Apenas si el acontecer de cada día lograba la atención de mi mente desde que descubriera el amor de Elvira, que sólo alentaba en espera del momento nocturno de reunimos en su alcoba. Nunca otro ser ha bebido felicidad mayor en los labios de su amada. Juntos éramos una llamarada, que nos incendiaba el espíritu y nos transformaba, pues entre los besos se nos trasvasaron las almas. De nuevo me sentía niño pues surgían en mí, incontenibles, los pueriles, primeros sentimientos de la infancia.
Tres noches iban de comunión amorosa en que cada detalle de nuestras vidas cobraba valor nuevo, una nueva significación, y los primeros recuerdos adquirían relevancia inusitada. Olvidado de la severa responsabilidad, redescubriéndome, me producían estos sentimientos un sincero y puro placer, despojados de cuanto pudiera enturbiarlos, convertidos en cristal. Tal era, también, el ánimo de mi dulce, amada Elvira.
Imposible nos resultaba reconciliarnos con el sueño, pues el regocijo de hallarnos juntos lo ahuyentaba. Tan jubilosa era nuestra felicidad que contemplarnos, sonreímos y mostrarnos uno a otro los pensamientos que nos afloraban, nos producían una permanente fiesta. Desmenuzábamos los más remotos recuerdos, que adquirían un semblante diferente; hallábamos escondidos matices que yacían olvidados, como si cobraran vida para convertirse en lazos que anudaban nuestra unión. Todos surgían ahora como hitos que señalaban nuestro encuentro, y convertían el futuro en presente, no menos feliz por esperado, que el logro nos acrecentaba la dicha.
Infantil candor el de Elvira que desgranaba la espiga de su alma, los sobresaltos y presentimientos, intuiciones y sospechas, dulces agobios y repentinas congojas, con los que me mostraba la intimidad de sus sentimientos, que habían encontrado plenitud. Y tan puros deseaba entregarle los míos que quise hasta despojarme de aquella pequeña sombra, leve infidelidad que suponía la aventura con Ethelvina, que juzgaba conveniencia diplomática ante todo, pues la vida y la sociedad nos impone sus reglas en algún momento, sin que nuestra alma se entregue. Forma parte, más bien, de la máscara con que el tiempo nos disfraza, sin que el yo íntimo participe. Le referí cómo durante aquellos tres días no consiguiera verla, lo que había intentado para comunicarle el amor que rendía a los pies de Elvira, único y primer amor. Mas fuera inútil; Ethelvina se encontraba enferma. La anciana camarista sólo permitía el paso al físico, al astrólogo y a los augures, que al parecer eran consultados por la señora, sin que nadie averiguase la naturaleza de su indisposición. Ni siquiera al obispo le fue permitido visitarla. Y como estaba seguro de que carecía de mayor importancia, que de otra forma se supiera, me congratulaba de aquella feliz circunstancia, pues la reclusión de Ethelvina nos permitía a Elvira y a mí concentrarnos en nuestro goce.
Tampoco en aquellos tres días abandonara Elvira sus habitaciones, pensando sería más intensa su dicha si la mantenía secreta. Mas su rostro fue acusando creciente tristeza conforme escuchaba mis palabras. Se afectó tan intensamente que comenzó a conturbarse, para seguir con profundos y sordos gemidos, hasta romper en aguda congoja. Acabó sacudida en irreprimible llanto; mostraba una desesperación tan honda que la paralizaba. Y concluyó, pese a mis esfuerzos por consolarla con dulces mimos y palabras, caricias y abrazos que la confortasen, con la voz quebrada en murmullos, húmeda en sollozos que aumentaban las lágrimas, manifestándose invadida por tristes presagios sobre nuestra felicidad, que lloraba perdida.
Juzgué en principio deberíase su dolor a la quebrantada salud de su madre, mas el lamento insondable que ahora expresaba me produjo asombro, pues se convertía en desesperación por el riesgo de nuestro amor, con lágrimas tan amargas como si la noticia lo hubiera desintegrado en el olvido.
Me esforzaba en calmarla. Trataba de infundirle el aliento de mi cariño, multiplicarle las caricias, la ofrenda de mi alma, que era la suya, tan unidas caminaban. Sin comprender realmente el fundamento de aquel dolor repentino. Hasta que formuló en palabras los ominosos presentimientos que la embargaban, convencida de que la enfermedad de su madre no era otra cosa que la cólera, intensa y terrible, de su amor traicionado, pues que Ethelvina tendría inmediato conocimiento del idilio nacido entre nosotros, ya que nada escapaba a su información. Y como era soberbia, aunque disimulada, el ataque de despecho, celos y miedo por el amor perdido, la habría herido en la profundidad de su ser. Elvira estaba convencida de que Ethelvina se sentiría mujer antes que señora y regidora, y sobre no perdonar a su rival, quienquiera que fuese, habría concebido negros designios para arruinarla. No existía barrera capaz de contenerla, y su desesperada iracundia sería tan grande que ninguna determinación le parecería horrible para eliminar a su enemiga. Enviaría esbirros para ahogarla, sicarios que la apuñalasen, o se valdría del veneno; no probaría alimento ni bebida sin que antes lo hiciera la camarera. Pues sus sentimientos de hembra ultrajada habrían de superar al afecto de madre.
Tan ajustados a las leyendas escuchadas en las largas noches de juventud eran los presagios de Elvira, que me impresionaba su desesperanza. Sabía que el despecho de una mujer había originado hecatombes sin que las detuviera el amor filial. Y esto me hacía temer por las dos, que no por mi vida. Aunque, ¿para qué desearía vivir si me faltaba Elvira? En medio de su efusión de lágrimas, invadida por un abatimiento inútil, me pedía que cuidase de su propia seguridad. Y era de notar que más sentía ella mi propio riesgo que el suyo, que aceptaba como consecuencia inseparable del amor que me había entregado.
Grave y difícil se me presentaba. Hubiera preferido enfrentarme a Thumber, que aun siendo pagano nunca descendiera a la traición, aunque su astucia le separase del recto comportamiento según el código de la caballería cristiana. Mas al ser un valiente, su honradez no le permitía llegar al deshonor. Mil veces más noble que la complejidad palaciega, sembrada de rencores, envidias y traiciones, como un sendero plagado de víboras. A lo que se unía la furia homicida de la exasperación de una mujer, rival en el amor. Recordé entonces las Brunildas y Frigas, mortandades originadas por el desenfreno de las más atroces pasiones, y ninguna más intensa ni mortífera que el despecho de amor, incendiado en rencores infinitos, hasta desencadenar la fuerza vengativa de los dioses. Así el terrible y magnífico Wotan, que en su propia hija engendró a Thor, además de una multitud de dioses.
Pensaba si mi destino estaría unido a aquel dios al que Thumber profesaba fe, quien en su furor medía a grandes pasos la vastedad de habitaciones de su castillo, y representaba la serpiente en Ethelvina, a la que imaginaba urdiendo astutos planes en el secreto de su cámara para lograr la destrucción de Elvira, y quién sabe si también la mía. Llegaríamos a morir todos en un designio terrible. Pues cuando vuela el rayo desde el poderoso brazo nadie sabe cuánto alcanzará a destruir. Me percataba entonces de que el día era jueves, que le estaba consagrado a Thor.
Busqué a Teobaldo, mi fiel tane, al que puse secretamente al corriente de los temores de Elvira. Dispusimos entonces centinelas en todos los lugares que accedían a la cámara de mi amada, de modo que nadie pudiera llegar hasta ella. Lo que no era difícil, pues que aquella ala del castillo la teníamos bajo la guardia directa de nuestros guerreros.
Resultara milagroso, pues apenas colocados los vigilantes fueron detenidos dos enviados de Ethelvina, disfrazados de monjes. Quienes pararon rápidamente en una mazmorra. Lo cual se convertía de súbito en evidencia de un peligro real. Ya no eran sólo temores y excitaciones de la natural debilidad de un alma enamorada. Quedaba obligado a intervenir para evitarnos algún daño cierto.
Nada más aconsejable que enfrentarse con la raíz del mal. A cuya resolución encaminé mis pasos. Averigüé, antes de tratar de que Ethelvina me recibiera, que le aquejaba un ataque de humores malignos para los que le había sido aplicada una triaca que los encalmara, pues era mal propio de las responsabilidades de gobernar, según dictamen del físico.
Aún transcurrieron dos días de incertidumbres; antes se negó a recibirme. Me acosaban entre tanto los crecientes temores de Elvira, quien descubría en el cielo las ciegas estrellas en frenética carrera, vaticinio cierto de graves acontecimientos. Lo que le hacía pasar las noches convulsa; me sujetaba fuerte con sus amorosos brazos, pues que la confortaba la seguridad de mi pecho, único refugio efectivo que encontraba contra el peligro que presentía, sin conocer la detención de los dos esbirros de su madre, que habían dejado escapar el secreto al sentir la tortura en sus carnes. Me sorprendía hubieran negado cualquier empeño de matar a Elvira, pues sólo pretendían llevarla a presencia de Ethelvina, que la requería. Y esto, lejos de consolarme, me aumentaba la preocupación, pues nada peor que desconocer los propósitos del enemigo. Que en cierto modo así consideraba a la señora por aquellos días.
Si me atrevía a desafiar su enojo se debía al apoyo de mis caballeros. Como Teobaldo era, además, capitán de la guardia del castillo, había logrado disciplinarlos y mantenerlos sujetos a su mando. Pienso que estas circunstancias debió de tenerlas en cuenta Ethelvina cuando decidió recibirme. Le había pasado recado con la vieja camarista que asuntos improrrogables de Estado urgían tratarlos sin más demora. Pues en verdad tenía noticias de que Raegnar atacaba los Pasos de Oackland, aunque más parecían intentos de pulsar nuestras defensas. También en algún punto de la frontera sur sufríamos ataques de piratas que fueron rechazados, y aún habíamos de lamentar algunos desembarcos que causaban gran daño, pues arrasaban la tierra por el hierro y el fuego, como solían.
Aunque la color era más pálida que usaba, Ethelvina conservaba su dignidad y mantenía la faz serena. Pusiera gran cuidado en los vestidos y en la compostura de su belleza. La encontré sentada en su escritorio, rodeada de pergaminos y mapas, trabajando. Como si los cinco días transcurridos los hubiera pasado allí.
Me preguntaba si aquella actitud sería o no favorable. Juzgaba más temible el odio reconcentrado y disimulado que una explosión de celos. Me cumplía, como caballero, iniciar las explicaciones, si es que ella admitía una situación real. Debía, pues, conducirme con tiento. Me percataba de que era aquélla la tesitura más dificultosa que afrontara en mi vida, capaz de generar terribles consecuencias. De las que dependíamos Ethelvina, Elvira y yo mismo, además de la política general del reino. Y mi futuro, con los planes secretos que nos llevarían a conquistar el Reino del Norte. Que cada vez era más conminatorio el espíritu de mi padre, afligido por lo que llamaba mi flojedad en iniciar el combate y matar a su asesino y debelador. Pues hasta que no sucediera andaba irredento por los oscuros senderos de las cavernas sin fin, al no estarle permitido entrar en el Valhalla y participar en los gloriosos combates incruentos donde se entretenían los guerreros, ni asistir a las orgías sagradas de los héroes, ni beber el hidromiel que les ofrecía Odín por mano de las valquirias, mientras no quedase limpio su honor y su honra. Esta mancha le separaba de la sagrada morada de los dioses y de los héroes. Lo que me causaba espanto y desasosiego, pues le había insistido en que me marcase el camino. Antes de fundirse en la sombra me había advertido que se hallaba cansado de su vagar incierto, y que, si preciso fuere, abandonara la senda de la rectitud, sin olvidar que entonces se tornaría el camino cada vez más tortuoso. Lo que representaba una encrucijada en mi vida.
Todo ello poblaba mi cabeza de confusos sentimientos, y me preguntaba cuáles serían los de ella mientras escuchaba de mi boca la situación general del reino. Hubo un momento, en aquel esfuerzo por ocultarnos los pensamientos que nos obsesionaban, en que era obligado decidir sobre alguno de los aspectos del plan secreto contra Raegnar, cuya figura aparecía como una trama en el telar de nuestro futuro. Llegamos a la certidumbre, sin palabras, de que nos era imposible proseguir sin clarificar antes el fondo de nuestro problema, que aun sin mencionarlo se encontraba interpuesto entre nosotros.
Se cruzaron nuestras miradas. Ambos éramos conscientes de haber llegado al instante inaplazable de la confesión. En aquel momento sonaba en mis oídos la frase escuchada el primer día: nada sucedía en el castillo que ella ignorase. También la había repetido Elvira. ¿Qué pensaba? ¿La perdición de Elvira; la mía acaso? ¿Qué propósito perseguía enviando a los dos esbirros para traerla a su presencia? ¿Qué habría decidido respecto a mí? ¿Tenía en cuenta que me hallaba asistido por la fuerza de mis guerreros, con el mando y la obediencia de la guarnición del castillo, cubiertos todos los accesos a las habitaciones de Elvira, y que al oponerme a sus designios la habría traicionado, primero como mujer, después como Señora de Ivristone? ¿Era consciente de que podía forzar su renuncia al trono que disfrutaba como Regidora del Estado? Aunque tenía por cierto que supusiera encender una guerra civil, pues la obedecían los nobles y contaba en el reino con muchos partidarios. Lo que significaba un destino incierto. Y como conclusión, mi secreto deseo de que siguiera adelante nuestro proyecto, la invasión del Reino del Norte, para lo que precisaba de su amistad.
Estas y otras razones constituían una vorágine de pensamientos y sentimientos, meditados y repetidos cien veces, que calculaba exponer en aquel momento. Y al llegar el instante decisivo, huyeron de mí las palabras; acerté sólo a mirarla fijamente a los ojos y exclamar esta razón suprema que todo lo encerraba, más profundamente y con mayor elocuencia que cualquiera otra de las imaginadas: «Amo a Elvira».
Me contempló sin enojo, con un esfuerzo por entender mis razones:
«La dulce niña que destinaba para alcanzar alguna provechosa alianza con su matrimonio. Aunque jamás pensara en vos. Y por conservaros le habría dado muerte. Si no fuera porque el astrólogo me aseguró que todos los astros me eran favorables si sabía afrontar la realidad de los hechos. Lo que me llevó a desear que tomara los hábitos, que vos habéis estorbado. Sabed que también la amo, como madre, mas no me obliguéis a decidir como mujer: quizás la sacrificase antes que perderos.»
Me daba cuenta de la forma esquemática en que había encerrado, con breves palabras, sus sentimientos. También me apercibía de la gran aflicción que debía de soportar. Se le adivinaba una furiosa lucha interior de poderosas emociones encontradas. Combate cruel y decisivo entre la pasión y los celos de una mujer, y la contenida prudencia de un gobernante. Muy caros le eran ambos proyectos: proclamarse Reina de los Dos Reinos, y matrimoniar conmigo. Y ambos se hallaban en peligro. ¿Qué le quedaba si renunciaba a los dos? Debía, pues, meditar serena, calculadamente. Y así, entre el semblante pálido y ojeroso se le reflejaba una determinación.
«Contristado me encuentro, mi señora», fue lo que acerté a comentar, pues aunque incontables vidas llevo prendidas en el filo de mi espada y en la punta de mi lanza, me sobrecogía su dolor, y me causaba estremecimiento su entereza y aflicción, que todo lo leía en su rostro.
Al fin pareció dominar en ella una resolución. Me cogió la mano y me llevó hasta la alcoba; nos detuvimos junto al lecho, revestido de rico dosel y baldaquino. Me había dejado arrastrar blandamente, intrigado por conocer su decisión.
«De ser otra la dama ambos tendríais los labios sellados por el silencio.» Hablaba resuelta, con hondo sentimiento. «Representáis mucho en mi vida para que pueda olvidarlo. Tampoco lo que confío conseguir con vuestra ayuda. No puedo renunciar a vuestro amor y tampoco al doble título de Reina de Ivristone y Reina de los Dos Reinos. ¿Podéis vos?»
Breve fue el lapso entre su pregunta y mi respuesta. Mas lo suficientemente extenso para que cruzara mi mente un tropel de ideas. El amor que sentía por Elvira, tan fuerte como la vida misma. El honor de mi difunto padre, el rey. La suerte del reino. Mi porvenir, pues no había conseguido hasta entonces otra cosa que acumular experiencia, pero fracasado en el empeño de vengarme de aquel gran burlador que era Thumber. El destino de mi hueste, la de mis fieles tanes. Raegnar. El trono del Reino del Norte, que difícilmente alcanzaría solo. Me sumergía todo ello en horribles dudas, pues con rectitud nada había logrado hasta entonces. ¿Podría yo renunciar a todo ello? Acabé replicando a su pregunta: «No puedo».
Se dulcificó la faz de Ethelvina, cedida la gran tensión de su espíritu. Se acercó a mi cuerpo, su rostro tan próximo al mío que me envolvía con su aliento, y me transmitía su cálido influjo: «Quedaos esta noche. Se reforzará con ello nuestro pacto».
En aquel instante, no antes, me percaté cuan ridículo había sido vestir loriga y ceñir espada y puñal, receloso de cualquier traición de aquella dama que ahora sonreía mientras me despojaba de tal indumento guerrero en forma tan natural que no podía azararme. Sin embargo, me sentía íntimamente grotesco. ¿Conocía que de acuerdo con el consejo de Teobaldo había alejado a todos los nobles, pretextando misiones importantes, para desasistirla, llegado el caso, de estos partidarios y sus respectivas escoltas? Pues tenía comprobado que Ethelvina no envió mensaje alguno en solicitud de ayuda, ni siquiera a los bastardos y nobles díscolos que fácilmente se hubieran unido para derribarme o combatirme cuando menos.
Recuperó aquella noche su felicidad. Cuando me disponía a marcharme, antes de las primeras luces de la mañana, me despidió con estas palabras: «Corred a los brazos de Elvira. Referidle que no renuncio a vos. Que tampoco me importaría compartiros con ella si fuera yo vuestra esposa, pues al fin soy madre. Y que del mismo modo permitiré vuestro matrimonio si ella consiente. Contádselo. Y decidle también que acuda a mi cámara para sellar el pacto».
No oculté a Elvira mi satisfacción por tan feliz desenlace. Sin revelar el plan secreto contra Raegnar, pues que mi honor me obligaba a guardar la discreción jurada con Ethelvina, le expuse cuanto me era permitido mencionar; confiaba en que se regocijase al desaparecer, tan repentinamente como habían surgido, los peligros y obstáculos levantados contra nosotros. De tal modo que Elvira conocía ahora mis esperanzas y las de nuestra señora.
Persistió en la desconfianza, pues insistía en conocer a su madre mejor que cualquier otra persona. Alegaba que mantendría su palabra mientras le conviniese, pues ningún juramento la obligaría cuando cambiase su voluntad. Porfié, no obstante, en que la visitara como había requerido. Y se diera cuenta —en esto la insté a guardar secreto conmigo bajo juramento— de que en cuanto concluyera lo más perentorio, acometería con rapidez la invasión del Reino del Norte, del que conseguiría hacerla reina. Y una vez conquistado, mantendríamos con Ethelvina las ligaduras que deseáramos, pues que entonces las posiciones habrían cambiado favorablemente. Mientras que ahora dependíamos de su voluntad para el cumplimiento de nuestros designios. Tuviera presente que tanto nos importaba a ella como a mí salvar nuestro amor como lo más valioso que entre ambos existía, para lo que cualquier sacrificio habría de resultarnos leve.
Elvira acabó aceptando concluir un acuerdo con nuestra señora. Y si Ethelvina se reservaba en mente quebrantarlo cuando le pareciese, nosotros, con la misma reserva, convendríamos en cumplirlo mientras nos fuera conveniente. En cuanto a mí, personalmente, también desarrollaba el doble juego para lograr mi felicidad y mis sueños y deberes, torciendo los caminos. ¿Qué importaba si me llevaban a buen fin? Teobaldo usaba aquel recurso y por ello era alabado.
Ethelvina aguardaba, con atavío de reina por su riqueza y esplendor. Su belleza imponía serenidad, enfrentada a la frescura e ingenuidad de Elvira. Al observar los acicalamientos extremados de ésta, me daba cuenta de que entre ellas se imponía la rivalidad, pues lucían tanto su belleza como las artes femeniles pueden para realzarla. Y sin duda lo creían más importante que la solemnidad del encuentro, de tanta repercusión sobre nuestro futuro y el de los reinos.
Ethelvina habló primero, después de contemplarme agudamente: «Conocéis la materia, hija mía. Os lo he propuesto como madre, pues que os amo. Ya que como mujer os consideraría rival y nada me detendría. Incluso encendería la guerra si con ello consiguiera el triunfo».
Fue Elvira una completa sorpresa para mí. Al hablar reveló una meditación profunda de las palabras y los actos. Pensé que había madurado en una sola noche, pues que se acostó niña.
«Acepto, señora, a condición de que la boda con mi señor Avengeray tenga lugar tan pronto concluya el luto de la corte.» La decisión de palabras y gestos le confería un aspecto solemne, como jugador consciente de cuanto arriesga en cada envite. Diríase que se mantenía hierática, sin dejar traslucir la profundidad de sus sentimientos.
«Habréis de prometer solemnemente, con la mano sobre los Evangelios, que jamás os opondréis entre mi señor Avengeray y yo.»
«A condición de que prestéis todo el apoyo del Reino de Ivristone, así en tropas como en armas y víveres y dinero, para la causa de mi señor Avengeray: reconquistar el Reino del Norte, que le pertenece por legítima. Y ello en cuanto mi señor os lo demande, siempre que Ivristone no se encuentre en guerra con otro reino.»
«Lo concedo, si ha de existir un pacto de por vida entre los Dos Reinos y os comprometéis a defenderme como Señora y Regidora de Ivristone.»
«A condición de que vos, señora, apoyéis igualmente a mi señor Avengeray con todos los medios del reino cuando ocupe el trono del Norte. Contra los enemigos, así por tierra como por mar, y tal ayuda consista en una verdadera alianza, de guerra.»
«Lo concedo si aceptáis libremente que visite vuestra corte cuando guste.»
«A condición de que reconozcáis en documento mis derechos al trono de Ivristone, y los de mi señor Avengeray, cuando faltéis vos.»
«Lo concedo, siempre que mi muerte no se deba a la violencia ni traición.»
La tenacidad por parte de Elvira, pienso que debió de asombrar a Ethelvina, quien prometió muchas de las cosas que tenía convenido conmigo llevar a efecto. Comprendió que las exigencias de Elvira no significaban conocer el plan, sino que eran propias de su deseo de salvaguardar mis intereses, que habrían de convertirse en suyos por el matrimonio. La que hasta entonces había sido una tierna hija, flor y crisálida al propio tiempo, de súbito se transformaba, sin transición, en una reina. Serena, majestuosa, reflejaba un influjo heredado quizás de su propia madre, dormido en su sangre hasta aquel momento. Rivalizaba contra ella, quien mantenía la autoridad de su gesto, la dignidad de su cargo.
«Este pacto permanecerá secreto, y habremos de jurarlo con las manos sobre los Evangelios. También vos, mi señor Avengeray.»
Impusimos las manos como queda dicho, y pronuncié con clara voz:
«Consiento.»
Igualmente lo repitieron ellas.
Ethelvina requirió la pluma y procedió a redactar el documento, pues su mismo carácter de secreto no permitía encargar su escritura a amanuense ni escribano alguno.