VIII

No fuera virtud de mi cálculo ni previsión. Tampoco mi querido Cenryc ni mi fiel Teobaldo lo destacaron: al igual que todos, lo dieron por supuesto. Tuvo que ser más tarde, al reunimos con Aedan cuando este genio ponderase el acierto de la invasión en aquellos momentos. Y no se debió a virtud, lo repito, sino a la circunstancia de que asaltara Thumber el castillo durante el inicio del otoño, cuando los otros ejércitos estaban concluyendo sus campañas, y al igual que el vikingo se encaminaran al refugio de sus cuarteles de invierno, para volver durante la primavera en procura de nuevas hazañas.

Resultó un acierto, según aprendimos, aunque dispuesto por el azar, atacar cuando las tropas se disolvían y los hombres retornaban a sus madrigueras, como los osos o las marmotas a sus agujeros, para soportar los restallantes latigazos del crudo invierno. Si bien la brevedad del tiempo disponible, con la amenaza de los intensos fríos, nos obligó a desarrollar un esfuerzo supremo para llegar al final antes de quedar atrapados por el hielo. En nuestro amado Reino del Norte era riguroso en extremo el invierno, por ser el septentrión del país.

Todavía el tiempo se desenvolvía con alternativas, pero se dejaba invadir por las nieblas. Algunos cordonazos presagiaban a los marineros el tiempo que aguardaba en próximas vísperas. Así lo entendían las gaviotas, los alcatraces y los cormoranes, que ya no volaban hacia el interior del océano, sino que se mantenían próximos a la protección de los acantilados, donde levantaban sus chillidos y peleaban por un agujero. Navegábamos cerca de la costa, en previsión de que se desatasen las furias marinas. Entendía también que resultaría más difícil localizarnos desde el refugio de Thumber si llegábamos a su proximidad costeando.

El asalto lo teníamos planeado con precisión, gracias a los informes de los espías. Así lo aprobaron Cenryc y Teobaldo, el obispo y los nobles que nos acompañaban con las tropas de Ivristone. Ethelvina también lo hallaba satisfactorio.

Dispuse que Alberto, situado con la mesnada en el interior, después de cruzar el territorio por las montañas, atacase el lugar con las primeras luces del alba para atraer sobre sí la horda entera de los vikingos. Entonces penetraríamos en la bahía escondida tras los promontorios, en tres secciones. Al mando de Cenryc la primera, se dirigiría al fondeadero donde arrojarían sobre sus barcos barricas de ligeras duelas de roble, que reventarían al estrellarse sobre el maderamen de la cubierta, para incendiarlos con antorchas arrojadas por los que le seguirían.

Funcionó con perfección, pues en muy breve tiempo aquellas naves que habían surcado tantas veces el océano, crepitaron bajo el diluvio de llamas que había de tragárselas. Imagino que aquellos bandidos, si tenían corazón, sentirían una opresión de muerte al contemplar la hoguera, pues nada ama tanto un vikingo como sus barcos.

La segunda sección se dirigió al poblado, y usando el mismo artificio incendiaron todas las construcciones, que eran de madera, abandonadas precipitadamente al acudir a defenderse contra el ataque de la mesnada al mando de Alberto. Batalla que entablaron muy reciamente no más lejos de dos millas al interior.

Supe después que de las casas escaparon las doncellas que trajeron cautivas, robadas como esclavas en los territorios que invadieran. Huyeron con terror en los ojos y el pánico en las gargantas. Ethelvina se ocupó, con ayuda de su escolta, y el obispo, en recogerlas y llevarlas a un extremo del campo, donde no se mezclasen con las tropas.

Juntamente con ambas acciones paralelas desembarcamos la hueste y nos dirigimos al interior, donde atacamos por la retaguardia a la horda salvaje que se enfrentaba a Alberto. Debían seguirnos los soldados al mando de Cenryc y Teobaldo en cuanto concluyesen sus tareas.

Jamás presencié otra semejante entre las mil batallas en que combatí. Eran los salvajes guerreros como osos, fornidos, vestidos con cascos de cuero o de hierro, cubierto el cuerpo de pieles, embrazado el escudo redondo y pequeño, manejado con tal habilidad que lograban cubrirse por entero. Como las lanzas fueron arrojadas contra el enemigo en la primera embestida, luchaban ahora con la espada o con el hacha, hombre contra hombre, pues había pasado el momento de usar las flechas.

La desesperación de aquellos salvajes testimoniaba que se habían percatado de su situación. Vislumbraron el incendio a sus espaldas, los barcos y el poblado convertidos en antorchas, enfrentados a un ejército que les igualaba en bravura, rodeados ahora por toda la mesnada, enemigos de tantos años. Se dieron cuenta de que era llegado el momento de morir. Mas no desmayaron: antes bien se les acrecentó el valor.

Tan superiores en número les éramos, que mantuvimos en retaguardia las tropas de Ivristone sin entrar en liza, por si eran necesarias. Al serles imposible escapar, las pruebas de coraje eran tantas como acciones emprendía cada guerrero. Pues al saberse perdidos vendían sus vidas con desprecio, hasta el instante en que se les escapaba el último aliento por la punta de la espada de un enemigo. Nuestros guerreros les perseguían con júbilo, pues en valentía les igualaban, y por vez primera en tantos años de enfrentamientos habíamos conseguido cercarles, reducidos a una situación en que no les quedaba otra posibilidad que la de morir.

Todos deseaban acabar gloriosamente. Fueran de ver las maravillas que sobre aquel campo de muerte se realizaron. Me humillaría mermar los elogios que merecía aquella horda pagana, enemiga de tantos años, que ahora sucumbía orgullosamente, pues que su gloria aumentaba la nuestra. Cada uno de mis mesnaderos luchó como un rey. Cenryc y Alberto incrementaron su fama, pues dejaron en retaguardia la tropa de Ivristone y acudieron al combate. Por nada del mundo se privarían del honor de acabar con aquella odiada y perseguida horda, por la que siempre habíamos sentido admiración. Hasta que, tras muchas horas de combate, sucumbió el último vikingo. Setecientos piratas fueron contados. Y trescientos nuestros muertos. A los que lloramos lágrimas amargas. Por todos ellos, bandidos y mesnaderos, hicimos grandes ceremonias, como se debe honrar a los valientes.

Sólo empañaba nuestra gloria y satisfacción no haber encontrado a Thumber. Por las doncellas cautivas supimos que el rey vikingo había zarpado una semana atrás y llevó consigo a Elvira y a sus doncellas, a las que todos respetaban y trataban con dignidad real. Le acompañaron treinta velas. Pensaban invernar en su reino, dejar allí a Elvira y regresar en la primavera.

Noticia cruel que todos deploramos. Hasta Ethelvina mesó sus cabellos con desesperación, sin ocultarse ante los hombres, aunque era la primera vez que manifestase en público unos sentimientos de dolor, con ser tan naturales. En muchos momentos después pensara yo si lo eran, en verdad, para ella. Hubo que consolarla, y los nobles de Ivristone, también nosotros, tuvimos cuidado hasta que se sobrepuso. Su duelo nos era justificado, pues la marcha de Thumber significaba perder definitivamente a Elvira. Tanto era el dolor que reflejaba Ethelvina como el mío. Toda la tropa se lamentaba, por la desgracia que ensombrecía la victoria. Triunfo que hasta los soldados de Ivristone consideraron justo, aun cuando no hubiesen participado en el combate, pues entendieron que era la revancha y venganza merecida por nuestros hombres, después de tantos años de perseguirla.

Triste nos resultó la jornada, pese al éxito rotundo. Aunque nos proporcionó la satisfacción de ver reunida la mesnada. Sólo nos faltaban Aedan y Penda, a quienes confiábamos encontrar pronto. Nos abrazamos todos. Recibir al valiente Alberto me llenó de júbilo.

Despachamos correos a Aedan y Penda para informarles del feliz resultado de la batalla, y nuestro llanto por no encontrar a Thumber y haber perdido a Elvira. Les prometimos reunimos con rapidez. Cabalgaríamos día y noche. Concertaríamos durante la marcha el lugar de reunión y el momento, para atraer a Raegnar con sus tropas donde nos fuera más conveniente. Urgía, antes de que nos paralizase el invierno.

A algunos heridos hubimos de obligarles a reembarcar, pues no querían abandonar la mesnada. Repuesta de su dolor, Ethelvina organizó el regreso de los barcos, que llevaban a las doncellas cautivas, quienes soñaban alcanzar sus hogares.

Por tierra nos siguieron los carros con la impedimenta. Conforme nos adentrábamos crecía nuestra confianza. Acudían los paisanos a recibirnos con muestras de su alegría por nuestra llegada, y nos animaban a exterminar a los opresores, los odiados danés, Raegnar y sus nobles, verdugos y asesinos de nuestro pueblo. Me reconocían legítimo heredero de su amado señor, y me pregonaban rey coronado. Era Ethelvina quien durante el viaje tenía a su cargo la custodia del cetro y la corona, quien la mostraba al pueblo que la aclamaba. Los paisanos y campesinos quedaban con la impresión de haberles llegado la liberación y su soberano, cuyos símbolos podían contemplar con sus ojos, inundados de lágrimas. Los jóvenes nos pedían armas y alistarse en nuestras filas. Un clamor de victoria y júbilo que a todos nos transía de emoción.

El pueblo vigilaba la presencia de espías enemigos, a los que colgaban de los árboles a la orilla de los caminos. Impedían así que Raegnar conociera nuestra situación. Nuestros propios exploradores podían llegar exhibiendo el sello que les garantizaba. Magnífica organización la de Cenryc. Nos ofrecían tal cantidad de víveres que sólo tomábamos los que pudiéramos necesitar, ya preparados en carros, conducidos por sus propios hombres, que venían a engrosar la tropa. Pronto sumaban cinco mil los que cabalgábamos, otros a pie, camino de la reunión con Aedan y Penda y sus diez mil soldados de Ivristone.

Cuando llegamos por las cercanías nos alcanzó un mensajero de Aedan y Penda. Traía el plan concebido por el primero para enfrentarnos a Raegnar, que cabalgaba con doce mil soldados en pos de ellos, quienes le confundían con hábiles maniobras para ganar tiempo a la espera de nuestra llegada. Tan perfecto resultaba como cabía esperar de su reconocida genialidad militar.

Maniobramos oportunamente y cuando Raegnar, ignorante de nuestra posición, vino a percatarse, se hallaba en el centro de una gran llanura, con dos ejércitos que le acosaban en orden de batalla, uno al frente, el otro a su retaguardia. Se encontraba cercado. ¿Sabría que Thumber no acudiría en su ayuda, a pesar de haberle enviado mensajes en solicitud de apoyo? ¿Era consciente de haber sido superado? ¿Se les acrecentaría el ánimo ante la dificultad, como los salvajes que sucumbieron gloriosamente en el refugio, o por el contrario se les helaría la sangre?

Mas, danés eran en cualquier caso: sangrientos y temidos enemigos establecidos veinte años en nuestro reino. Viejo decaía ya Raegnar, perdidas las virtudes que antaño le valieran fama, díscolos sus nobles, anarquía por doquier. Cada señor explotaba, avasallaba y robaba, ávidos de riquezas, poseedores de inmensos tesoros. Mientras el pueblo miserable era atacado y diezmado por sus tiranos, expoliado como enemigo. Muchos eran los nobles, paisanos y hasta religiosos, que no pudieron soportar la ignominia de semejante esclavitud, y organizaron bandas con las que se refugiaron en los bosques. Para subsistir asaltaban a veces aldeas y haciendas, robaban cosechas y mujeres. Un país sometido al bandidaje, a la depredación constante, sin gobierno y sin ley, donde hasta los amigos se convirtieron en verdugos.

Grande era el número de combatientes, pero la batalla no fue gloriosa. Raegnar emprendió la huida con quinientos caballeros, en busca de la seguridad de los muros de Vallcluyd. Los guerreros danés lucharon furiosamente hasta sucumbir. Pero los soldados, reclutados entre los campesinos, abandonaron las armas y huyeron. Muchos se nos entregaron. De tal modo pronto acabó la contienda. Que nos dejó el dulce sabor de la victoria y la amargura de un enemigo cobarde que nos privó de la gloria de un combate singular, que no merecía menos la conquista de mi reino. Me humillaba recuperarlo contra un felón, cobarde y traidor como me parecía Raegnar, que abandonaba a todo un ejército. El encuentro con Aedan y Penda nos colmó de alegría, mas no fue suficiente para calmar mi tristeza y mi ira. Tampoco los consuelos de Ethelvina cuando nos reunimos en la tienda. Intentó coronarme, colocando sobre mis sienes la pesada corona que me entregó mi padre, mas la rechacé. Quería recibirla con gloria; no la tendría hasta derramar con mi espada la sangre de Raegnar, que corrió a esconder su cobardía tras los muros de un castillo.

Acudieron los cinco valientes tanes y el obispo. Alegre era la ocasión a pesar de mi tristeza. Todos se lamentaron de la huida de Raegnar, de la ausencia de Thumber y la pérdida de Elvira. Ethelvina aparentó agradecerles su preocupación por la princesa, mas el corazón me estaba diciendo que se alegraba.

Reunidos todos, examinamos la situación. Los informes del castillo revelaban que a lo sumo se encerraban allí un millar de hombres. Decidimos dirigirnos a Vallcluyd para el asalto. Todos conocíamos bien y sabíamos que Raegnar lo había reconstruido. Importaba presentarse antes de que pudieran reforzar las defensas o acumular mayores tropas.

Hicimos piras con el millar de muertos enemigos, sin honores, que no merecieron. Honramos, en cambio, a los que sucumbieron en nuestra defensa, que apenas contaban cien. Tan deslucido resultara el encuentro que apenas si algunos valientes guerreros tuvieron oportunidad de morir.

De camino tratamos con Aedan sobre el asalto al castillo. Al ser danés el millar de defensores, afectos a su rey, lucharían hasta la muerte. Y el tiempo caminaba rápidamente hacia el riguroso invierno, que nos obligaría a suspender la campaña si para entonces no estaba concluida llegaron bandas armadas de hombres que permanecían en los bosques, paisanos que acudían desde sus poblados, deseosos todos de luchar contra sus opresores, que era unánime el grito y nos consideraban libertadores. Avisaban a otros grupos y otros poblados, y todos engrosaban la tropa. Otros caminaban a marchas forzadas, por distintos senderos, en dirección a Vallcluyd, que concitaba todos los odios.

Cuando llegamos a la llanura donde se asentaba el castillo ya en el bosque cercano trabajaban sin descanso millares de hombres en el corte de madera, atando gavillas, acarreando el material; y multitud de calderas derretían grasa y pez. Todo el pueblo voluntario colaboraba en la lucha contra el invasor enemigo, escondido tras los muros, al acecho, agazapados, no sabemos si con el temor que causa la contemplación de las multitudes enfebrecidas por el odio, como un hormiguero que avanza.

Cierto que los danés eran bravos. Pero la vista de aquel hervidero humano que ya alcanzaba los veinticinco mil hombres, con los pertrechos abundantes y la participación del pueblo, habría de mermarles la confianza de resistir. El espectáculo de todos los vasallos levantados contra sus verdugos, que nos acogían y ensalzaban como su legítimo rey, nos llenaba de orgullo y confianza. Todos conscientes de que aquélla era una lucha contra el invierno, más temible que el mismo enemigo.

Se imponía un asalto fulminante, pero bien organizado, capaz de romper la resistencia del millar de guerreros danés apostados tras los fuertes muros. No era tarea fácil, pero nuestros seguidores lo convertían en posible. Nos infundían valor con su trabado y entusiasmo.

Construimos con brío torres de ataque sobre ruedas, amplias de base, que pudieran ser arrastradas hasta las murallas, y convertirlas en plataformas a la altura de las bien almenadas torres. En tanto número que hicieran posible atacar el perímetro en toda su extensión, para lograr la dispersión de los mil defensores, lo que les debilitaría. Nuestra abundancia de tropas lo permitía. Desde allí inundaríamos al enemigo con dardos, arcos y ballestas, y teas para incendiar la pez y la grasa que les sería llovida por catapultas, de modo que los defensores se vieran imposibilitados de rechazar a los que saltasen sobre el muro.

Se construyeron cobertizos para que los guerreros llegasen al pie de la muralla y de las puertas protegidos contra las armas arrojadizas y el fuego, para manejar arietes contra las poternas y entradas del castillo. Dispusimos un par de ellos de gran peso y envergadura contra la puerta principal, que era de gruesa madera claveteada de hierro.

Todos entendíamos que no quedaba tiempo para usar zapadores que derribaran lienzos de la muralla, tarea pesada y lenta que no permite trabajar a multitud de hombres al mismo tiempo. Tiempo, lo único que nos era limitado y escaso.

En una semana ultimamos los preparativos. Las tropas y el pueblo dispuestos al asalto. Las torres, situadas alrededor del castillo, representaban la gran amenaza. Las catapultas, instaladas también en torno, levantaban su gigante brazo terrible, con gran acopio de gruesas piedras y barricas. Los arqueros y ballesteros provistos de inagotable provisión de saetas. Cada guerrero con resuelto ánimo y las armas prontas. En todos imperaba la determinación de iniciar el combate y concluirlo con la rendición o la muerte del odiado enemigo. Nadie confiaba en que se entregasen. Tampoco nosotros estábamos dispuestos a perdonarles la vida. Y los sitiados, con Raegnar a la cabeza, debían de adivinar que les era llegada la última hora, desesperanzados de resistir la tormenta que se les presentaba ante los ojos.

Imposible resulta narrar aquella lucha. Todos, paisanos y guerreros, fuimos asaltantes. Pero la gloria de pisar los primeros la muralla se reservó a nuestra mesnada. Se llevó el asalto con tal intensidad, y en forma tan organizada y continuada, a lo largo de todo el perímetro, que los defensores eran insuficientes para cubrir todo el frente. Las torres ofensivas tan numerosas, su dotación de arqueros y ballesteros tan considerable, que superaban a los defensores, que no encontraban amparo ni siquiera en las almenas, heridos por todos los ángulos. Esto hizo posible que nuestra mesnada pusiera pie sobre la muralla, y sorteando los incendios provocados por el material arrojado mediante las catapultas, se iniciara la lucha dentro de la fortaleza. Cuya puerta cayó abatida ante el impulso de los arietes, y del mismo modo se destruyeron las poternas. Una riada de guerreros penetró por las brechas que abrieron los paisanos hasta el patio central. Aunque multiplicaron su valor, los defensores eran impotentes para contener tal avalancha, acosado cada uno por diez aguerridos atacantes. Todos realizaron proezas. El mismo escenario de nuestra derrota, cuando murieron mi padre y sus amigos, se convertía ahora en palenque de nuestra gloria, donde quedaría purificado nuestro mancillado honor.

Todos los guerreros eludieron enfrentarse a Raegnar: recibieron mi orden de hacerlo. Incluso Aedan le encontró durante la lucha y con el solo intercambio de algunos golpes defensivos le dejó. Lo mismo aconteció con Teobaldo y Cenryc. Cuando le tuve frente a mí, me rebosaba el corazón ante el anuncio del final de una espera de veinte años.

Cubierto con el escudo, Raegnar empuñaba firmemente la espada. Aparecía erguido entre la multitud de combatientes que se prodigaban acometidas a nuestro alrededor. La lucha se decantaba a nuestro lado. El final nos sonreía feliz, aunque sangriento, pues gran mortandad reinaba sobre la fortaleza, donde nadie esperaba cuartel. El odio de los atacantes quebrantaba la resistencia de los defensores, mas no les disminuía el valor, que sólo cedía ante la muerte. Y a fe que todos la tuvieron gloriosa. Murieron como héroes.

En viéndome, Raegnar adivinó que se enfrentaba al legítimo heredero del reino que usurpaba y maniobró despacio para hacerme frente, mientras me estudiaba. Quizás en sus ojos pudiera leerse la determinación de los desesperados, pero no tenía tiempo de averiguarlo. «¡Prepárate a morir!», le grité con rabia macerada durante muchos años, en mis pupilas la visión de aquella trágica jornada en que, niño aún, abandoné el castillo donde sucumbiera mi padre, el rey. «¡Soy mi propio paladín para vengar al rey, mi padre, que no fuiste capaz de matar con tu propia espada!»

Raegnar era viejo, mas un viejo demonio de resistencia y habilidad. Ensayó todos los trucos y los secretos aprendidos en larga vida de combates. Impensable fuera que se ajustase al código de los caballeros cristianos. Pero me encontraba acostumbrado a lidiar contra paganos, y aunque poderoso no alcanzaba en astucia y experiencia a Thumber, el gran ausente, al que hubiera preferido enfrentarme en tan gloriosa jornada. Y aunque cada golpe de Raegnar arrancaba un trozo de mi armadura y abollada mi escudo, y brotaba mi sangre por gran número de heridas, por fortuna ligeras, finalmente mi furia acabó debilitando sus fuerzas. Cuando logré arrinconarle quedó contra el muro: desde allí me contemplaba, la espada hacia el suelo, el escudo caído, sin fuerzas. Pero sus ojos no solicitaban clemencia ni reflejaban el estupor que debe de sentirse ante la muerte. Al contrario, me aguardaba sereno, desafiante.

Alcé la espada y de un solo golpe hendí el casco y la cabeza se partió en dos mitades hasta los hombros. Con este tajo, que era el postrero de aquella lucha, descargué mi alma del odio que la aprisionaba. Pues desde aquel instante y durante el transcurso de mi vida imperó en ella la serenidad y la prudencia debida a un rey, y fui gobernante y regidor, olvidado de las fuertes pasiones que me condujeron hasta aquel momento supremo de mi existencia.

Me senté un momento y cerré los ojos para encontrarme a mí mismo. Pienso que es el ánimo el arma maravillosa que adapta al hombre ante las circunstancias.

El clamor de las tropas y los paisanos se levantó sobre el atardecer, reflejado sobre las nubes el incendio de la fortaleza, con lo que el cielo y la tierra fulgían tintos en rojo, de fuego y de sangre. Ascendí hasta la torre del homenaje, seguido por mis valientes tanes más Ethelvina, que siempre era acompañada por el obispo. Contemplamos el castillo a nuestros pies, la llanura, las tropas y paisanos, el bosque, el cielo incendiado por el reflejo de las llamas que ya se afanaban en apagar después del clamoreo de la victoria.

Tan intensamente como se dedicaron a destruir se aprontaban ahora a reparar los daños, despejar escalinatas y murallas, arrojar fuera cuanto estorbaba después de la batalla.

La antigua enseña del reino ondeó en el mástil. Los ojos estaban inundados al tiempo que los brazos se cerraban sobre el amigo en interminables, apretados abrazos.

Cenryc lloraba, arrodillado para agradecer al cielo nuestra ventura, reconocido por haberle concedido vida para ver cumplido el juramento hecho a mi padre, el rey. Cuyo espíritu debía encaminarse a la palestra donde se celebraban los incruentos combates de los héroes que como él mismo vagaban en espíritu por las praderas florecidas de la inmortalidad.

Los mensajeros llevaron la feliz nueva a todos los confines del reino. Se convocó a los nobles, a los sacerdotes del rey, abades principales, obispos, cabezas de la iglesia, a los diputados de los distritos, representantes gremiales, a todo lo largo y ancho del país. Nunca los opresores les concedieron la autoridad tradicional que les correspondía. Pero ahora les quedaba restituida y debían ser llamados para preguntarles si me aceptaban por rey. De todas las bocas escapó un jubiloso clamor que me proclamaba heredero, legítimo Rey, Señor y Regidor del Reino.

Quise, en la primera ocasión, cumplir una promesa que me tenía hecha a mí mismo, y fuera la primera disposición que tomé: nombrar a Penda obispo de Vallcluyd: deseaba que fuera él quien me coronase. Sabía que representaba la gran ilusión de su vida, y así me lo testimonió de rodillas, abrazado a mis piernas, mientras derramaba tiernas lágrimas. Nuestro obispo innominado revistió a Penda y le consagró con satisfacción, pues que él era conocedor de estas ilusiones y promesas, y nadie lo merecía con mayor justicia que mi fiel tane.

Tuvo lugar la coronación después de la Asamblea. Las manos consagradas de Penda colocaron sobre mi cabeza la pesada corona recibida de mi padre, el rey, y el cetro en mis manos. Le ayudaba el obispo innominado. Todos los presentes lloraban de emoción. Mis tanes vinieron, al concluir la ceremonia, para renovarme el juramento. Allí mismo, sobre el altar, concedí a todos ellos el título de aldormanes; cada uno gobernaría sobre una quinta parte del reino, que sería señalada después.

Finalizado el ritual llamé a Ethelvina. Avanzó majestuosa hasta las gradas del altar, con todo el esplendor de su belleza. Desde allí proclamé que iba a celebrarse nuestro matrimonio. No hubo vítores ni júbilos por lo sagrado del lugar, pero un murmullo de aprobación se extendió sobre los asistentes. Siempre con la ayuda del obispo innominado, Penda llevó a término nuestra unión.

Convertida ya Ethelvina en mi reina, vuelta para recibir la sumisión y parabienes de los presentes, que representaban al reino, vine en anunciar que en adelante nuestro reino y el de Ivristone quedaban fundidos, que pasarían a denominarse los Dos Reinos. Y que en virtud de la autoridad que el cielo me había conferido nombraba a mi fiel y prudente Cenryc Oficial Mayor de los Dos Reinos, que sería el cargo mayor después del rey; Aedan vino a convertirse en Gran Senescal de Guerra; Teobaldo en Gran Chambelán para armonizar el gobierno de los dos reinos fundidos; y a Penda prometí, para cuando tomase las órdenes, nombrarle arzobispo primado de los Dos Reinos, para lo que solicitaría la aprobación de Roma.

Constituí el Consejo del Reino, al que por derecho pertenecían mis cinco aldormanes y el obispo innominado, amén de otros nobles que ya designé desde aquel instante, pues se hallaban presentes, más otras personalidades cuyo nombramiento se anunciaría más tarde.

Concluyeron finalmente las fiestas, que fueron espléndidas. Todos mis vasallos rivalizaron en proveernos de víveres, contribuyendo con largueza, testimonio del gran gozo que les embargaba. Y cuando se ausentaron camino de sus hogares, pues el invierno amenazaba y muchos tenían por delante largas jornadas hasta su destino, nos quedó la tarea de reorganizar la paz.

Ethelvina no manifestó gran intensidad de sentimientos por el logro de sus más caras ambiciones. Siempre tuvo gran dominio. Pero había en ella un renovado ardor durante nuestra intimidad. Libremente expresaba allí el regocijo de su espíritu, vencida una tenue barrera de pudor o de cálculo, que con Ethelvina nunca se estaba seguro, que hasta entonces atemperase sus ambiciones. Sentirse Reina de los Dos Reinos le colmaba de dicha tal que sin pretenderlo, o proponiéndoselo, me transmitía la violencia de su propia felicidad. Pues esta superación de su propio placer y el mío no la conocía hasta ahora. Y aunque me quedaba sometida por amor, parecía saturada de una ambición con límites. Que todo lo tuviera siempre controlado y meditado, enemiga de improvisar: su límite era la cima, pues aspiraba a alcanzar la cumbre que se ofrecía ante sus ojos.

Reconozco que era impulsora y artífice de nuestro poder: suya era la creación de los Dos Reinos. Conseguido ya el título de reina tan ansiado, se extendía en concebir nuevos planes. Nuestro viejo país se encontraba distribuido en cinco reinos. En los tiempos antiguos fueron sus primeros pobladores los armoricanos, venidos desde sus tierras del otro lado del mar, que se establecieron en el sur. Acudieron posteriormente los escitas, aconsejados por los escotos que poblaban la Hibernia, otra isla cercana. Se instalaron en el norte, donde nos encontrábamos ahora.

Tiempo después, tanto se multiplicaron los escotos que debieron procurarse nuevos territorios: vinieron a tierra de los escitas, y se impusieron por ser mayor su número. Y para contentarlos, ya que solo vinieron hombres en la nave, les entregaron mujeres.

Soñaba Ethelvina con reunir todo el país, fundirlo en un solo reino, del que tendríamos cetro y corona. Nos convertiríamos en emperadores. Pero esto requería cuidadosa y paciente planificación. Comenzar por la invasión del Reino del Sur, cuyo viejo y débil rey constituía un peligro para la seguridad de nuestras fronteras, como ya conocíamos por experiencia. Tan vulnerables éramos allí que quedábamos a merced de las hordas vikingas. Además, la debilidad de aquel reino incitaba a los otros dos, que soñaban con anexionárselo. Lo que constituía un desafío y una amenaza. Debíamos emprender la conquista en la primavera, para lograr los Tres Reinos, y tomar la delantera a los otros dos reyes rivales.

Como todavía no era momento de reunir al Consejo, comenzamos informando a los cinco aldormanes y al obispo innominado, ya que habrían de llevar la responsabilidad de la campaña. A todos entusiasmó Ethelvina, a los que prometió más riquezas y tesoros, superiores a los conseguidos hasta entonces, con ser cuantiosos los acumulados por los danés, ahora nuestros. La financiación la teníamos asegurada, unidos los recursos de Ivristone y los del norte, amén de los tributos y cooperación de los nobles, que nos la debían según las leyes, los usos y costumbres. Sobre lo que no existía dudas, visto el amor que nos demostraban. No se atreverían a oponerse a ninguno de los dos reyes, siendo tan considerables nuestros recursos y nuestra fuerza. Y si lo hacían, sucumbirían sin remedio.

Algún día después nos solicitó audiencia el obispo innominado. La concedimos de inmediato, como usábamos con nuestros amigos. Con gran serenidad y determinación expresó la idea de no continuar por más tiempo en Vallcluyd, y rogaba le entregáramos las cartas de presentación pues deseaba ir a Roma a solicitar el pallium, como tenía planeado de antiguo. Se las prometimos y se dispuso fueran redactadas, pero insistimos en que sería nuestro deseo esperase todavía, y Ethelvina porfiaba graciosamente para convencerle, pues que en la primavera habríamos de emprender la nueva campaña.

Fue entonces cuando pareció reflexionar, y finalmente dijo: «Mis señores: vuestra guerra no es mi guerra. Vuestros senderos terrenos os llevan por camino diferente al que debe recorrer un alma consagrada al servicio de Nuestro Señor Jesucristo. Mis pecados son grandes y pienso que ellos han traído la desgracia para algunos seres que me son muy queridos. Deseo ir a Roma en peregrinación para lavar mis culpas, recibir el pallium de manos del Papa junto con su perdón, si soy digno de una recompensa tal, y consagrar el resto de mis días a encontrar a Elvira, para remediar mis errores y presentarme limpio de toda culpa ante Nuestro Redentor, el día que me llame a su lado».

Partió algunos días después, pese al hielo, pues no deseaba demorarse más; antes bien parecía gozarse del sacrificio y riesgo que le imponía el rigor del invierno.

Yo creía adivinar la razón de su prisa por abandonarnos. Aunque implicaba un reproche, lo amaba. No podía olvidar que era el único hombre al que consideraba bendito, envuelto en el resplandor que iluminaba su figura, con la premonición de un destino en el que había estado incluido, o continuaba estándolo, que ahora lo ignoraba, mientras le veía alejarse. Pensaba que si mi predestinación estaba cumplida hora sería de que partiese; si contrariamente se hallaba incompleta, Dios dispondría lo necesario para que volviéramos a encontrarnos. Nadie podía adivinar el futuro, incierto siempre e ignorado. Ethelvina no parecía dudar. Respetaba al obispo a través de mí, pues conocía mi devoción por aquel santo hombre, lo que influía para que expresase su enojo con sólo las palabras de obispo ingrato. Le satisfacía decidiera ausentarse, pues no le gustaba el tono crítico y de reproche que nos había dirigido.

Cuando me sentía triste o preocupado, Ethelvina me decía lamentar como madre el destino de Elvira. Pero escogiera por libre voluntad unirse al rey pagano, de lo que no podíamos culparnos. Encontrábase ahora en su reino, distinguida con tratamiento real, según sabíamos por las esclavas rescatadas en el refugio. A nosotros sólo cumplía gobernar nuestra existencia y apurar nuestro destino, como ella hiciera con el suyo. Si se excluyera por propio deseo, ¿quién podría reprocharnos?

Ethelvina tenía la virtud de sosegar mi espíritu con sus razones. Ignoraba que Elvira llevaba en sus entrañas un hijo mío, y que este recuerdo poblaba de pesadillas algunas de mis noches. En el fondo de mi alma quedaba una perenne interrogante sin respuesta. Una desazón. Una inquietud.

Invadimos el sur en la primavera. Tan simple se auguraba la campaña que no cabalgué al frente del ejército. Lo hicieron Aedan y Alberto; en sólo dos encuentros derrotaron y mataron al rey, y el reino quedó sometido. No sin gran dolor nuestro, pues sucumbió Alberto por una herida recibida en el costado, inferida por un simple peón que le atacó por la espalda cuando tenía trabada contienda con un caballero enemigo. Ignominiosa hazaña la del peón. Jamás he lamentado tanto un triunfo, al privarme de uno de mis queridos aldormanes. Le tributamos todos los honores que son debidos a los héroes.

En el verano visitamos el nuevo reino para ser reconocidos en aquella corte como Reyes de los Tres Reinos. El proyecto de Ethelvina caminaba hacia su cumplimiento.

Permanecimos un mes en el castillo de Ivristone. Mi reina Ethelvina no cesaba de planificar la paz y discurrir mejor ocasión para la guerra. Meditaba ahora un sueño definitivo: el País de los Cinco Reinos. Y aunque el empeño consumió bastantes años, lo conseguimos.

Pero antes de ser consagrada emperatriz se sintió acometida de repentina enfermedad. Cuantos físicos, alquimistas y astrólogos fueron reunidos, resultaron incapaces para conservarle la vida.

Despidióse de mí con un beso furioso y salvaje, en el que empleó, sin duda, las energías que hasta entonces había conservado, pues en el arrebato de pasión dejó la vida.

Con sus últimas palabras me expresó el orgullo de haber culminado su obra, aunque no le fuera permitido gozarla, pero quedaba yo como Señor y Rey de los Cinco Reinos.

No mencionó a Elvira.

En estos últimos años no había sido pronunciado su nombre en nuestras conversaciones.