VII

Tres semanas permanecí privado. Pero referiré los acontecimientos por el orden en que sucedieron, según conocí después, para evitar confusiones al que leyere.

Desconfiado en la guerra y en la paz, el fiel Teobaldo marchó hacia el sur receloso por dejarme con la única protección de la guarnición del castillo. La atención fija en los bastardos y sus amigos, contra los que jamás dejara de prevenirme, y a fe que andaba cierto.

Destacó exploradores tan pronto hubo avanzado lo suficiente, pues deseaba obtener una orientación cabal antes de alcanzar las guarniciones. Éstos le confirmaron, según regresaban apresuradamente, que unos antes y otros a continuación, los bastardos y sus compañeros se ausentaron de los enclaves. Nadie conocía su destino, pero sí que cabalgaban en la misma dirección.

No esperó más. Mandó volver grupas y, con paradas sólo para que descansaran los caballos, pues los caballeros dormían sobre la marcha, emprendieron el regreso al castillo. Por el camino envió mensajeros a las fortalezas con órdenes de que convergieran un millar de soldados sobre Ivristone. Pues si ignoraba lo que pudiera suceder sospechaba gran traición. Como a los otros tanes, su honor le impulsaba a salvaguardar a su señor, mientras se reprochaba haberme dejado sin protección adecuada, aunque fuera por obediencia.

Seguido por aquella tropa cabalgó delante con su escolta de sesenta guerreros de nuestra mesnada, pues el menor número y la ansiedad por mi suerte les concedía mayor velocidad.

En la amanecida del día siguiente al que se consumara el asalto avistaron Ivristone. Pero los invasores habían huido. Avisados por los vigías, pues Thumber no podía descuidar la vigilancia en semejante ocasión, abandonaron el castillo de retirada. Teobaldo sólo encontró las ruinas del saqueo, esparcidos cortinajes y muebles, arrancadas lámparas y panoplias, derribados los escudos y armaduras, restos afligidos de una tormenta que le estrujó el corazón al contemplar los cuerpos inertes de gran número de servidores, encadenados y heridos, atados a las columnas para ser testigos de aquella noche de orgía pagana en que sus mujeres fueron forzadas, las cuales aparecían destruidas, errantes unas, inmóviles otras, envueltos todos en un infierno de gemidos y lamentos, perdido el vigor de los cuerpos y la conciencia del alma.

Sumido en sombríos presagios mandó desatar a los desgraciados y prestarles alguna ayuda. Dedicóse él a buscar entre los cadáveres esparcidos por el gran salón y otras dependencias, y hasta en la misma capilla, donde todavía le causó mayor confusión encontrar los cuerpos de los bastardos y los nobles levantiscos. Acostumbrado a enfrentarse gloriosamente con la muerte en el campo del honor, le sobrecogía aquella hecatombe. Y le atenazaba el corazón cada vez más no encontrar signos de lucha en todo el recinto, ni mis restos, ni los de nuestra señora Elvira, ni tampoco a Ethelvina. Por lo que concibió la idea de que la horda pirata nos había arrastrado como cautivos para solicitar rescate. Y quedaba fuera de toda duda que les acompañaron los guardias del castillo, pues ni uno solo aparecía. Dispuso que el cuerpo de guerreros de Ivristone se desplegase en seguimiento de los piratas. Pero retuvo trescientos soldados para engrosar nuestra mesnada. Y con tales fuerzas pensó seguir a Thumber, pues ninguna duda tenía sobre el autor de tan audaz y salvaje hazaña, culminada gracias a la traición de los cristianos. Si bien le confundía haber encontrado los cuerpos sin vida de los bastardos y sus secuaces, a los que pensaba autores de la felonía. Cuestión que no podía preocuparle ahora en exceso, pues que se imponía salir en mi defensa sin perder tiempo.

Montaba el caballo cuando le avisaron que su señor, Ethelvina y sus damas, los ancianos consejeros supervivientes y hasta nuestro santo obispo, yacían sepultados en las mazmorras, adonde acudían criados para liberarles. La cabalgada de Ivristone ya se había adelantado en persecución de los huidos. Él bajó al sótano para comprobar las noticias.

Ethelvina abandonó la celda con premura tan pronto abrieron la puerta. Dejó atrás a sus damas, que ya eran viudas. Subió aceleradamente por las pinas escaleras en procura de sus dependencias, donde tuvo la inmensa alegría de comprobar que los piratas no descubrieran la cámara secreta en que reposaba intacto el tesoro. Esto le valió las críticas de la corte, pues lo había antepuesto a conocer el destino de su propia hija, por la que no llegó a preguntar ni manifestar preocupación alguna en aquellos instantes iniciales.

Sus damas corrieron a encontrar los restos de sus esposos muertos en la capilla. Les lloraban desconsoladamente, con grandes manifestaciones de dolor. Nunca podríamos sospechar si por las mentes de tan frívolas hembras cundía la idea del modelo de tocas de viuda que debería confeccionarles Monsieur Rhosse, el cual surgió todo medroso, empavorecido y entumecido por la larga permanencia en el escondite que le salvara la vida. Aunque pienso se hubiera librado igual, pues que los bárbaros sienten la misma reverencia por los indefinidos que por los locos, a los que consideran sagrados. Mas Monsieur Rhosse debía de ignorarlo cuando no pensó en cerciorarse. Y pues fuera testigo de la noche salvaje se convirtió en el descriptor único e ideal; los demás le atosigaron para que, sin abandonar sus expresiones características, sus aspavientos y desprecio por la violencia, malos modos y obscenidades de semejantes bárbaros paganos, relatase cuanto vieran sus ojos, que todavía no lo creía él mismo. Tamaño había sido el espectáculo. Fueron las viudas quienes más le estrecharon para que lo contase, salpicado el relato con gestos provocados por el horror y la abominación de lo contemplado. Pensaba, por la insistencia que ellas ponían en forzarle a explicarse, que pudiera existir alguna secreta complacencia, que enigmas existen en los espíritus que jamás llegaremos a desentrañar. Y aquellas damas bien demostrada me tenían su livianeza, aunque otra apariencia se esforzasen en mantener cuando se encontraban en el salón con Ethelvina.

Ya me rodeaban algunos servidores cuando llegó Teobaldo. El santo obispo permanecía arrodillado a mi lado, sumido en oraciones. También Teobaldo inclinó la rodilla tras comprobar que me hallaba con vida; resbalaron por sus mejillas las lágrimas y besaba mis manos y mi cara dando gracias a Dios por haberme salvado.

Mientras lamentaba el estado en que me encontraba y maldecía a los traidores y a nuestro mortal enemigo, mandó que una docena de soldados me trasladaran en sus brazos a la cámara, arriba, donde Ethelvina cuidó de que fuera acondicionado y atendido. Mas Teobaldo no permitió que me tocasen otras manos sino las suyas y las de nuestros guerreros, algunos de los cuales permanecieron en el aposento, apartados pero visibles, y con otros guarnecieron todos los accesos exteriores. Aun con gran respeto por su condición de mujer y de regidora, hizo ver a Ethelvina que mientras su señor permaneciese inconsciente cumplía a él mi salvaguarda, lo que entendió la señora, que respetaba a Teobaldo y le comprendía. No obstante extremó su celo, y en compañía de sus doncellas atendió al menor de mis cuidados. Los físicos y sanadores dictaminaron que no había daño alguno en mi cuerpo y que el reposo recuperaría mi espíritu y me devolvería a este mundo.

Lo que, afortunadamente para todos, sucedió por fin. Aunque todavía transcurrieran algunos días antes de darme cuenta de la tragedia, de la burla a que me sometiera aquel azote de Dios: tras humillarme y deshonrarme me había arrebatado a mi muy amada esposa, la santa Elvira, mi queridísima doncella. ¿Cómo pudo transformarse de repente, pues era débil y sutil, hasta dominar el tumulto e impresionar al demonio vikingo, al que sabía mi enemigo mortal, y llegar a contraer con él matrimonio? ¡Golpe funesto fuera conocer la historia! Dudaron en contármela, mas finalmente el obispo cumplió el que resultara el más penoso de todos sus deberes, que tanto me dolió su propio sentimiento como mi sorpresa, rabia y estupor. ¿Pues cómo consintiera ella desposarse con un tal salvaje? ¿Dónde quedaba nuestro amor?

Nunca existió caballero más infortunado que yo. Condensadas todas las desgracias en su plenitud se derrumbaban sobre mí. Atormentado por desconocer las razones de Elvira, me era incomprensible su determinación cuando existía entre ambos un secreto que nos ligaba para siempre. El santo obispo me contemplaba compasivo, e intentaba aliviar mi dolor con el reflejo balsámico de su santidad; me confortaba con santas palabras de Dios y de los Evangelios, de los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz, cuando en torno suyo se le derrumbó todo el mundo en que se había desenvuelto, pues era su dolor mayor que mi dolor ya que no hubo jamás otro semejante, ni lo habrá.

Resultaba posible hablar libremente, pues hacía días que los guardas de vista abandonaran la cámara donde me encontraba ahora sólo con el obispo. ¿Llegaba él a comprenderlo?

«Me doy cuenta cabal, mi señor, pues que conozco vuestro secreto, que me revelasteis durante vuestro delirio en la mazmorra. Y he cuidado que nadie más lo conozca: habéis perdido una esposa y un hijo.»

Demandé al obispo considerar la materia secreto de confesión y así lo hizo. Aunque no aclararlo contribuyera a que Teobaldo y otros me considerasen torpe.

Todavía se sucedieron muchos días antes de que se me permitiera abandonar el lecho. Atormentado por la sola ocupación de pensar, medir, pesquisar los móviles y motivos que desencadenaron los acontecimientos. Me di cuenta de la indiferencia de Ethelvina por la suerte de Elvira, aunque se mostrase amorosa en cuidarme. La tropa que saliera en persecución de Thumber regresó fracasada, pues nunca lo alcanzaron. Se habían llevado a Elvira con sus doncellas, y nada sabíamos.

¿Sería cierta la sospecha que me surgía? ¿Habría sido traición de Ethelvina? Me parecía leerlo en el fondo de sus ojos. Y capaz lo era, si ello servía a su ambición. Más todavía si lograba eliminar a su rival, como sospechaba Elvira. Dudas, horribles dudas que me laceraban sin que hallara explicación. Aunque no lograba unir la consecuencia entre el comportamiento de Ethelvina, si obra suya era la traición, y la decisión de Elvira, pues que con ello no solamente servía a los deseos de su madre, sino que revelaba un desamor hacia mí que me era imposible admitir. Pues nos unía el hijo que llevaba en sus entrañas, nuestro hijo secreto, al que lloraba ante el presentimiento de que jamás lograría conocerle.

La guarnición del castillo era numerosa. Ahora se incrementó por la llegada de Cenryc al frente de un millar de guerreros de nuestra mesnada. Se pusieron en marcha tan pronto les llegó la noticia. Cenryc hizo valer su autoridad para que Aedan, Alberto y Penda cubrieran los Pasos de Oackland con el resto de las tropas, pues todos querían acudir para reunirse con su señor, morir o perseguir a Thumber para vengarme, como estaban obligados.

Le contemplaba ahora, acrecentada su prudencia y sabiduría por los años, fuerte y vigoroso todavía, famoso guerrero cuya espada era justamente temida. Mostraba honda alegría al encontrarme salvo, por lo que me abrazaba y besaba y humedecía mis mejillas y manos con sus lágrimas. Mucho me confortó, pues seguía amándole como a un padre.

Enterado por Teobaldo de cuanto ocurriera quiso levantar mi ánimo y el de Ethelvina, informándonos de que contaba con una extensa red de espías en el Reino del Norte, a los que ayudaba el pueblo, que odiaba a los vikingos. Sabía que Thumber poseía un refugio para invernar en un lugar escondido y protegido de la costa, donde quedaban las tropas que no regresaban a su país. Raegnar le apreciaba, como es sabido, por la ayuda recibida para la conquista del reino. Cenryc estaba seguro de que se había marchado al refugio sabiendo que Avengeray, con toda la tropa, le perseguiría si se mantenía al descubierto y era localizado. No así en el secreto refugio, bien disimulado, donde los barcos quedaban ocultos desde el mar por unos promontorios que encerraban una profunda ensenada. Podíamos reunir la mesnada y atacarle para acabar con Thumber y su horda, y rescatar a la princesa.

Tan evidente era su propósito de infundirnos una ilusión como la dificultad de llevarlo a cabo. Pero se los agradecí, bajo promesa de considerarlo, y mucho insistí en que sus noticias me daban la vida. Lo que resultaba cierto, pues de nuevo retornó la esperanza, haciéndome resurgir desde las profundidades de mi cavilación.

Quedó Ethelvina cuando todos salieron. Nos contemplamos. Era el primer momento en que nos encontrábamos solos desde el suceso que nos atormentaba. Se me acercó amorosa y murmuró que, al existir esperanzas de recobrar a Elvira, levantase el ánimo, pues era llegado el momento de poner en marcha nuestro plan secreto, ya que todo estaba dispuesto, incluso la justificación de nuestra invasión. Difícil fuera encontrar motivo más convincente para levantar en armas a todo el Reino de Ivristone, unidos todos en espíritu. Debíamos contar con recuperar a Elvira, pues, caso contrario, de nada valdría sumirse en la desesperación, aunque siempre me ayudaría a olvidar con la inmensidad de su amor. Con Elvira o sin ella podíamos ser felices. Ahora tomaríamos ventaja de la ocasión para formar el País de los Dos Reinos y llegar a convertirme en el rey más poderoso del territorio.

Ethelvina era efusiva en sus besos y caricias mientras me hablaba, con la intención de contagiarme su entusiasmo y seguridad. Nos aguardaba una tarea ingente que bien merecía el esfuerzo de sobreponerme a la adversidad, pues que el final se nos ofrecía glorioso.

Me parecía que no deseaba la aparición de su hija, aunque disimulase y lo supeditara al futuro. En el fondo de su intención adivinaba sus ambiciosos proyectos circunscritos a nosotros dos, si bien nombrase a Elvira para tranquilizarme. O quizás los proyectos los concebía para ella sola, y me incluía como un colaborador imprescindible para lograrlos. ¿Estaría al fin en lo cierto Elvira, cuyas terribles sospechas consideré siempre producto de su debilidad e inocencia?

Volcánica y ambiciosa se me aparecía Ethelvina, poseída de pasión. A duras penas lograba contenerse, disfrazar el fondo de sus íntimos pensamientos, limitados en el punto que la astucia le aconsejaba para no poner en peligro su consecución. Aunque lo peor era, y ahora en la distancia del tiempo me doy cuenta, la desaparición de los ideales conforme al paso de los años, combatidos por la cruel disyuntiva de comer o ser comido. Cuerpo y alma, elegir era mi problema. Sostenía un combate supremo entre los instintos de mi cuerpo y las inclinaciones de mi alma, para descubrir con pesadumbre, y hasta con horror, que todavía era más fuerte la ambición que el deber mismo.

Estuve sumido todo el día en profunda meditación. Cuando apareció Ethelvina hube de reconocer que sus cuidados habían contribuido más que los de cualquier otro a fortalecerme y animarme. Le hice presente que era sospecha de la corte, así como de mis fieles tanes y aun no mintiera añadiendo que de mí mismo lo era también, que participara en la traición y fuera ella quien la acordara con Thumber. Nunca la encontré más convincente. Antes que impresionarse reaccionó más amorosamente que nunca, con la mayor expresión de sinceridad y dulzura en sus palabras. «¿Cómo pensáis tal monstruosidad, Avengeray? Lo comprendo en los demás, pero me duele escucharlo en vos. Si hubiera sido mi propósito mataros, Thumber no os hubiera perdonado. Olvidáis que yo os necesito y os amo más que a nada en mi vida. Creedme. Os soy fiel. Y os deseo. Quisiera permanecer siempre a vuestro lado. ¿Cómo podéis explicar tal sospecha?»

«Porque Thumber no obró como vos deseabais. No pensabais matarme, sino a Elvira.» «Volved en vos, Avengeray —replicó paciente y sin perder el tono dulce de su voz y el gesto amoroso, que me parecía más bella que nunca en aquel instante— Elvira no fue muerta, recordadlo. Y fue ella quien decidió el casamiento con Thumber. Quizás se dio cuenta de que no os amaba lo suficiente.» «No es así, sino que al creer que pretendíais matarme se sacrificó comprando mi vida con su matrimonio. Ésa fue la causa de que Thumber os traicionase, pues se ciñó a sus deseos y no a los vuestros. Lo que debíais sospechar desde el principio a poco que le conocierais.»

No se alteró su semblante, mas pareció meditar. Y pasados unos instantes dijo: «Voy a demostraros mi inocencia, Avengeray. Os juraré sobre los Santos Evangelios que ignoraba totalmente la traición y nunca tomé parte en ella. La maldición de Nuestro Señor Jesucristo caiga sobre mi alma si miento. ¿Me creeréis entonces?».

«Creeré. Pero el juramento debe ser hecho en la capilla, en presencia del obispo y mis fieles tanes Cenryc y Teobaldo.»

El semblante bello, sonriente y afable, no demostraba preocupación alguna aunque estuviese ocupada en cuestiones graves que afectaban al Estado y a su alma. «Lo haré, pues que me lo pedís. Pero algo debéis darme a cambio: un juramento secreto ante mí, sobre los Sagrados Libros: si una vez reconquistado el Reino del Norte no halláramos a Elvira, nos uniremos en matrimonio y seremos proclamados reyes de los Dos Reinos.»

Trajo los Evangelios e hicimos el juramento, que quedó entre los pactos secretos que presidían nuestras relaciones desde el principio. Informé al obispo y a los tanes de la jura que había de hacernos la señora. Una semana después tuvo lugar, cuando ya los médicos me autorizaron a abandonar la habitación. Satisfizo a los tanes, quienes mantenían su expectación sobre la propuesta que me hicieran de atacar el refugio de Thumber con nuestra mesnada, pues para nada contaban con las fuerzas de Ivristone. Me reclamaban, de tal modo, que olvidase los lazos que me ataban y me ocupase de nuestras propias obligaciones, a las que estábamos sujetos por el juramento hecho a mi padre, el rey, antes de morir.

Gran contento recibieron ambos tanes y el obispo cuando conocieron en presencia de Ethelvina y en reunión privada en la cámara de la señora, que no solamente recordaba el compromiso, que me era sagrado, sino que ni por un solo momento había dejado de procurar su mejor realización. Así, además de nuestra mesnada, contábamos con todas las fuerzas de Ivristone pues era la señora nuestra aliada, ya que tanto como a mí mismo le importaba recobrar a su hija.

Cenryc me abrazó emocionado y me confesó que su alegría resultaba más crecida que la de los demás por cuanto había sospechado que la blandura de la vida cortesana tenía relajados mis deberes. Comprobar lo infundado de la sospecha le reforzaba en el orgullo que sentía de hallarse ligado a un señor tan fiel para sus amigos como para sus enemigos.

Afrontadas las tropas y la escuadra que mandáramos construir, y los barcos aportados por los nobles, sólo importaba discurrir la táctica apropiada. Y como eran mis tanes expertos en concebir campañas guerreras, pronto maduramos un plan. No escatimaban su satisfacción al disponer de una tan numerosa fuerza, bien equipada y con abundante intendencia en depósitos de alimentos distribuidos por el país para subvenir a las necesidades de una tan grande concentración. Además, contarían los víveres que pudiéramos recoger sobre el terreno. Que no iban a faltarnos dentro del Reino del Norte, pues me aseguraba Cenryc la colaboración de los paisanos y campesinos, que nos aguardaban siempre como libertadores, pues jamás perdieron la esperanza de mi regreso, que era una leyenda entre aquel pueblo que recordaba su historia.

Dispuse que los dos millares de hombres concentrados en las proximidades del castillo fueran embarcados para atacar el refugio de Thumber. Mandamos desplazar tropas hacia los Pasos de Oackland y se enviaron mensajeros al genial Aedan, como cabeza de la mesnada, para que se procediera en la siguiente forma: reservada suficiente guarnición para custodiar los pasos, el resto debía adentrarse en el Reino del Norte al mando de Alberto y, emboscados por la zona montañosa, dirigirse al refugio secreto del pirata para cerrarle el paso hacia el interior del territorio cuando fuera atacado desde el mar. Llegado el momento, y a tal fin se dispuso la sincronización necesaria, podríamos atajarle desde un principio mediante un ataque simultáneo. Excusado quedaba recomendar gran secreto. Cenryc encareció mucho se valiese Aedan de la red de espías para propalar noticias convenientes, a fin de conseguir que el pueblo llano colaborase matando a los de Raegnar, para impedir que conocieran los movimientos de nuestra expedición.

A un tiempo, las tropas de Ivristone, compuestas por diez mil soldados, al mando de Aedan y Penda, avanzarían sobre el castillo de Vallcluyd, mas no tan deprisa que sorprendieran a Raegnar, a quien debían atraer sin perder nunca el contacto con nosotros, para entablar batalla cuando hubiéramos concluido con Thumber y pudiéramos situarnos a su retaguardia, para aniquilarle también con un doble ataque. Revisado el plan cuidadosamente, todas las órdenes fueron cursadas, con la esperanza de que funcionase eficaz y dentro de los plazos señalados.

Nos llegó desde Oackland la respuesta de Aedan: la mesnada se encontraba dispuesta y los mensajeros prontos, con suficientes relevos para asegurarnos la comunicación dentro del más breve tiempo posible, lo que resultaba vital en una campaña como aquélla.

Y finalmente llegó el día en que toda la máquina de guerra se puso en marcha. Ethelvina montó un palafrén y se situó, junto a nosotros, al frente de la tropa.