IX

Desde la perspectiva del tiempo, al contemplar nuestros actos encontramos iluminados los ángulos que antaño quedaron en penumbra, y cobran nueva significación.

No me causó dolor la desaparición de Ethelvina. Me doy cuenta de que este reconocimiento merma mi cualidad humana, mas fuera falso si dijere lo contrario. La realidad es que con los años extrañaba más la falta de su hábil consejo de regidora que las caricias de amante. Pues llegué al convencimiento de que nunca se comportara como una esposa.

Muy al contrario ocurría con el recuerdo de la dulce Elvira. Cada vez más persistente a través del tiempo, se me revelaba muy hondo el sentimiento de la ausencia, el dolor de la evocación. Mis estancias en el castillo de Ivristone tornábanse en calvario, pues cada piedra me hacía revivir los momentos que laceraban mi alma. Remordimiento por haber renunciado a ella. ¿Y qué podía hacer si se convirtiera en esposa de otro hombre, mi peor enemigo, por propia voluntad? ¿O existieron otras razones? ¡Oh, enigma angustioso que nunca me abandonó!

Las dudas me impedían el sueño y me arrebataban el sosiego. Y con los años se incrementaban. ¿Nacería nuestro hijo? ¿Viviría? ¿Cuál podría ser su vida? ¿Y la de Elvira? ¿Habría comunicado a alguien el secreto? ¿Lo conocería él? Tantos años transcurridos, tantas preguntas sin respuesta, tantas horas para incrementar la angustia, sin confiar a nadie mis sentimientos, pues todos los vivos tenían olvidado cuanto ocurrió. Mantenerme terco en la soltería, a pesar de la insistencia de todos, lo imputaban al amor, siempre vivo, de Ethelvina, la reina que ellos conocieran. El tiempo llega a sedimentar en nosotros un fondo insondable de ausencias, y cada uno que se marcha nos hace morir un poco: si nos entretenemos en la madeja del pasado ya hemos comenzado a morir del todo. Se imponía utilizar el recuerdo para encontrar energías con que afrontar el presente y caminar hacia el futuro, flecha que nos proyecta en la vida. Aunque, a veces, resulte amargo.

¿Qué diría de la muerte de mis fidelísimos y queridos aldormanes? Cada uno llevó consigo un trozo de mi alma. Los afanes expansivos de Ethelvina condujeron a la muerte primero a Alberto, unos años más tarde a Aedan. Ellos me entregaron unido el País de los Cinco Reinos. Convirtieron en realidad el sueño de cuantos reyes me precedieron. Ningún pensamiento asaltaba mi mente en que no estuviera la imagen de ella, para la que no guardaba amor ni odio. Ya que entonces habría de odiarme a mí mismo. La pretendida influencia que sobre nosotros se ejerce, consiste muchas veces en que encontramos en la otra persona una reciprocidad, espejo donde se refleja nuestra propia imagen que hasta ese momento no había encontrado definición. ¿Qué podemos, entonces, reprocharle?

Penda murió gloriosamente como siervo de Cristo. Visitó Roma con el cortejo más numeroso y espléndido que llevase obispo en el mundo, que llegó a merecer hasta la admiración del Papa, quien comentó cómo se adivinaba el amor en que le tenía su señor, pues que le enviara como si fuera rey. Le entregó el pallium. Un año después lo elevé a arzobispo primado, y lo era de los Cinco Reinos cuando una enfermedad se lo llevó de entre sus amadísimos fieles, en cuyo favor consagrara sus días desde que entrara en religión. Nunca sentí mayor desconsuelo. Me hizo recordar a nuestro obispo innominado, que marchó de peregrino a Roma para conseguir el perdón del Papa y buscar después a Elvira y a mi hijo. ¿Moriría asesinado en cualquier sendero a manos de salteadores, pues no teníamos sus noticias? Dios le protegería, ya que era santo. ¿Y en qué consistía mi predestinación, ido él? Escalada la más alta cima a que pudiera conducirme la ambición de Ethelvina y aun la propia, envidiado y temido por todos los reyes de allende el mar, se encontraban incumplidos los ideales que me movieron desde el fondo de mi sentimiento. Largo intervalo aquel desde que mi padre me alejase del castillo en vísperas de su muerte, hasta la batalla del Estuario del Disey, que cambiara el rumbo de mi vida. Había sido constante la tortura de una pregunta: si aprovechaba separarse del sendero justo. Pues en vez de hacerme feliz lo alcanzado, me atormentaba el recuerdo de lo perdido.

Triste espectáculo el de mi interior, que sólo yo conocía, comparado con el boato y admiración que inspiraba a cuantos me rodeaban, agasajado y adulado como poderoso Rey de los Cinco Reinos. El más valiente y admirado entre todos los caballeros cristianos. Mientras hubiera preferido ser uno de mis aldormanes, muertos con honor en el ejercicio de las armas. Quienes alternarían con gloria entre los héroes participando con ellos en las incruentas batallas, junto a los dioses.

Concluyó sus días Teobaldo virtuosamente, como empleara todos los de su existencia. Tan organizado y pertrechado dejó el País de los Cinco Reinos que noticias no se tenían de otro territorio con mayor número de fortalezas, guarnecidas con diestros soldados, que infundían pavor a los ambiciosos que hubieran deseado atacarnos. Se marchó satisfecho de haber cumplido cuanto le mandé, con mayor perfección de la que podía esperarse, que era su gloria. Quizás su única insatisfacción consistió en morir de enfermedad, en vez de en el campo de batalla en defensa de su señor. Mas todos no merecemos el mismo honor, y aunque insatisfecho no le produjo inquietud, pues cumpliera cuanto juró. Y por ello le amaba.

Pero ninguno fuera tan amado como Cenryc. Sobrevivió a sus antiguos compañeros y llegó a consumirse en un recorrido de más de ochenta años, mi querido padre, mi tutor, mi sabio amigo, mi compañero, mi servidor, mi esclavo. Lo amé más que a mí mismo, pues que yo me traicioné; en cambio él fue fiel consigo y conmigo hasta su postrer aliento: «Aunque me defraudasteis os he servido fielmente, ya que me cumplía estar con vos sin juzgar el móvil de vuestros actos». Se humedecieron sus barbas con mis lágrimas, pues sus ojos los mantuvo secos hasta entonces, y le rogaba que no se despidiera de mí como servidor, sino como padre. Entonces contemplé cómo corrían las suyas por los largos cabellos de su nobilísimo rostro; realizó un supremo esfuerzo para incorporarse cuanto le fuere permitido, y nos abrazamos. Consumió el último rastro de energía que le quedaba en acercarse a mí, antes de volar su alma a reunirse con la de los héroes. Aunque nunca se lo pregunté, tengo para mí que mi imagen la llevó fundida siempre con la de mi padre, de modo que jamás abandonó a su antiguo señor. Tanta era su fidelidad que nunca existió para sí mismo. Si la tristeza de perder a su antiguo señor le atenazó siempre, ¡cuánto le atormentaría comprobar cómo olvidaba yo el sagrado juramento de vengarle en su asesino! Sin un reproche. Como si arrastrara una cruz. Que tanto hemos de perdonar a los que más amamos.

Si el recuerdo de Elvira convirtió en insoportable la permanencia en Ivristone, ominoso se tornaba Vallcluyd, porque de nuevo se me revelaba el espíritu triste y lleno de súplica del difunto rey, mi padre, que continuaba reclamándome la venganza. Pues nuestro enemigo, y asesino suyo, vivía. Su honor mancillado no le permitía convivir y alternar con los héroes, al no serles igual en dignidad, pues allí se canta a la gloria sin atisbo de mancha. Se lamentaba de que Cenryc, impoluto en su honor, no participase tampoco en sus juegos y entretenimientos, pues al quedar excluido su señor se abstenía. Que su fidelidad se prolongaba más allá de la muerte. Huía de Vallcluyd, donde mi culpa tornaba insoportable el reproche del rey, mi padre.

Perseguir a Thumber se hizo imposible. Las fortalezas situadas en nuestro territorio imposibilitaban las fulminantes incursiones en procura de botín. Y sus ataques se espaciaban en vista de las considerables pérdidas que sufría. Marchar tras él para sorprenderle, como hiciera de antiguo, ya no era factible. Por lo que le envié en distintas ocasiones a mis heraldos para retarle a duelo singular en el lugar que él mismo escogiera, y me comprometía a acudir con sólo dos escuderos; tal desprecio sentía por lo que pudiera ocurrirme después de arrebatarle la vida a aquel demonio pagano, padre putativo sin conocerlo, como nunca le revelaría Elvira, pues en la confesión le fuera el honor y la vida.

Siempre escuchó impávido a mis portavoces, amparado en una sonrisa burlona, mientras le exponían mis cargos de traidor, felón, asesino, bandido, incendiario, salteador, ladrón, raptor, y otros sin cuento. Los golpes de clarín con que se anunciaban mientras flotaba en el aire el estandarte protocolario de Avengeray, Señor y Rey del País de los Cinco Reinos, no parecían incomodarle. Soportaba impertérrito la ceremonia rodeado de sus más allegados parientes, y una vez concluida la exposición y justificación del reto los despedía con una sonora carcajada que resonaba a burla y desprecio, con un «¡Presentad a vuestro señor mis respetos y los de mi reina Elvira, que también le envía sus saludos!» Avergonzados los heraldos de la vergüenza ajena, que jamás se tomaría a chanza un reto de Avengeray otro que no fuera Oso Pagano, pues que mi palabra causaba terror a quienes la recibían, simulaban no escuchar la ironía o burla, hacían sonar de nuevo los clarines, cumplían puntualmente todo el rito del momento y regresaban a darme cuenta. Ya el relato me resultaba familiar de tan repetido.

Tan inmensa como mi indignación era la de mis vasallos. Ninguno hubo que no ofreciera perseguirle hasta acabar con su vida, los infelices. Para muchos de mis súbditos de los Cinco Reinos, Thumber no era más que un cobarde, por rehuir el reto reiterado en varias ocasiones. Para cualquier caballero resultaba inconcebible. Mis caballeros eran unos, cristianos; otros, danés y norses largamente asentados en el reino, que buscaron voluntariamente mi protección y al jurarme fidelidad establecimos pacto de servicio. Tan grande cohorte llegó a formarse que donde me dirigiera permanecía rodeado y protegido por ellos, que ocupaban a su vez los cargos más distinguidos, así en la corte como en el reino. Lo que despertaba no poca envidia en otros nobles, poderosos y ambiciosos que soñaban mantener su hegemonía. Éstos, pese a disimularlo, en el fondo de su corazón me consideraban usurpador, aunque aparentasen reverenciarme. Sin embargo, no se me ocultaban sus verdaderos sentimientos, y de ellos me guardaba.

Mis servidores y compañeros recibían armas y caballos, heredades y territorios, tesoros y dineros, y se encontraban orgullosos de estar sujetos en fidelidad al más valiente, leal y generoso de los señores. Compartían mis alegrías sentados a mi mesa, donde se regalaban con mis manjares y bebían mi hidromiel, y cuando llegaba la guerra estaban preparados a morir. Pues yo combato siempre por la victoria, mientras ellos luchan por mí. Me son leales y honrados; aman lo que amo, odian lo que odio. Nunca, voluntaria ni intencionadamente, serían capaces de un hecho, de una palabra que me enojara. Bien aprendido les quedó de Cenryc. Cuentan con mi protección como merezca su devota lealtad y cumplo escrupulosamente nuestro contrato; cuido mucho compensarles con amplitud más allá de lo señalado por la ley y el honor, pues les amo tanto como ellos me aman.

Mas ninguno de ellos fuera servidor y compañero en otros tiempos, ni visitara mi pabellón donde sobre el cojín descansaba la corona y el cetro de mi padre, que conocieron sobre mi cabeza y en mi mano cuando me mostraba con toda la solemnidad real, situado por encima de todos los hombres, juez de la suprema justicia sobre la tierra, que somos reyes por voluntad divina. Desconocían a Avengeray, Rayo de la Venganza; rendían pleitesía y se prosternaban ante el Rey del País de los Cinco Reinos, su señor.

En los últimos tiempos prefería residir en los castillos del sur, Formalhaut, Menkalinan y Eltanin. Donde los nobles acudían a recibirme. Rehuía visitar Vallcluyd e Ivristone, pues los recuerdos y los fantasmas me perseguían en ellos. También porque mi presencia en los territorios del sur advertía contra su ambición a los reyes de la otra orilla, quienes en los días claros vislumbraban en el horizonte nuestras costas, y soñaban conseguir un trozo de nuestro gran reino. Mi presencia y el establecimiento de grandes concentraciones de tropas, apoyadas en fortalezas, trincheras y potentes construcciones defensivas, moderaban sus apetitos. Pues lo pagaron con sangre cuando lo intentaron.

A la sazón encaminaban sus ambiciones por otra vía. Me ofrecían a sus hijas y hermanas en matrimonio, dispuestos a enviarme siempre dos para que escogiera, al uso germano, que era el nuestro. Ofrecimientos que siempre rechacé. Quedaban entonces los embajadores con la impresión de que mi amor por la reina muerta era tan profundo que no cabía otro en mi corazón. E insistían en que precisaba un heredero, que sus princesas eran tan dulces y bellas que me despertarían el amor en cuanto las conociera. Esgrimían en su apoyo como argumento de mayor peso la razón de Estado, que se imponía, o debía imponerse, a los mismos sentimientos de mi corazón. Que es la esclavitud de los reyes.

No menos persistentes se mostraban los conspicuos nobles de los Cinco Reinos. Alojaban a sus hijas en la corte, a las que instaban para que usasen de sus encantos en seducirme. Lo que era motivo de que no existiera sobre la tierra otra corte con mayor profusión de gracia y hermosura, pues era bello el espectáculo que ofrecían. Como enojosa la rivalidad que originaban mil pequeños conflictos entre familias deseosas de lograr una hegemonía. A la sombra de la cual procuré desarrollar una sociedad galante, adornada por el arte, donde el fasto y los artistas tenían gran acogida: se celebraban fiestas continuas, cantaban sus historias los juglares, sus predicciones los astrólogos, ejercían los médicos su sabiduría, prosperaban las mil artes que se desarrollan en las abadías, centros de estudios, y llegaron a su mayor florecimiento las órdenes monacales. Pues el ocio de un reino debe llenarse con esplendores. Nunca hubo otro más rico, mejor defendido, en mayor paz, donde brillaban los espíritus que deseaban elevarse sobre la cotidiana realidad de lo material. Sin olvidarse los ambiciosos de sus proyectos, que me sugerían concebir con sus hijas, fuera legítima o bastarda la descendencia, con tal de ganar una opción al trono.

Como la astucia de los demás me obligaba a extremar precauciones, gané fama de solitario, artista y músico, pues tañía la vihuela para acompañarme en mi retiro, que resultaba mi mejor defensa contra aquel acoso. No deseaba incrementar la lista de mis torpezas y crear obstáculos insalvables a mi hijo, habido con Elvira, si es que vivía. Pues jamás perdiera la esperanza secreta de encontrarlo un día y entregarle el trono, para compensar a él y a mi amada de los muchos sufrimientos soportados por mi culpa.

En ocasiones pensaba que podía ser un sueño considerar a mi hijo y a Elvira oprimidos por la desgracia, en espera de que los rescatase. Me confortaba pensar que aguardaban ansiosamente reunirse conmigo, que me amaban, como yo les amaba.

Tales sentimientos de culpa, recuperar a Elvira y a mi hijo y vengar la muerte de mi padre, el rey, cuyo espíritu me acosaba con sus apariciones, devinieron en obsesión. Y como Thumber había desistido de atacarnos, pues se dirigía a otros reinos por más fáciles, me acometió la decisión de ir allí a matarle o a ser muerto. Y de no conseguirlo recluirme en una abadía o marchar de peregrino a Tierra Santa, o esconderme en algún rincón ignorado de los vivos, para acabar mis días en el santo ejercicio eremita.

Mandé aparejar un barco y llevé conmigo, además de los marineros, cuatro escuderos, sirvientes y un cirujano. Los astrólogos anunciaron el fin de los tiempos, según deducían del movimiento de los astros y su conjunción. Las estrellas y cometas parecían escapar a sus órbitas y recorrer el espacio con sus senderos desconcertados, precursores de enfermedades y cataclismos; sucumbirían los hombres por el hierro y el fuego, que se anunciaba como nivelador de todos los pecados. Con lo que si perseguían frenarme lograron estimularme, pues anhelé entonces enmendar mis muchos yerros mientras Dios me concediera tiempo para ello.

Nos hicimos a la vela, rumbo a la esperanza.

Por los espías que desde tiempo atrás enviaba regularmente, sabía los movimientos de mi enemigo, que usaba a la sazón organizar invasiones por las costas del sur y el oeste del gran imperio del Andalus, donde reinaba un poderoso califa. Tan osados llegaban a ser los vikingos que escrutaban las costas en busca de anchos ríos por los que remontar sus naves y saquear el interior, donde sembraban la ruina y la muerte. Era fama que tras ellos quedaba la desolación y el terror, lo que me era bien conocido. Sin límites en sus ansias de conquista penetraron hasta el fondo del Mediterráneo, y asolaron las ciudades de ambas bandas, como Bizancio y Alejandría. Y donde no alcanzaban los barcos, cabalgaban, de modo que nada apetecible estaba seguro.

Cuando los espías señalaron el movimiento de una poderosa flota vikinga que se hacía a la mar desde el país de los normandos en que se habían reunido muchos reyes, con el propósito de llegar al mismo corazón del Andalus, la joya de Córdoba donde residía el califa, dirigimos la nave a la desembocadura del ancho río que regaba la ciudad y subimos hasta Sevilla, que ya fuera azotada por los bandidos en otras ocasiones, así como otras muchas poblaciones de la ribera. Nos recibió el gobernador con gran pompa y solemnidad, enterado de mi condición, y luego de informarme que debía proseguir el viaje por tierra, me facilitó una escolta y envió mensajeros a Córdoba para avisar al califa de mi llegada. Que se produjo ante la expectación de aquella ciudad acogedora y monumental, donde la gloria de sus gobernantes se reflejaba en las construcciones y templos, como en los palacios y defensas. Fastuoso en verdad y como producto de un sueño.

Nos recibió el Príncipe de los Creyentes con gran simpatía y afecto, y se congratuló de nuestra visita. Nos hizo los honores que cumplían a rey tan poderoso con el que desde mucho atrás intercambiaba cartas e información, y hasta me hiciera ofrecimiento de enviarme cuantas mujeres deseara para alegrarme en mi viudez, las tomara como esposas o concubinas, que tenía para ofrecerme princesas de sangre real, y mucho le hubiera contentado que aceptase una alianza entre nuestros dos reinos.

Informé a mi amigo el califa de cuanto me convenía decir, esto era, que perseguía a Thumber, a mi enemigo, motivo de mi desgracia, y noticias tenía de su llegada en potente escuadra organizada entre todos los bandidos del mar septentrional.

Dijo que a su debido tiempo fuera prevenido, y procediera rápidamente a movilizar un ejército de trescientos mil hombres, al mando de los cuales pusiera al temido Almansur, azote de los no creyentes, látigo de Alá (¡que su nombre sea alabado siempre!), a la vez que organizaban una escuadra de mil navíos reunidos entre todas las provincias marinas. Y que al tener noticias los mayus (¡Dios los maldiga!) de tan grande concentración como les aguardaba, dieron vuelta hacia el norte, con el propósito de invadir las ricas tierras del País donde concluyen los Caminos y reina el Iris, corazón religioso de la cristiandad, la segunda Tierra Santa, donde todos acudían a orar, como los buenos musulmanes en La Caba, ya que se acumulan allí ricos tesoros.

El Príncipe de los Creyentes usaba, como todos los de su raza, un lenguaje rebosante de circunloquios y exabruptos, dirigidos principalmente a los enemigos de Alá, al que siempre dedicaba una alabanza después de citarlo, como añadía una maldición (¡Dios los extermine! ¡Dios los haga perecer!) para los vikingos, que llamaba mayus. Y tanta era su desesperación por las antiguas razias que aquellos malditos habían corrido sobre el reino, pues asolaban los territorios y poblaciones, robaban, mataban, saqueaban, e incendiaban, como demonios poseídos del puro placer del exterminio, que, convertidos en azote de los creyentes y enemigos de Alá (¡Bendito sea nuestro Santo Profeta!), había decidido acabar con el peligro de una vez por siempre. Dispuso que Almansur cabalgase con la caballería por Morat y Coria hacia Viseo, capital del Reino del Iris, mientras subía la escuadra por la costa del oeste para aguardarle en el lugar convenido, donde el más ancho de los ríos se oponía a su marcha. La flota le sirvió de puente para pasar a la orilla opuesta. Desembarcaron entonces las fuerzas de infantería que se habían ahorrado larguísimas jornadas de marcha, y se aprovisionaron de víveres y aprestos. Aquel poderosísimo ejército continuó progresando hacia el norte e infundía pavor en todos los corazones: se abrió camino por montes y valles, como una marea que inunda la playa y se encrespa allí donde encuentra alguna oposición, como las olas con los acantilados y las rocas solitarias, y avanza como un rodillo que aplana cuantos obstáculos tropieza.

Me obligó el califa a descansar una jornada en su fastuoso palacio, donde reinaba una primavera feliz, poblado por la fantasía y la belleza de una arquitectura original —flores y fuentes—, y de sus mujeres. Finalmente me entregó salvoconductos especiales para que nadie me detuviese dentro de sus dominios, y me hizo acompañar por una escolta de doscientos jinetes ricamente aderezados en ropas y armas, pues rey tan poderoso como yo lo era no podía circular con menos por su reino. Todo lo cual le agradecí mucho, después de intercambiar con él espléndidos regalos.

Tanta delantera nos llevaba aquel descomunal ejército que desconfiábamos alcanzarle, por mucho que apresuráramos la marcha. Nuestra ventaja era la movilidad y rapidez de la que necesariamente carecían ellos, por lo que les ganábamos tiempo. Al seguir las claras huellas de su paso contemplábamos castillos destruidos, monasterios arrasados, ciudades abandonadas y saqueadas, muerte, violación, fuego, hierro. Cierto que nos encontrábamos en territorio cristiano, pero Almansur no perdonaba ocasión de probar su fuerza o su crueldad. Parecía escudarse en el propósito de ser cada vez más temido, para que todos temblaran y huyeran a su paso.

Vadeamos los ríos y canales por donde refluyen las aguas del océano al adentrarse en la tierra, cruzamos amplísimas llanuras y fértiles campos, ahora todo abandonado. En Iliya, cercana a la Ciudad del Iris, contemplamos su templo principal arrasado, y por el valle que más parece un paraíso nos dirigimos a la ciudad donde todos los caminos concluyen, resplandece el Arco Iris sobre los hombres y anida la Esperanza.

Al remontar las colinas que la rodean se representó ante nuestros ojos la mayor confusión. Yacía la ciudad allá abajo rodeada por el poderoso ejército del califa, que tenía encerrados en su interior a los odiados mayus (¡que Dios permita su destrucción!), los cuales se defendían con la fiereza que proporciona la desesperación. Pues que estarían convencidos de que no les quedaba otra alternativa que matar el mayor número de musulmanes para presentarse con sus almas en el Walhalla, ante su sanguinario Odín.

Díjome en aquel momento el capitán de la escolta que las órdenes de su señor quedaban cumplidas, pues que nos acompañó hasta las puertas de la ciudad. Que aún aguardaría, antes de regresar, a conocer el resultado de la batalla para llevarle noticias a Córdoba. Con lo que le agradecí sus finezas y le colmé de regalos para él y sus hombres. Nos despedimos, y quedé con mis escuderos oteando desde la colina.

Imposible me era comprobar entonces si Thumber acudiera también, pues desde aquella altura la ciudad más parecía un hormiguero donde dos fuerzas, desniveladas en número pero poseídas ambas del mismo sangriento designio, la arrasaban y destruían hasta sus cimientos, mientras luchaban entre sí. Acabó tan sin relieve, a no ser por los escombros, que nadie pudiera asegurar que allí se alzaran días antes soberbios edificios y construcciones, poderosas murallas y los mejores templos que imaginarse pueda, sólidos palacios hermosamente construidos, todo reducido a polvo, cascotes y piedras esparcidas, salpicada esta destrucción con los cuerpos de los guerreros muertos de ambos bandos, que eran multitud; tantos como piedras.

Acampamos por cinco días, hasta concluir la batalla, cuando el último pirata cayó muerto. Los hombres de Almansur se dedicaron a recoger el botín que amontonaron los mayus (¡Dios no ha permitido que ningún maldito sobreviva!); rebuscaron entre las ruinas cuanto tuviera valor, con lo que reunieron un tesoro incalculable, que jamás le viera tan rico y abundante, a pesar de la distancia en que me encontraba. Cargáronlo en carros traídos por las partidas que salieron a explorar, y reunieron millares de esclavos para transportar la carga. Por los preparativos se hacía evidente la disposición para reanudar la marcha.

Cuando se hubieron perdido tras los altibajos de las próximas montañas, bajamos despacio a lo que fuera una ciudad, Faro de la Cristiandad, donde el Iris anidaba resplandeciente sobre los hombres. Los buitres y otras aves de rapiña, en número nunca visto, sobrevolaban por cima de la destrucción. Jamás había escuchado antes tan estridente concierto de graznidos, música infernal que acompañaba a la muerte.

Mientras deambulaba entre aquella desolación, siendo preciso ahuyentar a los pertinaces carroñeros que a duras penas se apartaban para permitirnos el paso, observé cómo bajaban de las montañas los pobladores huidos que caían de rodillas y oraban, las manos elevadas al cielo, con el espanto reflejado en sus rostros.

Envuelto en tristes sentimientos e impresiones, perdido el sentido de mi incierta búsqueda, contemplaba los rostros de los mayus caídos (¡Dios ha permitido su exterminio!), y al levantar la vista me sorprendió observar el resplandor que emergía y envolvía a un hombre, a cuyo lado se encontraba un joven adornado con gorro rematado en jirones de plumas, gentil de continente y compostura.

Cuando lo inesperado de la visión me permitió enlazar las ideas sentí gran regocijo, pues el nimbo de luz no podía acompañar a otro que no fuera mi querido, inolvidable, santo obispo in nominado. Que Dios presentaba ante mí de nuevo en un reencuentro que parecía reconducir mi predestinación. A mi frente se encontraba la ilusión y la esperanza, que proporcionaban sentido a mi existencia.

Y me encaminé a su encuentro.