Lucha en dos frentes, sometido a gran tensión de ánimo: la ambición me empujaba hacia Ethelvina; el amor, imán poderoso, me atraía hasta Elvira. En ambos me complacía luchar.
Era la de Ethelvina una convivencia grata; concebía y desarrollaba en su compañía los planes de Estado y los mil proyectos que su imaginación fértil discurría. Sazonado todo ello con la pasión que salía de la alcoba y le circulaba como fuego por las venas hasta encenderle el corazón, entusiasmada con los preparativos, ya casi concluidos, para el ataque.
Como Raegnar tanteaba esporádicamente nuestras defensas en los Pasos de Oackland, y los piratas no cesaban en sus incursiones merced a bandas reducidas que asolaban los territorios, causaban la muerte de los paisanos y la desolación de sus casas y las cosechas, nuestros movimientos de tropas quedaban justificados: despliegue defensivo, reforzar guarniciones y cubrir puntos estratégicos sin levantar sospechas en el enemigo, ignorante de los verdaderos propósitos que nos guiaban.
La felicidad despertaba la imaginación de Ethelvina, que urdía planes sin cesar, unidos los tres en un destino. El poder y la gloria habrían de agigantarse conforme las tropas engrandecieran el reino.
Me contagiaba su entusiasmo. Contribuía a que acudiese a ella con mayor ardor, pues encontraba una regidora inflamada por el arrebato de sus planes de Estado, y una mujer sabiamente caldeada de pasión. Lo que había acrecentado su belleza, pues ahora irradiaba luz.
Mas, sería ambición lo que me impulsaba hacia ella. Pues amor, que brotaba poderoso en mi interior y me renovaba, me llevaba hasta los brazos de Elvira. Quien vivía en tal excitación que apenas si el sueño le cerraba los párpados alguna vez; pasaba las noches entre congojas y temores. Tenía por cierto el daño que podía recibir y recelaba. Pues de morir, explicaba, Ethelvina tendría resuelto el porvenir que ansiaba.
Insistía yo en que ningún daño le sobrevendría de su madre, que la amaba. Apenas si concedía crédito a estas palabras, pues juzgaba que mi propósito era sólo consolarla. Suspiraba y se estrechaba entre mis brazos. El problema, pues el daño era ineludible, consistía en conocer hasta dónde sería capaz de alcanzar. Para concluir que Ethelvina no reconocía límite: acabaría aniquilándola. Y su gran sentimiento era pensar que entonces me vería privado de su amor, y mi existencia sin oriente. Sacrificaría gustosa su vida por favorecerme, si estuviera en su mano. Porque Ethelvina era fría, audaz, inteligente, maquinadora y realizadora en la sombra de astutos planes. Todo lo cual ya me era sabido. Mas, conocía su complacencia con la situación derivada de nuestro acuerdo. Mientras Elvira se perdía por el vericueto de la adivinación, intranquila por ignorar los proyectos, el modo y momento en que su madre desencadenaría la venganza, con lo que vivía en un permanente terror. Pues inútiles resultaban mis esfuerzos para tranquilizarla, refiriéndole los planes de Ethelvina que nos incluían a los tres. Elvira llegaba a decir que, en casándonos, cuando fuera a la guerra se refugiaría en un monasterio hasta que pudiéramos reunimos en una nueva corte, lejos y a cubierto de su madre.
Me confortaba pensar que su estado era propio de su juventud y desconocimiento de los tortuosos caminos de la vida. Aunque me causaba gran sufrimiento. Lo que me empujaba a participar de corazón y con calor en los planes de Ethelvina, que colmaban mi ambición. Y he de confesar, pues me prometí escribir esta historia con sinceridad, que su rendido amor me halagaba, lo que me inducía a participar de su entusiasmo por el futuro glorioso que estábamos construyendo. Nos compenetrábamos hasta incardinarse en mí su ambición.
Cuatro semanas transcurrieron, unas lentas, otras vertiginosas, entre la entrevista y el plazo señalado para nuestra boda. Representaron una escalera por donde ascendían todas las expectativas. Y pues cuanto estaba sucediendo entre nosotros lo desconocían en el castillo, por el obispo innominado supe las dudas que los ancianos consejeros plantearon a la señora: notorio era que en su momento no me guió ambición por el trono, sin embargo ¿no parecía mi actual conducta un intento de llegar a él a través de la princesa Elvira? ¿No podía juzgarse, entonces, que desarrollaba un calculado proyecto, tanto más peligroso cuanto poseía el mando supremo de todo el ejército? ¿Hasta dónde era prudente arriesgarse a tal posibilidad?
Replicó la señora que eran razonables sus dudas, pero al no ser posible prescindir de mí sin grave quebranto para el reino, usaba de todos los recursos que el Estado puede esgrimir para conducir los acontecimientos en su provecho. Con lo que concluyó la reunión sin revelarles sus ideas. Y me quedó la preocupación de si se debía a esperar el momento apropiado para descubrirles nuestros proyectos, o si, como se temía Elvira, obedeciera a otras razones que hasta yo mismo ignoraba, pese a la extremada confidencia de nuestras relaciones. Incierto resultaba, mas tenía cuidado en no declarar mis pensamientos al obispo, y los ocultaba también a Elvira. Pero vestía cota de mallas y portaba espada y puñal. La guardia permanecía día y noche en los accesos a la cámara de mi amada, y estrechaba los cuidados con Teobaldo, pues visitaba con él la guarnición del castillo, a la que se mantenía en permanente entrenamiento, todo a punto.
Las ideas de la corte recorrían otro sendero. La proximidad del fin de aquel período de luto acrecentaba la animación de la cortesanía. Las cenas cada vez eran más lucidas, mayor el ánimo de las damas reflejado en el creciente ritmo desplegado en sus talleres de modistas y bordados, donde las criadas trabajaban sin descanso para dejar dispuestos los modelos diseñados por Monsieur Rhosse, quien andaba más ocupado que yo mismo. Con lo que parecía muy feliz.
Lograba convencer a Elvira alguna noche para acudir a la cena. Aunque accedía sólo por contentarme. Entonces brillaba con el candor y la belleza que la ensalzaban sobre todas las otras damas, lo que les despertaba la envidia. Se hacían lenguas del amor que me mostraba, así al contemplarme con los ojos entreabiertos de ensueño o mientras danzábamos o conversábamos, que lo hacíamos sin palabras, y era entonces cuando más unidos nos sentíamos. Hasta olvidarnos de todos y sentir la pura expresión de la felicidad.
Mis preocupaciones en nada se parecían a las que imperaban en la corte. Si los ataques de Raegnar no revestían peligro, las noticias procedentes de la frontera sur me causaban inquietud. Nunca he sentido temor por la guerra. Enfrentarme a un ejército, aunque fuera numeroso y fuerte, me estimulaba siempre. Pero desconocía ahora la clase de enemigo que nos estaba atacando. Un panorama confuso. ¿Cuál era el número y quiénes sus líderes? ¿Cuáles sus planes y ambiciones? Parecía como si nuestras guarniciones resultasen incapaces de controlar la situación en sus territorios, de facilitarnos, cuando menos, informaciones ciertas y fidedignas. En tal incertidumbre me debatía cuando recibí noticias más concretas que, si iluminaron mi desconcierto, aumentaron mi intranquilidad: entre las hordas aparecía Thumber, maestro en la estrategia, zorro astuto, Oso Pagano. Los partes revelaban que de un día para otro atacaba a 100 millas de distancia. ¿Cómo resultaba posible desplazarse a tal velocidad? Demostraba su habitual astucia y lograba espléndidos botines. La región estaba siendo asolada a hierro y fuego, lo que no era usual en el vikingo, quien respetaba el territorio y a los habitantes si lograba buen recaudo, pues, ¿de dónde iba a obtener botín la siguiente vez, si no? ¿O estaría preparando la invasión de algún aliado?
Se evidenciaba la ineficacia de los informadores o de sus fuentes, los capitanes de las guarniciones; alguna de ellas estuviera en peligro de exterminio. Me asaltó la sospecha de que todo pudiera obedecer al propósito de confundirme. Lo suponía enterado de mi estancia en Ivristone y la tarea que me ocupaba. Al empobrecer el reino con aquella táctica lograba a la vez un efecto más inmediato: las guarniciones habían de ser avitualladas desde lejos.
Ethelvina convocó una asamblea con los ancianos consejeros y cuantos nobles pudieron acudir. Describió con alguna exageración los peligros que corría el reino, la amenaza de sus enemigos, la justificación de nuestro rearme y el fortalecimiento del ejército real, la colaboración que se esperaba de todos los nobles y el apoyo debido para cubrir las necesidades del Estado, que se desvelaba en un esfuerzo continuo. Anunció que mantenía su absoluta confianza en el Gran Senescal de Guerra y, pues la seguridad del reino se hallaba en sus manos, en vista del gran amor que profesaba a su hija, la princesa Elvira, según era notorio en la corte y en todo el reino, había decidido ligar al caballero Avengeray a la Corona, mediante el matrimonio con la princesa, enlace que se celebraría al concluir el período de luto habido por la muerte del glorioso y nunca bastante llorado rey Ethelhave.
Gran habilidad tuvo para escoger el momento apropiado de exponer la situación que cumplía a nuestros planes, cuando el peligro exterior explicaba todo el esfuerzo que se llevaba a cabo para reforzar al ejército y las fortificaciones, con lo que se pretendía no despertar sospechas en los enemigos exteriores y justificarse ante los súbditos propios, a la vez que se lograba el apoyo económico de la nobleza, y sus aportaciones en hombres, armas y víveres. De igual modo estaba calculado aprovechar otra oportunidad para alegar la necesidad de invadir el Reino del Norte, obligado por aquel Raegnar viejo e inhábil, combatido internamente por sus propios nobles, a los que sin duda pensaría mantener ocupados.
El anuncio de la boda no calmó los temores de Elvira, terne en sospechar maquinaciones de su madre, por lo que se debatía en una constante fiebre de noches convulsas en mis brazos, único refugio a sus pesadillas y terribles presagios.
En la corte, la noticia obró la renovación de sus ilusiones para una fiesta que ya vaticinaban desde antes. Aunque ahora los preparativos de cada dama se veían acelerados. Era llegado el momento estelar de aquel Monsieur Rhosse, quien jamás ciñera espada ni embrazara escudo, ni se ocupara de más artes que las femeniles, mimado y querido por las damas tanto como vilipendiado por los caballeros. Pese a lo cual ascendiera a dignatario cortesano, que hasta despachaba con Ethelvina en su cámara, honor a pocos reservado, por lo que se preciaba ser su más ferviente servidor, y además de confeccionarle vestuario con tanta pompa y lujo como ninguna otra dama pudiera alcanzar, alardeaba de merecer su amistad, de prestarle destacado interés y considerarla la más bella. Como esta última razón resultaba cierta, pensaba si con ella se ofenderían las damas. Aunque tenía aquel hombre la virtud de no levantar despechos femeninos, pues presumían que respondían sus palabras a obligada lisonja hacia la señora. Si alguna vez embromé a Ethelvina me replicó con un mimo, e intentaba apaciguar unos celos que yo no sentía pero que ella se gozaba en suponer, declarando que el galán era tan delicado, sensible e inofensivo como cualquiera de sus doncellas. Pero un genio que convenía cultivar, pues se bastaba para mantener distraídas a todas las damas de la corte, con lo que les impedía, al desarrollar su frivolidad, pensar en cuestiones de mayor importancia que pudieran envenenar la mente de sus esposos, a los que nosotros procurábamos mantener ocupados. A los que al evitarles el ocio se impedía también lo dedicasen a robar y saquear, o asesinaran a quienes les estorbaban, y cometieran tropelías con sus huestes.
Peor todavía si se ocupaban en perseguir doncellas, promover traiciones y complots. O embriagarse en los banquetes, lo que era fuente de mil conflictos, pendencieros y revoltosos, asaltantes de caminos emboscados para sorprender a sus enemigos y matarles y robarles, violar a sus mujeres, o asesinarlos durante una partida de caza, por los bosques y los caminos. Que todo ello servía de divertimento de nobles holgazanes.
Aprovechaba yo alguna ocasión, ahora que las damas tan ocupadas parecían, para salir al bosque con una docena de escuderos, sin olvidar mis halcones y perros para perseguir al corzo y al jabalí, cazar el zorro, ejercitar el caballo y realizar ejercicios de armas. Entre tanto aguardaba noticias del sur, donde enviara mensajeros con la esperanza de aclarar la situación. Preocupaciones desconocidas para casi todos; apenas si las comentaba con mi fiel Teobaldo y el obispo, pues ambos me guardaban la reserva, y con Ethelvina, que siempre me esperaba.
Más difícil resultaba ahora Elvira, ocupada con sus doncellas, bordadoras y modistas en la confección de sus vestidos y toda su ropa, que cuidaba no fuera vista por nadie, y menos todavía por mí, a quien no estaba permitida la entrada en evitación de los daños que pudieran originarse. Aunque Monsieur Rhosse entraba y salía a su antojo, exultante de satisfacción ante mí por su facilidad de movimientos y mi veda. Elvira, con amorosa mirada, decía ser necesario para que no cayese sobre nosotros maleficio alguno, aunque le apenara. La única condescendencia que se permitió conmigo Monsieur Rhosse, sin duda para endulzar mis dificultades, consistió en confesarme que el vestido de novia prometía ser el más famoso y bello que jamás luciera una princesa.
Si alguna noche logré reunirme con ella fue por poco tiempo, y relajada de la tensión volvíanle los recelos sobre su madre. Me insistía en la amenaza de alguna maquinación, me pedía que no retirase la centinela apostada para defenderla, y exigía a su camarista probar cualquier alimento y bebida antes de tomarlos. A la vez que persistía en que llevase la cota de mallas y fuese armado, pues que en ropas de cortesano me encontraría indefenso contra los sicarios.
Inquietudes que estaban lejos de coincidir con las mías. Sospechaba que los bastardos y nobles provocadores desplazados en las guarniciones del sur tramaban alguna traición. No olvidaba en el Estuario del Disey me había ganado su enemistad, aunque después simularan amigable reconocimiento y pacíficos deseos de colaboración. ¿Estarían vendidos y me enviarían falsos mensajes? Thumber les era buen aliado, todos deseosos de perderme. Podía estar sucediendo todo de modo diferente a como lo mostraba la información que me llegaba.
Concluí decidiendo que mi buen tane con los sesenta guerreros marchase a la frontera sur, para recorrer las guarniciones y el territorio y enviarme noticias fidedignas. Teobaldo y el obispo coincidieron en el riesgo que suponía dejar Ivristone sin su protección. Estimaban preferible que se avisara a Cenryc para que lo hiciera desde Oackland. Esto hubiera consumido el doble de tiempo, ya que Oackland se encontraba al norte del reino. Y la situación no hacía aconsejable ninguna demora. ¿No se encontraba bien entrenada la guarnición del castillo, obediente al mando? Teobaldo asintió. Insistí en que era suficiente. No conocíamos movimiento alguno de tropas enemigas tan cercanas que constituyeran peligro. Se trataba además de una expedición que apenas llevaría tres o cuatro semanas. Requería una pronta resolución para no demorar los preparativos del ataque contra Raegnar, de lo que no podía hablarles. Tan adelantados se encontraban ya, que la fecha de la invasión había sido fijada. Mas no podíamos aventurarnos hacia el norte sin conocer exactamente la situación en el sur. Tampoco podía retrasar la boda con Elvira, pues de no celebrarse antes del ataque, ignoraba por cuánto tiempo se dilataría. Nadie podía prever si la guerra se resolvería con rapidez o tendría una duración superior a lo esperado.
Elvira no soportaría por mucho tiempo la tensión a que se encontraba sometida. Me imponía, pues, aceptar el necesario margen de riesgo si quería se realizase conforme a lo previsto. La guerra me ligaba tanto con Ethelvina como con Elvira, pero ésta confiaba en la salvaguarda que le supondría nuestro matrimonio. Proyectaba reunimos con la mesnada, de la que tanto tiempo llevaba separado, para iniciar la invasión; ella decidió que si era obligado separarnos se refugiaría en el monasterio más cercano a Oackland, escondido en la montaña, en espera de mi regreso. O de reunimos allí donde la llamase.
Los años, al borrar la ceguedad de las pasiones, permiten distinguir la trascendencia de cuanto antes quedó incierto. Al repasar ahora mi pretérito reconozco que fuera mi mayor error desoír los consejos prudentes de mi buen Teobaldo y del obispo. Pues ello significó condicionar mi porvenir y el de cuantos de mí dependían. Que cada cual somos pequeña parte de un engranaje general y cualquier acción se propaga modificando el entorno en el espacio y en el tiempo. Muchas cosas serían diferentes si el más humilde de los hombres no hubiera nacido nunca.
Momento supremo fue aquel en que nos presentamos en la capilla para la ceremonia, rodeados de la fastuosa corte. El rostro de Elvira irradiaba felicidad, olvidados por el momento sus temores y presagios. También Ethelvina aparecía encalmada, bella; destacaba entre el cortejo de sus damas, que aun siendo más jóvenes y todas hermosas, ninguna la igualaba. Lejos de parecer preocupada, mantenía, como toda la corte, aire de fiesta.
Debía de ser yo, con seguridad, el más preocupado, aunque también procuraba disimularlo: todavía no me habían llegado noticias concretas de Teobaldo.
Las damas mostrábanse espléndidas con los vestidos y adornos diseñados por Monsieur Rhosse, quien resplandecía de vanidad como ninguno, gozándose en su obra. El número de caballeros era proporcionalmente reducido, limitado a los ancianos consejeros y algún noble venido desde sus territorios para ser testigo de tan magna ocasión. Tampoco esperaba más, pues todos atendían cargos y obligaciones que les retenían lejos.
Por ello me sorprendió la repentina entrada en la capilla de los bastardos y nobles que les eran adictos, si bien penetraron con discreción, y se situaron al fondo. Llevé mi mano a la empuñadura de la espada en movimiento instintivo, aun cuando me dominé al observarles el semblante pacífico. Sólo leía en sus rostros como un reproche por no haberles llamado, invitado a la ceremonia, cuando eran familiares y se hallaban presentes sus esposas. ¿Cómo coincidieron para venir, si se encontraban en lugares distintos? Dominado el furor que me produjo su repentina aparición, me prometí ocuparme de ellos al acabar la ceremonia, pues falta de disciplina, y grave, era.
Encaré el altar junto a Elvira. El obispo, revestido de pontifical, se aprestaba a iniciar la ceremonia. Es difícil reflejar los sentimientos que me embargaban. Recuerdo una sensación de hallarme flotante en el espacio, desligado del pasado, presente y futuro, como si la vida se ciñese a aquel preciso instante en que nuestras almas se fundirían en una, como el obispo nos explicaba los últimos días, al ensayar la ceremonia que deseaba tan perfecta que no aceptaba improvisación alguna, como el momento más importante de su vida. Fiel me era, en verdad, el obispo innominado.
Y apenas había iniciado los prolegómenos cuando le interrumpió grande estruendo de hombres de armas, quienes irrumpieron como rayos que desencadenan una lluvia de fuego que a todos nos envuelve.
Al volverme sufrí tan profundo choque que me creí poseído de locura. Pues el cambio experimentado me hundía, desde la gloria de mi felicidad, en lo más profundo del averno. Infierno representado por aquella horrenda horda vikinga, armados de hachas de doble filo, picas, espadas y arcos montados con la flecha pronta a volar, embrazados los escudos, cubiertos de pieles y sobre la cabeza el casco que les distinguía, tantas veces contemplados en el campo de batalla. Con mayor rapidez que se tarda en comprenderlo rodearon a los bastardos y sus acompañantes, a los que atacaron de muerte. Tan fulminante la acción, cogidos de sorpresa, que apenas si alguno tuvo tiempo de desenvainar la espada. Cayeron con la cabeza partida en dos merced a un tajo del hacha de doble filo. Pienso que la carnicería había concluido antes de que mis pupilas se percatasen del conjunto.
Otro grupo de arqueros, situados en la escalinata central, por lo que dominaban el recinto desde su altura, dispararon contra algunos caballeros ancianos del consejo que intentaron blandir las armas. En un segundo la muerte sembró de cuerpos el pavimento, tan rápida que apenas si tuvieron tiempo de exhalar un grito de agonía, que fue devuelto por los muros pétreos de la capilla.
El instinto llevó mi mano a la espada, mas una red hábilmente manejada cayó sobre mí y quedaron mis brazos sujetos y yo prisionero. La espada ceñida a mi pierna, desenvainada pero no blandida, inútil en su desnudez. En derredor se agitaban los furiosos vikingos, algunos de los cuales sujetaban los cabos de la red que me embarazaba. Comencé a forcejear dentro de aquella prisión con una furia nacida desde la desesperación que acababa de poseerme. Inútil todo esfuerzo: la tensión de los cabos me convertía en un fardo abominable.
Observé movimiento en la parte superior de la escalinata, entre los arqueros vigilantes, y apareció la figura descomunal del rey Thumber. Avanzó hasta la balaustrada: nos contempló con satisfacción no disimulada, distendido por una mueca triunfal su amplio rostro cruzado de cicatrices. Me percaté de que era el único que no portaba armas. Alterar su hábito en ocasión tan singular revelaba la seguridad que sentía. Era una provocación, un insulto. Pero estos razonamientos tardé en concebirlos. Entonces notaba solamente que a su lado caminaba el escudero con las armas.
La expectación despertada le hacía gozarse del golpe maestro logrado merced a su proverbial astucia. Libaba en aquel instante el hidromiel glorioso al contemplar envuelto en una red a su mortal enemigo, humillado, vencido, ultrajado en su dignidad de hombre y en su honor de caballero cristiano, el cual soportaba una vergüenza que impregnaría hasta el último recoveco de su espíritu, y le haría morir con el estigma de esta indignidad. Pudiera ser que la leyenda convirtiera la hazaña en mi favor, me mostrase virtuoso al soportar con humildad la desventura, me considerase un elegido del cielo. Inclusive que los demás olvidasen, mas el deshonor quedaría impreso en mí por el resto de mi existencia. ¿Lo olvidaría mi amada Elvira? Lucía pálida como si la hubiera visitado la muerte, fijos sus ojos en Ethelvina, inmóvil, serena y bella, que hasta parecía trascender de sus pupilas una liviana sonrisa enigmática, como si en vez de sorpresa existiera regocijo. ¿Era traición maquinada por ella? La sospecha me resultó un golpe tan fuerte como si me destrozasen el cráneo de un mazazo, después de penetrar el casco de acero. La misma interrogante aprecié en el rostro de Elvira, cuyos temores se veían cumplidos. Tan bien dispuesta fue la celada que la tropa quedó neutralizada sin lucha, pues no había señal de combate. El mismo Thumber no empuñaba arma, con ser fama que no la soltaba ni en sueños, para mi humillación.
La visión del odiado enemigo, consumada la mayor de sus burlas, me causaba furor. Me revolvía dentro de la ominosa red, los cabos tensos por las manos de los guerreros. Me llenaban de oprobio entre todos. Soñaba el imposible de libertarme y arrancarles, de un solo tajo, el alma. O volver contra mí la espada, pues la desesperación me empujaba a matar o morir. La contemplación de aquellos cadáveres sobre el pavimento me enajenaba.
Me llegó la voz potente del vikingo, que resonó como un trueno contra los muros: «¡Tente, Avengeray, tente! ¿No has adivinado que ellos me llamaron? ¡Estás encerrado en un nido de víboras! ¡Envuelto en traiciones!».
No era mi situación propicia a alcanzar el significado de sus palabras. Recuerdo que le dirigía insultos; pedía me libertase y aceptara luchar. Me enardecía que Oso Pagano despreciase mi furia con risotadas y replicara con razones que yo no escuchaba ni podía encontrarme en disposición de comprender. Sólo demandaba luchar, luchar, matarle o morir. «¿Por qué voy a luchar contigo? Yo no soy cristiano. No me obligan tus famosas reglas de caballería. No sueñes, Avengeray. Sé práctico. Todo es mío ahora; puedo matarte si quiero. ¡Dame, si no, una buena razón para que no lo haga! Y acéptalo como una decisión del destino, que manda sobre nosotros. ¿Qué quedaría del bien en este mundo si no lo fustigase el mal?»
No reflexionaba. Por primera vez en mi vida me encontraba indefenso, incapacitado, convertido en impulso irrazonable. Y mi fortaleza, justo es reconocerlo, comenzaba a debilitarse, consumido por el arrebato de mi pasión, como la pez arde en la antorcha hasta consumirse. Pues mi tensión era un derroche de energías que me estaba conduciendo a la nada.
La voz de Elvira, con una firmeza que jamás antes le reconociera, resonó junto a mí. «¡Yo te daré esa razón que demandas!» Y se encaminaba a la escalinata para subir hasta Thumber. Ni podía evitarlo ni conocía sus pensamientos; sólo me apercibía de su desesperación. Debía de considerarse amenazada de muerte por la traición de su madre, como tanto temiera. Y desearía suponer que también recelase por mi vida e intentase desesperadamente salvarme. No sabía. Pues ya mis reflexiones eran más instintivas que racionales. Me abandonaban las fuerzas. Sentía oscurecérseme el cerebro.
Recuerdo haber clamado a gritos me matasen para librarme del deshonor. Con la espada inútilmente sujeta a lo largo de mi cuerpo, enfundado en la red, debía de ofrecer el espectáculo más bochornoso que pudiera concebirse, sombra ridícula de un caballero deshonrado por la más ignominiosa de las burlas. No podía pensar en otra cosa que la muerte.
«¡Llevadles a las mazmorras! —escuché tronar la voz potente de Oso Pagano—. ¡Conservarán la vida por haberlo prometido a mi señora la princesa Elvira!».
«¡Mátame, mátame, mátame!», es mi último recuerdo, la voz vacilante, las piernas negándose a sostenerme.
Sentí que me arrastraban. Me elevaron en peso, y así no hube de pisar los pétreos escalones. Descendimos. Después se abrieron puertas chirriantes y me envolvió un hálito denso y húmedo de paja podrida.
Me arrojaron sobre el heno.