«¿Viste la alegría reflejada en los rostros de los que regresan y en los de quienes aguardan? Si eres amigo mío, dime por qué, en cambio, discuten siempre mis padres.»
Mintaka reflexionaba. La solicitud implicaba algo que no podía resultarle agradable: confesarme sus íntimas deducciones sobre el hombre al que se consideraba unido por amistad y por sangre.
«Nunca más estuvieron juntos después de aquella noche de su matrimonio. El rey está convencido de que nunca lo ha amado; teme al veneno o al puñal.»
«¿Lo crees tú?»
No le daba facilidades. Reconocía que no me hubiera gustado encontrarme en su lugar. Pero deseaba, precisaba aclarar estas dudas e inquietudes que me embargaban tanto tiempo.
«Conoces que era yo opuesto al matrimonio: carecía de lógica. Por esa razón lo aceptó el rey. Creo que el impulso de la reina fue sincero. Nunca se sabe. Mas, cuando se le enfrió el corazón y se le aposentó el odio, ya todo era irremediable. Una pareja que no encuentra su armonía en el lecho tampoco se entiende en todo lo demás. Pienso que aquella noche resultó excesiva para ella.»
No conocía a mi madre fuera de su casa larga, rodeada de las doncellas, ocupada en regir el reino durante las larguísimas ausencias de mi padre, y en el taller de bordados y artesanías. Famosos eran sus primores en todo el reino. Y siempre presencié las mismas escenas al regresar el rey. Después marchaba éste a la casa donde se albergaban las esclavas que en largos años había ido reuniendo, concubinas jóvenes y de espléndida belleza. Mi madre le reprochaba entretenerse con todas las mujeres, con altivez y desprecio. Pero yo había adivinado que era un pretexto para justificar su retiro y separación. Y hasta creo que también lo sabía mi padre y por ello sus respuestas nunca obedecían a la realidad de sus sentimientos, sino a lo que cumplía manifestar para justificar ante los demás lo inevitable.
«Para un hombre del norte, sujetarse a una sola mujer y rechazar a las otras es como volver la espalda al enemigo», y todos le reían la mofa, pues cada cual poseía tantas como su riqueza le permitía. Y era natural que el rey sobrepasase a todos en número y belleza.
«Ningún paisano tiene padre reconocido —añadía—, a menos que deba heredar algo: entonces todos cuidan su genealogía.»
Pensaba que el enfrentamiento entre ambos era natural, pues que mi padre se comportaba como era costumbre y ley de su pueblo, mientras mi madre profesaba una religión diferente, muy estricta en ciertos aspectos, y aun contraria a algunas leyes naturales que seguían los hombres del norte.
Curioso resultaba contemplar al rey cuando visitaba a su esposa, siempre presentes las doncellas. Como era brusco y poco refinado, al igual que sus vasallos, frente a la reina trataba de guardar compostura, adoptando un aire forzado. Sin duda le afectaba el aspecto fino de la princesa rubia y transparente, cultivada de espíritu, que tañía laúd y pulsaba delicadamente todos los instrumentos, fuera arpa o sistro, como la balalaika que comprara a unos mercaderes que vinieron de Oriente. Realmente parecía un oso entre las damas que tejían primores o bordaban, o hacían música mientras otras bailaban, ocupadas siempre en algún menester de arte. Mundo tan diferente que mi padre debía de sentirse desplazado e incómodo, pues el contraste resaltaba más su tosquedad. Quizás fuera propósito de mi madre humillarle. Aunque nadie sería capaz de adivinar los verdaderos móviles que la guiaban, enigmática y difícil de comprender. Encerrada siempre sobre sí misma. De tal modo, el rey respiraba satisfecho cuando se marchaba, y procuraba que sus visitas, de simple protocolo, resultaran cortas. Luego bromeaba con Mintaka.
«No es la más humilde de las esposas, pero es la mejor de las reinas. ¿Conoces otro pueblo más rico en su pobreza y respetado que el nuestro? Se lo debemos a su sabia administración, que algo había de heredar de su madre. ¿Y os figuráis que no sólo administra el reino, sino que ha reunido un tesoro incalculable?»
«¿No teméis que pueda emplearlo en algún propósito que no os resulte conveniente?»
«Jamás podré conocer las ideas que encierra en el fondo de su mente. Pienso que sueña convertir a nuestro hijo en un poderoso rey, puesto que su madre falleció sin dejar un heredero a Avengeray.»
«¿No odiará también a Avengeray, que le fue infiel?»
¿Cómo podía adivinar recónditos pensamientos que jamás fueron expresados, antes bien disimulados? Hasta le era difícil entenderle los más inmediatos.
«¿Puedes tú imaginar los sentimientos de la reina, que es a la vez madre? Tampoco la reina Ethelvina resultaba fácil de comprender.»
Les escuchaba. Me daba cuenta de que todo se desarrollaba en torno a mí, aunque nadie lo expresase. Lo presentía al principio, y llegué a adquirir absoluta seguridad. Pero hasta entonces fuera solamente receptivo: en adelante me preocupaban los orígenes de todo.
Últimamente me asaltaba el desconcierto, pero vivía a gusto entre mi madre y sus doncellas, y apenas salía. Por ello al regresar mi padre cada otoño mostraba disgusto y llegaba a gritar; manifestaba que me convertirían en flojón y marica, como lo peor que pudiera ocurrirle a un hombre del norte. Pues el vikingo debe sobrevivir a causa de su furor, o al menos del espanto que infunde a sus enemigos.
«No me deis un batuecas para gobernar el reino. Un alfeñique no puede manejar los destinos de nuestro pueblo. Dadme un hombre recio, entero, luchador y valiente, que no retroceda ante peligros y contrariedades. Que aprenda a sufrir en su alma y en su carne los rigores de la desdicha, templado en el yunque de la adversidad. Es por esto por lo que admiro al que fuera vuestro caballero. Como la espada se fragua batiéndola con el martillo, así el alma golpeada adquiere el temple de los héroes.»
Mi madre aparentaba indiferencia ante las razones del rey, siempre ruidoso y violento, a pesar del esfuerzo por dominarse. Y cuando concluía expresaba sus pensamientos con voz atemperada, un susurro junto al trueno de mi padre.
«Concededme autorización para enviar a nuestro hijo al País de los Cinco Reinos, donde será educado en su corte. Os lo he solicitado muchas veces.»
«Eres tan ambiciosa como tu madre —replicaba enfurecido—, y no lo siento por mi hijo. Mejor que un gran rey prefiero convertirle en un gran hombre. Después alcanzará hasta donde sus méritos le conduzcan.»
«No llegará por sí solo: nadie llega solo. Debe ser educado en una corte civilizada y conducirse como un caballero cristiano.»
La furia de mi padre iba en aumento:
«Mencionáis a los cristianos exclusivamente para ofenderme. ¿Pensáis que existe alguna diferencia entre vos y yo? ¿O entre Avengeray y yo mismo? ¿Creéis que no sé por qué me tomasteis por esposo? Si acepté no lo imputéis a ignorancia: quise jugar con el destino. No podía rechazar la mejor oportunidad de mi vida para burlarme de aquel caballero.»
«Pensáis que el fin justifica los medios, cuando son ellos los que deben permanecer al servicio del hombre. Ya es tiempo de abandonar una lucha tan tenaz como inútil y proceder en conciencia.»
La risotada del rey debió de estremecer los muros de madera.
«La conciencia es la excusa de los débiles y cobardes: siempre pierden los honrados.»
La reina debió de pensar que nada le quedaba por añadir. Mas el rey, colmado, pensaría diferente, como era habitual entre ellos.
«Erráis, como siempre, señora. Porque vuestra vida arranca de la más grave equivocación que jamás hayáis podido cometer y, en vez de reconocerlo, queréis hacernos pagar a los demás vuestra culpa. Sabedlo de una vez: no siento enemiga contra vuestro caballero por su tenaz persecución; al contrario, le admiro por su valor. No guardo contra él resentimiento alguno, pues el odio es una pasión propia y exclusiva de los civilizados.»
«Lo enfrentáis porque os gustaría matarle.»
«Jamás lo he deseado. Uso de mi fuerza para ganarme la vida y mantener el reino. Y admiro a Avengeray, aunque lo haya burlado, por ser capaz de vivir iluminado por un ideal. A la vez que le respeto porque conozco su fuerza: es tan digno adversario que incluso podría vencerme y matarme en una lucha breve. Me enorgullece luchar contra enemigo tan noble. Ni él acepta los combates largos ni yo los cortos. ¡Bravo y astuto Avengeray! Acabó por comprender que no siento odio: para mí la guerra es cuestión de morir o matar. Y como nada deseo menos que matarle, he procurado vencerle con astucias: con ello, los años me han ido despertando el cariño.» La reina pretendía ser sarcástica: «Famoso cariño el vuestro, causante de su desgracia.»
«Y de la vuestra, os dejáis sin decir. Jamás comprenderéis que hubiera deseado que Avengeray fuera mi hijo: nada me enorgullecería más que el príncipe Haziel se le pareciese, caballero sin tacha, bien nacido y mejor honrado.»
«Le demostráis vuestro cariño haciéndome el mal.»
«¿Y quién os dijo que el mal no engendra nada bueno? ¿Cómo podría Avengeray asumir su destino sin acrisolarse en la adversidad y en la desgracia? ¿Creéis que habría llegado a ser el mejor guerrero entre todos los cristianos de no tenerme por enemigo?»
Era mi padre, en estas discusiones, quien abandonaba el campo de batalla. Sin que le causara desdoro alguno, por cuanto estaba en su carácter, según Mintaka, replegarse si le convenía, comportarse en cada momento como estimaba oportuno. Si había dicho cuanto deseaba, ¿a qué conducía prolongar el duelo? Contrariamente había concebido la sospecha de ser mi madre mala estratega, pues que nunca alteraba el esquema rígido de su preocupación. Estaba obsesionada.
Mi padre no salió solo, sino que reclamó mi compañía.
«Retenedlo bien en la memoria, príncipe —nunca antes me llamó príncipe, sino hijo, y esto hizo que le escuchase con solemnidad—. Habéis dejado de ser un chiquillo. Como tenéis que entrar en el reino de los hombres, necesario resulta que os preparéis para las obligaciones que os aguardan. Vayamos en busca de Mintaka: a él encargaré vuestra educación. Mejor preceptor no puedo destinaros. Lo hará, además, con gusto. Obedecedle. Se encargará de convertiros en un hombre. No voy a prohibiros, por ahora, que visitéis a vuestra madre, la reina. Pero hacedlo sólo en los ratos que os dispense vuestro tutor, y no por más tiempo.»
Imagino lo tendría convenido con el bardo, pues sus instrucciones fueron breves, y en su compañía quedé. Ni siquiera había solicitado mi parecer. Convertía en realidad lo que venía amenazando desde tiempo. No me quedaba otra opción que acatarle, pues fuera inútil oponerse: sospecho me hubiera matado. ¿Cómo iban a obedecerle sus hombres y temerle sus enemigos si no? Me consolaba pensar que siempre me fuera grata la compañía y la palabra del bardo, y tenerle por maestro era un privilegio que me envidiarían los demás; tan bravo y diestro era considerado que hasta rivalizó con mi padre, reputados ambos como los mejores guerreros entre todos los hombres del norte.
Caminaba a su lado con semblante satisfecho. Me llevó al salón comunal, que poseía larguísimas bancadas en los laterales, mesas para las jarras y los vasos que servían las mujeres, con gran chimenea en el centro, cuyas llamas combatían el frío y hacían grata la estancia.
Gran número de viejos guerreros retirados se hallaban presentes, gustosos de escuchar los relatos de los jóvenes que regresaban de su primera expedición, tolerantes y pacientes, aunque les causara divertimento. A la par que los jóvenes que no habían completado su preparación guerrera manifestaban su asombro y envidia por lo que escuchaban, y también por encontrarse junto a los veteranos, a los que admiraban, como era costumbre en nuestro pueblo. Adoraban a Mintaka, por la fama de su brazo y la sabiduría que encerraba, y me consideraban afortunado al tenerlo por maestro.
El mayor espectáculo eran aquellos que, concluida su preparación guerrera, habían de afrontar la gran prueba que los introduciría en el mundo de los hombres. Era costumbre dirigirse al bosque en solitario, para dar muerte a un oso sin ayuda alguna. Podían usar la espada, la lanza, el hacha, incluso la flecha. Mas el prestigio y la fama de valiente se conquistaba dándole muerte con el cuchillo, lo que equivalía llegar al cuerpo a cuerpo, ufanándose en presentar la piel con un solo agujero en el lugar del corazón. Neófitos hubo que en los brazos de un oso dejaron la vida. Lo que a nadie importaba, pues eran honrados como valientes y tenían asegurado un lugar en el Walhalla, aunque sólo como coperos y ayudantes de los héroes.
Eran de ver cuando regresaban al salón comunal exhibiendo la piel, y mostraban con orgullo el único orificio en su superficie, así como las heridas que en su carne recibieran durante la lucha. Si la piel correspondía a un animal adulto, al que se suponía extremada fuerza y fiereza, la fama de su matador era exaltada con gran júbilo: le bañaban con hidromiel, bebida inventada por nuestro gran dios Odín, el tuerto. Era éste el bautismo que le abría todas las puertas para participar en el siguiente viaje de vikingos al otro lado del mar, y tomar la palabra en la Asamblea que todo el pueblo celebraba dos veces al año, en primavera y otoño, antes y después de la expedición, que en definitiva era la gran empresa del reino, pues que de ella dependía la generosidad de la propia subsistencia, como manifestaba el rey.
La fiesta y el alborozo debían dejar perenne memoria en los protagonistas, que desde aquel instante cambiaban su personalidad; abandonaban la compañía de sus camaradas neófitos y concurrían ya en adelante con los mayores. Lo que causaba envidia en los jóvenes, para los que representaba un estímulo, pues soñaban con emularles y aun superarles.
Si durante la noche me permitía Mintaka participar en las reuniones, durante el día me robaba el tiempo como un avaro, con destino al ejercicio de las armas. Tan duro me parecía entonces que desmayaba conseguir el propósito de mi padre y el empeño del bardo, quien por otro lado me tenía mayores atenciones y delicadezas que pudiera esperar del rey, exigente sin compasión. Siempre disconforme cuando acudía a comprobar mis progresos, esgrimía la espada en ocasiones y me propinaba tales golpes sobre el escudo que apenas si podía detenerlos, y me derribaba con el segundo o tercero, destrozado el broquel. Mintaka explicaba que una serie de ejercicios los dedicaba a reforzar mi naturaleza, y los otros a adiestrarme en el manejo de las armas y el conocimiento de las argucias del combate. Aseguraba que cada vez que te enfrentas a un enemigo se corre el peligro de perder la propia vida, y por consiguiente tanto importaba la fuerza del golpe como la intención.
«Eso es lo que distingue al rey sobre los demás guerreros, aunque no os lo parezca: conserva la mente fría, sin contagiarse de la pasión que despierta el combate. Se lucha para conservar la vida y lograr el propósito que se persigue.»
Conforme mejoraba me anunció que cuando tuviera fuerza y conocimientos capaces de infligirle a él algún daño en el combate, sería el momento de llamar a otros neófitos para luchar contra ellos y contrastar diversos estilos y modos. Los que mucho se regocijaron cuando les hice este anuncio en el salón comunal. Todos desearon ser llamados, pues la enseñanza de Mintaka suponía un honor. Y lo demostraron cuando les llegó el momento, pues tanto le reverenciaban por ser veterano y mayor como por ser famoso guerrero y sabio, orgullo de nuestro pueblo. Lo que es llevaba a no conformarse con el aprendizaje de las armas; le suplicaban enseñanzas de aquellos viajes legendarios. Cuando le preguntaron si era cierto que los habitantes de allende el mar sentían espanto ante el anuncio de los vikingos, el bardo sonrió y no fue muy amplio en la respuesta:
«Es propio del hombre crear mitos: nos imaginan con cuernos en la cabeza. ¿Conocéis a algún vikingo que sobre su casco cónico de acero o cuero lleve cuernos? Pensad que la forma de nuestro casco es la apropiada para que resbale el filo de la espada. Pero las gentes no nos conceden inteligencia alguna. Nos llaman asesinos, piratas, bandidos, demonios, profanadores de templos, ladrones, fieras, incendiarios. Nos odian, nos desprecian, y nos temen. Sin embargo, no somos distintos de ellos. La realidad es que no existe más diferencia que el estilo: lo que hacemos nosotros con bárbara rudeza en ellos se lleva a cabo con fineza de modales civilizados. Son una cultura que declina: nosotros una incultura que comienza.»
Me preocupaba que, pese al interés creciente que me animaba, el entusiasmo de mis compañeros fuera siempre superior al mío. Por lo que le pregunté:
«¿Por qué no siento la misma intensa ilusión que mis amigos?»
La respuesta constituía un enigma:
«Porque te sientes invadido por las dudas.»
Cuando me reunía con el rey inquiría sobre mis adelantos, pero más que de las palabras fiaba de tentarme los músculos. Alguna vez que su humor debía de encontrarse a nivel satisfactorio llegaba a sonreír asegurando que mis fuerzas crecían, y el bardo corroboraba ser cierto. Hasta yo mismo percibía la evidencia por mi cinturón, que ya lo usaba de mayor circunferencia, y no sólo la cintura, sino también el tronco y los miembros aparecían más vigorosos y resistentes. El cansancio se me hacía por veces menos notorio.
El rey parecía satisfecho y se ufanaba:
«Algún día serás más famoso que Thumber», aseguraba sonriendo.
Entre tanto se ocupaba de la flota. Se carenaban los barcos, se les renovaban los mástiles cuando aparecían rotos o astillados, se cortaban árboles altos y enhiestos a tal fin. También se renovaban timones y se construían remos nuevos para sustituir los partidos o deteriorados, y las mujeres tejían nuevas velas del color que distinguía a nuestro reino, junto con el gran dragón que ostentaba la capitana, e majestuoso Dragón Flamígero, terror de nuestros enemigos.
En las herrerías se forjaban nuevas armas. Mientras, los guerreros cicatrizaban sus heridas, al abrigo del hogar, junto al fuego, con el bálsamo de las amorosas manos de las esposas y las hijas.
El invierno era para nuestros hombres la época de reforzar sus cuerpos y reparar sus naves, que debían encontrarse dispuestas para la primavera, cuando se iniciaría otra nueva aventura.
Antes de que llegase el hielo se celebraba la gran Asamblea en la que participaba todo el pueblo. Acudían a la Corona los terratenientes más importantes, y cuantos deseaban asistir. Era el lugar, en la colina, donde se proclamaban todas las leyes, se ventilaban las disputas y conflictos, y donde los oficios de Mintaka resultaban de mayor importancia, pues que en última instancia igual el rey que los jueces acataban la definitiva palabra del bardo, que superaba a todos en sabiduría. Aceptaban sin discusión sus sentencias, que en ocasiones tardaba horas en pronunciar cuando se ventilaban conflictos de sangre.
Los jóvenes que ya participaran en su primera aventura no desaprovechaban el uso de su recién adquirido derecho, para proclamar sus opiniones ante la Asamblea. Los mayores solían acogerlos con sonrisas de comprensión y tolerancia, y los distinguían con muy respetuosas respuestas, aunque no parecían tomarlos muy en consideración. Cierto que los jóvenes podían en ocasiones mostrarse impertinentes, aun no siendo tal su intención, pues nunca olvidaban el deber sagrado de respetar a sus mayores.
A mis preguntas, Mintaka acabó dándome esta respuesta:
«La inexperiencia de los jóvenes les hace ser imprecisos en sus juicios y críticos en exceso. Quizás impida esto que desde el fondo de sus ideas se trasluzca el latido de la renovación que contienen. Seríamos más sabios si perfumáramos con su espíritu nuestros actos y nuestra coexistencia, al darnos cuenta que el presente no es otra cosa que un tránsito desde el pasado hacia el futuro.»
Como todavía no llegaba a comprender el total significado de sus palabras, su sabiduría crecía ante mis ojos.