I

Nunca el rey Thumber, mi padre, depositara tanta confianza en hombre alguno como en Mintaka, el bardo de la palabra mágica, al que llamaba hermano y tenía por su igual.

Cuando al sentir la llamada de la otra orilla, aprontó la dragonera para lanzarse a la búsqueda del botín que le correspondía, Mintaka ya se encontraba de vuelta: había cerrado su periplo que abarcaba todos los senderos sobre la tierra y los mares. Desde el otro lado de los Jutes hasta Bizancio, por el Mar de Levante, desde Alejandría al País del Hielo y el de las Verdes Praderas, las Islas Anglias, el Ducado de Normandía, con los esvears trillando los caminos de los Países Lejanos, cruzó y navegó por los vericuetos, las rompientes, las cárcavas y barrancas, hasta desembocar por el Volga y el Dniéper en el Mar Negro y en el Caspio; comerció con árabes y frisones, aprendió en la corte del gran Carlomagno, a la que reconocía como segunda academia del mundo, después de Córdoba, en el Andalus. En recorrerlo había consumido veinte años.

La aportación a la primera empresa de su rey fue una suma de experiencia como ningún otro hombre había acumulado: la paciencia atesorada ante la adversidad, la sabiduría de su espíritu curioso, sedimentada con el polvo de todos los caminos y la húmeda brisa de todas las rutas marinas. Que al referirlo con la magia de su palabra enardecía a los guerreros, encantaba a los comerciantes, ayudándoles a soportar sus largos y duros peregrinajes, como había cautivado a los cortesanos de Oriente y Occidente, por todo el mundo adelante.

Cuando yo era pequeño me enajenaba el ánimo con las consejas que aprendiera conversando con exóticos pájaros de umbrosos bosques, las golondrinas del sol que todos los otoños marchaban de aventura cuando los vikingos regresaban de las suyas, los graciosos paiños que caminan sobre el agua, la caza del oso, del león marino, de la foca, la epopeya de las ballenas, y de los hombres boreales embutidos siempre en pieles, que vivían en casas de hielo.

Mintaka no sintió tristeza aquella primavera cuando no pudo acompañar al rey, reducido a la inmovilidad por agudos dolores que le inflamaron las rodillas y muñecas, también los codos y, en general, las puntas de los huesos. Vivía con un fuego interior que le iluminaba. Podía ser la razón por la que todos le adoraban, le acogían, le llevaban a sus hogares, le alimentaban y cuidaban. No existía una sola casa donde, al pasar por la puerta, no fuera invitado a penetrar y quedarse. Pues los ancianos recordaban con él sus sueños de aventura. Las mujeres le referían sus escondidos sentimientos. Los jóvenes trataban de averiguar cuál sería la gloria que les esperaba. Los niños gustaban escucharle historias de gnomos y espíritus que poblaban los bosques y fuentes, escondían los juguetes y enredaban las buenas acciones para que algunas veces merecieran reprimendas y castigos.

De todos los problemas era consejero, de todas las disputas juez, y en la Asamblea su voz era la más apreciada. Cuando Mintaka sentenciaba un pleito la discusión había concluido. Todos aguardaban pacientemente a que se pronunciase, pues era lento y se tomaba el tiempo necesario para llegar a una conclusión, mientras recomendaba calma, pues la prisa es asesina de la vida, decía. Y unas veces lo explicaba y otras lo dejaba por entendido, con lo que a los ojos de quienes no comprendían aumentaba su fama de sabio. Aunque jamás tuviera cuidado de parecerlo, como no se preocupa el arroyuelo de cantar la primavera con su agua clara.

Tan corpulento como mi padre, el bardo jamás se jactara de su poderoso brazo. Estimaba más la inteligencia que la espada, y en ello se resumía la diferencia con él. Pero el rey Thumber amaba a Mintaka, quien nunca aceptó parte alguna de la presa, y hasta rechazaba las esclavas que quería entregarle para su regalo, pues alegaba que su deseo era sentirse libre. Tampoco aceptó nunca una casa. En cambio, como era un espíritu entregado, le acogían en cualquier hogar sin reservas y con amor, como si todos los hombres fueran sus hermanos y las mujeres sus esposas. De todos recibía estima y respeto, y a todos respetaba y amaba. Nunca ambicionara riquezas ni las tuvo. Decía ser el más libre entre todos los hombres. Y como unas veces lo explicaba y otras no, aumentaba su sabiduría ante los ojos de la gente.

Durante muchos años fuera compañero del rey, al que sus consejos sirvieron de guía. Decía mi madre, la reina, que había creado una leyenda de lo que sólo era un pirata, inventándole una conducta y hasta una filosofía; había extendido su fama con la magia de su palabra, repetida por los poetas en las cortes de todos los países, hasta los más lejanos.

Aseguraba que las gentes no conocían al verdadero Thumber, sino al que cantaba Mintaka, capaz de glorificar hasta sus vulgaridades. Cierto que las opiniones de mi madre eran siempre poco favorables. Pues el rey Thumber, según ella, sólo era una creación del bardo, en lo que no estábamos de acuerdo. Permanecía silencioso, pero me obligaba a desconfiar de su juicio. Me hacía crecer receloso y desconfiado, lo que me acostumbraba a decidir entre lo que debía aceptar y creer o rechazar.

Observaba a los hombres, con su torrente de palabras acompañando sus acciones o justificando sus actos. Me daba cuenta que casi nunca marchaban de acuerdo ambas manifestaciones. Esto contrastaba con la parvedad de Mintaka, quien prefería el silencio, palco de palabra, de hechos, de consejos, sobrio de ordinario en el comer y más en el beber. Aunque tuviera sus excepciones. Mas nunca venían a sus labios frases que describieran nada personal. Su verbo caliente servía, cuando se excitaba, para cantar las glorias de otros hombres, especialmente de mi padre, las aventuras, los países ignotos, las tierras y los mares. Contaba que siempre existía una maravilla agazapada en el futuro, esperándonos, y que lo importante era descubrir y gozar la que correspondía a cada uno de los días de nuestra existencia. Cuando los demás hombres glorificaban el morir por el hierro, aseguraba él que no le importaba morir sobre la paja si lo que dejaba atrás valía lo suficiente.

Y como nada en él era del modo que otros lo hacían, alguna vez se encerraba por días en la casa comunal, sumergido en un baño de hidromiel y de vino, rodeado por las mujeres que allí servían a todos, y muchos acudíamos para contemplarle en su embriaguez, que era como una llama espiritual, cantando gestas lejanas y próximas, enigmas que nadie entendía, profecías y sermones. Todo el pueblo andaba de fiesta escuchándole, bebiendo la sabiduría de sus palabras con amor, y su ebriedad, a juicio del pueblo, le convertía en oráculo y profeta de los dioses. Por lo que en tales ocasiones se le consideraba un sacerdote. Y como unas veces explicaba sus palabras y otras no, aumentaba su sabiduría en opinión de las gentes.

Incluso mi padre mostraba su satisfacción, al saberse su mejor amigo, su amado compañero. E iba al salón para escucharle y contemplarle. Sólo mi madre le criticaba, calificándolo de simple borracho escandaloso. Y no es que mi madre demostrase odio; no era así: sus palabras resultaban serenas; diríase que ninguna idea que tomaba forma en sus labios alteraba la placidez espiritual que parecía acompañarla siempre. Lo hiriente era la mordacidad de su acento, la reprobación contenida en sus frases, aunque estuvieran revestidas de amabilidad. Una sutileza que mi padre no podía, o no quería contrarrestar. Pues era mi madre mujer refinada y culta, y mi padre inteligente y bravo, tenaz, decidido, pragmático; blasonaba de no causar más daños que los necesarios, pues lo que importaba era conseguir un rico botín. Y dejaba a los demás el derecho a opinar como les gustase.

Pienso que mi madre no encontraba repugnante a Mintaka, como decía. Sólo que le conociera en ocasión poco favorable y ya no pudo perdonarle. Quizás porque nunca llegó a entenderle.

Sucedió en el momento en que la boda entre mi madre y aquel caballero Avengeray fuera interrumpida, y subiera a darle a mi padre la poderosa razón que demandara para perdonarle la vida, impresionándolo con su porte de reina y la belleza luminosa que poseía.

He escuchado repetidas veces la narración a mi padre y a Mintaka:

«Si os place, ofrezco ser vuestra esposa a cambio de la vida de Avengeray, vuestro enemigo.»

Sorprendido en principio, mi padre se sintió halagado por la belleza que se le ofrecía, joven pero fuerte ante el sacrificio, serena y decidida, como una paloma inmolándose ante el altar, y pensó que los dioses le brindaban una esposa digna de un rey.

Sonriendo dijo:

«¿No pediréis también la vida de vuestra madre, mi señora Ethelvina?»

Mi madre no se inmutó un ápice:

«Si deseáis o no matar a vuestros aliados, es cosa vuestra», y no temblaba su voz, bañada por un tinte de ironía y dolor.

Dirigió mi padre su mirada al bardo, a su lado como siempre:

«¿Qué pensáis, Mintaka?»

Movió éste la cabeza. Al cabo manifestó:

«Es una decisión importante. Volveré a daros la respuesta.»

Salió del templo y anduvo deambulando por las murallas, mientras observaba que toda la guardia había abandonado; los únicos soldados visibles eran vikingos. Se entretuvo contemplando el cielo, cruzado por algunas nubes impulsadas por una ligera brisa que apenas resultaba perceptible allí abajo.

Cuando regresó a la iglesia, la ceremonia del matrimonio entre mis padres había concluido. Ninguna sorpresa exteriorizó, pues sin duda pensaba que mi padre estaba en su derecho. Producto de sus impulsos, improvisador, arriesgado, aventurero. El espíritu que apenas lograba sujetar gracias a los consejos de Mintaka, que ahora no tuviera en cuenta.

Pensó silenciar la respuesta. Mas mi padre, que cogía del brazo a mi madre, se la requirió. Cualquiera otro habría cuidado de halagarle, más aún en presencia de su reciente esposa, dentro del templo todavía. Pero no era hombre que pudiera ser frenado por consideraciones ajenas a su criterio. Existía algo superior que le impulsaba. Y para manifestarse como era su deseo perseguía siempre la libertad. Que la sentía en lo más profundo de su espíritu, que es donde anida, y no en las simples palabras o en las definiciones.

«Aguardo vuestra respuesta», insistió, amplia la sonrisa, mientras contemplaba a su esposa con no disimulado orgullo y satisfacción.

«Oídla: mi señora reina, vuestra esposa —y aquí hizo una graciosa reverencia con ademanes andalusíes—, es mujer de tan caliente corazón como cerebro. Debe de amar muy profundamente a vuestro enemigo para comprar su vida a tan alto precio. Pienso que es mucho riesgo convivir con ella cuando sienta el corazón frío.»

Mi madre lo escuchó sin mostrarse ofendida, pero estoy seguro de que nunca lo ha perdonado. Tampoco podía rebajarse, siendo ella la reina y el bardo su súbdito.

Jamás se disgustó mi padre por cuanto hiciese o dijese, aunque fueran contrarias sus ideas. Le toleraba con una sonrisa lo que a otros hubiera ocasionado la muerte. Se limitaba a obedecerle cuando lo consideraba conveniente, y a dejarse conducir por sus impulsos cuando éstos resultaban más fuertes que su raciocinio. Sucedía, pues, que al debatirse entre la sabiduría del bardo y sus arrebatos, el estro poético de Mintaka le había forjado una personalidad legendaria, que si no respondía a una rigurosa realidad, sí le estaba cercana. Dijérase una realidad realzada por la fantasía.

Y era aquella fantasía, que no la realidad, la que amaba nuestro pueblo. Mientras la flota se encontraba fuera, «de vikingos», la imaginación de nuestras gentes la acompañaba en sus expediciones y participaba en sus aventuras. Cuando las hojas de los árboles se teñían de oro y cobre, pregoneras del otoño, los oídos se agudizaban para adivinar el largo sonido, ronco y cavernoso, de las trompas, repetido por el eco de las montañas que flanqueaban el fiordo, y se prolongaban por el cañón como una cinta sonora avanzando sobre el espejo de la encalmada superficie, que descansaba como si fuera un lago, donde se reflejaban las nubes y las laderas boscosas que la estrechaban amorosamente. Eran de ver el temor y la ilusión contenidos de aquellas gentes que aparecían expresados en la mirada: la esperanza del botín en unos, el miedo de haber perdido a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos, en otros; siendo la ansiedad la que a todos gobernaba, aunque el dolor les quedase mitigado al conocer que tuvieran una muerte gloriosa y sus almas reposaban con honor.

Siempre el primer sonido de las cuernas y trompas despertaba ansiedad por distinguir si resultaba largo y prolongado, que anunciaba el regreso, o corto y repetido, que significaba emergencia, un ataque de otros enemigos. Llegaba la flota. Corrían los niños, detrás seguían las mujeres, y pasaban los hombres en sus caballos para tomar el camino que recorría la orilla por entre el bosque, en busca de los barcos.

Tomé mi caballo para incorporarme a aquella riada cuando me llamó el bardo, que expresaba su júbilo como los demás, pues se desbordaba entonces la ansiedad de una angustiosa espera de muchos meses, aunque disimularan el miedo cantando la gloria de sus hazañas guerreras, el destino de los valientes, que serían conducidos al Walhalla para reposar junto a los héroes, donde beberían el hidromiel de los dioses.

Espoleamos furiosamente nuestras cabalgaduras, compitiendo en la carrera. Nuestros animales se distinguían por su vigor, no existían otros más ricos ni de mayor prestigio en todo el reino, excepto el de mi padre; había cuidado de regalarnos los mejores ejemplares.

Alcanzamos la punta cuando las primeras dragoneras enfilaron el cabo del fiordo, para adentrarse en las aguas serenas y protegidas de aquella lengua de mar donde se contemplaban las flores y los abedules, difuminándose la luz con blanda luminosidad. Prorrumpimos en jubilosa exclamación por ser la primera Dragón Flamígero, la capitana que gobernaba el rey, con el alto porte de su codaste sobresaliendo por encima de todos los demás, rematado por un monstruoso dragón con las fauces abiertas, de las que exhalaba una pavorosa lengua de fuego. Tal era su expresión de furia y vigor, flanqueadas las descomunales mandíbulas de afilados dientes, que su contemplación infundía pánico en todos sus enemigos. Quienes al observar desde lejos el dragón que también aparecía pintado sobre la vela, proclamaban la llegada del rey Thumber. Lo mismo si se cruzaban en alta mar que cuando los guerreros esperaban en tierra el desembarco, no existía persona que no sintiera terror ante su imagen, que se anunciaba como preludio de desolación y muerte. Por ello, al llegar al fiordo arriaba la vela, retiraban los escudos que traían colgados de las regalas y empuñaban los remos, que jamás se movían tan acompasados y enérgicos como cuando remontaban en busca de la cálida ensenada que culminaba el fiordo en su fondo. Entonces colocaban un capuchón negro a la cabeza de dragón en lo alto del codaste para que no se asustasen los gnomos y los genios benéficos familiares, los cuales debían aguardarles amorosamente para regalarles con sus favores durante el invierno, hasta la llegada de la primavera, en que de nuevo se harían a la mar.

Detrás del Dragón Flamígero fueron apareciendo, conforme doblaban el cabo y quedaban visibles, hasta treinta y siete dragoneras. Era de ver la ansiedad de nuestras gentes, desde la orilla, vitoreando cada embarcación que asomaba, pues les traía a sus familiares, a la vez que se ensombrecían los rostros, inundándose los ojos de las mujeres, cuando apareció la que marcaba el final de la flota, pues fueron cincuenta y dos las que marcharon en la primavera. Quince barcos perdidos. Setecientos cincuenta tripulantes.

¿Cuántos de ellos se habrían salvado, recogidos en las otras naves? ¿Habrían muerto gloriosamente en combate, o perecido en la lucha contra el mar, oscura, sórdida muerte? ¡No importaba!, cantaba el bardo poseído por la furia de su mágica palabra. Lo importante era morir con honor, exhibir ante el enemigo la fuerza, y ante los dioses el coraje de soltar la vida con desprecio, sin titubeo, sin una duda, mirando frente a frente al opuesto luchador, fuera hombre o dios; lo que importaba era superarle entregándole nuestra vida como un regalo, pues el que moría ya la había usado gloriosamente.

El canto exaltado del bardo se constituía en protagonista del regreso, al compás de los remeros que impulsaban las naves sobre la expectante calma del fiordo, en progresión hacia la profunda ensenada donde se hallaba enclavado el poblado, extendido amorosamente sobre el regazo del agua de cristal. Muchas de las viviendas estaban levantadas sobre palafitos que constituían un refugio para la embarcación, resguardadas al otro lado por la mole de basalto negro que emergía del conjunto terroso, las paredes en vertical, y la cumbre circular que simulaba una corona real rematada por altas torres como agujas que peinaran las nubes. Por ello tenía el lugar el nombre de Corona, al igual que la montaña, morada de nuestros dioses familiares, llegados los favorables desde el cielo, los contrarios emergidos con la misma montaña cuando brotó de las profundidades entre rugidos del cielo y temblores de la tierra, que jamás tuviera un parto más doloroso, y allá en la cumbre, que rasgaba el mismo cielo, entablaban sus luchas los dioses de las familias de los Vanes y los Ases, que proporcionaban a nuestro pueblo, con sus contiendas, etapas de felicidad y de desdicha.

Por ello elevamos nuestros ruegos a los todopoderosos cuando se irritan haciendo temblar la tierra y estremecerse al cielo con sus combates, cuando parten de la cima del Corona rayos y truenos que anuncian el furibundo duelo que libran las divinidades por la supremacía en regir nuestros destinos.

Preguntan las mujeres por entre los guerreros que desembarcan, investigan, buscan a los que faltan, y cuando les saben muertos o desaparecidos, lloran. Desborda el júbilo entre los que reciben a sus padres, hermanos, jóvenes hijos —muchos fueron en la primera aventura de su vida—, que luego narrarán sus fantásticos hechos de armas al abrigo del fuego encendido en la gran sala, durante las noches invernales.

Apenas si el rey nos concedió un ruidoso abrazo a ambos en llegando a su lado, mientras se ocupaba del Dragón Flamígero, al que cuidaba con más esmero que a mi madre y a mí, para que quedase bien seguro y se procediese a la descarga del botín y de los esclavos, repartidos en buen número de barcos. Era muy cuantioso esta vez, según nos pregonaba rebosante de satisfacción, y lo proclamaba a gritos para que alcanzasen a oírlo todos los familiares que aguardaban, congregado el pueblo entero en la orilla donde habían rendido viaje, varados unos barcos, otros arrimados a los muelles, con un hervidero de hombres en la des carga, ayudados por sus parientes. Que todos cooperaban, deseosos de contemplarlo pronto amontonado para que se procediese a la distribución en una solemne junta que habría de celebrarse después, cuando se reuniese el Thing del otoño, asamblea en que también se promulgaban las leyes y sentencias de todos los litigios y disputas acumulados desde el de primavera, último celebrado antes de la partida.

No era obstáculo para que el rey transportase a la larga casa donde moraba mi madre, acompañada de las doncellas que fueron traídas de la propia corte cuando se casó con mi padre, el tesoro que para sí había reservado, que extendía con orgullo sobre el pavimento: las sedas y brocados, los tejidos de rico color, con hiladuras de oro, collares de plata y de oro, anillos, cadenas, vasos, alfileres y broches, perlas, arquitas labradas con pedrería y, sobre todo, montones de libras de plata. Todo lo cual ofrecía a mi madre, rebosante la sonrisa y escandaloso el orgullo que proclamaba sus triunfos, mientras la reina se mostraba encalmada y fría, pero deferente, rodeada de sus doncellas.

No veía en mis padres la explosión de amorosa satisfacción que se manifestaba en las otras parejas al reencontrarse, abrazados fuertemente, vertiendo lágrimas de alegría y de temor por tantos meses de congoja, que les hacía reír y llorar al propio tiempo. Mis padres desarrollaban una ceremonia, sujeta siempre a los mismos puntos, que me era bien conocida. Mi madre, después de asistir a la exposición de cuanto el rey le ofrecía, acababa dirigiéndose a él: «Os devuelvo, señor y rey, el reino que me entregasteis al marcharos: salvo y bien administrado».

Mi padre lo conocía. Y en todas las ocasiones lo manifestaba: era consolador saber que quedaba en casa una reina que sabía gobernar un pueblo. Aunque jamás lo reconociera delante de ella: como era su obligación traerle abundante botín, la reina debía gobernar durante su ausencia, y bien. Y a fe que ambos se esforzaban en cumplirlo espléndidamente, que en ello parecía irles la propia estimación. Como si nada desearan agradecerse.

Mi madre hablaba siempre en tono bajo, la voz moderada. El rey era ruidoso y explosivo en su alegría, y todavía más temido en su enojo, ante el que todos temblaban, excepto la reina.

«Más contento me encontraríais si hubieseis cuidado de la educación de mi hijo, que lo encuentro afeminado, de vivir entre mujeres.»

Ninguna alteración manifestaba ella. Antes bien elevaba sus ojos hasta los de su esposo, y le contemplaba unos instantes. Después replicaba:

«Quedaos vos en casa alguna vez y educadle, en vez de marcharos de vikingos todas las primaveras.»

Había escuchado él este reproche muchas veces, pues idéntica escena se repetía cada año. Pero siempre expresaba la misma rabia:

«¿Cómo os preciaríais de ser la más rica entre todas las reinas del norte, si me quedase en Corona cuando se marchan mis hombres? ¿Cómo alimentaríamos nuestro reino, que es pobre, sin hierba para el ganado, sin tierras para cultivar grano? Razones de mujeres que no deberíais exponer vos, que sois reina. ¡Pero no gastaré más palabras! Me encargaré, puesto que ya ha crecido, de convertirle en un guerrero.»

Tras estas batallas verbales acostumbraba el rey salir de la larga casa, con manifiesto disgusto en su continente. Mi madre quedaba con sus doncellas clasificando el tesoro para distribuirlo en sus arcas, destinando una parte a sus labores, pues que con las doncellas consumía las horas en el taller de bordado, famoso por sus primores y la riqueza de sus trabajos, y cumplía con ello también una ceremonia que todos los años repetía.

Aunque en esta ocasión guardase en su pecho el temor, que yo adivinaba en sus caricias, pues se me había acercado y merodeaba con sus brazos, como protegiéndome. Temía, sin duda, que el tiempo le estaba robando mi corazón.