Cuantas palabras pronuncié y actos llevé a efecto, antes y después de la batalla, me habían precedido. Pues mi señora Ethelvina los conocía puntualmente. Buenos mensajeros debieron de ser los que me enviara.
No era gratuita su fama, que la señalaba habilidosa en el gobierno, inteligente en los problemas, conciliadora en el trato, astuta, sagaz. Hasta sus enemigos lo reconocían; agregaban que a la vez solía ser taimada y falaz, fría de corazón y afectuosa de ideas, según conviniera al cumplimiento de sus planes. Añadían que nunca tuviera ocasión el difunto rey de tomar decisiones, pues le servía ella de apuntador para dictarle lo conveniente en cada caso. Y tengo para mí que, siendo su ánimo apocado, debió de sentirse muy feliz.
Cortos mis años pero larga la experiencia, enseñáronme a tamizar alabanzas de amigos y críticas de enemigos; mi buen Cenryc predicaba que pueden éstas encerrar un fondo de verdad, mas en la forma se adivinan los sentimientos de quien los proclama. Es de hombres prudentes usar cautela entre tanto averigua la realidad.
Su buena información era evidente. No parecía improvisadora, sino mujer de cálculo y meditación. Bien lo proclamaba el título que adoptara de Regidora del Estado. Pues al eludir el de reina, que muerto Ethelhave ya no le correspondía, seguía gobernando como antes. Estaba yo seguro que en aquella semana habría estudiado la situación en detalle y adoptado su decisión. Espíritu enterizo de varón, suavizado con generoso atractivo y encanto femenino. Mujer de mediana edad, poseída de serena belleza que bien podía esconder el más intenso fuego, sin que fuere advertido a menos que ella misma lo revelase. Quizás las maledicencias respondieran a los deseos que era capaz de despertar.
No ocultaré la favorable impresión recibida; se me mostró afable y cortés como gobernante, atractiva como mujer, pues mantenía con ambas cualidades un equilibrio sutil que la distinguía. No conociera hasta entonces otra que la aventajara, sin que hubiera de mostrar la coquetería de las bellas que todo lo valen de la perfección de su rostro, ni la frivolidad de una mente vacía, que era contrariamente un joyel arcano en que guardaba su intimidad. Y así nada de cierto se le sabía.
Colocados en sendos catafalcos se encontraban los restos en la capilla, y el obispo innominado hundido en los preparativos, cuando me convocó la dama en su cámara, cuyo salón era despacho de trabajo con una gran mesa para extender pergaminos y mapas. Donde me mostró los dispositivos y fortalezas, guarniciones y fortines distribuidos por los puntos estratégicos del reino. Todo ello tal como funcionaba hasta el momento en que el rey retiró las tropas para acudir al Estuario del Disey, pues ahora el reino quedaba desguarnecido, destruido el ejército.
«No puede perderse un solo día. Raegnar se encuentra ante la ocasión que ha esperado durante años: tardará en invadirnos el tiempo que consuma en disponer a los suyos. A pesar de su vejez sigue teniendo fama de guerrero determinado y rápido. La primera y urgente tarea que se nos presenta es levantar un ejército. Tengo despachadas órdenes para llevar a cabo las levas: cuantos hombres puedan luchar deben ser alistados. Esta relación os servirá para conocer la situación en detalle. Disponed vos lo más conveniente. Confío en vuestra bien demostrada capacidad. Sois héroe que despierta admiración en los corazones; esto os facilitará la tarea. Sabed que pongo en vuestras manos el destino del reino, pues que ahora mismo ninguna fuerza puedo oponeros. Pero vuestros leales sentimientos han quedado harto demostrados, y os agradezco vuestra leal disposición. Espero, en el futuro, recompensaros con la esplendidez que merecéis, pues nunca hubo caballero más noble que vos.»
Su determinación, la mesura de sus palabras, mostraban un conocimiento exacto de la situación, lo que requería permanente atención y detenido estudio, no sólo especulativo, sino práctico, que permitiera seleccionar los más urgentes peligros.
«Parece, señora, que el punto menos controlado son los posibles ataques de las hordas piratas: no es posible conocerlos hasta que se producen. Requiere esto situar con urgencia guarniciones en las más estratégicas fortalezas de la costa y la frontera sur. Me pondré en camino tan pronto concluyan las honras del rey, vuestro difunto esposo, y los obispos. Es preciso organizar las levas, reunir y situar una fuerza efectiva lo más rápidamente posible.
»Llevo conmigo a Teobaldo, mi fiel tane, y sesenta guerreros de escolta, que nos ayudarán en la tarea. Entregadme cédula de mis poderes, que precisaré donde vaya. Y por último, señora, os ruego me facilitéis relación de los nobles en quienes pueda confiar, que a los otros ya los conozco.»
«Olvidáis, señor senescal, el mayor entre todos los peligros que nos acechan: Raegnar.»
«No lo olvidé, señora: si Dios es servido de concederme dos semanas de plazo estará conjurado. Es el tiempo que tardará en llegar mi mesnada a los Pasos de Oackland, que ya cabalga en aquella dirección.»
«Bravo sois: no es falsa vuestra fama. Ni siquiera habéis esperado mi aprobación.»
«Vos misma, señora, acabáis de reconocer que no había un solo día que perder: contaba con vuestra aquiescencia. Mas, dos cosas me preocupan ahora sobre todas, y vais a perdonarme por mi intromisión. Si contáis con hacienda suficiente para el gasto que representa levantar un ejército, armas e instalaciones. La segunda, y perdonadme de nuevo por mencionarlo, es la existencia en el castillo de los nobles señores que han sido siempre vuestros enemigos.»
Lejos de parecer afectada por la gravedad de los problemas, sonreía como si me infundiera ánimo. Me pidió seguirla. Cruzamos la habitación y pulsó un resorte escondido; se abrió un portillo disimulado que daba acceso a un pasillo, y por allí llegamos a una estancia secreta provista de grandes arcones protegidos con anchos flejes de hierro y cuatro cerraduras. Me entregó las llaves e invitó a abrir uno cualquiera. Rebosaba de pedrería, joyas mil y oro amonedado. Riqueza imposible de calcular. «Ved que la hacienda basta —dijo sonriente—, pues todos los arcones que contempláis contienen la misma mercancía. Aunque antes que gastarla recurriremos a los impuestos habituales en virtud de nuestros derechos. Id, pues, tranquilo. Y no mencionéis jamás que tal cosa os he mostrado.»
Regresamos a la estancia anterior.
«El deán secretario ya tiene mi cédula con los cuatro obispos que han de ser nombrados para las sedes vacantes. Todos adictos. Podéis confiar en ellos. Os entregaré una cédula como me habéis pedido. Desgraciadamente no nos quedan muchos nobles ahora: los más fieles han sucumbido en el Disey. En cuanto a los que sobrevivieron, bastardos y nobles, el mejor servicio que pudieron hacer al reino hubiera sido morir.» Tomó asiento y se dispuso a escribir. «No siempre suceden las cosas como debieran, señor senescal: vos mismo lo experimentáis con vuestro enemigo Thumber. Pero Dios nos permite disponer lo conveniente para enmendar las omisiones. Tengo decidido que se lleve en procesión los despojos de los cuatro obispos para hacerles los honores y sepultarlos en sus respectivas sedes. El cortejo será uno; recorrerán, una tras otra, las cuatro ciudades. Con el pretexto de que resulte más solemne. Ello llevará más tiempo. El cortejo estará formado por los bastardos y nobles que ya conocéis del Disey. Nos proporcionará un respiro de al menos dieciséis semanas. Después actuaremos según se presente. Espero os parezca acertado mi plan.»
Era grato observar su temple y previsión. ¿Cómo no podía parecerme? Así lo dije. Con su encanto y atractivo mostraba la serenidad de un volcán dormido. Viéndola no descansaba la fantasía. «Jamás puse mi entera confianza en una persona —dijo reposadamente—; ahora lo hago en vos, pues sois el más noble, fiel y leal caballero que he conocido. Tengo esperanza en vos: llegaremos a realizar juntos grandes proyectos.»
Seguido de Teobaldo y los sesenta guerreros cabalgué durante seis semanas por los caminos del reino. Con las cédulas de la señora se me abrían las puertas de sus condes, nobles principales y caballeros, los más fieles vasallos, a quienes informaba sobre la situación del reino. Parte de ellos estaban enterados de la batalla y sus resultados. Otros lo ignoraban aún, pero no se sorprendieron, pues los augures pronosticaron graves calamidades de acuerdo con el movimiento de las estrellas errantes, el cometa que apareció durante tres semanas seguido de una larga cabellera luminosa, el vuelo de las aves. También los abades de los más importantes monasterios prestaron su apoyo al proyecto de levantar un ejército, que calificaron de cruzada, y juraron fidelidad a la Regidora del Estado, que debían renovar cuando les fuera posible visitar el castillo de Ivristone. Su ayuda sería estimable y valiosa para conseguir hombres y caballos, armas y vituallas, que inmediatamente salían para los puntos de reunión establecidos. Aquellos principales que poseían barcos interesaban especialmente, para lograr así mismo su promesa de ayuda por tierra y por mar. Todos los contingentes de campesinos eran armados por sus señores. Teobaldo apenas descansaba, atareado en enviarlos allí donde se integrarían en guarniciones, para reforzar las fortalezas más estratégicas ya por mí designadas.
Organizamos el viaje de modo que visitamos los lugares de mayor compromiso, y se dispuso fueran reforzadas trincheras y murallas, unas de piedra, otras de tierra, construidos terraplenes, con lo que se ocupaba a los soldados y campesinos en el entrenamiento y mejora de las obras defensivas. También ordenamos se levantaran nuevas fortalezas allí donde el lugar primaba por su valor estratégico para cubrir un paso, defender una amplia zona, en los vados de los ríos, y en montes que dominaban ambas vertientes.
Pronto observé que se carecía de una flota. Si gran parte del peligro del reino nos llegaba por las playas, mediante los desembarcos de los piratas, ¿cómo se explicaba no disponer de barcos que hicieran posible combatirles, perseguirles, transportar tropas y víveres donde fuere preciso? Me parecía suicida aquella impunidad.
Todos los proyectos realizados y los concebidos, así como modificaciones en la estrategia defensiva del reino, los llevaba bien detallados en los mapas para mostrarlos a la señora. Tenía amplio informe que rendirle para darle cuenta de las gestiones realizadas en su nombre, y la buena disposición de todos los vasallos que nunca regatearon esfuerzos. Quienes lejos de manifestar extrañeza por mi cargo, al ser extranjero, comprobaban complacidos lo que sobre mí proclamaba la fama. No menos efecto les producía examinar mi escolta de bravos y disciplinados guerreros, cuya sola visión denotaba la valentía de sus ánimos, la fuerza de sus brazos, la fidelidad de su corazón. Legítimamente me enorgullecía de mis hombres, y al ser estos señores buenos conocedores del arte militar apreciaban su arrojo y experiencia en la lucha, sabedores de ardides que la fama ensalzaba, pues los juglares recorrían todas las mansiones del reino. Era para ellos regocijo y satisfacción, y así lo proclamaban, conocer que nos ocupábamos de organizar un ejército, pues nuestra presencia, decían, hacía menos peligrosa la difícil coyuntura.
Llegué por la noche a Ivristone. Me aseé en mi cámara y cambié mis ropas por otras de corte, sin polvo del camino. Tan rápidamente como pude me presenté a la señora, que a la sazón se encontraba en el comedor acompañada de sus damas y del obispo innominado, todos los cuales mostraron su regocijo al verme. El obispo continuaba rodeado por el nimbo luminoso, lo que renovaba mi esperanza. Aunque ni la señora ni las damas pudieran observarlo, lo que no obstaba para que le considerasen santo, por lo que le tenían en mucha reverencia. Creo que el obispo se ufanaba en su corazón.
Muchas horas hacía que no había tomado alimento. Por ello vínome bien que la señora insistiera en acomodarme a su lado, para dedicarnos a los asuntos de Estado después que acabáramos de yantar. Conociera antes otras cortes, si bien gobernadas por hombres, donde en la mesa servían ciervos enteros, gamos y jabalíes, gansos y ocas asadas, que eran partidos en trozos usando sus propias dagas, arrancados de sus huesos con los propios dedos, que empujaban después en la garganta con tragantadas de rojo vino tomado en enjoyadas copas. Todo en Ivristone resultaba más refinado. Quizás fuera el predominio de las mujeres. Sin duda influido por un cierto caballero llamado Monsieur Rhosse que marcaba la moda, apropiada para damas, así en hábitos de mesa como en costumbres y vestidos de tan altas señoras. Me parecían deseosas de entretenimientos, pues la ausencia de caballeros ocupados en tareas fuera del castillo, y de diversiones debido al luto de la corte, las tenían sumidas en el aburrimiento. Por ello embromaban al señor obispo todo el tiempo y se entrometían con Monsieur Rhosse, que no se alteraba por las ingenuas bromas de sus pupilas, empeñado en implantar los usos de las cortes extranjeras, de lo que era maestro. Causaba risa pensar que el tal arbitro y juez nos llamara bárbaros, mientras nosotros calificábamos con el mismo adjetivo a los habitantes de aquellas cortes tomadas por Monsieur Rhosse como arquetipos del refinamiento y la elegancia.
Al concluir la cena animó la señora a sus damas para que entretuvieran la velada sin excesos; quedaba con ellas el señor obispo para garantizarlo, pues la juventud es propicia al olvido. Y nos retiramos a deliberar.
Junto con los informes de mi viaje le expuse las noticias llegadas de mi buen Cenryc, bien asentado con la mesnada en los Pasos de Oackland, cuya invulnerabilidad quedaba garantizada. Manifestaba no haber sufrido ataque alguno hasta entonces; sólo la presencia de algunos exploradores que huyeron para informar a Raegnar.
Al coincidir mis informes con las noticias que le habían llegado por sus mensajeros y correos, la señora asentía de buena gana a mis proposiciones y criterios. Muy complacida quedaba del gran avance logrado en tan corto plazo, y en verdad resultaba asombroso en un reino que poco antes aparecía desvalido y a merced de cualquier enemigo lo suficientemente osado.
Un clima de entendimiento se abría entre ambos. Una corriente de confianza y simpatía emanaba de aquella mujer tan prodigiosa, evidente en la exposición de los planes que iba concibiendo, segura de que entre los dos podríamos alcanzar grandiosas metas que sin duda nos quedarían vedadas por separado. Adivinaba que todas aquellas ideas eran fruto de una meditación profunda. Y como era la hora avanzada y la exégesis de cuanto apuntaba llevaría tiempo, manifesté que tenía el propósito de ponerme en camino de nuevo al rayar la aurora.
Y como al disponerme a retirarme le dije que podían pormenorizarse tales proyectos en ocasión más propicia, sonriendo comentó que si me marchaba a mis aposentos ambos permaneceríamos solos en nuestras cámaras, con lo que resultaríamos los más sacrificados, mientras los demás pobladores del castillo buscaban compañía. Pues nada sucedía entre los muros que lo desconociera, y hasta el señor obispo se acompañaba de una buena moza. Acabó preguntándome si me aguardaba alguna enamorada. A lo que repliqué negando. Alegó que al no existir obstáculo para ninguno, bien podrían entonces exponerse aquellos planes si me quedaba. «Me honráis, señora, y bien quisiera complaceros y complacerme, pues lo que me ofrecéis bien tentador es al ser vos tan hermosa. Mas, pensad que el respeto al rey difunto me causa incertidumbre.» Se acercó para replicar: «Aunque siguiera vivo el rey, ya desde muchos años trascendía el frío de sus huesos, mi buen caballero Avengeray. Quedaos, si tanto os place como decís y si deseáis que sellemos la alianza que voy a proponeros. Y no sintáis temor, que uso recibir en mi cámara a todos los dignatarios y así nadie extraña que permanezcan conmigo tiempo. Aún más, sólo queda dentro, aparte nosotros, mi fiel camarista, que fue mi nodriza: antes se dejaría arrancar la lengua que murmurar una sola palabra que pudiera comprometerme».
Al rayar el alba me reuní con Teobaldo y los guerreros, preparados en el patio, para iniciar otro viaje que nos llevaría a la zona todavía no visitada. Durante cuatro semanas me acompañó el recuerdo de la gentil Ethelvina, en quien, sobre su cualidad de Regidora del Estado, prevalecían grandes tesoros femeninos. Me despidiera aquella mañana recordándome que esperaba mi regreso, pues tenía mucho que ofrecerme como mujer. Y tan seductora como ella misma aparecían los proyectos expuestos, pues coincidían con los que guardaba en el ánimo desde tiempo hacía, en vista de la constante y tenaz esquiva de Thumber, al que me ligaban los dos juramentos sagrados de conseguir la venganza y reconquistar mi reino, que me eran reclamados constantemente por el espíritu asendereado de mi padre.
Era el caso que mi señora Ethelvina, aunque en vida de su esposo no mantuviera otras aspiraciones que las de preservar la paz, concebía ahora los más ambiciosos planes: valemos de la fuerza que acumularíamos en Ivristone para atacar a nuestro común y odiado enemigo, Raegnar, para acabar con su perenne ansia de expansión que representaría una amenaza incesante. Además de vengar las ofensas que nos tenía hechas, representaba entretener ocupados en la guerra a los bastardos y díscolos nobles que ahora caminaban por los polvorientos senderos con los despojos de los obispos. Aquellos que sobrevivieran a las batallas podían ser dominados posteriormente, eliminando el peligro que siempre constituían. Ningún inconveniente serio se oponía aunque era preciso planearlo cuidadosamente, y escoger el momento más favorable. Consideraba así el aforismo de que la mejor defensa es el ataque. Preveía la necesidad de erigir dos fortalezas en los Pasos de Oackland para mantener una guarnición permanente, y había dictado las órdenes al efecto. Quedaba la amenaza de la mar, y mi señora estuvo de acuerdo en la necesidad de construir una flota, que nos aseguramos se hiciera en los lugares más convenientes. Tanto nos serviría para defendernos contra Raegnar y cualquier horda pirata, como para atacarles.
La imaginación sugería multitud de ideas perfeccionadoras de este plan, secreto entre ambos; importaba, pues la sorpresa resultaría provechosa para el buen fin de la empresa. Ahora cumplía organizar el Reino de Ivristone como trampolín para atacar el Reino del Norte, mi amada y añorada patria, usurpada por Raegnar con la ayuda de Thumber como sicario. Ambos pagarían ante Dios, y por mi espada, su crimen.
Al expresarle mis dudas aquella dulce noche, donde se vieron colmados el amor y mis más íntimas esperanzas, mi señora Ethelvina concluyó que aunque era cierta y probada mi predestinación, no constaba el medio específico de su cumplimiento, y siendo así, ¿no podía realizarse en la forma propuesta por ella? Dios Nuestro Señor confía en que actuemos con fe y energía en defensa de lo que nos importa. Y si encajaba nuestro plan en la lógica de los acontecimientos sin apartarse un ápice de lo que el honor me reclamaba, ¿a qué concebir dudas? La esperanza se abría ante mi imaginación con esplendor. Hasta me parecía una intervención providencial que conducía los pensamientos de todos a un fin. Y además de recuperar el trono que por legítima me correspondía, podríamos constituirnos, unidos, en reyes de ambos reinos, que desde ahora me ofrecía su corazón y su mano, pues se congratulaba en ser mi reina, ya que el amor le había nacido en el momento en que me presenté ante ella por vez primera al llegar al castillo.
Al regresar a Ivristone me aguardaban sus dulces brazos, y en su rostro el resplandor de la felicidad. Aquel semblante sereno y de expresión comedida que le conocían los demás se tranformaba en fuego en la intimidad. Se conducía entonces como si en su interior existieran dos mujeres distintas. Y cada día me cautivaba la expectativa de reunimos por la noche, al amparo de los mapas que portaba para justificar la visita.
Con tan hábil y discreta disposición transcurría el tiempo, en que nos ocupábamos a la vez y de manera preferente de los asuntos de Estado. Teobaldo llevaba sobre sí gran tarea, y al ser tan inflexible cumplidor lograba maravillas en su empeño de perfección. Me dolía no confesarle que todo el esfuerzo serviría para recuperar nuestro amado país, el Reino del Norte, lo que le hubiera llenado de alegría, como a los demás tanes, pero en callarlo estaba empeñada mi palabra y la de mi señora Ethelvina, la fervorosa amante de fuego que yo mismo había de moderar algunas noches con mi ausencia, pues no sería natural despachar nuestros asuntos de continuo. Lógico era suponer que si al principio los problemas se acumulaban, debían espaciarse conforme transcurría el tiempo, a lo que precisaba ajustarse nuestra conducta, aunque con disgusto, pues tanta era su pasión que parecía una venganza. Aceptaba, sin embargo, no pasar a las manifestaciones personales antes de concluir los asuntos de gobierno.
Que cada vez se presentaban más favorables. Incluso los espías que cuidamos introducir en la escolta de los bastardos y nobles nos mantenían informados de cuanto averiguaban sobre tan preocupantes caballeros. Y coincidían con las noticias que nos llegaban de los nobles adictos y los clérigos. Tan moderadamente se conducían que nadie les suponía el menor ánimo de conjuras ni traiciones. Esto nos tranquilizaba en parte. Pues cuando regresaron a Ivristone mostraron clara admiración por los destacados progresos experimentados en los asuntos de guerra durante aquella ausencia. Grandes alabanzas hicieron de mis trabajos y desinterés al dedicarme a una tarea que me era extraña. A la par ensalzaban las dotes de mi señora como Regidora del Estado, y le reconocían unas virtudes sin par; encomiaban que estuviera el Estado mejor regido que lo fuera jamás por hombre alguno.
La sinceridad quedaba manifiesta al solicitar ellos mismos del obispo la ceremonia religiosa para rendir pleitesía a la Señora de Ivristone y jurarle fidelidad, pues omitieron el compromiso cuando las exequias del rey, por lo que deseaban ahora enmendar el olvido. Que sabíamos no lo fuera, aunque pareciera sincero su arrepentimiento. Y aun cuando guardásemos nuestras reservas sobre tan destacado cambio, que más parecía milagroso que natural, el obispo innominado insistió en que llegada era la hora de la reconciliación, y pues se sometían y juraban obediencia a la señora motu proprio, justo era acogerlos con calor y reconocimiento. Luego comentaría el caso con mi señora y convinimos en asignarles destinos que los mantuvieran muy ocupados, hasta asegurarnos de la rectitud de su proceder. Sin olvidar con ellos una secreta vigilancia.
El regreso de los caballeros transformó el aire de la corte. Las bellas esposas competían en renovar sus ropas para ganar en atractivo, con lo que Monsieur Rhosse suspiraba por un instante libre, requerido de continuo por sus clientas. Debía disponer, además, cenas y veladas, animadas ahora por mayor concurrencia, y como el alivio del luto ya lo permitía, acudían músicos y juglares.
Los caballeros suspiraban cada día por concluir sus tareas para regresar al castillo, si bien algunas veces la obligación les retenía fuera por más tiempo.
Sucedía más de una vez, cuando me encontraba en los campamentos, que al salir de mi pabellón durante la noche atraía mi atención un brillantísimo lucero que se destacaba entre la multitud de bellas luminarias que poblaban el cielo, a las que empalidecía. Así quedaron mis ojos prendidos aquella noche, cautiva mi atención, mi ánimo suspenso, al contemplar la bellísima, delicada, grácil y etérea joven que era Elvira, la hija de mi señora Ethelvina, que en contadas ocasiones viera antes y me pareciera sólo una niña. Lucía ahora en la constelación que componían todas las damas de la corte, con ser todas muy agraciadas, como señora del firmamento de la hermosura, ante cuyo resplandor quedaba cegado, doncella celestial cuyos movimientos, acompasados a la música, la revelaban como una diosa de la armonía. Pues le habían insistido para danzar al son de los acordes que tañía Monsieur Rhosse, con lo que cobró vida esta sin par criatura que imaginé recién creada, que por maravilla fijó en los míos sus ojos, y se fundieron nuestras miradas. Al acabar, que lo hizo ante mí, tuve por gentileza y rendición besarle la mano, y si me dejara llevar por el impulso de mi corazón la estrechara entre mis brazos y le prometiera amor eterno, pues el alma se me suspendía al contemplarla, anudada a la suya por el hilo sutil de los ojos. Al fin hubo de separarse para acudir a los requerimientos de otras damas, otros caballeros, a recibir un efusivo y cariñoso beso de su madre, allá en el otro extremo donde se hallaba reunida y rodeada por sus ancianos consejeros, entre los que se destacaba el obispo. No era frecuente que asistieran a una cena, mas aquella noche lo hicieron a requerimiento de la señora.
Fuera casualidad o predestinación, no lo sabía: la estancia de Elvira se encontraba situada en la torre oeste, por encima de mi propia cámara, al nivel de la muralla, zona controlada por mis sesenta guerreros, los cuales hacían la centinela de noche. Esto me permitió discretamente, retirados que fueron todos los moradores a sus habitaciones, salir al adarve y pulsar la vihuela en una cálida serenata de amor, encaminada a las ventanas que celaban la visión de tan divina doncella, descubierta para bálsamo y deleite de mi alma regocijada en su contemplación. Y así me reclamaba imperiosa su visión nuevamente, que desde separarnos todo me parecía oscuro, salvo el recuerdo. Y eran estos sentimientos los que vibraban en las cuerdas y en el tono de mi voz.
Cuando desde aquella gloriosa ventana descendió una escala, que se deslizó blandamente junto al muro de piedra, me pareció que no manos y pies me impulsaban, sino alas, hacia el encuentro del ángel que me había cautivado.