, compromisos, incumplimientos y pactos, la amplia legislación que regula un reino. Que siempre obliga menos a los potentados que a los menesterosos, según me hacía distinguir Mintaka, aunque en definitiva clamaran más ruidosamente aquéllos por su dinero que éstos por su pan.
Reconozco haber tardado bastantes años en asimilar las palabras del bardo, que en su momento me resultaban indescifrables y esto motivaba que le considerase más sabio cada día.
Llegó el momento en que se alinearon las dragoneras dispuestas para la partida, y se cargaron los víveres y pertrechos. Finalmente subieron los hombres, ocuparon sus asientos e impulsaron los barcos con sus remos, al sonar de las trompas y las cuernas, sonidos profundos, roncos, envolventes. No les seguí, como otros años por los caminos que flanqueaban el fiordo, pero conocía que continuarían remando hasta llegar al mar, donde se descubrirían los dragones del codaste, para causar pánico a los enemigos que pudieran encontrarse, levantarían las velas y colgarían los escudos en el costado. Orgullosamente izaría también el Dragón Flamígero su gran vela, cuya horrible efigie habría de causar pánico a los mismos dioses extranjeros. Aun desde lejos, al descubrirle exclamarían los otros marinos: «¡Ahí va la escuadra de Thumber!», mientras cambiaban el rumbo para escapar. Una vez idos y de regreso las gentes que se llegaron hasta la bocana para despedirles, quedábamos los que habíamos de partir en las dos konoras, y apenas si los familiares acudieron para decirnos adiós. Mintaka había cuidado de que las bodegas quedaran repletas de cuanto era necesario para el comercio y la caza, además de agua y víveres. Mi madre no apareció en la playa, aunque la esperaba. Finalmente subí al bote y llegué a la konora.
Todavía me entretuve contemplando Corona. Era la primera vez que emprendía un viaje, lo que hacía forzoso cortar muchos lazos que me sujetaban. Después observé los rostros de aquellos queridos guerreros de mi padre, ahora postergados por la edad, todavía bravos y animosos, que gustosamente se sometieran a un duro entrenamiento para responder a la confianza que en ellos había depositado. Mintaka me dijo que todos ellos sacrificarían su vida por defenderme, llegado el caso, con la misma devoción que antes lo hicieran por mi padre. Que en vez de como pescadores pensaban como guerreros. Esperaban que no les defraudase, pues nada habría de resultarles más humillante que regresar a la Corona del que prometía ser su último viaje, con el sentimiento de no haber sido correspondidos en su entrega.
Pensé después que Mintaka utilizó todas aquellas palabras para significarme que debía comportarme como un valiente, según se esperaba del hijo del rey, que hasta aquel instante era una incógnita del que sólo se sabía que acometiera su preparación con mucho retraso, cuando los mozos vikingos acostumbraban iniciarla desde la niñez, y muy pronto alternaban como hombres para la paz, en la Asamblea, y para la guerra en las dragoneras. Mientras yo sobrepasaba a todos ellos en algunos años. Se encontraban dispuestos a morir por mí si me comportaba como un valiente, o a matarse antes que soportar la vergüenza de haber servido a un cobarde. Jamás podría entenderlo mi madre, pues que sus lecciones fueron siempre contrarias, pero era aquélla una realidad que tenía ante mí.
Antes de doblar el recodo, ajeno a la gente que nos despedía desde la playa, y al sonido de las trompas y caracolas que anunciaban nuestra partida, dirigí una nueva mirada a Corona, asentada en el fondo de la ensenada, donde se reflejaba la mole gigantesca de negro basalto que presidía el poblado y le daba su nombre, morada de nuestros dioses. En derredor había multitud de montículos terrosos tapizados de hierba, con una suave y olorosa exuberancia, redondos y macizos, que mi padre gustaba comparar con los pechos de nuestras aguerridas aldeanas. Y sobre la pendiente que concluía al acabar la marina, el poblado, que desde la distancia parecía apacible, espejeaba en el agua orlado por los pinos y abedules de la orilla, y las nubes que pasaban como mariposas.
El fiordo se iniciaba en el mar horadando una garganta cortada a pico, por la que apenas cabían dos barcos al remo, si bogaban a la par. Como si el mismo dios Thor guardara la entrada. Después se suavizaban las pendientes en algunos tramos y los árboles descendían por las laderas hasta el mismo borde del agua.
En otros lugares aparecían remansos donde la tierra era tan baja que se formaban praderas casi al nivel del agua, muy frecuentadas por nuestras gentes. En aquel momento un numeroso grupo de jovenzuelos se mostraban empeñados en competir en el salto, la carrera, la honda, la lanza, el galope de los caballos, con la espada y el escudo de madera, poseídos, desde su nacimiento, por el deseo de mostrar su fuerza, el desprecio de la vida, imbuidos del imperioso deseo de matar, lo que tanto odiaba mi madre.
Nunca me permitiera la compañía de los otros chicos de mi edad. Aunque soportara las protestas de mi padre, me retenía a su lado, acompañada de sus fieles doncellas, que nunca fueron esclavas sino libres. Quienes parecían compartir sus mismas ideas respecto del pueblo vikingo. Con lo que todas se esforzaban en preservarme con mimos y cuidados de la contaminación de semejantes bárbaros, que inculcaban a sus hijos, desde la cuna, la necesidad de matar, el desprecio por la muerte y el culto reverencial de la estirpe y mantener su honor, el deber más sagrado de nuestros hombres. Renegaba del rey, y me destacaba que, a pesar de todo, pertenecía a su familia.
Sin que aquellas discrepancias y querellas fueran inconveniente para que, durante las ausencias de su esposo, cumpliese la reina escrupulosamente sus obligaciones de gobierno. Aunque los consideraba bárbaros y groseros, gobernaba con prudencia y conseguía que el reino funcionara en paz; luchaba por mantener la armonía entre aquellos vengativos, crueles, rapaces vasallos, que se estimaban tan libres y poderosos como el mismo rey. Y, sin embargo, se doblegaban a la dulzura y tacto de mi madre, que sabía cómo dirimir sus disputas y suavizar sus rencillas, a veces originadas como consecuencia de la política partidista de la Asamblea, situaciones que ella trataba de corregir con paciencia y justicia. Hasta conseguir el cariño y respeto de los súbditos, que la alababan por su prudencia, ajenos totalmente a las cuestiones que la enfrentaban con el rey, todo lo cual quedaba en querellas domésticas, pues a ninguno interesaba. Apenas si Mintaka y yo conocíamos la verdadera situación, aparte de mi padre, la reina y sus doncellas, que eran su espejo y su eco.
Incluso cuidaba de las concubinas del rey. De acuerdo con el credo de todo buen vikingo, al ser esclavas carecían de alma, y por ende sólo eran un cuerpo, una apariencia humana. Los hijos adquirían esta misma condición, por lo que nunca serían considerados hijos de Thumber, sino esclavos. Ni siquiera poseían el derecho, no ya de ir al Walhalla a su muerte, sino a descender a los infiernos. Todo acababa para ellos con la muerte; su infierno era la vida que soportaban en la tierra. Mi padre no consideraba que le nacieran tales hijos, los cuales juntamente con sus madres vivían en una casa larga al otro lado del poblado, donde aquél pasaba gran parte de su tiempo. Pues sólo acudía a casa lo necesario para salvar las apariencias.
Dictaba a mi madre su religión considerar a todos los humanos iguales, obligándole a derramar sobre ellos sin distinción el amor que a todos iguala ante su Dios. Pero la reina no podía ocultar su desprecio por aquellas barraganas del rey, como las designaba, sin que al parecer tuviera más significación el sentimiento que preservar su dignidad de esposa oficial y de mujer, aunque entre vikingos no fuera necesario. Mas, secretamente, se complacía en que el rey mantuviera sus entretenimientos, que estimulaba por conveniencia propia, y hasta cuidaba de que nada les faltase, y proveía a todas sus necesidades a costa de la hacienda del rey, como cumplía. Además de justificar su propio comportamiento se incrementaba con ello nuestro patrimonio, puesto que cada hijo que les nacía engrosaba nuestra cuenta de esclavos. Al menos era la explicación que recogí de Mintaka la primera vez que le expuse mi sospecha, corroborada por mi entendimiento conforme pasaron los años.
El amor que todo el pueblo sentía por la reina tuvo su culminación aquel día en que las trompas y cuernas emitieron breves pero constantes sonidos profundos, lastimeros, quejumbrosos, pues anunciaban una invasión. El peligro más temido por el pueblo. Se suponía que alguna flota pretendía invadir Corona, atraída por la codicia, pues eran fama los ricos botines que el rey Thumber traía cada otoño. Se demostró el cuidado y previsión puestos por ella en el gobierno. Se alertó a los viejos guerreros y a los jóvenes que quedaban en el poblado, quienes se dirigieron al lugar señalado, y colocaron todos los barcos en línea sujetos con cuerdas a proa y popa. Formaban así una barrera que impediría el paso de los enemigos si penetraban por allí, donde se entablaría la batalla.
No fue necesario. Pues sobre las dos cimas del promontorio que cerraba la entrada del fiordo había dispuesta gran cantidad de troncos sujetos con estacas, contenidos por cuerdas, que al penetrar la escuadra enemiga fueron cortadas, y cayó sobre los navíos una avalancha de maderos. Como la altura era colosal perforaron los barcos y machacaron a los hombres.
El pueblo celebró una gran fiesta en honor de la reina, y cuando regresaron los guerreros en el otoño lo festejaron también. El mismo rey se mostró orgulloso de la hazaña y previsión de su esposa.
Al salir al mar navegamos con las velas, y por las noches dormían los hombres encerrados en sus bolsas de cuero que les preservaban de la humedad. La camaradería se acentuaba conforme progresaba el viaje, pues desde el principio compartí con ellos el esfuerzo y la comida, también el entusiasmo que sentían por el mar y por el barco, como si fuera éste un hijo de carne y hueso o una amante, tal amor le profesaban. Era de maravilla comprobar cómo se guiaban por los montes, ensenadas, árboles de la ribera, cualquier accidente que fuera una variante en la costa, a cuya vista navegábamos hacia el norte, mientras consumíamos los días. Nos deteníamos por la noche y bajábamos a tierra, donde se montaba el caldero sobre el trípode, se encendía fuego y se cocinaban gachas, el puré, y se cocía la carne. Durante el día las comidas tenían lugar a bordo, sin interrumpir la navegación, con el pan que ya se nos iba haciendo duro, mantequilla, jamón y carne salada, y bacalao.
Comenzaba a tomar cariño a aquellos viejos y antiguos guerreros, a los que mi madre llamaba bandidos, hez del pueblo. Sin duda porque todos ellos acompañaban a mi padre cuando el asalto al castillo de Ivristone, testigos y protagonistas de lo que consideraba primeros antecedentes de mi vida. Eran de escuchar las carcajadas que les despertaba la evocación de aquella noche salvaje que siguió a la ceremonia de la boda, sus bromas acerca de las mujeres anglias, que decían ser tan escasas de carne que, al abrazarlas, les producían daño con los huesos. Tantos fueron los días de navegación que para combatir el tedio fueron hilvanando recuerdos e historias, y así me refirieron la jornada que yo había escuchado en otras bocas, la batalla del Estuario del Disey, mitificada por Mintaka como una astucia más de mi padre.
Estos amigos referían que Thumber era consciente de que una batalla frontal con Avengeray significaría el final de ambos y sus tropas, ya que las fuerzas eran tan iguales, tan diestros los guerreros, niveladas en poder y en astucia. Pensaba mi padre acertadamente que al ser tan hondo el encono del caballero, ninguno podría retroceder una vez enfrentados. Fue la razón de supervivencia quien le aconsejó el cambio de posición inesperadamente, eludiendo el enfrentarse con Avengeray, y atacar a mi abuelo, el rey Ethelhave. Y si no hicieron burla de éste fuera en respeto del parentesco. No así mi padre, que le motejaba de débil y senil, que más merecía morir sobre la paja que embrazando el escudo y empuñando la espada. Juicios que provocaban los reproches sin fin de mi madre.
La fama de audaz e inteligente de mi padre obraba como un imán que atraía sobre sí la atención de todos. Además, la rivalidad con Avengeray servía de catalizador para los ambiciosos y los traidores. Se convertían en virtudes legendarias, gracias a la inspiración del bardo, cuanto se le adjudicaba, fuere real o imaginario. La aventura que le propusieran los bastardos para asaltar Ivristone durante la boda, aunque le repugnase cualquier traición, tampoco cabía rechazarla, pues representaba la impensable ocasión de infligir a su enemigo la más extremada de las burlas, que era la clase de lucha que prefería contra aquel hombre, por el que, pese a todo, sentía gran respeto y admiración, lo que no vacilaba en proclamar. Aunque, al fin, cada hombre sea prisionero de su destino. La escaramuza, la burla, la sorpresa, el golpe repentino, audaz, imprevisible, le cautivaba. ¿Y cuándo se le presentaría otra ocasión semejante?
De su propia naturaleza le nacía la admiración por los héroes y un profundo odio por los traidores. Sentimientos que tenían ocasión de manifestarse esplendorosamente en aquella propuesta para eliminar a Avengeray y Ethelvina, pues el odio de aquellos felones alcanzaba a ambos, hasta ofrecerle todo el botín que pudiera reunir, que le aseguraban sería considerable pues era fama la riqueza atesorada en palacio.
Pensó en una doble partida: matar a los desleales caballeros, lo que consideraba de justicia pues sólo le inspiraban desprecio, y burlarse del caballero del modo que jamás pudiera imaginar, y conseguir a la vez un magnífico botín. Nunca tuvieron propósito de matar a Ethelvina ni a Avengeray.
Manifestaron que el ofrecimiento de matrimonio por parte de mi madre constituyó una sorpresa inimaginable, que aceptó por el simple hecho de que la burla resultaba todavía superior a como la había planeado. Representaba una tentación demasiado fuerte. El único fallo consistió en la diligencia de los hombres de Avengeray en regresar, tras movilizar enorme cantidad de tropa, lo que les obligó a abandonar el castillo sin descubrir el tesoro que sabían oculto en algún lugar.
Refería Mintaka que la gran condición de reina de mi madre le venía heredada de mi abuela Ethelvina, quien, juntamente con Avengeray, compusieron la más notable pareja, capaz de lo imposible, y bien demostrado quedara con las hazañas que acometieron, el inolvidable asalto al refugio secreto en el Reino del Norte, donde culminaron la más sangrienta y cruel de las venganzas. Sin que nadie discutiese la justicia de ambos, pues que tan grande provocación como sufrieran no merecía otra respuesta ni podía esperarse menos de tan genial caballero. Aunque llorásemos a nuestros muertos. Aquí aprovechaba el bardo para asegurarme que mantenía en la mejor opinión a la reina Elvira, una gran reina, y si nunca se entendiera con el rey Thumber, tuviera yo en cuenta para juzgarles la gran tragedia que les había tocado vivir. Pues por mucho que nos resistamos, el azar condiciona a los hombres.
Cuando Thumber regresó a la siguiente primavera, y descubrió la horrible soledad de todos los compañeros muertos, destruido el poblado, incendiados los barcos, lloró por sus camaradas, aunque sentía la felicidad de que se hubieran ganado el Walhalla, donde se refugian los héroes, atendidos por las walkirias, junto a los dioses, destino feliz de los que han muerto gloriosamente.
No podía sentir odio por Avengeray. Nada más lógico, según el entendimiento de un vikingo. De un león como aquél sólo cabía un furioso zarpazo de venganza como el sufrido. Lo que jamás pudiera comprender fuera la indiferencia o la cobardía, pues le habría despreciado. El mismo Thumber hubiera respondido de igual modo. Lo que nunca pudo prever fue que Avengeray conociera la situación del refugio, utilizado tantos años impunemente para desaparecer cuando sus enemigos le perseguían.
Parecía que el destino de Avengeray sufría una aceleración, pues nada más comparecer en la campaña ya era coronado Rey del Norte, recuperado lo que le arrebataran en su mocedad. Había contraído nupcias con Ethelvina y aquella unión prometía ser eficaz en trascendencia política. Boda que tampoco le sorprendió, pues nada más aconsejable que amoldarse a las circunstancias, y, perdida la novia, nada cumplía mejor a su destino que unirse a Ethelvina, con lo que se aseguraba el doble reino, que prometía ser poderoso, según la reconocida capacidad de ambos. Todo lo cual venía a demostrarle que Avengeray, al madurar se convertía en hombre práctico, orientado claramente a la consecución de sus metas. Thumber estaba seguro, y los hechos vinieron a confirmarlo, que aquel matrimonio habría de ser principio de una gran expansión, que culminaría con la conquista de los otros territorios, hasta unir bajo una bandera el País de los Cinco Reinos, el más potente de toda la cristiandad, ante el cual no solamente los vikingos habían de adoptar precauciones, sino hasta los mismos musulmanes del poderoso califato de Córdoba, cuya fuerza se medía en ejércitos de centenares de miles de guerreros.
Como el caballero había reclutado una poderosa tropa, bien organizada y ejercitada, y construyera sin descanso baluartes y fortalezas para asegurarse la defensa de las costas y las fronteras del sur, cada vez representaba mayor dificultad lograr botín en sus territorios, perdido el efecto de la sorpresa: en todos los lugares se hallaban dispuestos para repeler los ataques de los vikingos. Con lo que Thumber pasó el verano llevando a cabo rápidas incursiones en los reinos del sur, donde con habilidad y audacia manejaba la reducida tropa que había traído, y logró un beneficio considerable, pues que aquellos reinos no contaban por entonces con una defensa eficaz. En los siguientes años sólo subieron a los territorios de Avengeray muy esporádicamente, si se presentaban muy favorables perspectivas de sorpresa y botín, pues resultaba tan arriesgado que toda prudencia era poca. Entonces Thumber procedía impulsado por su prestigio, no fuera a creerse Avengeray vencedor en la rivalidad que les enfrentaba por tanto tiempo. Ni pensaran los reyes del sur que carecía de fuerza para combatir al caballero, lo que hubiera reportado todavía peores consecuencias.
Hasta que Avengeray y Ethelvina se apoderaron también de los reinos del sur y quedó constituido en unidad el País de los Cinco Reinos. Lo que obligó a Thumber a precisar con agudeza toda su astucia para lanzar un ataque por sorpresa y retirarse con el botín antes de que le llegase la respuesta, que solían ser muy peligrosas y rápidas.
Mintaka ponía su mayor celo en instruirme en el arte de navegar. Me transmitía los valiosos conocimientos que había acumulado en su larga vida y numerosos viajes. Especial empeño tenía en que aprendiera el gobierno de la nave, manejara el timón, marcara el rumbo que conduciría a todos aquellos hombres a nuestro destino, para que no existieran dudas sobre quién mandaba la expedición. Y aun cuando todos conocían que mis órdenes me venían dictadas por el gran Mintaka, pensaban era virtud de un príncipe prudente aceptar las enseñanzas de tan destacado maestro. El cual siempre disimulaba su intervención para que brillase solamente mi gloria. Me sentía grande, por vez primera lejos de la patria, al mando de una flota, aun cuando sólo constase de dos barcos y ochenta hombres. Mucho más de lo que cualquier otro neófito pudiera soñar. Y como todos los hombres me amaban, cuidaban de transmitirme sus experiencias, discretamente, pues deseaban sin excepción que llegase a convertirme en un gran rey, confirmado en su día por la Asamblea, cuando fuera el momento de suceder a mi padre. Para lo que no se me ofrecían más que dos caminos: o ejercer un acto de fuerza contra la voluntad de todos, empeño difícil de lograr, o conseguir la aprobación de la Asamblea, es decir, que el pueblo me proclamase rey. En cualquier caso, mis méritos deberían ser suficientes para inclinarles a mi favor. Pues de otro modo también me faltaría el apoyo de la estirpe, que, al decir de mi padre, renegaba, aunque todavía no abiertamente, de mi poca virilidad demostrada. Y si ninguna determinación tomaran hasta entonces se debería, sin duda, a considerar que todavía constituía una promesa, aunque a mi edad los otros jóvenes ya tuvieran bien probada su valentía y arrojo en la batalla.
Eran duros mis viejos guerreros, incapaces de soportar la fatiga de una campaña guerrera, pero conservando el vigor físico y espiritual para considerarles todavía luchadores. Viajaban contentos, pues se sentían útiles, y aunque probablemente fuera su último viaje, les resultaba un regalo de la providencia, que había dispuesto acumular sus glorias para culminar una vida repleta de hazañas. Querían contar a sus nietos, al abrigo del hogar, que remataron con aquella última expedición para acompañar al príncipe Haziel, glorioso rey de los vikingos para entonces. Que habían sido autores del porvenir, lo que sus nietos considerarían el presente. Por ello necesitaban que fuera valiente y arrojado, y poseyera todas las virtudes que deben adornar a un rey vikingo. Y todavía más, cuando no lo era yo ordinario, por mi sangre y estirpe, sino obligado a superar a todos cuantos me precedieron. Y nadie esperaba menos.
Al principio todos intervinieron en la maniobra de perseguir las ballenas para conducirlas hasta una bahía previamente escogida, donde eran rematadas. Cuando me percaté del arte utilizado para acabar con los monstruos marinos, tan abundantes en la zona, poblada por pescadores de todas las naciones, discretamente me cedieron el lugar de jefe para acometer la importante tarea de matar mi primera pieza. Lo conseguí tras muchas fatigas, no pocos temores que hube de disimular, mientras con su experiencia suplían mis hombres las torpezas de mi aprendizaje. Mas recuerdo con amor que una vez rematada, al disponernos a sacarla a la orilla, Mintaka clavó en el lomo del animal una lanza con un gallardete en que aparecía bordada un águila real, extendidas las alas en vuelo, y sujeta una gran serpiente entre sus garras. Sentí gran emoción al darme cuenta de que era el emblema que mi madre destinara para mí, que, como cabía suponer, no se trataba de una alegoría vikinga. Me hizo pensar si lo sería del País de los Cinco Reinos.
Al superar aquellos primeros sentimientos me percaté de que, tanto el bardo como todos los hombres, habían estado pendientes de mi reacción, que les complació. Mintaka confesó que ignoraba la intención de la reina Elvira al escoger el símbolo, mas que tuviera en cuenta que no era una mujer vikinga.
Me pregunté si habría querido representar a Avengeray en el águila, y a mi padre en la serpiente, que para ella significaban los emblemas del bien y del mal, tan presentes en su alma. Pues recordaba las furiosas protestas de mi padre cuando alegaba que ella pretendía cultivar en mí el espíritu anglio de la estirpe, mientras que mi madre le increpaba por todo lo contrario: que perseguía desarrollar únicamente el ánima vikinga.
Para ella vikingo era sinónimo de salvaje y bárbaro, como para mi padre anglio significaba flojón, ruin y despreciable, marica y civilizado. Y era curioso comprobar cómo la expresión «civilizado» tenía opuesta significación entre ellos. Aun cuando mi padre siempre hiciera excepción de Avengeray, quizás por su fidelidad al propósito de venganza, virtud que más podía semejarle a un vikingo.
Lo que nunca llegaron a pensar fue que aquella competencia me desgarraba en lo íntimo, pues que a ninguno me era dable renunciar: mi tragedia consistía en comprobar que una parte de mi ser se situaba en oposición a la otra mitad. ¡Y no podía despreciar ninguna de ellas! Aunque les pesase, habrían de aceptarle como era ya que me resultaba inevitable. Aun cuando nunca me atreviera, hasta entonces, a manifestarme tal cual era, sin duda por ser ésta la primera vez que tales ideas se perfilaban en mi mente con absoluta claridad. Mintaka comentó, cuando se lo expuse, que había emprendido el sendero doloroso de la maduración. Me produjo desconcierto descubrirlo, por el sufrimiento íntimo que entrañaba, ya que mi soledad era profunda, iluminada débilmente por la confianza y amistad con el bardo. Al preguntarle si la vida resultaba siempre tan dolorosa, replicó que lo era mucho más cuando el hombre gobierna el timón de su propia nave; al remero siempre resulta más suave.
Cuando sacamos a la orilla cuantas ballenas precisábamos para acopiar aceite, salar carne y aprovechar todo el material que convenía, visitamos otras regiones donde abundaban las focas y las morsas, de las que cazamos también buenas cantidades para aprovechar su piel y marfil, que tan apreciados nos eran. Lo que nos proporcionaba abundante trabajo; dura y monótona tarea diaria la de preparar todo el material para alojarlo en las bodegas de nuestros barcos. Pero la caza resultaba excitante. Confieso que nunca antes me encontrara tan arrojado y compenetrado con aquellos hombres, que ya había logrado fueran compañeros y amigos. Lo que me producía satisfacción al verles rebosantes de orgullo, pues hasta Mintaka blasonaba de no haber contemplado nunca antes tan abundante y rico cargamento. Al ser tan parco en reconocer virtudes como en criticar defectos, sus palabras siempre tenían doble valor. Sobre el placer que todos experimentaban, se encontraba el sentimiento de que el esfuerzo que habían realizado diera el resultado apetecido de preparar un príncipe, y estoy seguro les complacía más que la esperanza de una rica ganancia, ya que les había prometido participar en partes iguales, sin distinción alguna. Si bien al final me demostraron que su cariño era superior a lo que había imaginado, pues voluntariamente incrementaron mi parte con lo que estimaron más valioso. Ante su orgulloso desprendimiento todos cobraron más valor ante mis ojos y mi corazón. No en vano mi padre me anticipara que serían los mejores compañeros que jamás tuviera, y también Mintaka los alabó cuando decidimos escogerlos.
Al finalizar la campaña de pesca, que más bien fuera de caza, estibada la mercancía en las bodegas, navegamos otros cinco días a lo largo de la costa, que se inclinaba al noroeste, por donde el sol quedaba colgado en el horizonte impartiendo una borrosa claridad, en busca del país de los bosques donde los hombres cazaban animales que poseían las más bellas pieles del mundo.
Mintaka me explicó la peculiaridad de aquellos salvajes, a los que nunca hombre alguno había conseguido ver. Desembarcamos, y nos acercamos hasta una cabaña situada cerca de sus poblados, donde depositamos, bien extendida y visible, la mercancía que pretendíamos venderles, y nos alejamos. Al siguiente día vimos, junto a nuestros artículos, el montón de pieles que estaban dispuestos a entregar a cambio. De no considerar suficiente el ofrecimiento debíamos dejar todo y marchar; podía ocurrir que las pieles hubieran sido incrementadas un día después, con lo que las llevábamos con nosotros. Si el pago se estimaba suficiente desde el principio, todo resultaba más sencillo y rápido. Pero nunca alcanzamos a vernos, ni se discutía palabra, ni se retiraba un solo objeto hasta aceptar cada parte, mediante este rito, el ofrecimiento de la otra.
Regresamos a Corona con tan abundante cargamento que resultara imposible aumentarlo sin poner en peligro nuestra supervivencia, pues no admitían las naves un solo fardo más sin grave riesgo. Fue lento el camino; hundidos en el agua los barcos caminaban como apesadumbrados, aunque nuestros espíritus rebosaran de contento por el éxito de la expedición. Y era yo quien sentía mayor complacencia, orgulloso del esfuerzo y del botín, aunque no pudiera compararse con el que consiguieran los que participaron en la aventura guerrera.
Pero aquel primer paso nuestro lo celebraron los compañeros de manera tan brillante que cantaban conjuntamente, al ensalzar mi valor, su propia gloria, al demostrar que, aun retirados para la guerra, poseían la fuerza de la raza. Cantaban en el salón comunal, entre regueros de hidromiel. Llegaron a embriagarse tan profundamente que algunos permanecieron dos días caminando por las nubes, en compañía de los dioses.
Mi mayor gloria consistió en aparecer por casa de la reina, justamente cuando su marido extendía ante ella y sus doncellas el trofeo conquistado en la guerra, espléndido y copioso, con la misma ceremonia que presenciara tantas veces. Del mismo modo comencé a amontonar a su lado gran cantidad de valiosísimas pieles cebellinas, armiños, zorros, martas, reno, oso, nutria, amén de marfil y abundantes pieles de foca y morsas, presente tan grandioso y digno que persona alguna de Corona contemplara antes reunido, lo que incluía a mi madre, aunque era fama que recibía fastuosos regalos y poseía un gran tesoro. Si bien nunca supe discernir si el pueblo aludía a objetos de plata y mercancías valiosas, o se referían a las grandes virtudes que le reconocían como reina.
Apenas si mi madre acertó, en aquellos momentos, a manifestarme su contento, mientras Mintaka se mantenía alejado en último término, sin intervenir. Pues su gloría había sido siempre la de pasar desapercibido y lograr fueran ensalzadas las hazañas de su pupilo.
Pero mi padre me arrastró al salón comunal, donde mis compañeros se ahogaban en cerveza e hidromiel, y allí estuvo abriendo barriles de aquella bebida de los dioses hasta que entre los presentes no quedó uno solo en pie.
Fue la primera borrachera de mi vida. Mi padre acababa de darme entrada en su mundo de héroes, y su orgullo no reconocía límites.
Mintaka continuaba a nuestro lado, sonriendo, sin intervenir.